Capítulo once
Las dos mujeres comprendieron en seguida que Alba había mentido a la abadesa Madelina sobre el hecho de ser hija única, además de haber contado muchas otras mentiras.
Pero ¿por qué?
—Si sus padres vivían cuando Alba llegó aquí, a Sedgebeck —aventuró Helewise—, entonces, en realidad, sus hermanas no eran su responsabilidad. Pero, una vez fallecidos los padres (y debo deciros, abadesa Madelina, que no está claro si murieron juntos, como afirma Alba, o si la madre murió tiempo atrás y el padre hace poco), ya no podía seguir ignorando a las muchachas.
—Hum. Creo que vuestro siguiente paso ha de ser localizar la antigua casa familiar, si es que os dijeron dónde estaba. Pero me temo que no lo harían.
—Me informaron —la tranquilizó Helewise—. Berthe me lo dijo.
—Estupendo. Aunque me encantaría que os quedarais aquí con nosotras y descansarais unos días de vuestro largo viaje, creo que ya os hemos contado todo lo que hemos podido. Cada día que permanezcáis aquí es un día más para que las pistas, si es que existen, se enfríen.
—Tenéis razón —asintió Helewise—. Y un día más que Meriel sigue perdida y posiblemente en peligro.
—¿Perdida, habéis dicho?
Helewise cayó en la cuenta de que no se lo había contado a Madelina. Tampoco le había hablado del peregrino asesinado que encontraron en el sendero del valle. Mientras intentaba disimular su preocupación —y con la clara sensación de que no lo estaba haciendo nada bien—, se explicó.
La abadesa Madelina sacudió la cabeza, consternada, y cuando Helewise acabó de hablar, dijo:
—Rezaré por vos, abadesa. Os mantendré a mi lado en mis plegarias y, si me lo permitís, le pediré a sor Celestina que rece para que el Señor os ayude.
Helewise y los dos hermanos legos salieron de Sedgebeck después de haber tomado un almuerzo a mediodía con las hermanas. Helewise estaba bastante convencida de que aquellas amables monjas habían compartido con sus huéspedes más de lo que aconsejaba la prudencia, puesto que les habían ofrecido un ágape delicioso, y las raciones habían sido muy generosas.
La abadesa les había dicho a los dos hermanos cuál era su destino siguiente.
—Tan sólo tenemos el nombre de Medely como referencia —señaló cuando se disponían a marcharse— y, por lo que sé, podría tratarse de una aldea minúscula. Ninguna de las monjas de Sedgebeck la conocía cuando se lo mencionamos durante la comida.
Fray Saúl sugirió preguntar en Ely, pero Agustín declaró: «Yo estuve una vez en un lugar llamado Medely Birdbeck. Se celebraba una feria, e hicimos una función allá».
Mientras se preguntaba si las plegarias de la abadesa Madelina ya estaban dando sus frutos, Helewise decidió:
—Pues, entonces, empecemos por ahí.
No les llevó mucho tiempo llegar a Medely Birdbeck, pero, lejos de ser el lugar importante y próspero que Helewise esperaba —las ferias, al fin y al cabo, no se celebran en medio de la nada—, resultó ser un pueblecito casi abandonado.
No había más de veinte casas, situadas alrededor de un estanque y flanqueadas por sauces, y había un cruce de caminos en medio de la aldea. Sin embargo, era evidente que la mayoría de las casas estaban deshabitadas; tan sólo salía humo de dos o tres chimeneas.
—¿Qué ha pasado aquí? —susurró Helewise.
La sensación de temor ante lo desconocido —que nunca, durante todo el tiempo que llevaba en las tierras pantanosas, la había abandonado— volvió a apoderarse de ella súbitamente.
—En esta zona sufren mucho de fiebres —dijo Agustín, mientras el rostro se le descomponía en arrugas de desasosiego al tiempo que miraba hacia la extensión desierta de terreno que llevaba hasta el estanque—. Dicen que las transmiten las picaduras de mosca, que llevan la enfermedad de la fiebre y el sudor. Va acompañada de un temblor tan violento que llega a descomponer a un hombre poco a poco. Los más fuertes sobreviven, pero los jóvenes y los ancianos… —No pudo acabar la frase.
—¿Y han muerto todos? —preguntó Helewise.
Agustín se encogió de hombros.
—No podría decirlo con seguridad, abadesa, pero parece probable. No es la primera vez que veo un sitio como éste, pero nunca nos quedábamos a preguntar. En los lugares en los que la muerte ya se ha llevado a tantos es mejor no demorarse.
