Capítulo quince
Josse esperaba sentirse muy cansado después de su primer día entero al aire libre. Pero, al despertar a la mañana siguiente, tuvo el placer de sentirse en plena forma.
Sor Eufemia se mostró escéptica cuando se lo dijo:
—¿Estáis seguro de que no os estáis engañando porque, sencillamente, tenéis ganas de salir corriendo a ayudar a la abadesa a solucionar los problemas de esas infelices hermanas? —sugirió—. No es que no piense que no vaya a serle útil un poco de ayuda; dicen que los problemas vienen siempre de tres en tres, y es realmente cierto en el caso de Alba, Meriel y Berthe.
—Cierto, es así —asintió él—. Pero os prometo que, de verdad, me encuentro bien, sor Eufemia. Al fin y al cabo —añadió, astuto—, le sería de muy poca utilidad a la abadesa si fuera a desmayarme de agotamiento a sus pies, ¿no creéis?
Sor Eufemia soltó una carcajada y le tocó las costillas.
—¡Vamos, apartaos de mi vista! —rió—. Siempre tenéis que tener una respuesta para todo, ¿eh?
Admitiendo que así era, Josse la despidió mientras se ponía la túnica y las botas.
Esperaba sentado en un banco fuera de la enfermería cuando, al cabo de un rato, Helewise salió a buscarlo. El lateral del largo edificio que daba al patio acababa en un amplio claustro y, apoyado en el muro de la enfermería, Josse se resguardaba de la lluvia. Sor Beata había tenido el detalle de llevarle una mantita de piel de oveja que le había colocado sobre las rodillas, y eso lo mantenía en calor.
Al ver a la abadesa, por su expresión supo que estaba preocupada. Se hizo a un lado para que se sentara junto a él, y de inmediato preguntó:
—¿Qué ocurre?
—He pensado en un plan —le soltó ella sin más preámbulos—. Tengo la intención de decirle a Berthe que voy a dejar libre a Alba; evidentemente, Alba tendrá que abandonar la abadía. Luego haré que sigan a Berthe. Ella saldrá directamente a buscar a Meriel, estoy segura, para advertirla de que Alba vuelve a estar en circulación. —Antes de que él tuviera oportunidad de hacer el más mínimo comentario, ella se apresuró a seguir—. Oh, no hace falta que me digáis que estoy siendo cruelmente retorcida, y que me aprovecho de la confusión y la preocupación de una chiquilla que sufre. Sé lo que hago, y sólo espero que sirva de algo. Pero tengo que hablar con Meriel, y no se me ocurre otra manera de conseguirlo —concluyó, volviéndose a mirar a Josse con expresión enojada y a la defensiva.
—Creo que es un plan estupendo —admitió él.
—¡Oh! ¿De veras?
—Sí, abadesa. Entiendo cómo os sentís. A mí tampoco me gustaría sentir que estoy utilizando a Berthe, pero, miradlo de esta manera: ella debe de estar agonizando, intentando mantener el secreto de Meriel y preocupada por cómo se las estará arreglando, esté donde esté. Y vuestro plan, aunque es posible que le haga daño a corto plazo, al final acabará ayudando tanto a Berthe como a Meriel. ¿No es así?
La expresión de la abadesa empezaba a relajarse.
—No había pensado en ello —dijo.
«No —se dijo él—. Seguro que no lo habíais hecho. Estabais demasiado ocupada acusándoos a vos misma». Ella le dedicó una ligera reverencia.
—Gracias, sir Josse.
—No es nada —murmuró él—. ¿A quién tenéis en mente para que haga de perro cazador de la liebre Berthe?
Ella rió.
—Me gustaría hacerlo yo misma, pero el hábito de una monja no es lo más apropiado para avanzar por el bosque silenciosa y discretamente. Creo que podría pedírselo a fray Agustín. Es joven y ágil y, como me acompañó en mi viaje, ya conoce muchos de los puntos clave de la situación. —Vaciló unos instantes y luego prosiguió—: Además, creo que quiere mucho a Berthe, de modo que estará más que dispuesto a ayudarla.
