10
Estaba sentada en mi despacho, mirando por la ventana. Tenía delante una lista de cosas por hacer, y no era pequeña. Necesitaba pasar por casa de los Nicholson. La reforma estaba casi terminada. El dormitorio y el baño estaban acabados, y solo faltaban unos cuantos detalles. Necesitaba recoger varios muestrarios nuevos en el centro de diseño. Tenía una entrevista con un nuevo cliente que me había pasado Mimi y, además, tenía una carpeta llena de facturas que repasar.
Sin embargo, aun así, miraba por la ventana. Puede que estuviese obsesionada con Simon, y con razón. Entre las explosiones de las tuberías, los cabezazos y los mensajes constantes durante todo el domingo pidiendo más pan de calabacín, sencillamente mi mente no podía quitárselo de encima. Y encima, la noche anterior, había sacado la artillería pesada: me acribilló con Glenn Miller. Hasta dio unos golpes en la pared para asegurarse de que escuchaba.
Bajé la cabeza hasta la mesa y me la golpeé unas cuantas veces para ver si eso me ayudaba. Al parecer a Simon le había ayudado…
Esa noche me fui directamente a yoga después del trabajo, y subía las escaleras de mi edificio cuando oí que una puerta se abría arriba.
—¿Caroline? —me llamó.
Sonreí de oreja a oreja y continué subiendo los peldaños.
—¿Sí, Simon? —respondí.
—Llegas tarde a casa.
—¿Qué? ¿Ahora vigilas mi puerta? —dije entre risas, alcanzando el rellano anterior al nuestro y alzando la mirada hacia él, que estaba inclinado sobre la barandilla con el pelo en la cara.
—Sí. Estoy aquí por el pan. ¡Dame calabacín, mujer!
—Estás chiflado. Lo sabes, ¿verdad?
Subí el último escalón y me encontré ante él.
—Eso me han dicho. Hueles muy bien —dijo, inclinándose hacia mí.
—¿Acabas de olerme? —pregunté incrédula mientras abría la puerta.
—Mmm, qué bien. ¿Vuelves de una sesión de ejercicios? —preguntó, entrando detrás de mí y cerrando la puerta.
—De yoga, ¿por qué?
—Hueles genial cuando estás alterada —dijo él, moviendo las cejas como un loco.
—¿De verdad ligas con frases como esa?
Me aparté de él para quitarme la chaqueta y apretar los muslos con fuerza.
—No es ninguna frase para ligar. Es que hueles genial —le oí decir, y cerré los ojos para impedir el paso del embrujo de Simon, que en ese momento estaba consiguiendo que Caroline Inferior se hiciese un ovillo.
Al oír mi voz, Clive salió dando botes del dormitorio. Se detuvo en seco cuando vio a Simon. Por desgracia, sus patas no se agarraban mucho al suelo de madera y resbaló por debajo de la mesa del comedor con bastante poca elegancia. Tratando de recuperar su dignidad, ejecutó un difícil salto a cuatro patas desde la estantería y me hizo señas con la garra. Quería que fuese hasta él, como el típico macho.
Dejé caer la bolsa del gimnasio y me acerqué como si nada.
—Hola, chavalito. ¿Has tenido buen día? ¿Mmm? ¿Has jugado? ¿Has echado una buena siesta? ¿Mmm?
Le rasqué detrás de la oreja, y él ronroneó sonoramente. Me miró con sus soñadores ojos gatunos y luego volvió su mirada hacia Simon. Juro que le dedicó una mirada de felina superioridad.
—Conque pan de calabacín, ¿eh? ¿He de interpretar que quieres un poco más? —pregunté, arrojando mi chaqueta sobre el respaldo de una silla.
—Sé que tienes más. Simón dice «dámelo» —exigió con gesto inexpresivo, convirtiendo su dedo en una pistola.
—Tienes una relación extraña con los productos de panadería, ¿verdad? ¿Existe algún grupo de apoyo para eso? —pregunté, entrando en la cocina para localizar el último trozo. Puede que lo estuviese guardando para él.
—Sí, pertenezco a Panaderos Anónimos. Nos reunimos en la panadería de Pine Street —respondió, sentándose en el taburete situado delante de la encimera.
—¿Es un buen grupo?
—Bastante bueno. Hay uno aún mejor en Market Street, pero ya no puedo ir allí —dijo, sacudiendo la cabeza con aire de tristeza.
—¿Te echaron? —pregunté, apoyándome en la encimera, delante de él.
—Pues sí —dijo.
A continuación, dobló el dedo para indicarme que me acercase más.
—Me metí en un lío por acariciar bollitos —susurró.
Me reí tontamente y le di un leve pellizco en la mejilla.
—Acariciar bollitos —repetí resoplando, mientras él me apartaba la mano.
—Entrégame el pan y nadie saldrá herido —me advirtió.
Agité las manos en señal de rendición y agarré una copa de vino del armario que se hallaba encima de su cabeza. Le miré levantando una ceja, y él asintió.
Le puse en la mano una botella de merlot y el sacacorchos, y luego saqué un racimo de uvas del escurridor que estaba dentro de la nevera. Sirvió el vino, brindamos y, sin una palabra más, empecé a preparar la cena.
El resto de la velada se desarrolló de forma natural, sin que me diese cuenta. Estábamos hablando de las nuevas copas de vino que yo había comprado en Williams-Sonoma, y media hora más tarde estábamos sentados ante la mesa del comedor con un plato de pasta delante de cada uno. Yo seguía llevando mi ropa de yoga, y Simon vestía vaqueros, camiseta y calcetines en los pies. Se había quitado la sudadera de Stanford antes de escurrir la pasta, algo que ni siquiera tuve que pedirle que hiciera. Sencillamente entró en la cocina detrás de mí, y escurrió y devolvió la pasta a la olla justo cuando yo terminaba la salsa.
Habíamos hablado de la ciudad, su trabajo, mi trabajo y el próximo viaje a Tahoe, y ahora nos dirigimos al sofá para tomar el café.
Me apoyé en los almohadones, con las piernas debajo del cuerpo. Simon me hablaba de un viaje que había hecho a Vietnam unos cuantos años atrás.
—No se parece a nada que hayas visto: los pueblos de las montañas, las preciosas playas, la comida… ¡Oh, Caroline, la comida!
Suspiró, estirando el brazo sobre el respaldo del sofá. Sonreí y traté de no fijarme en las mariposas que asaltaron mi estómago cuando pronunció mi nombre de esa forma: con la palabra «oh» delante… Madre mía.
—Parece maravilloso, pero no me gusta nada la comida vietnamita. No la soporto. ¿Puedo llevar manteca de cacahuete?
—Conozco a un tipo que prepara los mejores fideos del mundo, en un barco-vivienda situado en mitad de la bahía de Ha Long. Un bocado y tirarás tu manteca de cacahuete por la borda.
—Dios, ojalá pudiese viajar como tú. ¿Te hartas alguna vez? —pregunté.
—Mmm… Sí y no. Siempre es fantástico volver a casa. Me encanta San Francisco. Pero si paso en casa demasiado tiempo me entra el ansia de volver a la carretera. Y nada de comentarios acerca del ansia; empiezo a conocer ese sucio cerebro tuyo, Picardías Rosa —dijo, dándome unas palmaditas afectuosas en el brazo.
Traté de hacerme la ofendida, pero la verdad era que me disponía a hacer un chiste. Me percaté de que Simon continuaba apoyándome la mano en el brazo, dibujando con gesto distraído círculos diminutos con las puntas de los dedos. Empecé a ponerme histérica. ¿Era por el tiempo que llevaba sin dejar que me tocase un hombre o era por ese hombre concreto que me estaba tocando? «Oh, Dios, las puntas de los dedos.» Cualquiera que fuese el motivo, me estaba afectando. Si cerraba los ojos, casi podía imaginar a O saludándome con el brazo; aún lejos, pero no tanto como antes.
Le eché un vistazo a Simon y vi que me miraba la mano, como si sus dedos sobre mi piel le despertasen curiosidad. Tomé aire de golpe, y al oír el sonido me miró a los ojos. Nos miramos. Caroline Inferior estaba reaccionando, por supuesto, pero ahora Corazón empezó también a latir de forma un tanto alocada.