De pronto Helewise fue brutalmente consciente de lo que les estaba pidiendo a aquellos dos hombres tan fieles.
—Tenéis razón, Agustín —dijo—. Vos y fray Saúl debéis alejaros hasta… bueno, hasta la distancia que creáis prudente, mientras yo sigo y…
Los dos hermanos hablaron a la vez.
—No debéis ir sola, abadesa —replicó fray Saúl—. Puede haber rufianes desesperados al acecho. Y fray Agustín dijo:
—Las moscas picadoras son más peligrosas en la cálida humedad del verano, ahora no hay por qué temerlas.
Sin querer, Helewise se rió.
—Parecéis muy convincentes los dos —murmuró—. Está bien, veamos si alguna de estas chimeneas humeantes pertenece a la casa de alguien que pueda ayudarnos.
La primera casa ocupada estaba momentáneamente vacía, aunque en el fuego había algo cociéndose en una olla y un niño pequeño yacía dormido bajo una manta remendada.
La puerta de la casa contigua se abrió un poco justo cuando se acercaban, y un viejo asomó la cabeza por la rendija:
—¿Qué queréis? —dijo.
—Buscamos noticias de una familia que antaño vivió por aquí —dijo Helewise.
—¿Eh? —El viejo sacó un poco más la cabeza—. ¡Una monja, sois una monja!
La visión de ella pareció tranquilizarlo, y el anciano abrió más la puerta.
—¿Qué familia? Tendréis mucha suerte si siguen vivos; tuvimos una grave epidemia, perdimos a muchos habitantes de la aldea. Algunos de los que no enfermaron han emigrado. No sabría deciros dónde.
—Creo que el marido y probablemente la esposa de esta familia murieron de esa enfermedad —contestó Helewise—. Eran pequeños agricultores que alquilaban su granja, y tenían tres hijas, una de las cuales se hizo monja y…
Pero el viejo ya asentía con la cabeza, entusiasmado.
—Debe de tratarse de Alba —dijo—. Sí, todos nos alegramos cuando esa entrometida se largó a tomar los hábitos, aunque la mayoría pensábamos que lo había hecho simplemente por temor a la enfermedad.
—Conocemos a Alba —dijo Helewise—. Pero ¿puede decirnos algo sobre el resto de la familia?
La abadesa se daba cuenta de que estaba conteniendo la respiración; la perspectiva de obtener finalmente algunas respuestas la hacía temblar de expectación.
—Bueno —dijo el viejo, meditando las palabras y mirando a su ansioso público—, lleváis razón con lo de que el padre de las muchachas murió. Wilfrid enfermó y, por una vez, su enemigo no era alguien a quien pudiera amedrentar hasta someterlo, o a quien pudiera despojar de lo que por derecho le pertenecía.
—Entiendo —murmuró Helewise.
—¿Lo entiende? —El viejo la miró, con los ojos parpadeantes—. Sí, hermana, ya veo que sí. En fin, como digo, Wilfrid contrajo las fiebres y se descompuso en cosa de una noche. Y no es que lo llorara mucha gente, precisamente.
—¿Y qué ocurrió con la madre de las chicas? —preguntó Helewise—. Nos dijeron que también había muerto entonces, pero…
—No, no, no, ¡no! —la interrumpió el viejo—. Sea quien sea quien os lo contó, se equivoca. Adela… Adela era una santa y, sin lugar a dudas, era una mujer amable y delicada, Dios la tenga en su gloria. Pero el Altísimo se la llevó hace muchos años. ¿Diez años, poco más o menos? —Frunció el ceño con perplejidad, como si ellos pudieran responder a su pregunta.
—¿Qué les ocurrió a las hermanas menores cuando murió el padre? —preguntó Helewise.
El viejo puso un dedo nudoso junto a la nariz.
—Eso es difícil de contar —dijo—. Sabemos lo que sabemos, pero de ahí a tener que contarlo…
—Esta señora es la abadesa de Hawkenlye —intervino fray Saúl, protocolario—. Viene desde Kent para averiguar el pasado de Alba y sus hermanas, que pidieron asilo allí, en la abadía. Si tenéis alguna información que pueda resultarle útil, en el nombre sagrado de Dios, os pido que se la proporcionéis.
El viejo se encogió delante de él.
