Capítulo veintidós
Estaba anocheciendo.
Helewise se había quedado en la iglesia de la abadía después de vísperas. Las plegarias de la tarde habían incluido una invocación apasionada por Alba, y las monjas habían rezado de todo corazón por el alma de su difunta compañera. Teniendo en cuenta que en realidad nadie le tenía cariño. —Alba no había sido una mujer que despertara afectos—, el fervor con el que las monjas habían rogado a Dios que la tratara con amor había emocionado a la abadesa.
Ahora se encontraba arrodillada frente a la tarima que soportaba el cuerpo de Alba. Sor Eufemia le había colocado bien el cuello roto y una de las monjas vistió el cuerpo con una cofia limpia y le cepilló el barro y la hierba del hábito negro. Alba yacía con los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro sereno, con sus ojos atormentados y angustiados cerrados para siempre.
Helewise se levantó, se inclinó sobre el féretro y soltó una exclamación silenciosa. Luego echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que se encontraba a solas, recogió algo y, con cierta dificultad, puesto que era algo voluminoso, lo escondió en una de sus mangas.
Luego volvió a arrodillarse y siguió con sus plegarias.
Recitó un avemaría. Luego dejó que sus pensamientos se inundaran del amor y la misericordia de la Virgen María y le dedicó una petición especial. Recordándole delicadamente que Alba había suplicado que la perdonaran, le rogó a la santa madre que intercediera en favor de la difunta.
—Dulce Virgen María —rezó Helewise—, ten misericordia de una de tus hijas que no conoció a su propia madre. Se sabía pecadora, sabía que había matado a una persona inocente. Pero… pero…
Viendo que las palabras le fallaban, Helewise cerró los ojos y, tratando de llenar su corazón y su alma con su súplica, dejó caer el rostro entre las manos.
Al cabo de un rato oyó cómo la puerta se abría y volvía a cerrarse luego con cuidado.
Se levantó y se volvió a mirar quién había entrado.
Se sorprendió al comprobar que dos personas caminaban lentamente hacia ella: Meriel y Jerôme. Aguardó hasta tenerlos cerca y, con una discreta reverencia, se apartó para dejarles ver el cuerpo de Alba.
Meriel soltó un gemido y se cubrió la boca con una mano. Con el rostro turbado, sacudió la cabeza.
—Oh —murmuró—. ¡Yo no quería que las cosas acabaran así!
Jerôme la rodeó con sus brazos, estrechándola, y le susurró palabras cariñosas al oído. Helewise se retiró en silencio; salió sin hacer ruido de la capilla y aguardó fuera a los muchachos.
No tardaron en salir.
—Abadesa Helewise, sentimos mucho haber huido —dijo Jerôme—. Pero vi…
Ella le puso una mano en el brazo.
—Lo sé, Jerôme. No tienes que darme explicaciones, ni disculpas. De hecho, cuando iniciamos nuestra búsqueda por el bosque, estaba suplicando fervientemente que siguierais ocultos. —Vaciló unos instantes—. Temía que Alba pudiera hacerte daño.
Él asentía con la cabeza, como si ya conociera la explicación.
—Sí. Pero nosotros, como parecéis pensar, no huíamos de ella.
—Y yo creo —prosiguió Helewise con cautela— que su verdadera intención no era hacerte daño. —Lo miró a los ojos. No quería decir, delante de la llorosa Meriel, que pensaba que Alba se había ido al bosque sólo para autoagredirse.
—Entiendo —dijo él en voz baja, y miró a su esposa, acurrucada a su lado bajo su brazo protector—. ¿Meriel? ¿Te sientes mejor, aquí que corre el aire? Es que se había mareado —le explicó a la abadesa.
—No me extraña —dijo ella.
—Estoy bien —dijo Meriel, secándose las lágrimas—. Ha sido la impresión de verla.
—Debéis de haberos enterado de su muerte hace muy poco, al regresar a la abadía —dijo Helewise.
