Capítulo trece
Helewise regresó a Hawkenlye al anochecer del primer día que Josse había pasado fuera de la cama.
Josse se despertó aquella mañana con la extraña certeza de que aquél sería el día en que la abadesa y sus compañeros llegarían a casa, y fue inamovible en su decisión de esperarlos sentado fuera cuando cruzaran las puertas con sus caballos. Tampoco la enfermera insistió demasiado en disuadirlo; ella misma podía ver que permanecer en cama en su estado de inquietud le haría probablemente más mal que sentarse fuera, al sol.
Después del desayuno, traspasó con cuidado la puerta de la enfermería.
La lentitud con la que recuperaba las fuerzas le causaba una gran frustración, y este simple hecho le sirvió para darse cuenta de cuan enfermo había estado. Ahora que volvía a recuperar la lucidez, se pasaba mucho tiempo preguntándose cómo se las apañaban en Nuevo Winnowlands sin él. Sor Eufemia le había contado cómo Will y sir Brice lo habían llevado a Hawkenlye, y que ambos se quedaron hasta estar seguros de que estaba fuera de peligro; en su momento, sus palabras lo emocionaron hasta hacerlo llorar con las lágrimas fáciles del enfermo. Incluso ahora, que se encontraba mucho mejor, la idea de su sirviente y de su amigo velándolo todavía lo conmovía profundamente.
Mientras deambulaba lentamente en dirección al claustro, se preguntaba si debía mandar a buscar a Will. Para hablar con él y asegurarse de que en casa todo iba sobre ruedas.
Finalmente decidió que no. Will estaba muy acostumbrado a llevar la casa sin su amo. De hecho, aceptaba Josse a regañadientes, probablemente Will sólo le hacía alguna consulta de vez en cuando por amabilidad.
¡Ah, pero qué bien sentaba volver a estar al aire libre! Se quedó quieto un momento, estirando los brazos en toda su longitud, pero el movimiento repentino lo pilló desprevenido; cuando el mareo empezó a apoderarse de él, se apresuró a acercarse al banco de piedra que rodeaba el claustro y se sentó.
«Todavía me falta mucho para estar totalmente restablecido», concluyó.
Intentó no ofuscarse. Al contrario, se instaló cómodamente de manera que la postura le permitiera vigilar la puerta principal, y se puso a repasar mentalmente los pequeños datos adicionales que había conseguido reunir a partir de sus conversaciones con Berthe.
Básicamente tenían que ver con su familia. Alba, dijo, era mucho mayor que sus hermanas —algo que, Josse imaginaba, cualquiera de Hawkenlye que hubiera visto a las tres hermanas juntas ya habría deducido—, y la madre de las chicas tenía miedo de ella.
«Alba se parece mucho a padre —le había dicho Berthe—. Tanto físicamente como por su fuerte temperamento y su tendencia a tener rabietas y a encendérsele la cara».
No era de extrañar que la pobre madre los temiera, pensó Josse.
En otra ocasión, Berthe había dicho: «Alba es terriblemente orgullosa, sir Josse. Siempre nos está agobiando a Meriel y a mí sobre el buen nombre de la familia, que mete en la discusión siempre que quiere darnos órdenes. Dice que no debemos reírnos ni gritar en público, ni salir a menos que nuestra ropa esté perfectamente limpia y zurcida, ni relacionarnos con personas que están por debajo de nosotras, sea lo que sea lo que eso significa».
Ante esto, Josse preguntó por qué no habían sido el padre y la madre los responsables de inculcar disciplina a las hijas pequeñas. Berthe le contestó, mientras la rabia y el dolor la hacían ruborizarse: «Padre decía que éramos como un ejército. Él le daba órdenes a Alba; ella nos las daba a nosotras. En cuanto a madre —y aquí, la expresión de la chica se suavizó—, ella nunca se metía. A veces parecía como si fuera otra hermana, más amable, más cariñosa, que dejaba el papel de mandona y la decisión de castigar en manos de Alba, quien, de hecho, estaba más capacitada para ello».
