Capítulo uno
Josse d’Acquin yacía sudoroso, gimiendo, consumido por el dolor y delirando a causa de la fiebre.
Tal vez su cuerpo estuviera a salvo en su cama de Nuevo Winnowlands, arropado bajo las mantas que estaban limpias cuando se acostó y ahora estaban empapadas en sudor, pero su mente no se percataba de ello. Su cerebro tan sólo era consciente de estar intentando escalar una abrupta pared de montaña, mientras acarreaba un peso enorme en la espalda desnuda y con el brazo estirado debajo de él, como si tratara de aguantar el peso de un cerdo enorme.
El cerdo, por alguna razón que sólo él conocía, embestía periódicamente hacia arriba, se ponía a la altura de Josse y le clavaba los colmillos amarillentos en la carne caliente del antebrazo.
Josse soltó un grito, mientras se retorcía en la cama empapada, con las piernas doloridas enredadas entre las sábanas revueltas. El cerdo volvió a atacarlo, fijando los dientes en su brazo y utilizándolos como único punto de apoyo, de tal modo que todo su enorme peso quedó colgando de la carne agonizante de Josse.
El cerdo miró a Josse y le guiñó un ojo asombrosamente azul, y de pronto comenzó a llover; frías, deliciosas gotas de agua que salpicaban generosamente, haciendo caer al cerdito burlón y aportando un bendito y refrescante alivio al dolor…
Y la doncella de Josse, Ela, como si hablara consigo misma, dijo en voz baja:
—Vamos, vamos, señor, poneos cómodo, así, dad a la herida tiempo para sanar. —Se inclinó para mojar el paño en agua helada, y luego volvió a colocarlo sobre el brazo de Josse—. Y ahora os daré algo de beber y veremos si sois capaz de tomar un poco de caldo con la cuchara.
Ahora despierto y en su sano juicio —o eso creía él—, Josse observó cómo el cerdo se alejaba trotando hasta el rincón más alejado de su dormitorio, donde dio varias vueltas como lo habría hecho un perro que se acomoda en su perrera, antes de tumbarse y empezar a roncar.
—Ela, hay un cerdo en el rincón —dijo Josse.
Pero fue gracioso, porque sus palabras no parecían haber salido correctamente. Sonaba como si hubiera soltado un gemido. Lo intentó de nuevo.
—Cerdo, ¡Ela! —repitió.
Sorprendida de oírlo hablar, la muchacha levantó la mirada, le dirigió una sonrisa breve y tímida, y luego volvió rápidamente al cuenco con agua. Era una mujer terriblemente tímida e insegura, y a veces Josse pensaba que probablemente podía contar con los dedos de las manos el número de palabras que le había dirigido en toda su vida por iniciativa propia.
Lo intentó de nuevo. Mientras luchaba por incorporarse —lo cual fue un error por su parte, puesto que le provocó un mareo tan violento que sintió que iba a vomitar—, gesticuló con el brazo sano en la dirección del cerdo. Mientras seguía con los ojos el dedo que señalaba, balbuceó:
—El cerdo, Ela… —Tan sólo para darse cuenta de que había desaparecido.
Ela le tomó con cuidado el brazo izquierdo y volvió a colocarlo sobre la cama, al tiempo que tiraba de las mantas y se las arreglaba alrededor del pecho. Él deseó que no lo hubiera hecho, puesto que de todos modos tenía demasiado calor y no había ninguna necesidad de que lo arroparan como a un niño enfermo.
—Vuelvo en seguida —lo tranquilizó ella, con una voz que apenas superaba el susurro; luego recogió su paño y su cuenco, se alejó de la cama y se dirigió hacia la puerta sin darle la espalda, como si se tratara de un personaje de la realeza.
Josse escuchaba sus sonoros pasos mientras ella se apresuraba en bajar la estrecha escalera que llevaba al vestíbulo. La oyó gritarle a Will para informarlo de que no debía comentárselo al amo —qué mujer tan boba, tal vez imaginó que, debido a la herida del brazo, Josse se había quedado también sordo—, pero que estaba muy preocupada y temía que sir Josse estuviera casi a punto de expirar a causa de la fiebre…
—Fiebre —murmuró en voz alta—. Fiebre.
De hecho, saber que tenía fiebre alta le supuso un buen alivio. Las fiebres provocaban delirio, ¿no? Y sudores, y mareos, y náuseas, y sueños extraños, y visiones de cerdos imaginarios en la habitación.
Fiebre. Todo bien, entonces.
Durante un breve y horrible lapso de tiempo, Josse había temido estar perdiendo la cabeza.
Cuando volvió a despertar, calculó que faltaba poco para el amanecer; la oscuridad tenía un matiz perlado que, aunque todavía no podía llamarse propiamente luz, parecía sugerir que la llegada del día no estaba lejos.
Josse yacía y pensaba en los amaneceres que había visto. Pero eso le exigía demasiada concentración para lo débil que se sentía, de modo que dejó deambular la mente.