La joven pareja intercambió una mirada. Luego Jerôme dijo:
—Bueno, en realidad, lo supimos mucho antes. Poco después de que ocurrió.
—¿Vosotros? ¿Cómo?
De nuevo volvieron a mirarse. Meriel le murmuró algo a Jerôme; algo como «Tenemos que contárselo» y, volviéndose a mirar a Helewise, dijo:
—Abadesa, hemos estado con alguien de la gente del bosque. Eh… una mujer.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Helewise. ¡Oh, pero si ella recordaba a las mujeres de la gente del bosque! Bueno, recordaba a una en especial, y con una bastaba. Intentando contenerse, preguntó:
—¿Y quién era esa mujer? ¿Tenía un nombre?
—Dijo que se llamaba Lora. —Jerôme se sentía todavía incómodo, como si haber hablado con la gente del bosque representara cierta deslealtad a Hawkenlye y a su abadesa—. Parecía saberlo todo de nosotros, y fue amable. Nos dio de comer y de beber. Y nos dijo dónde podíamos encontrar un refugio.
—Se había marchado —prosiguió Meriel—, pero esta tarde vino a buscarnos. Dijo que se había producido una muerte. Le preguntamos quién era, y ella dijo: «Es la que sobrelleva la culpa del asesino. El gran roble ha respondido a su llamada». Nos dimos cuenta de que debía de estar hablando de Alba, pero no teníamos ni idea de lo que significaba lo del roble. Dijo que teníamos que irnos. Que no podíamos dar la espalda a aquellos que nos necesitan. Entonces Jerôme…
—Luego le conté que me perseguía alguien que quería separarme de mi esposa —dijo Jerôme, tomando el hilo de la historia—. Y ella, Lora, se rió. Se rió mucho, abadesa, y nosotros pensamos que era muy raro, teniendo en cuenta que había venido a comunicarnos una muerte. Luego, cuando paró, miró a Meriel y luego a mí, y dijo: «No está en las manos de ningún ser humano separar a un marido honesto y cariñoso de su esposa. No temáis, no lo conseguirá». Luego nos dijo adónde teníamos que ir, y desapareció.
Su voz había subido sensiblemente de tono al pronunciar estas últimas palabras; con una risita, Meriel le tocó la cintura y le dijo:
—No desapareció, Jerôme, se esfumó por entre los árboles.
A Helewise le daba vueltas la cabeza. ¡Aquellos dos jóvenes habían tenido tanta suerte!, pensaba. Su amor y su sinceridad parecían haber impresionado a esa tal Lora, que había cuidado de ellos.
Se preguntó cómo se había enterado ella de la muerte. Oh, Dios santo, ¿habría estado espiándolos?
—Eh… ¿Jerôme?
—¿Abadesa?
—Ese lugar en el que estuvisteis, el refugio que os encontró Lora, ¿estaba cerca?
—No, estaba a muchos kilómetros. Por eso acabamos de llegar. Hemos estado andando por el bosque una eternidad.
—¿Cómo supo lo de Alba, la mujer del bosque? —preguntó, en un susurro—. Está claro que no hubo tiempo para que ella presenciara la muerte, fuera a buscaros, y vosotros llegarais aquí.
—Ella no vio caer a Alba, abadesa —dijo Meriel en voz baja—. Pero dijo que ellos siempre saben cuándo alguien muere en el bosque. Dijo que… —Se interrumpió, se puso un poco pálida, y luego, en un susurro, concluyó—: Dijo que los árboles se lo cuentan.
«Los árboles. Sí —reflexionó Helewise—, supongo que lo hacen».
Luego, al ser consciente de lo que acababa de pensar, de la rapidez con la que había aceptado una superstición pagana, se sobrepuso y pronunció una plegaria rápida y sincera por el perdón de Dios.
«¡Realmente —pensó, todavía enojada consigo misma—, llevo demasiado tiempo cerca de este bosque!».
