Capítulo diecisiete
Helewise y Josse permanecieron en el bosque más tiempo del que tenían previsto; la revelación de Jerôme les había resultado tan sorprendente —y, Helewise reflexionaba, tan emocionante— que había dado lugar a una larga conversación.
Cuando ella y Josse estuvieron de vuelta en la abadía, ya hacía rato que había anochecido. La abadesa sufría por Josse; durante el último tramo había estado andando cada vez con más lentitud, y tenía miedo de que la excursión lo hubiera agotado. Se quedó muy aliviada cuando, una vez dentro de la atmósfera serena y tranquila de la enfermería, pudo darle las gracias, desearle unas buenas noches y entregarlo al cuidado de sor Eufemia.
Mientras se dirigía a la capilla, meditaba que, aunque ella hubiera estado dispuesta a comentar las implicaciones de lo que acababan de descubrir, él se encontraba demasiado fatigado.
«Y yo —pensó mientras se arrodillaba para rezar en la iglesia vacía— necesito hablar primero con Dios».
Y eso me exactamente lo que hizo, a juzgar por la paz y el silencio que duraron hasta que las monjas entraron en la capilla para las completas.
A la mañana siguiente, Helewise se levantó con sus deberes del día muy definidos en la mente. Tenía mucho por hacer, y ella siempre había considerado que empezar un día de trabajo con las tareas bien definidas era lo mejor en términos de eficiencia.
Entre la hora prima y el desayuno, permaneció en la iglesia de la abadía, en oración privada. Había muchos asuntos en los que necesitaba la ayuda de Dios, pero la mayor de sus preocupaciones era qué hacer con Alba.
«¿Qué debo hacer, amado Dios? —Le pedía con la mirada fija en la sencilla cruz de madera que presidía el altar—. Ella suplica poder quedarse en nuestra comunidad, pero por el bien de todos los demás, ¿cómo puedo permitírselo?
»Y, si la echo, ¿adónde va a ir? No puedo limitarme a deshacerme de ella, puesto que, si he de creerme lo que Meriel y ese esposo suyo tan apasionado cuentan, ella irá a buscarlos. Aunque no acepte creer lo que Meriel dijo de Alba, acerca de que les hizo daño de verdad, sí temo que su intervención pueda ser muy desagradable. Los recién casados necesitan intimidad, mientras la pareja se acostumbra a convivir, y la intervención de una hermana mayor mandona y malhumorada no aportaría ningún beneficio a ninguno de los dos».
Helewise cerró los ojos en un intento de vaciar la mente, de escuchar cualquier ayuda que pudiera serle enviada. Trataba, si tenía que ser sincera consigo misma, de enfrentarse a aquella vocecita insistente en su cabeza que le decía que debía creer a Meriel.
Visualizó la cara de Meriel, transformada por la felicidad, desde la palidez demacrada de la desdicha hasta aquella radiante belleza. Y las palabras de Jerôme, cuando interrumpió algo que Meriel iba a decir, resonaban todavía en sus oídos: «No, Meriel. Eso no; no hasta que lo sepamos».
¿Qué había estado a punto de decir Meriel? Fuera lo que fuese, tenía que ver con Alba, eso estaba claro, puesto que, justo después, Meriel había dicho de ella que no tenía escrúpulos.
Oh, Dios mío, ¿significaba lo que Helewise tanto temía averiguar?
«No debo sospecharlo —se dijo firmemente—. No tengo pruebas y, con caridad cristiana, debo evitar creer lo peor simplemente por la emoción que provoca esa sensación, como si fuera un campesino supersticioso que escucha una antigua leyenda de fantasmas y monstruos porque le gustan el miedo y la emoción que siente».
Rezó un rato en voz alta, repitiendo las conocidas palabras hasta que se sintió más tranquila.
Cuando se levantó para abandonar la iglesia y dirigirse al refectorio ya se había convencido de que era mejor ignorar la advertencia de Meriel, y que lo mejor que podía hacer por Alba era mandar recado de que la abadesa de Hawkenlye buscaba un buen hogar —cuanto más lejos, mejor— para una joven que había pasado los últimos tiempos en la abadía. Era algo que ya había hecho muchas veces, normalmente con éxito. Hawkenlye tenía una excelente reputación, y cuando la abadesa solicitaba un lugar para alguien, su solicitud era casi siempre bien acogida.