Entonces Clive saltó sobre el respaldo del sofá, le puso el culo en la cara a Simon y acabó con aquello al instante. Ambos nos reímos, y Simon se apartó de mí mientras yo le explicaba a Clive que era de mala educación hacerle eso a los invitados. No obstante, Clive pareció extrañamente satisfecho de sí mismo, por lo que supe que tramaba algo.
—¡Vaya, ya casi son las diez! Te he tenido ocupada toda la noche. Espero que no tuvieses planes —dijo Simon, poniéndose de pie y estirándose.
Al estirarse se le subió la camiseta, y me mordí la lengua con fuerza para reprimir el impulso de lamer el trozo de piel que se le veía por encima de los vaqueros.
—Bueno, tenía previsto pasar una noche muy emocionante viendo Food Network. ¡Maldito seas, Simon! —exclamé, agitando el puño en su cara mientras me levantaba también.
—Y hasta me has preparado la cena, que, por cierto, estaba muy, pero que muy buena —dijo, buscando su sudadera.
—No hay problema. Ha sido agradable cocinar para otra persona. Lo hago con todos los tipos que aparecen exigiendo pan —contesté, entregándole por fin el pan que le había guardado.
Sonrió de oreja a oreja y recogió la sudadera del suelo, junto al sofá.
—La próxima vez deja que cocine yo para ti. Preparo un fantástico… Uf, qué raro —se interrumpió, haciendo una mueca.
—¿Qué es raro? —pregunté, mirando cómo desplegaba su sudadera.
—Parece húmeda. Más que húmeda. ¿Está… mojada? —preguntó, mirándome confuso.
Dejé de mirar la sudadera para observar a Clive, que descansaba con cara de inocencia sobre el respaldo del sofá.
—¡Oh, no! —susurré, empalideciendo repentinamente—. ¡Clive, eres un hijo de puta! —exclamé, fulminándole con la mirada.
Saltó del sofá al suelo y pasó disparado entre mis piernas, en dirección al dormitorio. Había aprendido que yo no podía llegar hasta él si estaba detrás de la cómoda, y era allí donde se escondía cuando había hecho algo muy, muy malo. Llevaba mucho tiempo sin hacer aquello.
—Simon, si quieres deja la sudadera aquí. La lavaré o la llevaré a la tintorería, lo que sea. Lo siento muchísimo —me disculpé, tremendamente avergonzada.
—¿Se ha meado en mi sudadera? ¿En serio? —preguntó, haciendo una mueca.
Cogí la sudadera de sus manos.
—Sí, sí, lo ha hecho. Lo siento mucho, Simon. Tiene la manía de marcar el territorio. Cuando algún tío deja ropa en el suelo, oh, Dios, al final acaba meándose en ella. Lo siento mucho. Lo siento muchísimo. Lo siento…
—Caroline, no pasa nada. O sea, es asqueroso, pero no pasa nada. Me han ocurrido cosas peores. No estoy enfadado, te lo prometo.
Simon fue a ponerme la mano en el hombro. Sin embargo, pareció pensárselo mejor, probablemente cuando cayó en la cuenta de lo que había tocado por última vez.
—Lo siento mucho. Lo… —empecé otra vez cuando echó a andar hacia la puerta.
—Para ya. Si dices que lo sientes una vez más voy a buscar algo tuyo y a mearme encima, te lo juro.
—Eso es asqueroso —dije, riéndome por fin—. Pero hemos pasado una noche tan agradable, ¡y ha acabado en pipí! —protesté con un gemido, abriéndole la puerta.
—Sí que ha sido una noche agradable, incluso con el pipí. Ya habrá otras. No te preocupes, Picardías Rosa.
Me guiñó el ojo y cruzó el rellano.
—Esta noche ponme buena música, ¿eh? —le pedí, mirando cómo abría la puerta.
—Cuenta con ello. ¡Que descanses! —dijo, y cerramos las puertas al mismo tiempo.
Me apoyé de espaldas contra la puerta, abrazando la sudadera. Con una sonrisa bobalicona, recordé el tacto de las puntas de sus dedos. Y luego me di cuenta que estaba abrazando una sudadera manchada de pipí.
—¡Clive, eres un capullo! —vociferé, y eché a correr hacia mi dormitorio.
Dedos, manos, piel cálida apretada contra la mía en un esfuerzo por acercarse más. Sentí su aliento cálido, su voz como sexo húmedo en mi oreja:
—Mmm, Caroline, ¿cómo puedes tener la piel tan suave?
Gemí y me di la vuelta, retorciendo piernas con piernas y brazos con brazos, metiendo la lengua en su boca anhelante. Le chupé el labio inferior, saboreando menta, pasión y la promesa de lo que vendría cuando se metiese en mi cuerpo por primera vez. Gemí mientras él gruñía, y en un instante quedé atrapada debajo de su cuerpo.
Sus labios pasaron de mi boca a mi cuello, lamiendo, chupando y encontrando el punto, ese situado debajo de mi mandíbula que hacía explotar mis tripas y bizquear mis ojos. Una carcajada sombría contra mi clavícula, y supe que estaba perdida.
Me puse encima de él, sintiendo la pérdida de su peso pero la ganancia de mis piernas a cada lado de su cuerpo, sintiéndole menearse y palpitar exactamente dónde yo le necesitaba. Me apartó el pelo de la cara, contemplándome con aquellos ojos capaces de hacerme olvidar mi propio nombre y gritar el suyo.
—¡Simon! —chillé, notando cómo sus manos me agarraban las caderas y me empujaban contra él.
Me incorporé en la cama con el corazón acelerado, mientras las últimas imágenes oníricas abandonaban mi mente. Me pareció oír una risita al otro lado de la pared, desde donde me llegaban los compases de Miles Davis.
Volví a tumbarme y, con un hormigueo en la piel, intenté encontrar una zona fresca en la almohada. Pensé en lo que se hallaba al otro lado de esa pared, a pocos centímetros de distancia. Estaba metida en un buen lío.
Al día siguiente estaba sentada ante la mesa de mi despacho, dispuesta a entrevistarme con un nuevo cliente, alguien que había pedido específicamente trabajar conmigo. Aún llevaba poco tiempo en el negocio del diseño y gran parte de mi trabajo procedía de recomendaciones. Desde luego, estaba en deuda con quienquiera que me hubiese recomendado a aquel tipo. Nuevos interiores para un apartamento elegante; era prácticamente una remodelación completa, un proyecto de ensueño. Cada vez que me preparaba para recibir a un nuevo cliente sacaba fotos de otros proyectos que había diseñado y ponía a punto los cuadernos de dibujo, pero ese día lo hice con una concentración especial. Si dejaba que mi mente se distrajese un instante, Cerebro regresaba enseguida al sueño de la noche anterior. Me ruborizaba al pensar en lo que había permitido que me hiciese el Simon del sueño, y en lo que la Caroline del sueño le había hecho a él…
La Caroline del sueño y el Simon del sueño eran unos chicos traviesos.
—Ejem —oí a mi espalda. Me volví y vi a Ashley en el umbral—. Ha llegado el señor Brown, Caroline.
—Excelente, ahora mismo salgo —dije, asintiendo con la cabeza.
Me levanté y me alisé la falda. Me llevé las manos a las mejillas, confiando en no tenerlas demasiado coloradas.
—¡Es monísimo! —murmuró la recepcionista, caminando junto a mí por el pasillo.
—¿De verdad? Debe de ser mi día de suerte —dije con una carcajada, volviendo la esquina para recibirle.
Era mono, desde luego, y yo lo sabía muy bien. Era mi ex novio.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué posibilidades hay? —exclamó Jillian durante el almuerzo, dos horas más tarde.
—Bueno, teniendo en cuenta que mi vida entera parece gobernada últimamente por extrañas coincidencias, me imagino que era de esperar.
Corté un trozo de chapata y mastiqué con determinación.
—¡Pero bueno, venga ya! ¿Qué posibilidades hay realmente? —volvió a preguntarse mi jefa, llenando nuestros dos vasos de S. Pellegrino.