Meriel y Jerôme la miraban en silencio, esperando ansiosos que dijera algo. Volviendo a la realidad —lo cual le resultaba harto difícil—, la abadesa dijo enérgicamente:
—Ahora vosotros debéis ir a descansar. Estas últimas semanas han sido muy duras para vosotros. Debéis dejar todo esto atrás y empezar a pensar en el futuro.
—Yo no puedo, abadesa —respondió Jerôme con voz hueca—. Debo volver a Denney y…
Pero ella ya sacudía la cabeza, con una sonrisa.
—No, Jerôme. No has de hacerlo. Bastian no te estaba buscando para llevarte de vuelta a Denney. Necesitaba encontrarte para decirte que eres libre.
—¿Libre? —Exclamaron Jerôme y Meriel al unísono.
—Sí. Oficialmente no has hecho ningún voto, así que no tenías ninguna necesidad de pedir ser liberado.
—¡Pero me corté el pelo! —gritó Jerôme—. ¡Y me dejé crecer la barba! ¡Tan sólo me la afeité para casarme con Meriel!
«Es tan joven», pensó la abadesa con el corazón reblandecido.
—Eso no son más que signos externos —le dijo amablemente—. Por sí solos no convierten a un hombre en monje.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Meriel con fervor.
Jerôme se volvió hacia ella y, en un arrebato de alegría, la tomó entre sus brazos.
Helewise pensó que era momento de dejarlos solos y aprovechó para retirarse.
La abadía acogió a sus jóvenes invitados durante casi quince días. Durante aquel periodo, Alba recibió sepultura, y el dolor inicial de su conmocionada hermana menor empezó a remitir.
Berthe pasó mucho tiempo con Josse. Él evitó que sus conversaciones giraran en torno a Alba, y Berthe raramente la mencionó; buena parte del tiempo lo pasaban hablando de temas cotidianos: el tiempo que hacía, la estupenda primavera, el trabajo que Berthe hacía en la enfermería.
Pero, en una ocasión, la muchacha dijo: «Fue para mejor, ¿no?, sir Josse, que Alba muriera…».
La mente de Josse sobrevoló rápidamente varias opciones posibles, y finalmente se limitó a decir: «Así es, mi niña».
Ella asintió con un gesto. Como si sus palabras fueran la última pieza que le faltaba, pareció calmarse de inmediato.
Y jamás volvió a hablar de su hermana muerta.
Bastian también permaneció algunos días en la abadía.
Le había pedido a la abadesa que le mostrara el lugar donde estaba enterrado fray Bartolomé, y ella así lo hizo. Lo habían colocado en un pequeño rincón, bajo tres castaños del valle, que estaba reservado a los peregrinos que morían mientras estaban en Hawkenlye. Las tumbas eran lisas y sencillas, pero el césped estaba bien cortado y a veces los frailes plantaban algunas flores.
Ella permaneció a su lado mientras rezaba.
—Había pensado en llevarlo a Denney —dijo Bastian, mientras volvían andando a la abadía—, pero ahora creo que no voy a hacerlo.
—La decisión es, por supuesto, vuestra —murmuró ella.
Bastian permaneció unos instantes en silencio, como si buscara las palabras indicadas. Luego comentó:
—En el lugar donde está, goza de mucha paz, abadesa.
«¿Más paz que si estuviera enterrado en Denney?», se preguntó. Pero no lo dijo en voz alta.
Antes de la partida de Jerôme y Meriel, acompañados de una Berthe en vías de recuperación rápida, Helewise les pidió a ambos que fueran a verla.
Se presentaron ante ella en su habitación. La abadesa advirtió que iban cogidos de las manos.
Habían transcurrido diez días desde la muerte de Alba y la abadía seguía animada por un rumor constante que derivaba en un parloteo alborozado. Era comprensible, pensaba Helewise, y probablemente resultaba inevitable.
No obstante, era preferible volver cuanto antes a la normalidad. Y un buen comienzo iba a ser que ese par, y su pequeña hermana, prepararan su partida.