Lo siguiente en la lista de tareas de Helewise era visitar a Josse. Para su tranquilidad, lo encontró bastante bien; estaba levantado y activo, ayudando a un hombre que se recuperaba de unas fiebres a dar los primeros pasos al aire libre. Cuando hubo instalado a su paciente en un banco, Josse se acercó a la abadesa y ambos se alejaron hasta donde nadie pudiera oírlos.
Ella le comunicó lo que había decidido hacer con Alba.
—¿Estáis segura, abadesa? —preguntó Josse, frunciendo el ceño.
—¿Segura de qué?
Sintió cómo se ponía tensa. Se daba cuenta de que su tono no había sido precisamente amable.
La mueca de preocupación de Josse se tornó más intensa.
—Segura de que no estáis mandando algo a ese hogar lejano en el que luego desearán que jamás lo hubierais hecho —dijo tajante.
«Algo», pensó ella. Ni siquiera había dicho «alguien».
—Habéis decidido juzgar y condenar a Alba por vuestra cuenta, ¿no? —lo conminó, con creciente indignación—. ¡Si ni siquiera la conocéis! ¿Cuándo, aparte de una breve visita, la habéis visto?
—¡Me guío por lo que vos misma me habéis contado! —gritó él, también enojado—. Y, desde luego, por lo que dijo Meriel.
La pequeña llama de duda volvió a asomar en la mente de Helewise. Meriel… no tenía escrúpulos… Rápidamente la apagó.
—Meriel estaba perturbada —dijo con firmeza—. Y también en un estado de gran emotividad. Creo que no debemos dar demasiada importancia a lo que dijo.
Josse asentía con la cabeza, sabiamente, cosa que incrementaba la rabia de Helewise.
—Ya veo —decía—. Sí, sí, ya veo.
—¿Qué? —Ella tenía la desagradable sensación de saber de qué iba a hablarle.
—Abadesa, todavía no os habéis recuperado de la visión de esos dos en el bosque, ¿no es cierto?
—Yo… —balbuceó.
Pero él no permitió que lo interrumpiera.
—Os incomodaron de verdad, ¿no es así?, cuando se levantaron de su lecho de amor y se plantaron ante vos. Y aunque sepáis que son marido y mujer y que tenían todo el derecho, incluso ante los ojos de la Iglesia, a compartir cama, no los habéis perdonado, ¿no es cierto?
En su rostro había una expresión que ella no había visto nunca.
—¡Claro que lo he hecho! —respondió la abadesa, confundida.
Pero ni para ella misma sonó convincente.
Y Josse, con un susurrado «Abadesa Helewise, no pensé nunca que fuerais una mojigata», se volvió y se alejó.
Alterada, pasó la hora tercia esforzándose en concentrarse en las plegarias.
Luego, siguiendo con dificultad el resto de sus confusas tareas, anunció a sus monjas más veteranas que quería trabajar sola y que no deseaba ser molestada a menos que hubiera una emergencia. A continuación fue a su habitación y cerró la puerta con gesto firme.
Una vez resuelto el problema de Alba —«lo he resuelto», se insistió de nuevo a sí misma—, apartó sus preocupaciones recientes a un rincón de la mente y revisó todo lo que quedaba y que precisaba su atención. ¡Oh, pero le resultaba deprimente! El nuevo sistema de delegación de tareas estaba funcionando, en cierto modo, pero tanto Helewise como las monjas veteranas tenían dificultades para adaptarse al nuevo método después de tanto tiempo con el antiguo.
No obstante, la abadesa se recordó a sí misma que había prometido a la reina Leonor que haría lo posible por aplicar el sistema que ella le había enseñado. Todavía era demasiado pronto para decir que no funcionaba. Y la abadesa había estado ausente de Hawkenlye, provocando cierto desorden.