—Oh, la suerte no tiene nada que ver con esto. Ese tipo no deja nada al azar. Sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando te abordó el mes pasado en la gala benéfica.
—No —susurró.
—Sí. Me lo ha dicho. Me vio, y cuando averiguó que trabajaba para ti, ¡pam! Va y necesita una diseñadora de interiores.
Sonreí, recordando que siempre organizaba las cosas exactamente como las quería. Bueno, casi todo.
—No te preocupes, Caroline. Le pasaré el encargo a otro diseñador, o a lo mejor incluso le atiendo yo misma. No tienes por qué trabajar con él —dijo, dándome unas palmaditas en la mano.
—Ya le he dicho que sí. Estoy decidida a hacerlo —dije, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿Estás segura?
—Sí. No hay problema. No es que tuviésemos una ruptura traumática. De hecho, teniendo en cuenta cómo suelen ser las rupturas, podría decirse que fue suave. Él no quería aceptar que yo le dejase, pero al final terminó haciéndolo. No creía que yo tuviese huevos, y vaya si se sorprendió —dije, jugando con mi servilleta.
Había salido con James durante casi todo mi último curso en Berkeley. Él estaba ya en la facultad de derecho, progresando con firmeza hacia un futuro de perfección. Era muy atractivo: fuerte, guapo y encantador. Nos conocimos en la biblioteca una noche, tomamos café unas cuantas veces y aquello se convirtió en una relación sólida.
¿Y el sexo? Irreal.
Fue mi primer novio formal, y yo sabía que quería casarse conmigo. James tenía ideas muy concretas acerca de lo que pretendía de su vida, y eso, desde luego, me incluía a mí como su esposa. Y él era todo lo que siempre creí desear en un marido. El compromiso fue inevitable. Sin embargo, entonces empecé a darme cuenta de ciertos detalles, pequeños al principio, pero que con el tiempo fueron revelando el panorama global. Íbamos a cenar adonde él quería. Yo nunca podía elegir. Le oí decirle a alguien que imaginaba que mi fase de «decoración» no duraría mucho, pero que sería agradable tener una esposa capaz de crear un hogar bonito. El sexo seguía siendo genial, pero cada vez estaba más irritada con él, y dejé de aceptar cosas que no me agradaban con tal de llevarnos bien.
Cuando empecé a darme cuenta de que él ya no era lo que yo quería para mi futuro, las cosas se pusieron un poco tensas. Nos peleábamos sin parar, y cuando decidí poner fin a la relación quiso convencerme de que estaba tomando una decisión equivocada. Me mantuve en mis trece, y al final aceptó que estaba realmente decidida y no sufría un simple «arrebato femenino», como a él le gustaba llamarlo. Perdimos el contacto, pero James había supuesto una parte muy importante de mi vida durante mucho tiempo, y yo conservaba buenos recuerdos. Apreciaba lo que él me había enseñado acerca de mí misma.
Que no nos fuese bien como pareja no significaba que no pudiésemos trabajar juntos, ¿verdad?
—¿Estás segura? ¿De verdad quieres trabajar con él? —me preguntó Jillian una vez más, aunque me di cuenta de que estaba a punto de dar por zanjado el tema.
Lo pensé otra vez, recordando mis sensaciones al verle de pie en el vestíbulo. Pelo rubio rojizo, ojos penetrantes, sonrisa encantadora: me había asaltado una oleada de nostalgia y le dediqué una amplia sonrisa mientras se me acercaba.
—Hola, extraña —había dicho, tendiéndome la mano.
—¡James! —exclamé sofocando un grito, aunque me recuperé enseguida—. ¡Tienes muy buen aspecto!
Nos abrazamos, para gran sorpresa de Ashley.
—Sí, estoy segura —le dije a Jillian—. Será bueno para mí. Llámalo experiencia de madurez. Además, no quiero renunciar a la comisión. Ya veremos qué pasa esta noche.
Al oír mis palabras, Jillian levantó la vista de la carta.
—¿Esta noche?
—Ah, ¿no te lo he dicho? Esta noche saldremos a tomar algo para ponernos al día.
Estaba delante del espejo, ahuecándome el pelo y comprobando que no llevase en los dientes manchas de lápiz de labios. El resto de la jornada laboral había transcurrido con rapidez y ahora me encontraba en casa, preparándome para salir. Habíamos quedado para tomar unas copas, aunque yo dejaba abierta la opción de la cena. Sin embargo, unos vaqueros pitillo, un jersey negro de cuello alto y una cazadora de cuero gris constituían la indumentaria más elegante que pensaba ponerme.
Esa mañana, en la oficina, había pasado un rato agradable con James, y cuando me había pedido que saliésemos a tomar algo para ponernos al día yo había accedido al instante. Estaba deseando saber qué había sido de él y de paso asegurarme de que pudiéramos trabajar juntos. Hubo un tiempo en que él representó una parte enorme de mi vida, y poder trabajar con alguien con quien estuve tan unida me parecía una buena idea. Una idea madura. ¿Una conclusión? No sé muy bien cómo llamarlo, pero se me antojaba lo más natural del mundo.
Pasaría a buscarme a las siete, y yo tenía previsto reunirme con él fuera. Aparcar en mi calle resultaba absurdo. Un vistazo al reloj me indicó que era hora de irse, así que le di un rápido beso de despedida a Clive, que desde el incidente del pipí se portaba como un ángel, y salí al rellano.
Y choqué contra Simon, que estaba delante de mi puerta.
—¡Vale, ya eres oficialmente mi acosador! No hay más pan de calabacín, señor mío. Espero que te haya durado ese último trozo porque no pienso darte más —le advertí, empujándole con el dedo índice para apartarle de mi puerta.
—Lo sé, lo sé. De hecho, estoy aquí por un asunto oficial —dijo con una carcajada, levantando las manos en señal de rendición.
—¿Vienes conmigo? —pregunté, indicando las escaleras con un gesto de la cabeza.
—Yo también bajo. Salgo a alquilar una película —me explicó mientras echábamos a andar.
—¿La gente continúa alquilando películas? —pregunté en tono de broma, al tiempo que doblaba una esquina.
—Pues sí, la gente continúa alquilando películas. Solo por eso vas a tener que ver cualquier cosa que yo elija —respondió, levantando una ceja.
—¿Esta noche?
—Claro, por qué no. Venía a preguntarte si te apetecía venir un rato. Estoy en deuda contigo por la cena de anoche, y siento el impulso irresistible de ver algo espeluznante…
Se puso a silbar el tema de la serie Dimensión desconocida. No pude evitar echarme a reír al ver sus manos en forma de garra y sus ojos bizcos.
—La última vez que alguien me invitó a alquilar una película significaba en realidad «hagámoslo en el sofá». ¿Estoy a salvo contigo?
—¡Por favor! Firmamos una tregua, ¿recuerdas? Solo pretendo respetarla. Entonces, ¿cuento contigo esta noche?
—Ojalá pudiese, pero hoy tengo planes. ¿Mañana por la noche?
Bajamos el último tramo de escaleras y salimos al vestíbulo.
—Mañana, entonces. Pásate después del trabajo. Pero yo elijo la película y te preparo la cena. Es lo mínimo que puedo hacer por mi pequeña aguafiestas.
Me dedicó una mirada de superioridad y le di un puñetazo en el brazo.
—Por favor, deja de llamarme eso o no llevaré el postre —dije, bajando la voz y pestañeando como una idiota.
—¿Postre? —preguntó, sosteniéndome la puerta abierta mientras yo salía al aire nocturno.
—Ajá. Ayer compré unas manzanas, y llevo toda la semana deseando comer tarta. ¿Qué te parece? —pregunté, recorriendo la calle con la mirada por si veía a James.
—¿Tarta de manzana? ¿Tarta de manzana casera? Ostras, mujer, ¿acaso intentas matarme? Mmm…
Se relamió y me dedicó una mirada hambrienta.
—Vaya, señor, tiene usted cara de haber visto algo que le gustaría comerse —comenté con el tono de voz de Escarlata O’Hara.