Una vez, Josse le preguntó si Alba se había marchado de casa para ingresar en el convento antes o después de la muerte de la madre.
«Oh, después», respondió Berthe.
—Me pregunto si la muerte de vuestra madre la impulsó a tomar los hábitos —caviló Josse en voz alta.
—Oh, no, no creo que así fuera, ella… —Pero, con una mueca de perplejidad, Berthe vaciló. Josse esperó, y al cabo de un rato ella prosiguió—: ¿Sabéis? Es extraño, pero, ahora que lo pienso, creo que tal vez tengáis razón. —Lo miraba con empeño mientras intentaba traducir en palabras una idea vaga—. Ella era, bueno, Alba y madre eran… bueno, en realidad, era Alba. Siempre daba la sensación de que estaba luchando contra madre para conseguir mandar, para demostrar que ella era la segunda de a bordo después de padre. Y de repente, Alba se quedó sin nadie con quien competir.
—¿Y eso no la hizo feliz? Al fin y al cabo, ahora el camino estaba libre para que ella y tu padre mandaran juntos, lo cual, según tú, es lo que quería.
—Debería haberla hecho feliz. —Berthe sonaba confundida—. Pero no tener a alguien contra quien luchar parecía no satisfacerla. Recuerdo que, cuando decidió entrar en el convento, dijo algo acerca de que había ganado la batalla, de modo que ya no tenía motivo para permanecer en casa. —Se encogió de hombros—. En realidad, no tengo ni idea de lo que quiso decir.
Berthe fue a buscarlo al claustro aquella mañana. Apareció con una almohada y una manta de lana; cuando él protestó de que no necesitaba ninguna de las dos cosas, ella lo ignoró tanto como lo habría hecho sor Eufemia y lo hizo levantar mientras ella le colocaba la manta doblada debajo y le ponía la almohada entre él y la fría pared de piedra. Tuvo que admitir que ahora estaba mucho más cómodo.
Él la miró, intentando adivinar si estaba dispuesta a aguantar unas cuantas bromas. Su expresión serena le sugirió que sí, de modo que le dijo:
—¿Sabes, Berthe? Realmente estás aprendiendo muy bien las maneras de hacer de la enfermería. Si no hubiera sabido que eras tú, habría jurado que esa voz mandona y la manera en que has ignorado mis protestas eran las de la auténtica sor Eufemia.
Para su deleite, Berthe se echó a reír.
—¡Estoy encantada, sir Josse! —le dijo. Él vio los hoyuelos que aparecían y desaparecían en sus mejillas—. Ella ha sido mi modelo, ¡pero no tenía ni idea de que estaba haciéndolo tan bien!
Berthe llevaba una labor de costura. Se acomodó a su lado, tomó una prenda de tela suave y blanca de una bolsa bordada y, con la aguja, se puso a hacer un remiendo.
De vez en cuando, se hacían algún comentario, pero, en general, disfrutaron de la compañía del otro en silencio.
Ella permaneció a su lado buena parte del día. Josse se dio cuenta de que estaba radiante; ahora tenía muy claro que ella sabía que Meriel estaba a salvo. Y que, probablemente, estaba en contacto con ella. Se daba cuenta de que Berthe no le hablaba nunca de la desaparición de Meriel, y le gustaba creer que eso era debido a que le tenía tanto cariño que no le gustaba tener que mentirle.
Por quinta vez, le hizo dejar la labor a un lado y acercarse hasta la puerta para mirar al camino y ver si había alguna señal de tres jinetes cansados acercándose a la abadía. Las cuatro primeras veces, ella volvió a toda prisa, negando con la cabeza.
Pero esa vez fue distinto.
Pudo adivinar, por la manera en que la muchacha se ponía rígida al mirar a lo lejos, que había visto algo. Vio cómo se ponía una mano en el rostro para protegerse la vista del sol. Luego, cuando estuvo segura, comenzó a saltar arriba y abajo, al tiempo que agitaba los brazos y gritaba:
—¡Es ella! ¡Es la abadesa Helewise! ¡Ha vuelto!