Resignada, tomó el pesado libro de cuentas, que ahora llevaba sor Emmanuelle, y empezó a revisar las entradas. Cuando hubo repasado tres semanas de las idas y venidas materiales de Hawkenlye, le quedaban los informes de sus delegadas por examinar. Luego probablemente sería ya la hora sexta, y luego la hora de almorzar.
Al fin y al cabo, el día ya estaría bien avanzado cuando llegara al siguiente punto de su lista, que consistía en contarle a Berthe lo que sabía de Meriel y de Jerôme.
Tenía la vaga sensación de que debería hacerlo más temprano que tarde, pero lo descartó como tentación que debía ignorar: prefería mil veces ir a buscar a Berthe que seguir buscando soluciones ella sola. Suspiró, bajó la cabeza y siguió trabajando.
Al final, no salió a buscar a Berthe hasta bien entrada la tarde.
Se dirigió primero al valle, pero luego resultó que podría haberse ahorrado el esfuerzo. Fray Fermín la informó de que Berthe había ido a ver a sir Josse en la enfermería.
«Oh —pensó Helewise. Mientras caminaba lentamente de regreso a la abadía, sintió un sofoco de vergüenza—. Esta mañana le he gritado a sir Josse por decir algo que no me gustó. Pero que, debo admitirlo, era totalmente cierto.
»Tengo que disculparme. Decirle que tenía razón».
Cuando se acercaba a la enfermería, advirtió a Josse y a Berthe sentados en el exterior. Se estaban riendo.
Se preguntó si Josse le habría contado ya a Berthe la visita a Meriel y aceleró el paso. «No debería haberlo hecho —pensó, enojada—; era yo quien debía hacerlo…».
Josse levantó la mirada y la saludó con su sonrisa habitual.
—Buenas tardes, abadesa —dijo—. Berthe y yo estábamos jugando a las adivinanzas.
«¡Lo siento!», le dijo en silencio. ¿Qué le ocurría, que insistía en malpensar de su amigo?
—Sir Josse, me temo que he venido a robaros a vuestra joven compañera —le dijo. Lo miró a los ojos. ¿Sospecharía él lo que estaba a punto de hacer?—. Me apetece dar un paseo por el bosque —continuó, sosteniéndole la mirada mientras improvisaba—, y me preguntaba si Berthe querría acompañarme.
Él hizo un leve gesto de comprensión.
—Buena idea, abadesa. ¿Berthe? —Se volvió hacia la chica.
—Me encantaría acompañaros, abadesa Helewise —dijo Berthe, que ya se había puesto de pie—. ¿Ahora?
—Ahora.
Echaron a andar, cruzando la puerta principal de la abadía y dirigiéndose hacia los límites del bosque.
—Si vamos por allí —dijo Berthe, señalando un sendero que rodeaba los árboles y llevaba en una dirección totalmente opuesta a las carboneras—, nos dará más el sol.
—Tienes razón. —Helewise meditaba. Tomó a Berthe de un brazo y la condujo con firmeza en la dirección opuesta—. Pero ésa no es la dirección en la que yo quiero ir.
Mientras sujetaba a la muchacha de aquella manera, de pronto se sintió tensa. Anduvieron un rato en silencio, y luego Helewise le dijo con delicadeza:
—Berthe, como sin duda habrás adivinado, no estamos simplemente dando un paseo.
—Ah, ¿no? —dijo Berthe con cierto desespero.
—¡Hija, no te preocupes! —La tranquilizó la abadesa, al tiempo que le daba un apretón en la mano—. Estos días has llevado una carga enorme sobre tu espalda, y ya es hora de que te quites ese peso de encima.
—¡Pero no os lo puedo decir! ¡No puedo! —Sollozaba Berthe.
—Berthe, no es necesario que rompas ninguna promesa, puesto que ya sé qué es lo que intentas ocultarme —dijo Helewise, mientras la sacudía ligeramente—. Sir Josse y yo salimos ayer a buscar a Meriel.
—¡No podíais hacer eso! ¡No sabíais dónde estaban… estaba! ¡Nadie lo sabía, sólo yo!
Algo avergonzada, Helewise explicó:
—Debo confesarte que le pedí a fray Agustín que te siguiera. Él me contó adónde habías ido, y con quién te habías encontrado.