—Gracias por venir a verme —dijo, recibiendo con una sonrisa a Meriel y a Jerôme.
—Somos nosotros quienes debemos daros las gracias —dijo Meriel—. No sé cómo habríamos superado todos estos terribles acontecimientos sin vuestra ayuda, abadesa.
—Es a mis monjas a quienes debéis dar las gracias —dijo ella amablemente—. Ellas han estado rezando por vosotros tres. Y, con ellas, las plegarias también tienen un lado práctico: fue un golpe de genio por parte de sor Eufemia haber pedido a Berthe que la ayudara con los dos recién nacidos en la maternidad.
—No me creo en absoluto que realmente necesitara la ayuda de Berthe —dijo Jerôme.
—Ni yo —admitió Helewise—. ¿Cómo creéis que está? Berthe, quiero decir.
Meriel la miró un momento antes de responder.
—Creo que está empezando a superarlo —dijo—. Para ella fue un golpe terrible ver caer a Alba. Me atrevería a decir que le provocará pesadillas durante un tiempo.
—Sí, yo también lo creo —afirmó Helewise.
—Aunque empieza a darse cuenta de que, en realidad, Alba no tenía escapatoria —prosiguió Meriel—. Aun en el caso de que os hubierais negado a que Bastian se la llevara a Denney para responder por el asesinato del pobre Félix, y entendemos que vos no teníais razón para negaros, eso sólo habría sido una manera de posponer lo inevitable. Tarde o temprano, Alba habría tenido que enfrentarse al juicio por sus pecados. —Hizo una pausa, y luego añadió—: ¿Es seguro que mató también al monje en el valle?
—Eso creemos, Meriel, aunque, estando muertos tanto la víctima como el supuesto verdugo, no hay manera de estar completamente seguros. Pero parece ser lo más probable. Suponemos que Alba bajó al valle para comprobar que no había nadie que pudiera reconocer a Berthe. Y encontró exactamente lo que más temía. De una forma o de otra, debió de atraerlo hacia el exterior, y allí lo mató con su propio bastón.
—Seguro que habría reconocido a un templario de Denney —dijo Jerôme con tristeza—. Alba solía ir a espiar sus idas y venidas; estaba obsesionada con ellos. Nunca supimos por qué.
—Creo que yo sí lo sé —respondió Helewise en voz baja.
Luego les contó lo que Alba le había dicho sobre su progenitor.
Meriel se quedó sobrecogida.
—¿Vos la creísteis, abadesa?
Helewise suspiró.
—Mi cabeza me dice que no debería haberlo hecho, puesto que sabía perfectamente que la pobre Alba era una mentirosa. Pero, no sé por qué, eso no cambia nada: la creí, sí.
—¡Su padre era un templario! —resopló Jerôme—. Ahora entiendo por qué mi tío Bastian estaba tan obsesionado por devolverla a Denney. ¡Debía de tener pánico a que se lo contara a alguien!
Helewise lo miró.
—Tu tío tan sólo cumplía con su deber —declaró—. Hacía lo correcto, intentando que Alba fuera juzgada por el asesinato de Félix. En cuanto a ese otro asunto, es posible que ni tan sólo conociera el rumor sobre la identidad del padre de Alba. Los caballeros guerreros, estoy convencida de ello, son muy discretos.
Jerôme sonrió con tristeza.
—Es cierto. He vivido entre templarios una buena parte de mi vida y jamás he oído ningún chismorreo sobre niños engendrados por monjes ilustres.
—Y no creo que beneficiara a nadie que esos chismorreos empezaran ahora —dijo Helewise con firmeza, escrutando a los dos jóvenes—. Alba ha muerto y ya no podemos hacer nada por ayudarla. Aun en el caso de que se desvelara la verdad sobre ella, no le haría ningún bien. Y, en cambio, eso podría perjudicar mucho a los templarios de Denney.
—Si uno de ellos realmente fue el padre de Alba, entonces, ¿no se merecería un castigo? —apuntó Meriel.
