Capítulo catorce
Mientras contemplaba la expresión indefensa de su viejo amigo, a Helewise le vinieron ganas de levantar los brazos y gritar: «¡Tenemos que llegar al fondo de este asunto, ahora mismo! ¡Hay dos hombres muertos, una muchacha desaparecida, y nosotros dos debemos ponernos a pensar hasta averiguar el porqué!».
«Pero él está todavía convaleciente —se reprochó con severidad—. No tengo derecho a presionarlo tanto cuando ha estado tan enfermo. Y yo también estoy agotada. Ahora mismo, ninguno de los dos está en las mejores condiciones».
Se alejó de él unos pasos y, forzándose a actuar con calma y lentitud, rodeó la mesa hasta colocarse de nuevo frente a su butaca de madera. Levantó los ojos hasta encontrar su mirada y le dijo:
—Sir Josse, siento haberos tenido aquí tanto tiempo, cansándoos con mi conversación. Por favor, regresad junto a sor Eufemia y poneos de nuevo bajo sus cuidados. Volveremos a hablar mañana.
Él levantó la cabeza para mirarla con una expresión angustiada.
—¡Ha habido dos muertos, abadesa! ¡Dos! Tenemos que… Debemos… —Pero su determinación parecía haberse agotado.
—A la cama, sir Josse —insistió ella.
Pero él siguió sin moverse; ella se dio cuenta de que tendría que acabar ayudándolo.
—Vamos —le dijo, volviendo a su lado—, os acompañaré hasta la enfermería. Le confesaré a sor Eufemia que he sido yo quien ha agotado a su pobre paciente, y que vos no tenéis la culpa.
Josse se levantó, forzando una débil sonrisa.
—Oh, no deberíais hacerlo, abadesa. Sor Eufemia es como una gallina clueca con sus pacientes; os pondrá a fregar platos durante una semana como castigo.
—Me lo merezco —murmuró Helewise.
Cuando se dirigían hacia la enfermería, se dio cuenta de que Josse se apoyaba en ella. Muy impresionada por esta prueba de su debilidad física, no pudo soportar demorarse mucho más; así, mientras casi lo empujaba hacia una sorprendida sor Beata, le dijo, algo bruscamente:
—Me temo que he cansado a vuestro paciente. Por favor, cuidad de él.
Luego dio media vuelta y volvió rauda a su habitación.
Al cabo de poco, llegó la hora de los rezos de la noche. Al unir su voz a las de sus hermanas en los bellos versos de completas, la abadesa Helewise empezó a sentirse un poco mejor.
Al día siguiente terminó el interludio de sol y calidez. El cielo estaba nublado y caía una fina lluvia. El peso de las nubes que se estaban amasando sobre el bosque hacía pensar que una tormenta más fuerte no tardaría en llegar.
Las ideas avanzaban veloces por la mente de Helewise y, ansiosa por aplicar el plan que había tramado durante las primeras horas insomnes del día, parecía haber perdido el apetito. No obstante, se obligó a comer; sabía que estaría menos preparada para enfrentarse a los desafíos de la jornada si la empezaba con el estómago vacío.
Tan pronto como pudo escaparse, se marchó al valle a buscar a Berthe.
Tanto los monjes como los peregrinos se encontraban en el pequeño santuario construido sobre el manantial de agua sagrada. Estaban en medio de un oficio.
Helewise permaneció al fondo del santuario, encima de un tramo de toscas escaleras que llevaban hasta el estanque. Incluso por encima del suave murmullo de voces se oía el delicado y constante sonido del agua, cayendo de la fuente de la que brotaba sobre la laguna, más abajo.
Encima de un pedestal, colocado entre las paredes rocosas sobre el manantial, había una estatua de madera de la Virgen. Estaba levantada del suelo, de manera que sus pies pequeños y descalzos quedaban a la altura de los ojos. Tenía los brazos estirados y las manos abiertas, con las palmas hacia arriba. Parecía ofrecer un gesto constante de invitación, y su benevolencia se reflejaba en la cálida sonrisa de sus labios, suavemente curvilíneos.
Helewise, que se emocionaba siempre ante esa bella imagen de santa María, suspiró de pura felicidad.
Era un lugar tan maravilloso, aquel santuario, pensó. Durante unos instantes preciosos, dejó a un lado sus acuciantes problemas y abrió su corazón y su alma a la dulce bendición que parecía reinar en el mismo aire del santuario.
Cuando acabó el oficio, Helewise retrocedió mientras los monjes escoltaban a los peregrinos hasta el exterior, al refugio adyacente. Los visitantes sanos se quedaban al fondo; los enfermos eran ayudados a sentarse en unos toscos bancos de madera que los hermanos legos habían dispuesto en semicírculo. Luego, fray Fermín repartió pequeños vasos de cerámica de la preciosa agua curativa.
Helewise observó el rostro viejo y arrugado de fray Fermín. Mientras levantaba el vaso hacia los labios de uno de los peregrinos, parecía que irradiaba luz. «La fuerza de su fe es un ejemplo para todos nosotros», se dijo.