—Buena elección —asintió Josse.
De nuevo deseó estar en plena forma. Le habría quitado de la cabeza que pensara en cualquiera que no fuera él. Pero, incluso asumiendo que fuera capaz de adentrarse en el bosque, desde luego no estaba en condiciones de hacerlo de manera tan discreta. Intentó ser razonable e ignorar al niño que llevaba dentro y que gritaba «¡quiero ir yo!».
—¿Cuándo prevéis poner vuestro plan en funcionamiento? —quiso saber.
—De hecho, sólo esperaba a comentarlo con vos —dijo ella.
—Me honráis, abadesa —musitó él, emocionado—. Vos no precisáis mis consejos, cuando vuestras decisiones son tan acertadas.
—Oh, sí los preciso —repuso Helewise.
A continuación se hizo un silencio algo incómodo entre ambos. Luego, subiendo el tono de voz adrede, él dijo:
—Deberéis protegeros, si os proponéis realmente ir a ver a Alba. ¿O es que simplemente le diréis a Berthe que lo habéis hecho, sin informar realmente a Alba de su inminente liberación?
—No, mi intención es visitar a Alba primero. Y sé lo que queréis decir con eso de protegerme; las monjas que se han encargado de ella me han informado que está cada vez más inquieta, y que han tenido que recurrir a la amenaza de privarla de sus salidas diarias.
—Bah. —Josse pensó para sus adentros que tal vez fuera un exceso de caridad permitir salir a pasear a una mujer violenta y desequilibrada. Pero, consciente de que la abadesa no estaría de acuerdo, se limitó a decir—: Espero que no tengáis intención de visitarla sola. Llevaos a Saúl, y tal vez a alguna de las monjas más robustas. —Luego, dándose cuenta de lo que había dicho, añadió—: Disculpad, abadesa. No era mi intención daros órdenes.
—Disculpas aceptadas —sonrió ella—. Y gracias por el consejo.
Y se levantó.
—¿Puedo acompañaros a la celda de Alba? —preguntó Josse, llevado por el impulso.
Ella lo escrutó por un instante.
—Sí, siempre y cuando no tengáis intención de actuar como guardaespaldas.
Él le devolvió la sonrisa.
—Lo prometo.
Mandaron llamar a fray Saúl, y sor Marta vino de los establos; la abadesa le pidió que dejara el tridente. Luego, los cuatro bajaron los peldaños que llevaban a la cripta, bajo la enfermería, y la abadesa descorrió el cerrojo de la robusta puerta de la prisión de Alba.
Josse cumplió su palabra y permaneció detrás de la abadesa y de sus dos guardianes, miró en la dirección de fray Saúl y tuvo su primera visión de Alba.
Se quedó impresionado.
Estaba preparado para encontrarse con una mujer considerablemente mayor que sus hermanas; eso ya se lo habían dicho. Pero no esperaba aquel rostro tan pálido y flaco, hasta el punto de aparecer demacrada, ni su mirada sombría dentro de aquellos ojos hundidos y oscuros. Sor Marta debió de captar su suspiro; se volvió hacia él y le susurró:
—Dicen que lleva días sin comer.
Y, para corroborar el comentario, sir Josse vio que en el suelo había una bandeja de comida sin tocar.
La abadesa dio un paso hacia adelante. Respondiendo a un gesto de sor Marta, Alba se levantó a regañadientes y la miró.
—Alba, debo decirte que he visitado tu antiguo convento en Sedgebeck, y allí me han informado de que te retiraron los votos como monja —le dijo, con una voz plana y sin emoción—. Como ahora sé que no has tomado los hábitos, ya no tengo autoridad para mantenerte aquí encarcelada. Ya no estás bajo mi jurisdicción y, tan pronto como te encontremos un lugar a donde ir, serás libre para marcharte.
Una serie de emociones cruzaron el rostro delgado de Alba. Sorpresa, vergüenza, una rabia breve y fuerte y, al final, un intenso horror.