Era consciente de sentirse distinto; el mundo había perdido aquella cualidad extraña e irreal que había tenido durante los últimos… los últimos, ¿qué? ¿Tal vez días, o semanas?
«Me herí en el brazo —recordó—. Antes ya había sufrido una herida con una espada, y luego me recuperé. Me curaron, alguien muy experto…».
Ese recuerdo le provocó un dolor distinto; un dolor en el corazón, en la memoria. Abandonó esos pensamientos.
«La herida estaba cicatrizando bien —pensó, para desviar la mente—. O eso era lo que yo pensaba. Salí cabalgando… ¿no? ¿Es así? Sí. Cabalgando. Con… —Frunció el ceño, tratando de recordar el nombre de su amigo—. Un hombre con un perro lobo quería que lo acompañara a cabalgar, veía a la bestia siguiendo sus pasos… Y yo tomé aquella zanja, justo al fondo de mi propio huerto, y el viejo Horace se asustó por algo y estuvo a punto de tirarme al suelo, aunque yo me las arreglé para sujetarme. Pero las sacudidas y las contorsiones me abrieron ese corte del brazo, un poco de aire contaminado debió de entrar en la herida abierta y se infectó».
Mientras el recuerdo íntegro le regresaba a la memoria —lo que resultó ser sólo temporal—, Josse recordó que el amigo del perro lobo era su vecino Brice, y que el dolor en su herida infectada había sido tan terrible, tan continuado, que había llegado a suplicarle a Will que le amputara el brazo y acabara con aquel tormento.
Josse se estaba dando cuenta rápidamente de que recordar lo terrible que había sido la agonía no le aportaba nada bueno. Fuera cual fuese la razón por la que el dolor había remitido, había dejado de tener vigencia; ahora, con la velocidad de una marea inminente sobre una playa, volvía a atacarlo con furia.
Y, por si eso no fuera suficiente, venía acompañado de un calor repentino en la sangre que lo hacía sentirse como si estuviera ardiendo.
Intentando gritar al tiempo que hacía rechinar los dientes, Josse llamó a Will. O a Ela. O a quien fuera…
A Brice de Rotherbridge, propietario de la mansión contigua a Winnowlands, no le sentó muy bien que lo sacaran de la cama antes de la primera luz del día. Tras dirigirse a la puerta a grandes zancadas para preguntar a su sirviente por el motivo de la llamada, fue informado de que Will, de la casa de Josse d’Acquin, estaba fuera, desesperado por la enfermedad de su amo, sin saber adonde acudir ni qué hacer, y…
Brice no esperó a oír más. Se echó la capa por encima de los hombros, metió los pies dentro de las botas y montó su caballo, para luego salir de su propiedad y entrar en la de Josse en menos tiempo del que nunca hubiera creído posible.
Cuando entró con sigilo en el dormitorio de Josse —pronto quedó claro que no había necesidad de silencio, puesto que el propio Josse no sólo estaba despierto, sino que berreaba de dolor—, Brice se quedó horrorizado ante el estado de su amigo.
Se inclinó sobre la cama —olía a sudor y a enfermedad— y posó una mano en la frente de Josse.
—¡Está ardiendo! —gritó, volviéndose hacia Will, y luego hacia Ela—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
Ela, percibiendo una acusación, se tapó el rostro con el delantal y no quiso responder, pero Will aguantó el tipo. Con los hombros erguidos, dijo:
—Ocurrió el día en que salieron a cazar juntos, señor. El patrón estuvo a punto de caerse, y eso le desgarró la herida del brazo, y…
—¡Sí, sí, sí, eso ya lo sé! —lo interrumpió Brice—. ¡Quiero decir que cuánto tiempo lleva con esta fiebre! Repentinamente, lleno de rabia, gritó:
—¿No entendéis lo que es la fiebre, ninguno de los dos? ¡Puede que vuestro patrón se esté muriendo, y vosotros estáis ahí, inmóviles como un par de gárgolas!
Ante eso, Ela rompió a llorar y salió corriendo de la habitación. Mirándola con ansiedad, Will se volvió de nuevo hacia Brice.
—No había necesidad de decir eso, sir Brice —dijo—. Ela ha sido como su sombra, ha cuidado del patrón día y noche, todo el tiempo. Y es porque no sabíamos lo que buenamente debemos hacer que vine a buscaros.
Le devolvía la mirada a Brice con la misma furia que Brice lo miraba a él; no fue sino como una idea tardía que añadió a su explicación la palabra «señor».
La rabia de Brice desapareció tan rápido como había llegado. Posó una mano sobre el hombro de Will y dijo:
—Lo lamento, Will. Por favor, atribuye mis malos modos a los nervios. Discúlpame también ante Ela, te lo ruego.
Will asintió fugazmente con la cabeza.
—Y ahora —Brice volvió a dirigirse a Josse—, ¿qué vamos a hacer?
Muy cerca de él, Will le susurró:
—Hemos avisado al cura.
—¿Al padre Anselm? Dios mío, ¿es que esperáis que vuestro patrón se muera?