Él no se acercó de inmediato a saludar a la abadesa. Otros tenían prioridad. Desde su asiento en el claustro, la observó, respetando lo que parecía ser una rutina, como si, en esa vida controlada de devoción, hubiera incluso una forma regulada en que una abadesa regresa a su comunidad.
Vio a las monjas veteranas entrar por turnos en la estancia de la abadesa, y asumió que la estarían informando de todo lo acaecido en cada uno de sus ámbitos de responsabilidad durante su ausencia. Algunas, al parecer, eran más sucintas que las otras; o tal vez habían tenido menos incidencias en sus áreas de la vida conventual.
Luego estaban los oficios; naturalmente, estaría ansiosa por asistir a ellos con sus hermanas.
Con todo, se hizo de noche antes de que ella asomara la cabeza por la puerta y lo llamara:
—¿Sir Josse? ¿Queréis pasar a hablar conmigo?
Cuando la puerta se cerró tras él, ella se le acercó con los brazos abiertos.
—¡Me alegro tanto de veros con tan buen aspecto! —exclamó—. Os he llevado todo este tiempo en el corazón, y he rezado por vuestra recuperación. —Le dedicó una amplia y radiante sonrisa—. Sor Eufemia me ha dicho que habéis sido un paciente modelo, que habéis escuchado sus consejos y habéis trabajado con ella y con Dios para recuperar la salud. ¡Y ahora vemos el resultado! De pie y paseando todo el día, me han dicho, ¡y con este buen aspecto!
Él respondió a su alegría con una sonrisa de oreja a oreja.
—Os agradezco vuestra preocupación, abadesa. Cierto es que estoy en vías de recuperación. —La observó; parecía cansada—. Pero ¿qué hay de vos? ¿Hallasteis el convento de sor Alba? ¿Pudieron responder a vuestras preguntas?
Ella fue a sentarse en su butaca y le hizo un gesto para que él tomara asiento en el taburete de madera que tenía para las visitas.
—Hallamos el lugar, sí. Y, aunque las amables monjas nos ofrecieron algunas respuestas, éstas, a su vez, planteaban nuevas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué Alba le describió un historial familiar a la abadesa de Sedgebeck totalmente distinto del que me describió a mí? Según «ésa» Alba, se trataba de una muchacha mimada e hija única de un padre indulgente —suspiró—. Una mujer muy distinta de la que se marchó de un lugar en el que era muy feliz, con el fin de llevarse a sus dolidas hermanas, sumidas en la pobreza y la indigencia, hacia una nueva vida lejos de allí.
—¿Cuál es la versión buena? —preguntó él—. ¿Tenéis alguna idea?
Ella se lo quedó mirando.
—Sí. Logramos encontrar la antigua casa familiar. Hablamos con un aldeano que nos confirmó que la madre había muerto años atrás, y… —Algo en la expresión de Josse debió de alertarla—. Pero creo que eso ya lo sabéis, sir Josse.
Él no quería interrumpir su historia, de modo que se limitó a decir:
—Sí, Berthe me lo contó. Pero os lo explicaré cuando hayáis terminado.
—Muy bien —asintió ella—. La aldea sufrió hace poco una epidemia en la que murió mucha gente, incluido el padre de las chicas. Esta parte de la historia de Alba es cierta. La granja estaba abandonada; la casa, vacía. Pero, sir Josse, ¡nos dijeron que Meriel ya estaba planeando llevarse a Berthe consigo y abandonar la aldea antes de que Alba llegara y las trajera a las dos aquí!
—¿Ah, sí? —dijo Josse lentamente.
Eso cuadraba, pensó. Deseó no tener el cerebro tan saturado: parecía funcionarle mucho menos que antes de la enfermedad. Si los planes de Meriel se vieron frustrados por la mandona de Alba, que impuso su voluntad y arrastró a sus hermanas lejos, hasta las profundidades del sureste de Inglaterra, ¿no era esto explicación suficiente para la tristeza posterior de Meriel?