—¡Está bien, está bien! —gritó—. ¡No es necesario que sigáis! Meriel planeaba marcharse incluso antes de que Alba volviera corriendo del convento hecha una furia. Planeaba llevarse también a la pequeña, de eso no me cabe duda; siempre estuvieron muy unidas, las niñas. Pero, como digo, de pronto apareció Alba, fastidió los planes que tuviera Meriel —una mueca claramente tramposa cruzó su rostro en aquel preciso instante, y Helewise lo percibió, de modo que se preguntó qué era lo que no les estaba contando—, agarró a ambas chiquillas y se las llevó, sin siquiera decir adiós ni mirar atrás.
—¿Y no sabéis adónde fueron? —dijo Helewise.
—¡Sí lo sé! —Soltó una risotada ronca—. ¡Fueron a Hawkenlye! —El viejo, desternillándose de risa ante su propia astucia, se secó las lágrimas de los ojos.
—Nos habéis sido de una gran utilidad —le dijo Helewise cuando dejó de reír. Pensó que era mejor halagarlo, puesto que podía predisponerlo mejor a su favor—. Sin embargo, me pregunto si podríais ayudarnos todavía un poco más, indicándonos dónde vivía la familia.
—Eso sí. —Salió fuera de la casa y, levantando un brazo, lo agitó hacia uno de los caminos que salían de la aldea—. Seguid ese camino durante un trecho; luego se convierte en un sendero. Suele estar lleno de barro, pero últimamente no ha llovido… bueno, al menos hasta hace un par de noches, así que probablemente esté bien. Seguid bajando por el sendero hasta llegar al arroyo, cruzad a la otra orilla y la granja está allí arriba.
Helewise le dio las gracias, y ella y los hermanos partieron en la dirección que les había indicado el anciano.
—¡No encontrarán a nadie ahí!, ¿lo saben? —gritó el hombre tras ellos.
Fray Saúl le hizo un gesto de agradecimiento. Fuera lo que fuese lo que el viejo les dijo luego —todavía lo oían gritar— quedó silenciado por la distancia.
Era un sendero sinuoso que discurría por entre los bosques. Los árboles empezaban a cargarse de hojas con rapidez, y en las partes más secas del fondo boscoso había campanillas azules. Los pájaros llenaban el aire con sus cantos.
Podría haber sido una cabalgada agradable, pero Helewise no conseguía desprenderse de su temor. Por un lado, la sombra de los árboles daba una sensación de melancolía. Y, por otro, por mucho que lo intentara, no podía evitar la sensación irracional, improbable e inducida por el miedo de que alguien los estaba siguiendo. Tratando de que los demás no se dieran cuenta, un par de veces se volvió rápidamente, en un intento vano por descubrir a quien fuera —o lo que fuera— que tenían detrás, antes de que pudiera esconderse bajo las sombras. Pero no vio nada.
Eso, se dijo con firmeza, era porque no había nada que ver.
Encontraron la granja —las indicaciones que les había proporcionado el viejo eran muy precisas— y, exactamente como les había dicho, estaba abandonada. Saúl bajó del caballo y fue a mirar a través de una de las dos ventanitas que había a ambos lados de la puerta del edificio principal. Luego regresó para informarlos de que el interior había sido vaciado.
—Un lugar muerto —murmuró Helewise.
—¿Vos también lo notáis, abadesa?
—¿Notar qué? —preguntó ella ansiosamente.
—La muerte —respondió él sencillamente—. ¿No es eso lo que habéis dicho? ¿Un lugar muerto?
—Sí, pero yo… —¿Cómo podía explicarlo?—. No me hagáis caso.
A la vuelta cabalgaron en silencio y en fila india por el sendero del bosque.
Luego, de pronto, Agustín hizo detener a Horace tirando de la cabeza del animal. Helewise, con el miedo apoderándose de ella, acercó a la yegua hacia él, aliviada por sentir la presencia protectora de Saúl a sus espaldas.
—¿Qué ocurre? —preguntó, esforzándose por disimular el miedo en su voz—. ¿Qué habéis visto?
Él señaló algo.
Dentro del bosque, al fondo de una hondonada rodeada de árboles y de un espeso sotobosque, había una cabaña quemada.
—Me acercaré a ver —anunció Agustín, mientras se apeaba de Horace y ataba las riendas a un árbol.
—¡No, Agustín, puede ser peligroso! —La protesta salió antes de que ella pudiera evitarlo.
Pero Agustín no la escuchó. Ni tampoco Saúl, quien, mientras ella protestaba, saltaba de la mula y comenzaba a seguir a Agustín por el bosque.
Seguramente era mejor estar con ellos que sola en el sendero, de manera que Helewise también descabalgó y, con más cuidado porque llevaba los largos faldones, se adentró en el interior quieto y sombrío del bosque.