—¡No podéis obligarme a marcharme, abadesa! —dijo en un susurro—. ¡Soy una monja! Ésta es mi vocación, ¡y voy a ser la mejor monja del mundo! ¡Acabaré, igual que vos, siendo abadesa… esperad y lo veréis!
—Ahora ya no eres monja, Alba —insistió la abadesa con firmeza—. Lo sabías cuando te presentaste ante mí, pero en cambio me dijiste que llevabas años como monja ordenada.
—Sí, sí, lo lamento —dijo Alba con impaciencia, como si tratara de quitarse un tema menor de encima—. Pero tendré que volver a empezar de nuevo. Aquí.
—¡No puede ser, Alba! —La abadesa parecía sobrecogida.
—¡Oh, pero ha de ser! —contestó Alba—. Además, están mis hermanas, tienen que tomar los hábitos, se lo he dicho, y yo debo estar aquí, siendo su mentora, para decirles qué es lo que pueden y no pueden hacer.
—Pero ellas… tú no serías… —balbuceó la abadesa. Y luego, como si, al igual que Josse, se diera cuenta de que se estaba enfrentando a una irracionalidad que rozaba con la manía, se detuvo—. Haremos todo lo que podamos por encontrarte un lugar al que ir; luego podrás marcharte de Hawkenlye. Mi decisión es irrevocable.
La abadesa se volvió y salió de la celda, y fray Saúl cerró la puerta y corrió el cerrojo.
Mientras los cuatro se alejaban de allí, oyeron los terribles ruidos que hacía Alba lanzándose contra la puerta.
Josse pudo ver la agitación de la abadesa. Cuando sor Marta y fray Saúl hubieron vuelto a sus quehaceres, se dirigió a ella:
—¿Por qué no lo dejáis durante un tiempo, abadesa? Sentaos y recuperaos, descansad, id a rezar y…
Ella se volvió hacia él y la expresión de sus ojos gris claro lo silenciaron.
—No puedo detenerme hasta que haya acabado con este asunto —replicó con frialdad. Luego su expresión se dulcificó y añadió—: Oh, Josse, disculpadme. Tan sólo queréis ayudarme, lo sé. Pero ¿le aconsejaríais a un general que se tomara un descanso justo en el momento culminante de la batalla?
—No.
—Pues eso. Mientras tengamos entre manos este terrible e inquietante misterio, no puede haber descanso, ni para mí ni para ninguna de mis monjas. No. Hablaré con fray Agustín y le encargaré esta trascendental misión, luego iré a buscar a Berthe y le contaré lo que acabo de decirle a Alba.
Él asintió.
—Está bien. Si pensáis que es lo mejor… —La tomó por la muñeca con una mano y añadió—: Buena suerte, abadesa. Que el Señor os acompañe.
Su «amén» susurrado flotó de vuelta hacia él mientras se alejaba apresuradamente.
La primera hora de la tarde era un momento de tranquilidad en el valle. Mientras Helewise se acercaba al pequeño núcleo de edificaciones sencillas, advirtió que varios de los peregrinos descansaban bajo el voladizo del tejado del exterior del refugio; todo formaba parte de la cura, pensó, incluso que los animasen a echarse siestas. Como solía decir sor Eufemia, dormir permite al cuerpo llevar a cabo el trabajo de la cicatrización sin que lo distraigan.
Podía ver a Berthe a lo lejos, sentada junto al agua, más abajo en el valle. Había un grupo de niños a su alrededor y, por sus expresiones extasiadas, parecía como si estuviera contándoles un cuento.
Había algunos monjes y hermanos legos a su alrededor, enfrascados en distintas labores. Nadie parecía tener prisa. Todo rezumaba paz…
Helewise se obligó a abandonar sus ensoñaciones y a recordar el porqué de su visita. Se preguntó dónde estaría fray Agustín. Estaba a punto de mandar a un monje a buscarlo cuando uno de los peregrinos se levantó de donde había estado sentado, recostado en la pared frontal del refugio, y se acercó a ella.
Ella lo miró mientras se acercaba. No creía haberlo visto antes, aunque era difícil de decir, con tanta gente que iba y venía todo el tiempo. Y, de hecho, sí que había algo familiar en él.