Una tristeza que, tal vez, ahora estaba siendo aliviada…
Sentía que estaba a punto de aprehender el misterio. Si tan sólo… pudiera… ¡pensar!
Josse le dedicó una triste sonrisa a la abadesa.
—Ojalá pudiera seros más útil que aquí sentado, exclamando banalidades y preguntando tonterías —dijo—. Creo que entre los dos tenemos la información suficiente para resolver este rompecabezas. De hecho, tengo la sensación de que ya poseo la respuesta, pero mi cabeza está tan espesa que no puedo encontrarla.
Ella lo miró con compasión.
—No os agobiéis, sir Josse. Eso ocurre con las fiebres: dejan el cerebro como un ovillo de lana. No hagáis tantos esfuerzos.
—¡Debo hacerlos! —exclamó él—. Hay asuntos que no podemos resolver hasta que sepamos la verdad.
—Por supuesto. —Un gesto de preocupación cruzó su frente—. Me han dicho que Meriel sigue sin aparecer.
—Está a salvo, abadesa —dijo él, con cuidado—. No puedo deciros dónde, ni con quién, pero pondría la mano en el fuego que está bien y a salvo.
Entonces le contó lo de Berthe.
Mientras escuchaba, ella asentía lentamente con la cabeza.
—Sois muy razonable, como de costumbre, sir Josse —afirmó—. La chiquilla no parece ser una mentirosa, en eso estoy de acuerdo. Y ahora que vuestra amistad con ella ha progresado tan bien, estoy segura de que tenéis razón cuando decís que no habla de Meriel porque, frente a vuestra amable preocupación, no podría soportar mantener la ficción de que desconoce el paradero de su hermana. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Pero todavía debo decidir qué haré con Alba.
Él se dio cuenta de que ya no se refería a ella como a «sor». Alba. Temiendo haber adivinado el motivo, se lo preguntó. Cuando ella se lo hubo explicado, él suspiró profundamente.
—¿Y tenéis alguna idea de cómo vais a actuar, abadesa? —quiso saber—. Si ya no es monja, ahora ya no podéis tenerla encarcelada aquí, en la abadía, ¿no?
—Desde luego que no —dijo ella—. Y mientras que, por otro lado, estaría encantada de deshacerme de ella, ¿puedo, con caridad cristiana, abandonarla al mundo cuando no tiene adónde ir?
—No lo sé —dijo él delicadamente.
Haciendo un esfuerzo evidente por alejar la mente del problema de Alba, la abadesa se levantó y dijo:
—¿Cómo lleva el sheriff Pelham la investigación del asesinato en el valle?
—No muy bien —respondió Josse, disgustado—. Les hizo unas cuantas preguntas sin sentido a algunos de los peregrinos, y ahora parece darse por satisfecho con la teoría de que el hombre fue atacado por otro viajero que se encontró por el camino y que ya debe de estar a muchas millas de aquí.
—Típica conclusión del sheriff Pelham —murmuró Helewise.
—Cierto. —Josse recordó los aspectos del asesinato que le habían parecido más relevantes—. Pero hay algo más, abadesa.
Ella se puso alerta al instante:
—¿Sí?
—La víctima llevaba una insignia de Walsingham, que está a tan sólo quince millas de Ely.
—¿De modo que pensáis que tiene relación con las chicas? ¿Con Alba y sus hermanas?
—Bueno, no necesariamente —repuso él—. Me atrevería a decir que muchos de nuestros visitantes llevan insignias de allí. Walsingham es un lugar muy conocido.
—Pero el hecho de que a alguien procedente de la misma zona lo hayan matado aquí, donde llegaron las hermanas huyendo, debe de ser algo más que una coincidencia —insistió ella—, ¿no creéis?
—Mi parte racional me dice que no —respondió él, tajante—. Sin embargo, sigo pensando en ello, como si algo dentro de mí me dijera que no debo olvidarlo.
—Es la voz de Dios que os habla directamente —señaló la abadesa—. Siempre debemos escuchar a Dios cuando nos habla, sir Josse.