—Si mañana por la noche te presentas con tarta de manzana, puede que no deje que te marches —susurró, con las mejillas rosadas y el pelo alborotado por el aire fresco.
—Eso sería horrible —susurré a mi vez. «Uau»—. Vale, pues vete a buscar tu película —dije, empujando con gesto juguetón los ciento ochenta centímetros de tío bueno que se hallaban ante mí. «¡Acuérdate del harén!», grité dentro de mi cabeza.
—¿Caroline? —sonó una voz preocupada a mis espaldas, y al volverme vi a James caminando hacia nosotros.
—Hola, James —le saludé, apartándome de Simon entre risitas.
—¿Estás lista? —preguntó, mirando con atención a Simon.
Simon se irguió en toda su estatura y le miró con idéntica atención.
—Sí, a punto. Simon, este es James. James, Simon.
Se estrecharon las manos y vi que ambos ejercían más fuerza de la necesaria; ninguno de los dos quería ceder el primero. Puse los ojos en blanco. «Sí, chicos, los dos podríais escribir vuestro nombre en la nieve. Pero la pregunta es: ¿quién formaría letras más grandes?»
—Encantado de conocerte, James. Era James, ¿verdad? Soy Simon. Simon Parker.
—Así es. James. James Brown.
Vi que en la cara de Simon empezaba a gestarse una carcajada.
—Bueno, James, deberíamos irnos ya. Simon, hablamos luego —les interrumpí, poniendo fin al apretón de manos del siglo.
James se volvió hacia su coche, que estaba aparcado en doble fila, y Simon me miró.
«¿Brown? ¿James Brown?», dijo moviendo solo los labios, y contuve mi propia carcajada.
«Chis», respondí yo de la misma manera, y le sonreí a James cuando se volvió de nuevo hacia mí.
—Encantado de conocerte, Simon. Ya nos veremos —se despidió James, apoyándome la mano en la espalda para conducirme hacia su coche. El gesto no me llamó la atención, pues era así como siempre caminábamos juntos, pero Simon abrió los ojos un poco más al verlo.
Mmm…
James me abrió la puerta y luego rodeó el coche hasta su lado. Simon seguía delante de nuestro edificio cuando nos marchamos. Me froté las manos delante del climatizador y le sonreí a James, que conducía entre el tráfico.
—Bueno, ¿adónde vamos?
Nos acomodamos en el bar pijo que James había elegido. El local me pareció muy propio de él: chic, sofisticado y aderezado con sexualidad encubierta. Nos apoltronamos en los elegantes bancos acolchados de piel, de un rojo intenso, cubiertos con unos cojines finos, e iniciamos el proceso de conocernos después de pasar tantos años separados.
Mientras esperábamos a que viniese la camarera observé su rostro. Seguía teniendo el mismo aspecto: pelo rubio rojizo muy corto, mirada seria y un físico delgado replegado sobre sí mismo como el de un gato. La edad no había hecho más que mejorar su atractivo, y los vaqueros cuidadosamente desgarrados y el jersey de cachemira se ajustaban a un cuerpo que, según pude ver, estaba en muy buena forma. James había practicado la escalada con ahínco. Consideraba cada roca, cada montaña, un obstáculo que superar, algo que debía conquistarse.
Hacia el final de nuestra relación habíamos ido a escalar juntos unas cuantas veces, aunque las alturas siempre me han asustado. Sin embargo, verle escalar, ver cómo los músculos fibrosos se estiraban y llevaban a su cuerpo a adoptar posturas que parecían antinaturales, era una experiencia excitante, y aquellas noches me había abalanzado sobre él en la tienda de campaña como una posesa.
—¿En qué estás pensando? —preguntó, interrumpiendo mis cavilaciones.
—Pensaba en lo mucho que escalabas. ¿Sigues haciéndolo?
—Pues sí, aunque no tengo tanto tiempo libre como antes. En el bufete me mantienen muy ocupado. Trato de acercarme al parque estatal de Big Basin siempre que puedo —añadió, sonriendo mientras se acercaba nuestra camarera.
—¿Qué les traigo? —preguntó ella, colocando unas servilletas delante de nosotros.
—Ella tomará un martini seco con vodka y tres aceitunas, y a mí tráigame tres dedos de Macallan —contestó él.
La camarera asintió con la cabeza y se fue a buscar nuestras bebidas.
Observé a James, que se arrellanó en su asiento y volvió la mirada hacia mí.
—Oh, Caroline, lo siento. ¿Sigues bebiendo lo mismo?
Le miré con los ojos entornados.
—Pues resulta que sí. Pero ¿y si no quería eso esta noche? —contesté en tono remilgado.
—Perdona, tienes toda la razón. ¿Qué querías tomar? —me dijo mientras le hacía señas a la camarera para que volviese a acercarse.
—Tomaré un martini seco con vodka y tres aceitunas, por favor —le dije con un guiño.
La chica pareció confusa.
James soltó una carcajada y ella se marchó, sacudiendo la cabeza.
—Touché, Caroline. Touché —dijo él, observándome de nuevo.
—Bueno, dime qué has estado haciendo en los últimos años —le pedí, apoyando los codos encima de la mesa y la barbilla en las manos.
—Mmm, ¿cómo sintetizar varios años en unas cuantas frases? Acabé la carrera de derecho, entré a trabajar en un bufete, aquí en la ciudad, y trabajé como un burro durante dos años. Ahora puedo tomarme las cosas con un poco más de calma. Ya solo trabajo unas sesenta y cinco horas a la semana, y reconozco que es agradable volver a ver la luz del día. —Sonrió de oreja a oreja, y no pude evitar devolverle la sonrisa—. Y, por supuesto, trabajar tanto me deja muy poco tiempo para hacer vida social, así que fue una verdadera suerte que te viese en esa gala benéfica el mes pasado —acabó, apoyándose también en los codos.
Jillian asistía a muchos eventos sociales en la ciudad, y yo la acompañaba de forma ocasional. Era bueno para el negocio. Debería haber sabido que acabaría tropezándome con James en alguna de aquellas francachelas.
—Así que me viste, pero no te acercaste a hablar conmigo. Y ahora estás aquí, semanas más tarde, pidiéndome que trabaje en tu piso. ¿Por qué exactamente?
Nos trajeron las bebidas y di un largo trago.
—Quería hablar contigo, créeme. Pero no pude. Había pasado mucho tiempo. Entonces comprendí que trabajabas para Jillian, a quien me había recomendado un amigo, y pensé: «Perfecto» —dijo, e inclinó su vaso hacia mi copa para brindar.
Hice una breve pausa y brindé con él.
—Entonces, ¿dices en serio lo de trabajar conmigo? No es ninguna clase de estratagema para llevarme a la cama, ¿verdad?
Me miró con tranquilidad.
—Ya veo que sigues siendo tan directa como siempre. Pero no, esto es profesional. Reconozco que no me gustó cómo acabaron las cosas entre nosotros, pero acepté tu decisión. Y aquí estamos ahora. Necesito realmente una decoradora. Tú eres decoradora. Todo encaja, ¿no crees?
—Diseñadora —le corregí en voz baja.
—¿Cómo dices?
—Diseñadora —repetí, esta vez más alto—. Soy diseñadora de interiores, no decoradora. Existe una diferencia, señor Abogado.
Di otro sorbo.
—Por supuesto, por supuesto —respondió, haciéndole señas a la camarera.
Sorprendida, miré mi copa y la encontré vacía.
—¿Te apetece otro? —preguntó, y asentí con la cabeza.
Durante la hora siguiente, mientras charlábamos, también empezamos a comentar lo que él necesitaba en su nuevo hogar. Jillian estaba en lo cierto. En realidad me pedía que diseñase todo su piso, desde las alfombras para delimitar zonas hasta las lámparas, pasando por todo lo que se hallaba entre esas dos cosas. Me correspondería una comisión enorme, y James había accedido incluso a dejarme fotografiar el resultado para una revista local de diseño en la que Jillian quería que yo apareciese. James procedía de una familia acaudalada, los conocidos Brown de Filadelfia, y yo sabía que sus padres debían pagar la mayor parte de la cuenta. Los abogados jóvenes no ganaban lo suficiente para comprarse un piso como el suyo, y menos en una de las ciudades más caras de Estados Unidos. Sin embargo, los fondos fiduciarios perduran, y él tenía uno considerable. Una de las ventajas de salir con él era que podía invitarme a cenar en restaurantes de verdad, y no limitarse a comprar comida para llevar. Yo había disfrutado de ese aspecto de nuestra relación; no voy a mentir.