Se había quedado tan hipnotizada por el sencillo oficio y la entrega de las aguas que casi había olvidado el motivo de su visita al santuario. Helewise obligó a su mente a volver a sus preocupaciones y buscó a Berthe con la mirada.
Al cabo de un rato la encontró. Estaba agachada en el suelo de tierra batida de la casa de acogida de los peregrinos, cuyas puertas estaban abiertas de par en par para que ésta se ventilara después de la noche. Jugaba con dos niños pequeños, cuyas risas hacían sonreír a varios de los que las escuchaban. A su lado se podían ver las piernas cruzadas y los pies calzados con sandalias de otra figura.
Helewise se acercó a la casa. La otra persona era fray Agustín. Cuando Helewise entró, tanto él como Berthe se levantaron y le dedicaron una reverencia.
Ella les devolvió el saludo; luego dijo:
—¡Qué placer escuchar las risas de los niños! Debía de tratarse de un juego muy divertido.
Fray Agustín sonrió.
—Lo era, abadesa. —Miró a Berthe, que se había puesto roja como un tomate—. Pero, eh…
Helewise adivinó la causa de su confusión.
—Pero ¿un poco vulgar, podría ser?
Ambos jóvenes asintieron con la cabeza. Los niños, impresionados por la visita de la abadesa de Hawkenlye, se sentaron en el suelo boquiabiertos, mirándola fijamente.
—Por favor, no dejéis que os interrumpa —prosiguió Helewise—. Agustín, ¿podría llevarme a Berthe unos instantes?
—Por supuesto, abadesa.
Le rogó a Berthe que la siguiera y la guió por un tramo del sendero que bajaba hasta el valle. Cuando se hubo asegurado de que estaban lo bastante lejos para que no las oyera nadie, se detuvo. Seguía lloviendo, aunque no demasiado fuerte, así que le indicó a Berthe que se refugiaran bajo las ramas de un castaño.
Escrutó a la muchacha, y vio que había una clara expresión de recelo en su joven rostro.
—Berthe, he venido a contarte lo que he descubierto durante mi viaje —empezó a decir Helewise—. Encontré el convento donde estuvo Alba; se llama Sedgebeck. Pero me temo que debo decirte que le fueron retirados sus votos y que Alba abandonó la comunidad. Su comportamiento fue… —Santo Dios, ¿había una manera diplomática de decírselo a la chica?—, digamos que no era apta para la vida conventual —declaró. A continuación, antes de que Berthe pudiera pedirle más, se apresuró a añadir—: Luego fui hasta Medely, y allí me dieron las indicaciones para llegar hasta vuestra granja. Ahora está, supongo que lo sabes, totalmente abandonada.
Berthe la observaba detenidamente.
—Sí, abadesa. Comprendimos que no habría ningún arrendatario más. ¿Sabéis? Aquella tierra no es muy buena.
—No, desde luego. —Helewise hizo una pausa, esforzándose por pensar. Se daba cuenta de que Berthe acababa de echarle una mano—. No, ya vimos que la vuestra era la única granja en los alrededores más inmediatos. La única morada, de hecho, en varias millas a la redonda. Dios mío, vivíais aislados, tu familia y tú.
Berthe la miraba fijamente. ¿Había en su expresión alguna señal de miedo? ¿Adivinaba la muchacha por qué Helewise le contaba todo aquello sobre su soledad?
Poco a poco, Berthe asintió con la cabeza.
—Sí, abadesa, era un lugar muy aislado. La aldea, como vos misma visteis, quedaba a cierta distancia. Y en los alrededores no había ninguna otra casa habitada.
«Desde luego que no —pensó Helewise—. Ninguna casa habitada. Lo cual no me da nada por seguro, pero podría indicar que Berthe sabía que había una choza en el bosque, pero que también sabía que estaba vacía.
»¿Debo seguir presionándola? —se preguntó la abadesa—. ¿Por qué no? Al menos, las reacciones de Berthe podrían revelar si sabía o no que la choza vacía se había convertido en la pira de un muerto.
—Por supuesto, debías de saber que había una vieja choza en medio del bosque —dijo, tratando de mantener un tono natural—. Juraría que estaba deshabitada cuando vivíais en la granja.
Berthe asentía.
—Sí, lo sé. Allí había vivido una pareja muy mayor; los recuerdo de cuando yo era pequeña. A veces, madre y yo los visitábamos. Madre les llevaba alguna cosa, huevos, o alguna hortaliza de la huerta, y una vez, el viejo hizo una guirnalda de flores silvestres y me la puso a modo de corona. —Una leve sonrisa le iluminó momentáneamente la cara—. Pero murieron —concluyó—. Hace mucho tiempo.
—¿Y nadie más fue a vivir a la cabaña?