—Cierto, abadesa. —Tuvo la sensación de que lo reñían—. Lo tendré presente.
Ella abrió la boca para añadir algo, pero antes de que pudiera hablar, él se adelantó:
—Ahora, si me lo permitís, abadesa, trataré de resumir todo este asunto sumando vuestros hallazgos a mis conclusiones de las conversaciones que he mantenido con mi ingenua amiguita, Berthe.
Pensó por unos instantes y luego empezó:
—Un hombre tirano y su delicada y amable esposa tuvieron tres hijas, una de ellas mucho antes que las otras dos. La madre y las dos menores formaban una alianza, pero vivían bajo el dominio del padre y de la hermana mayor. Ésta, entre otras formas de amedrentarlas, insistía en que la familia debía mantener su reputación en la manera en cómo se presentaban al mundo exterior. Luego, la madre murió y la hermana mayor, al no tener ya a nadie a quien disputar el papel de mando segundo después del padre, se marchó e ingresó en un convento. Pero resultó no ser apta para la vida conventual, y le pidieron que se marchara. Mientras tanto, el tiránico padre sucumbió a la enfermedad y murió, dejando así libre a la hermana mediana para que hiciera planes para ella y para la hermana menor. Pero antes de que esos planes pudieran ponerse en marcha, la hermana mayor regresó del convento, decidió que el dolor de sus hermanas por la muerte del padre era demasiado intenso como para poder curarse allí mismo, en su antiguo hogar, rodeadas de recuerdos, y se las llevó hasta un lugar tan alejado como Hawkenlye. —Hizo una pausa para respirar—. ¿Me he olvidado de algo?
—Sólo de que Alba nos mintió para que su historia nos pareciera más convincente —dijo la abadesa.
—Cierto, lo hizo. Nos dijo que ambos progenitores habían muerto hacía poco.
—Y eso… ¡Oh! También os habéis dejado algo que pensé: que algo ocurrió en su antigua casa que hizo que Alba necesitara salir corriendo de ella —dijo. Su voz se había apagado hasta convertirse en un susurro, y su rostro, según se dio cuenta Josse con una punzada de ansiedad, había empalidecido—. Oh, Dios mío, sir Josse, yo… —Se puso una mano frente a los labios, como si quisiera detener las palabras.
—Yo llegué a la misma conclusión —dijo él—. Que la razón por la que Alba tuvo una reacción tan exagerada e incontrolable al saber que Berthe estaba trabajando en el valle era porque temía que alguien las hubiera seguido desde East Anglia y pudiera reconocer a la pequeña.
La abadesa asentía.
—Sí, eso es cierto, por supuesto —vaciló. Él se dio cuenta de que le temblaban las manos—. Pero me temo que yo pensé en algo mucho más terrible que eso.
Él esperó a que recuperara el control. Helewise levantó la cabeza, cerró los ojos como si estuviera rezando, y luego añadió:
—Josse, todavía no os lo he contado todo. Espero y deseo que este último descubrimiento sea pura casualidad y no tenga nada que ver con las muchachas. Sin embargo, mucho me temo que… —Se derrumbó—. Pero, debo decíroslo, así podréis juzgar vos mismo. —Hizo una pausa—. Encontramos la granja en la que vivía la familia, como os dije, y no era en absoluto un lugar alegre ni acogedor; de hecho, tuvimos una fuerte sensación de que la muerte estaba cerca. Cabalgábamos por los bosques que rodean la granja, en nuestro camino de regreso a la aldea, cuando descubrimos una choza oculta entre los árboles; había sido consumida por un incendio devastador. —Hizo de nuevo una pausa, juntó las manos con fuerza y prosiguió—: El techo se había hundido, y casi no había nada que pudiera ser reconocido. Excepto… un esqueleto humano.
—Un… ¿qué? —¡Santo cielo, claro que estaba nerviosa!—. ¿Estáis segura de que era humano? ¿No podía tratarse de algún animal que quedó atrapado dentro en el momento del incendio?