La choza había sido una estancia minúscula, apenas merecedora del nombre «cabaña». Los restos de cuatro paredes ennegrecidas por el humo sobresalían de una maraña de maleza, y las nuevas matas de adelfa y saucedal —la «leña» de los campesinos— se apresuraban a intentar cubrir las negras cicatrices de la tierra. Todo lo que antaño podía haber contenido la casucha había sido aplastado por las vigas del techo, que lo habían destruido todo al caer.
Helewise se estremeció.
—Apartad —dijo, deseando que su voz sonara un poco autoritaria—. Es un lugar terrible, deberíamos…
Pero, con una exclamación, Saúl se apresuró a meterse en la cabaña. El grito de «cuidado» de la abadesa se le ahogó en la garganta mientras Saúl se agachaba y, agitando el brazo, levantaba una calavera humana.
Agustín puso la mano en el brazo de Helewise, y ella se sintió reconfortada con su apretón firme y cálido.
—Abadesa, quedaos aquí —dijo él delicadamente—. Ayudaré a Saúl.
Debería haberlo acompañado. Al fin y al cabo, era la superiora de ambos hombres. Pero empezaban a temblarle las piernas, y temía que, si se movía, se caería.
Saúl había vuelto a colocar la calavera en el blando suelo de cenizas de la choza. Ahora, él y Agustín estaban agachados, revolviendo los restos carbonizados de vigas y soportes de madera. Saúl susurró algo —con un tono que parecía poner algo en duda—, y Agustín le contestó. Ambos recogían trozos de lo que parecía ser madera, levantándolos, mostrándoselos el uno al otro y volviendo a dejarlos en el suelo.
De pronto, Agustín dejó escapar un soplido agudo, le dio un codazo a Saúl y señaló algo parecido a una alcayata que sobresalía del suelo. Intentaba arrancar algo con los dedos…
A continuación, Saúl se levantó, con el rostro lleno de ceniza, y se santiguó rápidamente. Helewise lo oyó decir: «Santo Dios, ¡pobre diablo!». Luego inclinó la cabeza y salió de la cabaña para regresar a su lado. Agustín permaneció muy quieto en el centro de la choza, contemplando cualquier cosa que levantaba con los dedos como si apenas pudiera creer lo que sus ojos veían.
—Era una calavera humana, ¿no es cierto, Saúl? —preguntó Helewise.
Él suspiró.
—Sí, abadesa. Me temo que lo era.
—¿Y el resto del cuerpo?
—Sigue ahí, lo que queda de él. Sólo los huesos, la cabeza, y algunos restos carbonizados de las ropas. Huesos de las piernas, las costillas y los brazos. —Una expresión de profundo asco le deformó el rostro.
—Siento que hayáis tenido que ver eso, Saúl —dijo ella dulcemente.
Él la miró.
—Oh, no es nada, abadesa, Dios os bendiga. Ya he visto unos cuantos cadáveres antes; no suelen inquietarme más allá de los sentimientos de pena por el muerto. Pero el caso es que… él fue…
Sacudió la cabeza y pareció que no era capaz de continuar.
Agustín se había unido a ellos; silencioso, no lo habían oído. Miró a Helewise, y él también estaba pálido.
—No fue una muerte accidental —declaró—. No es el típico caso de un hombre que se queda dormido mientras se cuece la cena y, con la modorra, no se da cuenta de que el fuego de la chimenea ha incendiado la casa. No, no es el caso.
—¿Qué es, entonces? —La abadesa apenas podía hablar.
Agustín levantó lo que había estado sujetando con tanto cuidado con una mano. Parecía… parecían los restos deshilachados de un trozo de cuerda.
—Lo ataron a una estaca en el suelo —dijo Agustín en voz baja.
Al instante, el miedo que sentía Helewise se intensificó hasta casi derrumbarla. El infierno estaba ahí, ahí mismo, en el lugar en el que ese pobre hombre había sido atado en el interior de la choza y abandonado hasta morir abrasado.
—¿No pudo… no pudo ser un accidente? —susurró—. ¿No pudo ser que lo que estuviera atado a la estaca fuera un animal, y no el hombre muerto?
Agustín negó con la cabeza. Luego levantó su otra mano y el objeto que había estado escondiendo detrás de él quedó a la vista de Helewise.
Era el esqueleto de una mano humana, con los dedos colocados en forma de garra. Alrededor de la muñeca tenía atado otro trozo de cuerda.