—No. Se caía a trozos ya cuando los viejos vivían en ella. Cuando murieron, estaba demasiado destartalada para que nadie se molestase en mudarse a ella. Nosotras solíamos utilizarla como campamento, cuando podíamos escaparnos de la vigilancia de Alba, y, más tarde, Meriel…
Entonces Berthe debió de darse cuenta de que había estado a punto de decir algo que no debía. Cerró la boca bruscamente, desvió la vista de Helewise y se quedó mirando el lago que llenaba el fondo del valle.
—¿Meriel? —insistió la abadesa—. ¿Qué pasa con ella?
Berthe se volvió a mirarla.
—¡Abadesa Helewise, no puedo! —gritó—. No debéis preguntármelo, porque si seguís presionándome para que os responda, tendré que mentiros, y eso no quiero hacerlo. ¡Sin embargo, no puedo romper mi promesa!
Ahora lloraba con violencia, con un llanto convulsivo que hacía temblar todo su cuerpo. Helewise rodeó sus delgados hombros con los brazos y, por unos instantes, la niña se apoyó en ella.
—Lo sé, Berthe, lo sé —murmuró, tratando de calmarla—. Tienes que entender que no te pregunto por simple curiosidad. Estoy intentando ayudarte.
—¡Ya lo sé! —Lloriqueó Berthe—. Pero yo…
—Sí, sí, comprendo —la interrumpió Helewise—. No puedes romper una promesa, aunque tengas la clara sensación de que sería mejor hacerlo. ¿No es eso?
Berthe se separó de ella y la miró a los ojos. No dijo nada, pero asintió con la cabeza, lentamente.
—Pobrecita —dijo Helewise con cariño. Y, aunque no quiso entristecer más a Berthe con sus cábalas, temió que las cosas deberían empeorar todavía antes de empezar a mejorar.
En especial, si podía convencerse a ella misma de que podía justificar el proceder que se le acababa de ocurrir…
—Venga, te devolveré a tu trabajo —le dijo, animada, dándole una pequeña sacudida y secándole las lágrimas de las mejillas—. Así está mejor. Casi no parece que hayas estado llorando. No creo que nadie se dé cuenta. ¡Al menos, no aquellos pequeños tan felices!
Berthe consiguió esbozar una húmeda sonrisa.
—No, ellos no se darán cuenta —aceptó—. Pero Gussie, sí.
¿Gussie? Ah, claro, el sobrenombre de fray Agustín era Gus, recordó Helewise. Y había sido dulcificado a «Gussie» por la cariñosa Berthe.
—¿Él sí? —Apenas se sorprendió; a Agustín, ella ya se había dado cuenta, se le escapaban muy pocas cosas—. Bueno, estoy segura de que no bromeará sobre ello.
—No, no lo hará. En realidad, es muy considerado.
Ahora Berthe parecía mucho más animada, probablemente, pensó Helewise, ante la idea de volver a ver a Gussie.
—Él nunca me gasta bromas. Es muy amable conmigo.
¿Eso era debido a que el chico había visto lo que había en la choza del bosque?, se preguntó Helewise. Y, habiéndolo visto, estaba preocupado y sentía pena por la joven, que probablemente estuviera involucrada de alguna manera en aquel desgraciado asunto.
Eso decía mucho a favor de Agustín, pensó. Haberse dado cuenta de las necesidades de Berthe y haberse convertido en un amigo amable y fiel era un comportamiento de buen cristiano.
¿Podía ser que Agustín le hubiera hablado a Berthe del viaje a East Anglia? ¿En especial, de la visita a su antiguo hogar? El instinto le decía a Helewise que no; el muchacho era responsable y obediente, y seguramente habría guardado silencio a menos que le dijeran específicamente que podía romperlo. A pesar de todo…
—Berthe, ¿te ha contado Agustín algo del viaje? —le preguntó, como de pasada.
Berthe chascó la lengua, un poco irritada.
—No, abadesa Helewise, ¡ni una palabra! Le he insistido e insistido, he intentado sacarle algún comentario, pero él guarda silencio y dice que son asuntos de la abadía y que no puede entrometerse. ¡Entrometerse! En realidad… ¡lo que visitó era mi aldea! Bueno, entre otros lugares.
—Bueno, bueno, no te enfades con Agustín —la tranquilizó Helewise—. Tiene razón al ser precavido. De todos modos, Berthe —cruzó los dedos y esperó que la chica comprendiera la mentira—, tampoco había mucho que ver.
Sólo un poco aplacada, Berthe soltó un «¡hum!».
Helewise tomó a la muchacha de la mano y ambas regresaron al santuario, apresurándose porque empezaba a llover con más intensidad.
La abadesa la observó entrar de nuevo en el albergue… y las risas procedentes del interior parecían sugerir que el juego seguía en marcha. Luego aceptó un trozo de saco que le ofreció fray Saúl para cubrirse la cabeza y los hombros y regresó rápidamente, bajo la lluvia, a la abadía.
Mientras cruzaba la puerta trasera, se oyó un fuerte trueno por encima de ella. Esperando que no se tratara de un presagio de los terribles hechos que les esperaban, Helewise corrió a refugiarse en el claustro y se dirigió de vuelta a su habitación.