—Buenos días tengáis, peregrino —lo saludó amablemente.
Él se detuvo a algunos pasos de ella y le hizo una profunda reverencia. Ella notó de pasada que saludaba exactamente igual que lo hacen los profesos entre sí; el hombre debía de ser muy observador. Luego, reincorporándose, la miró a los ojos. Los suyos, advirtió ella, eran oscuros, al igual que su pelo, que llevaba muy corto. Y, a diferencia de la mayoría de los hombres, llevaba barba.
—Creo que tengo el honor de saludar a la abadesa de Hawkenlye —dijo él en un tono de voz más bien grave.
Helewise inclinó brevemente la cabeza, asintiendo, y la expresión seria del hombre se distendió por un momento en una sonrisa.
—¿Habéis llegado hoy? —preguntó ella.
Él asintió con un gesto de la cabeza, pero luego se apresuró a añadir:
—Eh, bueno, ayer.
—¿Habéis tomado ya las preciosas aguas sagradas?
—No.
Estaba a punto de preguntarle si había ido allí para curarse —aunque era la viva imagen de la salud, nunca se sabía— o para ofrecer sus plegarias en el santuario de Nuestra Señora. Pero no lo hizo. No era su talante interrogar a los visitantes; ¿por qué debería hacerlo ahora?
El forastero seguía mirándola. Como empezaba a sentirse algo incómoda, Helewise decidió retirarse.
—Disculpadme, por favor. Tengo que…
Pero, de nuevo, se detuvo. Tampoco acostumbraba a dar explicaciones sobre sus movimientos a los peregrinos. Lo saludó con un mínimo gesto de la cabeza y se volvió.
Mientras se apresuraba a buscar a alguien que pudiera localizar a Agustín, se sorprendió al notar que el corazón se le había acelerado.
¿Por qué?, se preguntó. Trató de analizar la emoción que la embargaba; no era exactamente miedo, pero se le parecía bastante. ¿Aprensión, tal vez?
Sí.
Y de pronto pensó: «¡Es como si me hubieran obligado a presentarme delante de un superior con alguna mala excusa por algo que hubiese hecho mal!».
Sorprendida ante su reacción —hacía mucho tiempo que no se encontraba en una situación como aquélla—, apartó la vista de aquel par de ojos oscuros e inquietantemente penetrantes y le hizo señas a fray Saúl.
Fray Agustín, que había estado ayudando a uno de los peregrinos a curar un corte en la pata de su vieja mula, se acercó corriendo a Helewise tan pronto le informaron de su llamada.
Fruncía el ceño mientras asimilaba las palabras de la abadesa.
—Es decir, que vais a utilizar a Berthe para que os lleve hasta su hermana —repitió despacio.
—Lo haré, Agustín —respondió ella. Le sostuvo la mirada—. No es que me guste hacerlo, pero siento como si un mal mayor se estuviera perpetuando si dejamos que Berthe siga viviendo esta vida de mentiras.
Él asintió:
—Cierto. Ella no es feliz, pobrecita.
—Supongo que no se ha confiado a vos —preguntó Helewise.
—No —sonrió él, brevemente—. Y os digo la verdad, abadesa.
Ella rió en voz baja.
—Oh, Agustín, os creo. De verdad, ¡nunca he conocido a un par de personas tan honestas como Berthe y vos!
—Gracias —le dijo el muchacho, serio. Luego añadió, después de un silencio bastante largo—: Iré encantado de vuestra parte, abadesa. Y cuando todo esto haya terminado, le contaré a Berthe por qué lo hice. ¿Os parece bien?
—Sí, Agustín —asintió ella, agradecida—. Por supuesto que sí.
La abadesa le dio un poco de tiempo para que hallara un escondite desde el cual poder observar a Berthe. Luego, intentando reprimir su emoción, anduvo por el sendero en el que la muchacha seguía sentada con el grupo de niños.
Al advertir a Helewise, Berthe se puso de pie para saludarla.