Y disfrutaría de ese aspecto de este proyecto. ¿Un presupuesto prácticamente ilimitado? Estaba deseando empezar.
Al final fue una velada agradable. Como ocurre con todos los antiguos amores, había un sensación de complicidad, una nostalgia que solo puedes compartir con alguien que te ha conocido íntimamente, en especial en esa edad en la que aún te estás formando. Fue genial volver a verle. James tiene una personalidad muy fuerte, seria y sólida, y recordé por qué me había sentido atraída por él. Nos reímos y contamos anécdotas acerca de cosas que habíamos hecho siendo pareja, y me sentí aliviada al comprobar que mantenía su encanto. Podíamos llevarnos bien en un entorno social. No hubo incomodidad alguna.
Cuando la velada decayó y me acompañó a casa, me hizo la pregunta que yo sabía que se moría por hacerme. Paró el coche delante de mi edificio y se volvió hacia mí.
—Bueno, ¿sales con alguien? —preguntó en voz baja.
—Pues no. Y esa es una pregunta poco propia de un cliente —bromeé, y miré hacia mi edificio.
Sonreí al ver a Clive sentado en la ventana como de costumbre. Era agradable saber que me esperaba alguien. No pude evitar echar un vistazo al apartamento de Simon para ver si había luz, y cuando vi su sombra en la pared y la luz azul de su televisor sentí mariposas en el estómago.
—Bueno, como cliente suyo me abstendré de hacer esa clase de preguntas en el futuro, señorita Reynolds —dijo James, riéndose entre dientes.
Me volví de nuevo hacia él.
—No pasa nada, James. Hace mucho tiempo que superamos la relación diseñadora-cliente.
Me sentí triunfante al ver que su cuidadosa fachada se ruborizaba.
—Creo que esto va a ser divertido.
Me llegó el turno de reír.
—Vale, puedes llamarme mañana al despacho y nos pondremos en marcha. Pienso desplumarte, colega. Prepara esa tarjeta de crédito —me burlé mientras me bajaba del coche.
—¡Diablos, cuento con ello! —exclamó, guiñándome el ojo y despidiéndose de mí con la mano.
Esperó a que estuviese dentro y le saludé de nuevo con la mano mientras se cerraba la puerta. Me alegraba ver que podía manejarme bien con él. Arriba, al girar la llave en mi cerradura, me pareció oír algo. Miré por encima del hombro, pero no vi nada. Clive me llamó desde dentro, así que sonreí y entré. Lo levanté del suelo y le susurré suavemente al oído mientras él me daba un minúsculo abrazo gatuno, rodeándome el cuello con sus grandes garras.
Al día siguiente por la tarde estaba extendiendo la masa de la tarta con el rodillo cuando llegó un mensaje de Simon.
Pásate cuando quieras. Empezaré la cena en cuanto llegues.
Aún estoy trabajando en la tarta, pero no tardaré en ir.
¿Necesitas ayuda?
¿Qué tal se te da pelar manzanas?
Lo siguiente que oí fue una llamada en la puerta. Fui hasta allí con las manos cubiertas de harina y abrí con el codo.
—Hola —dije, aguantando la puerta abierta con el pie.
—Esto parece el final de Scarface —observó él, tocándome la nariz y mostrándome la harina que llevaba en la punta.
—Cuando hay masa quebrada de por medio tengo cierta tendencia a perder el control —dije mientras él cerraba la puerta.
—Tomo nota. Esa es una buena información —respondió, y me apartó la mano cuando traté de abofetearle.
Entonces me dedicó una mirada prolongada; sus ojos azules descendieron desde mi rostro y recorrieron mi cuerpo.
—Mmm, lo del delantal iba en serio. No sé cuánto podré aguantar sin tratar de agarrarte el culo.
—Entra ahí y agarra una manzana, colega —dije, y caminé hacia la cocina, meneando las caderas un poco más de lo habitual.
Le oí suspirar con fuerza. Me miré la ropa: camiseta de tirantes, vaqueros viejos, pies descalzos y delantal de cocinera que decía: «Deberías ver mis bollos».
—Cuando has dicho «agarra una manzana», ¿a qué te referías exactamente? —preguntó él desde la cocina, donde había empezado a quitarse el jersey.
Sacudí la cabeza ante la visión de Simon en camiseta negra y vaqueros gastados. Había vuelto a quitarse los zapatos, y me maravilló lo a gusto que parecía sentirse en mi cocina.
Rodeé la encimera de la cocina y cogí mi rodillo de amasar.
—¿Sabes? No dudaré en darte un porrazo en la cabeza con esto si continúas rozando el acoso sexual —le advertí, deslizando la mano arriba y abajo por el rodillo de amasar con un gesto sugestivo.
—Si de verdad quieres que me ponga a pelar manzanas, voy a tener que pedirte que no hagas eso —dijo, abriendo los ojos como platos.
—Nunca bromeo con las tartas, Simon —repliqué mientras espolvoreaba un poco más de harina sobre el mármol.
Observó en silencio, respirando por la boca, cómo daba palmaditas sobre la masa quebrada.
—Bueno, ¿qué vas a hacer con eso? —preguntó en voz baja.
—¿Con esto? —pregunté, inclinándome sobre la tabla y arqueando tal vez un poco la espalda al hacerlo.
—Ajá —respondió.
—Voy a extender esta masa. Así, ¿lo ves? —le provoqué de nuevo, pasando el rodillo adelante y atrás por la masa, asegurándome de arquear la espalda cada vez y de que el avance me juntase las domingas.
—¡Madre mía! —susurró, y le dediqué una sonrisa llena de picardía.
—¿Va todo bien, chavalote? Esto es solo la masa de arriba. Todavía tengo que trabajar en lo de abajo —dije por encima del hombro.
Sus manos se aferraron con fuerza al borde de la encimera.
—Manzanas. Manzanas. Voy a pelar unas manzanas —se dijo, y se volvió hacia el colador lleno de manzanas que descansaba en el fregadero.
—Ahora te doy el pelador —dije, situándome detrás de él y apretándome contra su cuerpo mientras me inclinaba para coger el pelador de verduras del otro fregadero. Me estaba divirtiendo.
—Pelar manzanas, solo pelar manzanas. No he notado tus tetas. No he notado nada de nada —salmodió mientras yo me reía de él sin disimulo.
—Toma, pela eso —dije, apiadándome de él y saliendo de su espacio de trabajo. Puede que le oliese un poco la camiseta.
—¿Acabas de olerme? —preguntó sin volverse hacia mí.
—Puede —reconocí, volviendo a mi rodillo de amasar, que apreté con fuerza.
—Eso me ha parecido.
—Oye, si tú puedes olerme a mí, yo puedo olerte a ti —repliqué, descargando mi frustración sexual en una indefensa masa quebrada.
—Me parece justo. Bueno, ¿cómo estoy?
—Bien. De hecho, muy bien. ¿Suave?
—No creo. He perdido el suavizante —confesó.
Me eché a reír, y continuamos amasando y pelando. Un cuarto de hora más tarde teníamos un cuenco lleno de manzanas peladas y cortadas en rodajas y una masa quebrada perfectamente extendida. Ambos nos habíamos bebido la primera copa de vino.
—Vale, ¿ahora qué? —preguntó, limpiando harina y ordenando en general.
—Ahora añadimos unas especias y un toque cítrico —contesté, alineando la canela y la nuez moscada, el azucarero y un limón.
—Vale, ¿dónde me quieres? —preguntó, enseñándome las manos cubiertas de harina.
Varias visiones pasaron por mi cabeza y tuve que reprimirme para no mostrarle exactamente dónde le quería.
—Primero sacúdete, y luego nos pondremos manos a la obra. Puedes ser mi ayudante.