Ella negaba con la cabeza.
—No, no, yo tenía la esperanza de que hubiera ocurrido eso. Pero fray Agustín sabe mucho de huesos, e insistió en que se trataba de un esqueleto humano. Un hombre, según él.
De nuevo, Josse deseó con toda su alma recuperar su habitual agilidad mental. ¿Un cadáver, en un lugar remoto tan próximo a la casa de las chicas? ¿Qué significaba aquello?
—Tal vez el fuego y la muerte tuvieron lugar muchos años atrás —sugirió.
—No —respondió ella—. Ya hablamos de ello en el camino de vuelta, y fray Saúl comentó que el estado de la vegetación que había brotado tras el incendio indicaba que el incendio había sido reciente.
—Temía que diríais algo así —murmuró Josse.
La miró a los ojos. Ella lo miraba con una expresión casi compasiva, como si fuera a darle una noticia terrible, lo que luego resultó ser así.
—Sir Josse —dijo en voz baja—, no podemos ni tan siquiera consolarnos con la idea de que fuera un accidente. Fue un asesinato.
—¿Cómo podéis estar tan segura?
—El muerto estaba atado a una estaca de hierro clavada en el suelo de la choza —dijo ella lentamente—. Fray Agustín encontró los restos de la cuerda atados con firmeza alrededor de los huesos de la muñeca.
Y Josse, anonadado por un momento, dejó caer la cabeza entre las manos.
Ella lo dejó en silencio por unos momentos, lo cual él agradeció mucho. ¡Tenía tantas cosas que asimilar! Todos aquellos acontecimientos tenían un nexo común, y él seguía teniendo la sensación frustrante y persistente de que estaba ahí, delante de sus ojos, pero que no alcanzaba a pensar con claridad.
Entonces la oyó levantarse y moverse alrededor de la mesa para ponerse a su lado.
—¿Sir Josse? —dijo ella dulcemente.
Él levantó la cabeza.
—¿Abadesa?
—Sir Josse, hay otro asunto del que debo hablaros —dijo con una mueca de ansiedad—. No sé si debería hacerlo, puesto que es tan sólo una sospecha, sin ninguna base real, pero… —Y guardó silencio, como si esperara que él la invitara a proseguir.
—De todos modos, será mejor que me lo contéis —dijo él con la voz apagada.
Una ligera sonrisa iluminó durante un segundo el rostro de la abadesa.
—Intentad no parecer tan entusiasmado —murmuró, irónica.
Él se esforzó por sonreír.
—Disculpad. Adelante, ¿cuál era esa sospecha que teníais?
Ella se enderezó, respiró profundamente y declaró:
—Juraría que nos han estado siguiendo.
—¿Que os han seguido? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Empecé a notarlo cuando íbamos hacia Medely, la antigua casa de las chicas. Estaba convencida de que alguien nos vigilaba en el bosque, donde encontramos el cadáver, aunque era un lugar tan misterioso y escalofriante que habría sido extraño no pensar que había alguien oculto allí. Luego hubo momentos, de vuelta a casa, en los que yo… Bueno, ¡qué bobada! ¡No debería estar contándolo! Cuando me paro a pensarlo, ¡claro que había gente que nos seguía! Es un mes de abril cálido y soleado y, probablemente, hay mucha gente que viaja por toda Inglaterra.
Él comprendió su reacción, pero, conociéndola como la conocía, no quiso olvidar lo que acababa de contarle. Mesurando sus palabras, al final dijo:
—Me alegra que me lo hayáis contado. Tal vez no fuera nada, o tal vez hubiera alguien siguiéndoos realmente. Si lo primero es cierto, entonces no habéis hecho mal a nadie. Si es cierto lo segundo, el hecho de que lo hayáis compartido conmigo significa que, a partir de ahora, ambos deberemos estar en guardia.
A Helewise se le demudó la expresión.
—¿Contra qué?
Y él se encogió de hombros, indefenso.
—Abadesa querida, no tengo ni idea.