—¡Abadesa, qué alegría veros! —dijo, ingenua.
—Buenos días, Berthe. ¿Me acompañas a dar un paseo? Hay algo de lo que quiero hablarte.
—¡Claro!
Siguió con la chica sendero abajo, alejándose del santuario. Luego le dijo:
—Berthe, ayer te conté que Alba ya no es monja. Eso significa que yo ya no tengo autoridad sobre ella, y por tanto no puedo mantenerla encarcelada. Le he informado de que, tan pronto como le encontremos un lugar al que acudir, deberá marcharse de Hawkenlye.
La tez rosada de Berthe había empalidecido hasta tornarse de un tono blanco mortecino.
—Vos… —empezó, pero lo intentó otra vez—. Pero, seguro que ella quiere quedarse, ¿no?
—Lo que ella quiera no importa —repuso Helewise con delicadeza—. Berthe, ella no está hecha para ser monja, ni tampoco para vivir en una comunidad como hermana lega. Es una influencia demasiado negativa. El bienestar de mi comunidad es responsabilidad mía y, aunque resulte difícil para Alba, no tengo más alternativa que echarla.
—Comprendo, abadesa.
La expresión de Berthe se había trasformado en una resignación extrañamente adulta, que parecía incongruente en una persona tan joven.
A Helewise se le llenó el corazón de compasión.
—Pero tú puedes quedarte, Berthe —dijo—. Sin convertirte en postulante, quiero decir. Sor Eufemia siempre está buscando a chicas que pueda formar como enfermeras legas, y tú estás ciertamente capacitada, según me dice.
Por unos instantes, el rostro de Berthe se iluminó. Pero luego quedó de nuevo sumida en la tristeza.
—Es una idea muy bonita, abadesa —dijo amablemente—, pero imposible.
—¿Por Alba? —preguntó Helewise. La muchacha asintió—. ¡Pero puedes librarte de ella, si es expulsada!
Berthe la miró con sus ojos tristes.
—Nunca podremos librarnos de Alba —declaró pausadamente.
Odiándose a sí misma, queriendo por encima de todo hablar con la niña, darle todo el consuelo posible, Helewise tuvo que conformarse con darle un breve adiós. Se volvió y echó a andar de regreso a la abadía.
No podía soportar permanecer sentada en su habitación mientras duraba la larga espera. Había trabajo que podía ir adelantando —siempre lo había—, pero no era capaz de concentrarse. Su mente no dejaba de llenarse con imágenes de Berthe escapando, corriendo a encontrarse con Meriel y rompiéndole el corazón mientras le contaba su historia entre sollozos. Imágenes de Agustín siguiéndola, vigilándola, protegido por un árbol enorme, y registrando todos sus movimientos para volver luego a informar a su abadesa.
Al final se dirigió a la iglesia de la abadía, se metió en su lugar habitual en el coro y le abrió su apesadumbrado corazón a Dios.
Mientras la abadesa rezaba, Berthe y Agustín hacían casi exactamente lo que ella había imaginado.
Pero había alguien más que seguía a Agustín. Alguien cuya implicación, de haberla averiguado, habría sorprendido enormemente a la abadesa.
Agustín acudió a verla antes de lo que esperaba. Estaba de vuelta en su habitación, ahora más tranquila, a punto de leer el último informe de la bodeguera, cuando oyó unos suaves golpecitos en su puerta.
En respuesta al ruego de la abadesa, Agustín entró. Mientras le daba la bienvenida, ella trató de leer su rostro, y pensó que tal vez parecía aliviado.
—¿Funcionó el plan? —preguntó.
—Sí, abadesa. Antes de nada, dejadme deciros que Meriel está bien y, por lo que pude ver, parece encantada de vivir al aire libre.
—Gracias a Dios —murmuró Helewise.
—Amén. Teníais razón, abadesa —se apresuró a decir Agustín—. Tan pronto como os marchasteis del valle, Berthe se escapó. Tan sólo pude seguirla porque ya esperaba que huiría: fue muy astuta, entró en el cobertizo y salió por un panel suelto de la parte de atrás. Pero bueno, como os he dicho, me las apañé para no perderla de vista.