Pero Jerôme la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí.
—El castigo los afectaría a todos —dijo pausadamente—. Y la mayoría no lo merecen.
Helewise le sonrió. No podría haberlo dicho mejor, pensó.
—Fray Bastian se marcha hoy —señaló—. Estoy segura de que querrá despedirse de vosotros dos y desearos mucha suerte.
—No harán falta despedidas —dijo Jerôme—. Nosotros también volvemos a Denney, y no hay motivo por el que no debamos hacerlo con él. Se ha portado muy bien conmigo. —Le dirigió a Meriel una mirada rápida—. Y ha prometido ayudarnos si decidimos instalarnos cerca de Denney.
—¿Y lo haréis? —preguntó Helewise.
Jerôme seguía mirando a Meriel, como si esperara que respondiera ella.
—No —dijo la chica—, creemos que no. Demasiados recuerdos.
—Entiendo. ¿Qué vais a hacer?
—Jerôme tiene algo de dinero, que su padre dejó a los monjes en depósito —prosiguió la muchacha—. Por eso debemos volver a Denney, para solucionar el tema de la herencia. Con él nos instalaremos en algún lugar cerca de aquí. Podemos trabajar los dos; Jerôme aprendió a hacer muchas cosas con los monjes, y yo puedo ayudarlo. No tendremos mucho, pero nos las arreglaremos. Nos tenemos el uno al otro. Y Berthe puede vivir con nosotros, durante unos años.
—¿Durante unos años?
—Abadesa Helewise, Berthe quiere ser enfermera. Le encanta trabajar en la enfermería, y lo que más le gustaría es convertirse en hermana lega, si la aceptáis.
—Encantada —asintió Helewise, contenta—. Pero esperemos a que sea algo mayor. Puede que cambie de opinión.
—No lo hará —repuso Meriel con una sonrisa.
Helewise salió a la puerta a despedirlos a los tres, a Meriel, a Jerôme y a Berthe. Fray Bastian los esperaba, y a su lado estaba Josse.
La abadesa se acercó a los dos hombres; Josse le sonrió, Bastian le dirigió una exagerada reverencia.
—Abadesa, me gusta vuestro amigo Josse d’Acquin —dijo Bastian, mientras ella se acercaba—. Es un hombre muy coherente. —Le dio a Josse una fuerte palmada en el brazo; por suerte, fue en el izquierdo.
—Desde luego que lo es —asintió Helewise.
—Admiro mucho vuestra capacidad de deducción —prosiguió Bastian—. Formáis un buen equipo.
—La abadesa es el cerebro, yo soy simplemente la musculatura —dijo Josse, modesto—. Pero, en esta ocasión, me temo que ella ha tenido que ser tanto el cerebro como los músculos.
—Estabais enfermo, Josse —dijo ella—. Pero, incluso desde vuestra cama de la enfermería, vuestra ayuda ha sido inestimable.
Fray Bastian soltó una carcajada.
—Si alguna vez tengo un problema irresoluble en Denney, puede que mande a alguien a buscaros —dijo.
Luego miró a Meriel, a Jerôme y a Berthe y, viendo que ya estaban listos, subió a su montura y se despidió, con un gesto, de los otros tres.
—¡Adiós!
Helewise y Josse permanecieron mirándolos hasta que los cuatro jinetes desaparecieron por el horizonte. Luego, mientras se volvían para dirigirse a las puertas de la abadía, Helewise observó:
—Ha dicho, «si tengo un problema irresoluble», como si tuviera alguna responsabilidad en Denney.
Josse rió.
—Buena deducción, abadesa —dijo, imitando el tono de Bastian—. Nuestro amigo, fray Bastian es, en realidad, el maestre Bastian. Es el superior de Denney.
Con el brazo herido ya totalmente curado y los recuerdos de la inquietante presencia de Alba y sus hermanas quedando rápidamente relegados al pasado, Josse ya no tenía más excusas para permanecer por más tiempo en Hawkenlye. Quería volver a casa, a Nuevo Winnowlands; Will se las habría arreglado en su ausencia, lo sabía, pero echaba de menos su hogar.