Miró a su alrededor en busca de un paño de cocina, y yo me puse a buscar el que había dejado preparado. Ya había echado a andar hacia la encimera para cogerlo cuando noté en el culo dos manos muy fuertes y muy bien situadas.
—Mmm, ¿hola? —dije, paralizada.
—Hola —contestó él alegremente, sin quitarme las manos de encima.
—Explícate, por favor —le ordené, tratando de no fijarme en que mi corazón intentaba abandonar mi cuerpo a través de la boca.
—Me has dicho que buscase algo para limpiarme las manos —balbuceó, esforzándose por no reírse mientras me apretaba un poco cada nalga.
—¿Y has creído que me refería a mi culo? —pregunté, riéndome también y volviéndome hacia él al tiempo que le apartaba las manos.
—¿Qué quieres que te diga? Lo reconozco: me tomo excesivas libertades con mis vecinas —respondió mientras sus ojos iban y venían entre mis labios y mis ojos.
—Tenemos que hacer una tarta, señor mío. Te agradeceré que te comportes como es debido. Nadie me toca el culo sin invitación —dije riéndome tontamente, sin soltar sus manos. Noté que su pulgar dibujaba pequeños círculos en la palma de mi mano y la cabeza empezó a darme vueltas. Aquel tipo acabaría conmigo—. Ponte allí, manos largas, y compórtate como es debido —le indiqué.
Me dedicó una sonrisa satisfecha y se apartó, lo cual me dio la oportunidad de murmurar «ay, Señor» antes de reunirme con él ante el cuenco de manzanas.
—Vale, haz lo que yo te diga, ¿de acuerdo? —dije, espolvoreando azúcar dentro del cuenco.
—De acuerdo.
Empecé a remover las manzanas con las manos y Simon siguió mis instrucciones al pie de la letra. Cuando pedí más azúcar, obedeció. Cuando pedí más canela, cumplió. Cuando le pedí que exprimiese el limón, exprimió el limón tan bien que tuve dificultades para mantener la lengua dentro de mi boca y lejos de su garganta.
Las removí y probé, y cuando por fin estuvieron listas levanté un trozo hasta su boca.
—Abre —dije, y él se inclinó hacia mí.
Le coloqué un pedazo de manzana sobre la lengua y cerró la boca de golpe, antes de que yo tuviese ocasión de retirar los dedos. Dejó que sus labios me atrapasen dos y los retiré despacio, notando cómo su lengua los envolvía en un movimiento lento y delicado.
—Delicioso —dijo en voz baja.
—Uf —contesté, bizqueando un poco ante el sexo con patas que se hallaba ante mí.
Masticó.
—Dulce. Dulce, Caroline.
—Uf —logré repetir.
Cerebro sabía que aquello era malo. Corazón parecía a punto de salírseme del pecho.
—¿A ti te parece bueno? —preguntó, y aquella inquietante sonrisa se acercó peligrosamente al territorio de la mueca de superioridad.
—A mí me parece bueno —contesté, ardiendo tras la dedofelación.
A la porra la tregua, a la porra el harén. ¿A quién le importaba que no hubiese O actualmente? Me moría de ganas de estar en contacto con ese hombre.
Mi muro sexual había sido alcanzado, y cuando me disponía a arrancarle a Simon la ropa, arrojarle al suelo y cepillármelo en medio de un montón de manzanas y canela, con un rodillo de amasar como única guía, sonó mi móvil.
«Gracias, Señor.»
Miré al diablo de ojos azules y me lancé hacia el otro lado de la habitación, lejos de su embrujo idiotizante. Mientras corría vi su cara, y me pareció un poco decepcionado.
—Chica, ¿qué haces esta noche? —chilló Mimi en mi teléfono.
Me lo aparté de la oreja antes de empezar a sangrar. Mimi tenía tres niveles de sonido: alto normal, alto excitado y alto borrachín. Estaba saliendo del nivel excitado para entrar en el borrachín.
—Estoy preparando la cena. ¿Dónde estás? —pregunté, asintiendo con la cabeza en dirección a Simon, que había empezado a echar las manzanas en el molde.
—Sophia y yo hemos salido a tomar unas copas. ¿Y tú qué haces? —vociferó.
—¡Te lo acabo de decir, preparo la cena! —contesté entre risas.
Simon entró en la salita con la tarta en las manos.
—¿Meto esto en el horno? —preguntó.
—Un momento, Mimi. Aún no, me falta ponerle un poco de crema —le dije, y volvió a meterse en la cocina.
—¡Caroline, eso era un hombre! ¿Quién era? ¿Con quién vas a cenar? ¿Y dónde vas a poner crema? —me espetó, alzando la voz todavía más.
—Cálmate. ¡Pero cómo gritas! Voy a cenar con Simon, y estamos preparando una tarta de manzana —le expliqué.
Ella trasladó mis palabras a Sophia de inmediato. Oí que esta le arrebataba el teléfono de la mano.
—Mierda —murmuré.
—Reynolds, ¿qué estás haciendo? ¿Estás horneando tartas con tu vecino? ¿Estás desnuda? —vociferó Sophia, acribillándome también a preguntas.
—Pues no. Tenéis que calmaros de una vez. Voy a colgar —vociferé por encima de ella.
Oí que Mimi chillaba guarrerías sobre tartas y crema. Sophia me estaba amenazando para que no colgase cuando hice eso mismo.
Suspiré y volví con Simon, que tenía las manos llenas de tarta. No pude evitar soltar un bufido.
—¡Oh, Dios mío, qué bueno! —gemí, cerrando los ojos y perdiéndome en las sensaciones.
—Sabía que te gustaría, pero no tenía ni idea de que fueses a disfrutar tanto —susurró él, mirándome embelesado.
—Deja de hablar, vas a estropeármelo —rezongué, estirándome y sintiéndome responder a todo lo que me estaba dando.
—¿Querías más? —ofreció, incorporándose sobre los codos.
—Si no paro, mañana no podré caminar.
—No te cortes, sé una chica mala. Te lo mereces. Sé que quieres, Caroline —me provocó, acercándose más.
—Vale —logré decir, abriéndome para él una vez más.
Cerré los ojos y le oí tantear antes de meterla. Suspiré al notarla y cerré los labios en torno a lo que ofrecía.
—Jamás había visto a ninguna mujer que pudiese echarse tanto al cuerpo de una sentada —se maravilló, observando cómo me deshacía una vez más.
—Sí, bueno, jamás habías conocido a ninguna mujer a quien le gustasen tanto las albóndigas —gemí entre bocados, sintiéndome increíblemente llena pero sin querer que terminase la cena.
Simon acababa de prepararme posiblemente la cena más perfecta de la historia, tocando todas y cada una de las papilas gustativas que había que tocar. En Nápoles, una mujer le había enseñado a hacer las albóndigas más alucinantes del mundo, y él me había jurado que yo nunca habría probado unas mejores. Después de al menos siete chistes sobre bolas y bocas, tenía que reconocer que eran las mejores bolas que había tenido nunca en la boca.
Dios, preparaba unas albóndigas fantásticas.
A continuación procedí a comerme casi medio kilo de pasta yo sola, así como todas mis albóndigas, más la mitad de las suyas. Insistí en que se comiese la última, pero se negó y llevó la perfección su albóndiga hasta mi boca bien dispuesta.
Simon era un anfitrión fantástico y me insistió en que me quedase sentada, tomase vino y le mirase en lugar de ayudarle. Mientras lo preparaba todo, estuvo contándome anécdotas sobre sus viajes. La cena, aunque sencilla, estaba deliciosa.
—Nonni me hizo prometerle que si me enseñaba a hacer sus polpette solo las serviría con su salsa especial. Si osaba servirlas con un frasco de salsa preparada, cruzaría el océano para romperme en las costillas su cuchara de madera.
—¿Hizo que la llamaras Nonni? —pregunté entre risas, arrellanándome en la silla y desabrochándome el botón superior de los vaqueros. No me daba vergüenza. Me había comido una cantidad obscena.
—¿Sabes lo que significa Nonni? —preguntó, sorprendido.