—¡Chis! —exclamó Will, aunque Josse parecía estar demasiado extraviado en su propio mundo de dolor como para oírlos—. No, sir Brice, por supuesto que no, por lo menos mientras haya algo que Ela o yo podamos hacer para evitarlo. No, la verdad es que he oído decir que el cura tiene algunos conocimientos médicos; bueno, al menos, más que nosotros.
Brice frunció el ceño.
—Probablemente, el bueno del cura precipitará el paso de vuestro patrón al otro mundo antes que sanarlo —musitó—. Es una sanguijuela, Will. Cree que una buena sangría es la cura para todo, desde tribulaciones de la carne hasta un ataque de sífilis.
—Lo siento, señor. Pensé que… —empezó a decir Will.
De nuevo, Brice dio una palmada tranquilizadora al hombro de Will.
—Hiciste lo que creías mejor, Will, y a nadie se le puede pedir más. No, yo sé lo que hay que hacer con sir Josse. —Sonrió brevemente mientras pensaba en la solución—. Will, ¿podrías conseguir un carro lo bastante largo como para que un hombre más bien alto quepa tumbado en él? ¿Y también un caballo estable?
—Sí, sir Brice, eso lo tenemos.
—Pues entonces, ve a prepararlo. Pon en él almohadas y mantas, todo lo que se te ocurra, y agua para beber y para poder refrescar la piel del paciente.
Con una expresión de asombro, Will preguntó:
—¿Vamos muy lejos, señor? ¿A qué lugar?
Cuando Brice se lo dijo, una sonrisa empezó a dibujarse en el rostro de Will.
Cuando Josse salió fugazmente de su delirio, se sorprendió al ver a tres hombres que rodeaban su cama. A Will había esperado verlo —Will y Ela habían estado cuidándolo con devoción—, pero ¿qué hacía Brice allí?
Y, todavía más asombroso, ¿por qué había recibido la visita del padre Anselm?
—… Debo insistir en que se me permita tratarlo como me parezca más adecuado —decía el cura, acarreando un cuenco con lo que a ojos de Brice parecían unas asquerosas sanguijuelas.
—¿Cómo tratasteis al sirviente del viejo sir Alard hace unos años? ¡Sangrándolo hasta que se quedó pálido como la nieve recién caída! —le gritó Brice.
—Era necesario —protestó el padre Anselm—, ¡al igual que ahora!
—¡El hombre de Alard no opinaría lo mismo! —le respondió Brice a gritos—, ¡aunque pudiera hacerlo desde su tumba!
Mientras Josse los miraba, Brice le hizo un gesto a Will, y acercándose al lado izquierdo de Josse al tiempo que Will se acercaba al derecho, le añadió al cura:
—Sin embargo, si realmente deseáis ser útil, podéis ayudarnos a bajarlo hasta el carro que está en el patio, y…
Pero, justo en ese momento, cuando Will y Brice empezaron a levantarlo, Josse dejó de escucharlos. Porque, aunque su sirviente y su amigo habían sido extremamente cuidadosos, el más leve movimiento le resultaba insoportable.
Y ser levantado, sacado de la cama, transportado por la habitación y hasta el carro que lo esperaba fuera suponía mucho más que un movimiento leve.
En el momento en que doblaban la esquina de la escalera, Josse se desmayó.
Al despertar se encontró mirando hacia un cielo claro de primavera, con el sol cálido acariciándole el rostro y una alondra piando con fuerza cerca de ellos.
Estaba en un carro; a su lado, Will dormitaba, con los ojos cerrados y los brazos cruzados alrededor de su ancho pecho. Entre las rodillas de Will había un cubo de agua. Consciente de pronto de lo desesperadamente sediento que estaba, Josse intentó llamar.
Cuando Will se despertó y lo oyó, la desesperación de Josse era tan grande que, para su humillación, sentía ganas de llorar. Will, furioso con su propio descuido e insultándose a sí mismo con palabrotas impropias de la sociedad culta, le dio un vaso tras otro de agua fresca, mientras le refrescaba la cara y el cuello con sumo cuidado.
Josse se acomodó de nuevo, con la sed ya saciada, y se le ocurrió preguntarse adonde se dirigían.
—¿Will?
Al instante, Will lo escuchó con rigidez:
—¿Patrón?
—Will, ¿adónde vamos?
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del sirviente.
—Pues vamos a ver a las hermanas, patrón. Fue sir Brice quien lo sugirió, y por mi vida, no entiendo por qué Ela y yo no pensamos en ello antes.
—Las hermanas —repitió Josse, pensando feliz en los claustros sombreados, en las manos capaces y atentas, en las sábanas limpias y almidonadas y en los medicamentos con aroma de hierbas—; las monjas de la abadía de Hawkenlye.
—Eso —dijo Will, asintiendo con énfasis con la cabeza—. Aquella hermana enfermera, ¿cómo se llama?
—Sor Eufemia —aclaró Josse.
—Eso, ella —asintió Will—; vamos a verla a ella, señor.
Y, con una firme seguridad que Josse compartía totalmente, Will añadió:
—Ella lo curará en menos que canta un gallo.