Antes de despedirse de la abadesa, entró a ver a sor Eufemia. Salieron fuera, y Josse le entregó una bolsita llena de monedas.
—Es para que las uséis como mejor creáis conveniente, hermana. Y os las entrego con mi agradecimiento eterno por haberme salvado el brazo, y probablemente también la vida.
Ella lo miró.
—Os lo agradezco, sir Josse. Usaré vuestras monedas para una buena causa, tenéis mi palabra.
—Lo sé.
—En cuanto a eso de que os salvé la vida… —Hizo una pausa, mirándolo. Él tuvo la impresión de que estaba dudando si le desvelaba o no un secreto.
—Vamos, hermana, ¡me lo podéis decir! —dijo riendo—. Sea lo que sea, ahora ya no me afecta. Aunque digáis que estuvisteis a punto de darme la extremaunción, ahora todo ha terminado. ¡Y yo sigo aquí, vivito y coleando!
—No es eso; no exactamente. —De nuevo, vaciló. Luego dijo—: La herida no cicatrizaba. De hecho, la infección estaba empeorando, y nada de lo que probaba parecía beneficiaros. Entonces sor Tiphaine apareció con un ungüento, que sí funcionó.
—Así que también tengo que darle las gracias a sor Tiphaine —dijo él serenamente—. Por supuesto, lo haré.
Pero estaba claro que sor Eufemia todavía no había terminado.
—Sir Josse, fuera lo que fuese ese ungüento (y, desde luego, era algo que yo no había visto jamás), provenía del bosque.
Luego clavó los ojos en los suyos y repitió: «El bosque».
Y, entonces, él comprendió.
Encontró a sor Tiphaine en su huerto.
—Así, ¿os lo ha dicho? —dijo, apartando apenas la mirada de sus plantas.
—Lo ha hecho.
—No tengo demasiado que añadir —repuso sor Tiphaine, apoyándose en los talones—. No fue a la propia Joanna a quien vi, sino a Lora.
—¿Lora?
—Una de sus ancianas. Muy respetada, sabia, gran conocedora de las artes sanatorias. Y todas las demás artes —añadió a media voz—. En fin, parece ser que Lora empieza a aceptarla. A Joanna, quiero decir. Debido a antiguas lealtades, según dice ella. No os preocupéis por la muchacha, está bien.
—Pero ella…
—¡Nada! —Sor Tiphaine levantó una mano manchada de barro—. No os puedo decir más, caballero, porque no sé nada más. Ése fue el mensaje, y tenéis suerte de haberlo recibido. A la gente del bosque no les gusta comunicarse con los de fuera.
«Lo sé», pensó Josse. Pero había música en su corazón.
—Gracias, hermana.
Se agachó y le dio un beso en la mejilla. Sorprendida, ella le contestó con una sonrisa y luego volvió a su tarea de arrancar hierbas.
La abadesa le había dado permiso para mandar a fray Saúl a Nuevo Winnowlands a buscar a su caballo. Tan pronto como Horace estuvo descansado y limpio, Josse se dispuso a partir a casa.
—Cuidaos —le dijo la abadesa al despedirse—, y venid a vernos pronto.
—Lo haré —prometió él.
—¿Cuál de las dos cosas? —contestó ella riendo.
—Las dos.
Luego, saludando con la mano, espoleó a Horace a un buen trote y emprendió el camino de vuelta a casa.
Un monótono atardecer, semanas más tarde, Helewise se escapó de la abadía y se dirigió al bosque.
No era capaz de racionalizar lo que estaba haciendo. Se sentía inquieta, turbada, y eso le ocurría cada tanto desde que Alba había muerto. Creía que esa preocupación iría alejándose con el tiempo, pero no era así.
«Y creo que sé por qué», pensó la abadesa.