—Mi bisabuela era italiana y hacía que todo el mundo la llamase Nonni.
Volví a reírme cuando sus ojos se posaron en mis manos, que me daban un masaje en el estómago.
—¿Va todo bien? —preguntó, arqueando las cejas y levantándose para quitar la mesa.
—Sí, solo necesito respirar un poco —gemí mientras me ponía de pie.
—No, no, no hace falta que me ayudes —dijo, precipitándose hacia mí al tiempo que agarraba mi plato.
—¡Qué va! No pensaba hacerlo. Iba a dejar todos los trastos en la mesa y a desmayarme en ese sofá de ahí —dije, indicando la salita con la cabeza.
—Ve a relajarte. Alguien que acaba de meterse tantas bolas en la boca se merece un descanso —bromeó, y le di un manotazo en la oreja.
—¡He dicho que basta de chistes sobre bolas! Ya te has divertido, ahora déjame morir en paz.
Me fui a la salita arrastrando los pies. Había comido como una verdadera cerda, pero la cena estaba buenísima. Me recliné y me desabroché otro botón de los vaqueros. Acto seguido, me relajé entre los cojines y me puse a repasar mentalmente algunos de los mejores momentos de la velada.
Ver cocinar a Simon era, en una palabra, genial. Se sentía realmente cómodo en una cocina, si pasábamos por alto sus dificultades de hacía un rato con la tarta. Incluso su ensalada, simples verduras con un aliño ligero de limón, aceite de oliva, sal, pimienta y parmesano de calidad, era sencilla y perfecta.
—Sal rosa del Himalaya, por supuesto —había dicho orgulloso, sacando una bolsa de su despensa.
La había traído de uno de sus numerosos viajes y me hizo probar un poco antes de echarla sobre la ensalada. Habría podido ser pretencioso, pero a Simon le quedaba bien. Las muchas facetas de aquel tipo eran asombrosas. Mis primeras suposiciones acerca de él estaban demostrando resultar completamente equivocadas. Tal como suele ocurrir con las suposiciones…
Le oí ocuparse de los platos y, aunque debería haber ido a ayudarle, sencillamente no podía levantarme del sofá. Me acurruqué de lado y volví a recorrer su salita con la mirada; mis ojos se vieron atraídos por las minúsculas botellas de arena procedentes de todo el mundo. Me maravilló lo mucho que había viajado y lo mucho que aún parecía disfrutar haciéndolo. Contemplé las fotos de la mujer de Bora-Bora, su piel oscura y bonita y las superficies lisas de su cuerpo, y pensé en lo diferentes que eran las tres mujeres de su harén. ¡Uy, ahora que Katie/Azotes estaba con su nuevo hombre solo quedaban dos!
De pronto percibí el olor de la tarta de manzana y oí que se cerraba la puerta del horno. La había metido en el horno de Simon en cuanto entramos en su apartamento a fin de que estuviera lista después de la cena.
—No te atrevas a tratar de servirme tarta ahora. ¡Estoy llenísima! ¡No me cabe más! —vociferé.
—Silencio, se está enfriando —me riñó, saliendo de la cocina—. Vas a tener que mover el culo, amiga. Es hora de ver la película —me indicó, empujándome con el dedo gordo del pie mientras yo me esforzaba por incorporarme.
—¿Qué vamos a ver?
—El exorcista —susurró, apagando la luz de la mesita del rincón y dejando la habitación casi a oscuras.
—¿Te estás quedando conmigo? —chillé, inclinándome sobre él para volver a encenderla.
—No seas cagueta. He dicho que vamos a ver esa película —dijo Simon en tono de reprobación, apagando la lámpara una vez más.
—¡No soy cagueta, pero hay cosas estúpidas y cosas no estúpidas, y es estúpido ver una película como El exorcista con las luces apagadas! ¡Estás buscando problemas! —siseé yo, encendiéndola de nuevo.
Aquello empezaba a parecerse a una discoteca…
—Vale, haré un trato contigo. Luces apagadas, pero… —Me hizo callar con el dedo al ver que me disponía a interrumpirle—. Si te asustas demasiado, vuelvo a encenderlas. ¿Trato hecho?
Aún estaba inclinada sobre él para volver a encender la luz cuando me di cuenta de lo cerca que estaba de su cara. Y de que estaba situada sobre él como una chica que esperase recibir unos azotes. Y sabía que él era capaz de darlos…
—Bueno —resoplé mientras aparecían los créditos iniciales. Volví a sentarme con normalidad.
Simon me brindó una sonrisa de triunfo y levantó el pulgar.
—Si vuelves a hacer eso, te arranco el dedo de un mordisco —farfullé, retirando una manta afgana del respaldo del sofá y envolviéndome en ella para protegerme. Un minuto de película y ya tenía los pelos de punta.
Estuve tensa a partir de ese momento, y cuando Regan se hizo pis en la cena me arrepentí de haber pensado hasta entonces que muchas chicas se comportaban de forma ridícula al ver películas de miedo en compañía de tíos.
Para cuando llegó el sacerdote a hacer una breve visita, estaba prácticamente sentada sobre las rodillas de Simon, agarrándole el muslo con todas mis fuerzas y viendo la película a través de los agujeros de la manta afgana, con la que me había tapado la cabeza.
—Te odio literalmente por obligarme a ver esta película —le susurré al oído.
Tenía su oreja justo en la cara, ya que me negaba a dejar ningún espacio entre nosotros. Incluso le había acompañado al cuarto de baño un rato antes, cuando hicimos un descanso. Él insistió en que me quedase en el pasillo, pero permanecí pegada a la puerta, mirando a mi alrededor con gesto furtivo, sin quitarme la manta afgana de la cabeza.
—¿Quieres que la pare? No quiero que tengas pesadillas —susurró él a su vez, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Solo te pido que dejes de aporrear las paredes durante unas cuantas noches. No podré soportarlo —dije, mirándole a través de uno de los agujeros.
—¿Has oído algún porrazo últimamente? —preguntó poniendo los ojos en blanco, tal como hacía cada vez que me miraba cubierta con la ridícula manta afgana.
—No, la verdad es que no. ¿Y eso por qué? —pregunté.
Tomó aire.
—Bueno, es que… —empezó, pero entonces comenzaron a salir de la tele los ruidos más desquiciadamente aterradores y ambos dimos un bote.
—Vale, puede que esta película dé un poco de miedo. ¿Quieres sentarte más cerca? —preguntó, pulsando PAUSA en el mando.
—¡Pensaba que nunca me lo preguntarías! —exclamé, instalándome entre sus muslos—. ¿Quieres un poco de manta? —ofrecí, y él se echó a reír.
—No, puedo afrontarlo como un hombre. De todos modos, tú quédate ahí —bromeó.
Le miré con los ojos entornados a través de los agujeros y clavé un dedo en el tejido.
—Adivina qué dedo es —dije, agitándolo hacia él.
—¡Chis, la película! —contestó, rodeándome con sus brazos y estrechándome contra su pecho.
Era cálido, fuerte y poderoso, pero no estaba en absoluto a la altura del terror que provocaba El exorcista. ¿De qué estábamos hablando? Ahora no podía pensar en ninguna pared aporreada que no fuese la que Regan estaba aporreando a lo bestia en ese momento y rociando con sopa de guisantes. Vimos el resto de aquella puñetera película enroscados uno alrededor de otro como pretzels, y Simon acabó sucumbiendo a la falsa seguridad que puede proporcionar un agujero de una manta afgana.
Clic. Clic. Clic.
«¿Qué puñetas es eso?»
Clic. Clic. Clic.
«Oh, no.»
Yacía paralizada en mi cama; todas y cada una de las luces de mi apartamento estaban encendidas.
Clic. Clic. Clic.
Subí más las sábanas, tapándome la cara hasta los ojos, que mantenían una vigilancia constante de todo el cuarto. Cerebro sabía que estábamos a salvo, pero no dejaba de reproducir escenas de aquella película tan terrible, impidiéndome desconectar durante la noche y conciliar el sueño. Nervios lo bloqueaba todo, encendiendo un rastro de ardiente adrenalina por todo mi cuerpo. En ese momento odiaba a Simon con cada fibra de mi ser. También deseaba que estuviese a mi lado.