—¿Adónde fue?
—Al principio pensé que se dirigía a la abadía, pero, antes de llegar a la puerta trasera, giró hacia su izquierda, rodeó la parte lateral de la abadía, luego cruzó el sendero que lleva hasta Tonbridge y se adentró en el bosque.
—¡El bosque! —Dios mío, pensó Helewise. Sabía perfectamente qué peligros acechaban en el gran bosque de Wealden.
—Sí —exclamó, sin apenas darse cuenta de la interrupción de la mujer—. Tomó una senda de ciervos que lleva directamente a la arboleda, a través de un denso sotobosque. Luego el camino desembocaba en un sendero más ancho, que llevaba hasta un claro. De verdad, abadesa, sería imposible de encontrar si no se conociera, o, como en mi caso, si no hubiera estado siguiendo a la chica. Estaba muy bien escondido.
—¿Y qué había en el claro?
—Algunos refugios. Más bien toscos, hechos con unos cuantos troncos cubiertos con ramas y turba. Un campamento de carboneros, me temo que era, aunque hacía mucho tiempo que no había habido fuegos. Bueno, no más que un pequeño fuego para cocinar, que ardía agradablemente; cociendo la cena de alguien, diría, por el apetitoso olor que desprendía.
—¿La cena de Meriel? —Helewise apenas era capaz de respirar.
—Cierto, la cena de Meriel —asintió él con una amplia sonrisa—. Salió de una de las cabañas cuando Berthe llegó al claro.
—¿Y tenía buen aspecto, habéis dicho?
—Así es. Mucho mejor, diría, que cuando vivía en la abadía. Estaba radiante. Corrió a recibir a Berthe, la abrazó, y empezaba a contarle algo, entre risas, cuando Berthe la detuvo. Debió de contarle lo de Alba, supongo, porque, fuera lo que fuese, detuvo sus risas al instante.
La mente de Helewise iba a toda velocidad. La gran sensación de alivio al oír que Meriel estaba bien empezaba a disiparse, y ahora aparecían nuevas preocupaciones. «Sé de gente que vive en el bosque —pensó—. Me he encontrado con ellos y he sobrevivido para contarlo, pero eso no significa que haya olvidado lo peligrosos que pueden llegar a ser…».
—¿Estaba contenta? —le preguntó a Agustín—. ¿Radiante, has dicho?
—Así es, ambas cosas.
«Si ya se ha encontrado con los habitantes del bosque, y está así de contenta —pensó Helewise—, tal vez me esté preocupando innecesariamente y no supongan ninguna amenaza para ella. Sin embargo, no puedo evitar sufrir por ella».
Algo que podía y debía hacer, decidió, era evitar que se hiciera más daño.
—Agustín, gracias —dijo sonriéndole—. Lo habéis hecho muy bien. De hecho, habéis conseguido hacer todo lo que os pedí. Pero ahora tengo que daros una orden que tal vez no os guste.
—Cualquier cosa, abadesa —contestó él tenazmente, preparándose para asumir su próxima y arriesgada misión.
Helewise lamentó tener que decepcionarlo.
—Debéis regresar al valle y permanecer allí —le dijo con firmeza—. No debéis revelarle a Berthe que la habéis seguido, y no debéis volver a seguirla. Pase lo que pase.
Su cara se mudó en una mueca de disgusto.
—Pero, abadesa…
—Sin peros —replicó ella, tajante—. Podéis retiraros, Agustín.
La obediencia lo hizo inclinarse antes de salir de la estancia. Al ver la resignada postura de sus hombros, la abadesa no tuvo dudas de que haría exactamente lo que ella le había pedido.
«Ahora debo visitar a sir Josse —se dijo—. Espero y deseo que lo encontraré descansado y dispuesto a acompañarme a una pequeña excursión».
Cruzó el patio y se acercó a la enfermería. Al entrar, esperó que la fiebre de Josse no le hubiera afectado la memoria, y que todavía recordara el camino hasta el campamento de los carboneros.