Lo que estaba a punto de hacer, o al menos ella lo esperaba fervientemente, iba a acabar con esas extrañas sensaciones de una vez por todas.
La habían informado de que Jerôme y Meriel estaban planeando regresar a instalarse por la zona. Lo cual significaba que, aunque no era probable que Helewise y sus monjas volvieran a verlos muy a menudo, una o dos visitas suyas eran no sólo posibles, sino más que probables.
De modo que eso que quedaba por hacer debía hacerse ahora.
Helewise se cobijó bajo la sombra de los árboles. Tomó la senda que recordaba tan bien y, mirando a su alrededor, la siguió. Se sentía distinta, caminando por allí sola. Sentía aprensión, por supuesto, pero también se daba cuenta de que no tenía miedo. El bosque y sus gentes lo entenderían, pensó, y probablemente aprobarían lo que estaba haciendo.
En realidad, lo comprenderían mucho mejor que ninguno de los habitantes de la abadía de Hawkenlye. Aunque no es que eso tuviera importancia, puesto que nadie en Hawkenlye lo iba a saber.
Se apresuró.
Los árboles tenían ahora todo su follaje estival, y el estrecho sendero estaba bastante oscuro. Pero los pasos de Helewise eran firmes y seguros; daba casi la sensación de que alguien la guiaba.
Llegó al descampado.
Allí estaba el roble, y la rama en la que se sentó Alba. Y allí, debajo de ella, estaba el lugar en el que había muerto.
Helewise se arrodilló y colocó en el suelo, frente a sí, el paquete que llevaba. Luego le quitó el envoltorio, un trozo de saco viejo y deshilachado.
Escudriñó a su alrededor y recogió unos trozos de hierba seca, hojarasca y algunas ramitas. A continuación, las dispuso con cuidado alrededor del saco.
En medio de la improvisada hoguera había una cuerda enrollada; anudada en un extremo, deshilachada en el otro, estaba sucia y desgastada.
«Ésta —pensó Helewise— fue la soga con la que una mujer triste y perturbada se colgó. Si su vida había sido una tragedia, y su pecado final de desesperación había de ser compadecido, aunque probablemente ella nunca pidió perdón por lo que iba a hacer, debemos recordar las injusticias que se cometieron contra ella. Y yo voy a pedir su perdón».
Aquella soga era también el terrible recuerdo dejado a la única hija de aquella mujer. Lo llevó consigo toda la vida y, al final, intentó utilizarla como antes lo había hecho su madre. Ante su fracaso, se arrojó desde aquella rama y se partió el cuello.
Helewise cerró los ojos y estuvo un rato rezando.
Luego cogió un pedernal de su bolsillo y sacó una chispa contra el combustible seco que había echado alrededor de la soga. Repitió la operación varias veces hasta que consiguió hacer una pequeña llama. Se agachó para soplar ligeramente y pronto el fuego prendió. La hoguera estaba encendida.
La soga tardó bastante en quedar reducida a cenizas; Helewise tuvo que levantarse dos o tres veces a buscar más combustible. Pero, al final, el trabajo quedó hecho.
La abadesa permaneció contemplando los finos hilillos de humo que se elevaban en espirales hacia el ocaso.
Y mientras los contemplaba, le pareció que formaban figuras: una mujer con el pelo revuelto y ojos desesperados, agarrada a los barrotes de un robusto portón; luego un joven, que se reía mientras participaba en un juego de un engaño que tendría unas consecuencias tan macabras e inesperadas, y luego un peregrino, de pelo corto y largas barbas, parecido a Bastian.
Y, finalmente, Alba.
Sólo que el fantasma de Alba tenía una sonrisa en el rostro. Con los brazos levantados hacia la figura espectral de la mujer del pelo revuelto, ambas parecían flotar juntas.
De pronto, un repentino soplo de viento se llevó el humo.
Helewise suspiró. Se levantó, cubrió con cuidado la pequeña hoguera agonizante y se marchó del claro del bosque.