Clic. Clic. Clic.
«¿Qué es eso?»
Clic. Clic.
Nada.
Entonces Clive saltó sobre la cama, y yo chillé a voz en cuello. Mi gato erizó la cola y me soltó un bufido, preguntándose sin duda por qué demonios le chillaba su mami. El clic-clic-clic procedía de su maldito padrastro.
Mi móvil vibró al cabo de un instante, sacudiendo la mesita de noche y provocándome otro grito. Era Simon.
—¿Qué puñetas te pasa? ¿Por qué gritas? ¿Estás bien? —vociferó cuando contesté, y pude oírle a través del teléfono y de la pared.
—¡Ven aquí cagando leches, puto amante del terror! —grité a punto de estallar y colgué.
Di unos golpes en la pared y fui corriendo a descorrer el pestillo. Igual que subía corriendo los últimos peldaños de las escaleras del sótano cuando era pequeña, me largué a la habitación a toda velocidad, salté los últimos metros y aterricé en el centro de mi cama. Me envolví en las sábanas y me asomé al exterior, esperando. Simon llamó con los nudillos, y oí que se abría la puerta.
—¿Caroline? —me llamó.
—Aquí —vociferé.
Era triste verme reducida a aquello, pero me alegraba de verle.
—He traído la tarta —dijo con una sonrisa de apuro—. Y esto —añadió, sacándose la manta afgana de detrás de la espalda.
—Gracias —dije yo, sonriéndole desde detrás de mi almohada protectora.
Unos minutos después estábamos instalados en mi cama, haciendo equilibrios con sendos platos y vasos de leche. Hacía un rato estábamos demasiado llenos, y luego demasiado aterrados, para comer tarta. Clive se retiró con su padrastro fantasma a la otra habitación después de poner los ojos en blanco y menear la cola.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté, cortando mi tarta.
—Veintiocho. ¿Y tú?
—Veintiséis. Tenemos veintiocho y veintiséis años, y nos aterra una película —reflexioné, dando un mordisco.
La tarta estaba buena.
—Yo no diría que estoy aterrado —replicó—. ¿Con los pelos de punta? Sí. Pero solo he venido para que dejases de gritar.
—Y para probar mi tarta —añadí con un guiño.
—Cállate —me advirtió.
Y entonces fue y probó mi tarta.
—¡Pero qué rica está! —susurró, masticando con los ojos cerrados.
—Lo sé. ¿Qué tendrán las manzanas y la masa quebrada casera? ¿Hay algo mejor?
—Si estuviésemos comiendo desnudos, sería mejor —dijo, sonriendo y abriendo un ojo.
—Nadie va a desnudarse aquí, colega. Cómete tu tarta —repliqué, señalando su plato con mi tenedor.
Masticamos.
—Me siento mejor —añadí minutos después, bebiéndome la leche.
—Yo también. Ya casi no tengo los pelos de punta.
Sonrió mientras yo cogía su plato y lo colocaba sobre la mesita de noche. Suspiré satisfecha y me apoyé en mis almohadas, saciada y menos asustada.
—Bueno, tengo que preguntarlo… ¿James Brown? O sea, ¿James Brown?
Se echó a reír junto a mí y le di una patada. Nos pusimos de lado, uno frente a otro, con los brazos debajo de las almohadas.
—Lo sé, lo sé. ¡No puedo creerme que hayas aguantado tanto! Sé que te mueres de ganas de hacer chistes sobre ello desde anoche.
—En serio, ¿quién es ese tipo? —preguntó.
—Es un nuevo cliente.
—Ah, ya —dijo, complacido.
—Y un antiguo novio —añadí, observando su reacción.
—Entiendo. Nuevo cliente pero antiguo novio. Espera, ¿te refieres al abogado? —preguntó, tratando en vano de mantener una expresión neutra.
—Sí. Llevaba unos años sin verle.
—¿Cómo irá la cosa?
—Aún no lo sé. Ya veremos.
Realmente no sabía cómo saldría todo con James. Me alegraba de verle, pero iba a ser difícil mantener una relación profesional si él quería más. Y todos mis instintos me decían que él quería más. En el pasado había tenido más control sobre mí del que yo deseaba cederle. Me había encontrado aspirada por la atracción gravitatoria de James Brown, el abogado, no el Padrino del Soul.
—De todas formas vamos a trabajar juntos. Será un encargo fantástico para mí. Quiere rehacer toda su vivienda —dije con un suspiro, planeando ya la paleta de color.
Me puse boca arriba y me estiré. Esa noche había abusado realmente de mi estómago y empezaba a entrarme sueño.
—No me cae bien —dijo Simon de pronto, tras una pausa prolongada.
Me volví y vi que tenía el ceño fruncido.
—¡Ni siquiera le conoces! ¿Cómo es posible que no te caiga bien? —dije entre risas.
—Pues así es —dijo, clavando su mirada en la mía y desatando el poder de sus intensos ojos azules.
—¡Oh, por favor, eso me huele mal! —dije con una carcajada, alborotándole el pelo. No fue buena idea. Desde luego, lo tenía muy suave…
—Yo no huelo mal. Tú misma dijiste que olía de maravilla —protestó, levantando el brazo y olfateando.
—Sí, Simon, despides un olor delicioso —zanjé, olfateando el aire a mi alrededor.
Dejó el brazo en un punto más alto de la almohada, y comprendí que si me movía un poquito podría deslizarme en el hueco de su codo. Me miró con las cejas ligeramente levantadas. ¿Estaba pensando lo mismo que yo?
¿Quería que apoyase la cabeza en el hueco de su codo?
¿Lo deseaba yo?
«Oh, a hacer puñetas…»
—Voy a apoyarme en el hueco de tu codo —anuncié, y me acurruqué a gusto: cabeza recostada, brazo izquierdo sobre el pecho, brazo derecho metido debajo de la almohada. Las piernas me las guardé para mí; no estaba loca del todo.
—Vaya, pues hola —dijo en tono de sorpresa.
Acto seguido se enroscó a mi alrededor. Suspiré de nuevo, envuelta en el chico y su embrujo.
—¿A qué se debe esto, amiga? —susurró contra mi pelo, y me estremecí.
—Es una reacción tardía a Linda Blair. Necesito un rato de achuchones. Los amigos pueden achucharse, ¿verdad?
—Desde luego, pero ¿somos nosotros de esos amigos que pueden achucharse? —preguntó, dibujando círculos en mi espalda. Él y sus demoníacos círculos con los dedos…
—Yo puedo soportarlo. ¿Y tú?
Contuve el aliento.
—Puedo soportarlo casi todo, pero… —empezó, y luego se calló.
—¿Qué? ¿Qué ibas a decir? —pregunté, levantando la cabeza para mirarle.
Se me soltó un mechón de pelo de la coleta y cayó entre nosotros. Despacio, y con mucho cuidado, Simon me lo puso detrás de la oreja.
—Digamos simplemente que si llevases puesto ese picardías rosa tendrías un montón de problemas.
—Pues menos mal que solo somos amigos, ¿verdad? —me forcé a decir.
—Amigos, sí.
Me miró a los ojos.
Inspiré, espiró. Intercambiamos aire.
—Abrázame, Simon —dije en voz baja, y él sonrió de oreja a oreja.
—Vuelve aquí —dijo, y me atrajo hacia su pecho.
Bajé y me apoyé donde pudiese oír el latido de su corazón. Dobló la manta afgana sobre nosotros y noté de nuevo lo suave que era. Esa manta afgana me había hecho un buen servicio esa noche.
—Me encanta esta manta afgana, pero he de decir que no acaba de pegar con el resto de tu apartamento y su estilo moderno —cavilé.
Era anaranjada y verde manzana, y muy retro. Simon guardó silencio, y pensé que quizá se había dormido.
—Era de mi madre —dijo en voz baja, y me estrechó con un poco más de fuerza.
No había nada que decir después de eso.
Simon y yo dormimos juntos esa noche, con todas las luces del piso encendidas.
Clive y su padrastro se mantuvieron a distancia.