La expresión de Berthe se ensombreció.
—¿Agustín?
—Sí.
—Pensé que era mi amigo —repuso la chica, dolida.
—¡Y lo es! —le dijo, insistente, Helewise—. Berthe, él se daba cuenta de que las cosas no podían seguir como estaban, precisamente porque es tu amigo. Tú no eres una mentirosa, pequeña, y no estaba bien que te vieras forzada a mantener el secreto de otros.
—¡No me importa! ¡Meriel es mi hermana, y haría cualquier cosa por ella!
—¿Incluso mentirle a sir Josse? —le preguntó Helewise, astuta—. ¿Cómo te sentías, Berthe, diciéndole a alguien que te aprecia tanto como él que no sabías dónde estaba Meriel, diciéndole que estabas preocupadísima por ella?
Berthe se hundió.
—A él no podía mentirle —dijo en un susurro.
Helewise la rodeó con sus brazos.
—Lo siento mucho, Berthe. Todo esto, hacer que Agustín te siguiera y me desvelara tu secreto, fue idea mía.
Berthe se separó de ella y la miró a los ojos.
—Así, vos sois más dura que él —le dijo, serena.
—Yo… —Helewise vio que no podía seguir. ¿Qué podía decir ahora?
—Entonces, vamos —dijo Berthe, invitándola a seguirla por el sendero con un gesto. Al poco, se detuvo de nuevo y se volvió—. Bueno, si es que realmente queréis hacerles una visita y esto no era simplemente otra argucia para hacerme hablar.
«¡Cuánto cinismo! —pensó Helewise—. Y en una chica tan joven».
—Por supuesto que quiero visitar a Meriel y a Jerôme —le aseguró Helewise—. Y además, contigo. Han pasado muchas cosas que os han hecho daño a las dos, y quiero solucionar vuestros problemas.
Berthe no le contestó. Sin embargo, de la manera en que miró a Helewise por encima del hombro, más bien parecía que dudaba que la solución a sus problemas estuviera en manos de nadie. Ni siquiera de la abadesa de Hawkenlye.
Berthe seguía encabezando la expedición cuando llegaron al claro del bosque.
—¡Meriel! —gritó—. ¡Jerôme! ¡Soy yo, Berthe, y vengo con la abadesa!
No hubo respuesta.
Berthe se volvió a mirar a Helewise.
—Probablemente habrán salido a comprobar las trampas —dijo con seguridad—. Jerôme se ha vuelto muy bueno cazando con trampas; ¡el otro día cazó una liebre y Meriel la cocinó tan rica…! ¡Meriel! —volvió a gritar, más fuerte—. ¿Dónde estáis?
Pero Helewise se había acercado al pequeño fogón. No había fuego, ni tampoco estaba preparado para encenderse. Puso la mano sobre uno de los trozos de leña que había sido cortado y colocado cuidadosamente en el lugar donde había habido el fuego, lo apartó a un lado y tocó debajo de él: estaba frío.
Mientras oía las voces de Berthe desde el límite de los árboles, se incorporó y se dirigió al refugio que Jerôme y Meriel habían estado usando. Estaba vacío.
Aparte del rastro del fuego reciente, el claro del bosque y el campamento de los carboneros presentaba un aspecto desierto. De hecho, parecía como si no hubiera habido nadie allí durante semanas. O meses.
—Berthe, ven aquí —dijo Helewise con cautela.
Al cabo de un rato, Berthe obedeció.
Helewise la miró.
—Hija mía, se han marchado. Meriel y Jerôme se han marchado.
Berthe sacudió la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡No!
—Vamos, Berthe, no llores. —Helewise intentó abrazarla, pero ella no podía soportar ser abrazada—. Los encontraremos, te lo prometo, y entonces tú…
—¡No los encontraremos! —gritó Berthe—. ¿Es que no lo comprendéis? ¡Yo los encontré en el bosque porque ellos me dijeron dónde estaban, y vos sólo lo hicisteis porque alguien me siguió! Si no quieren que los encuentren, entonces, nadie los encontrará.
—Ellos no conocen el bosque —dijo Helewise, tratando de adoptar un tono sereno y controlado—, en cambio, yo…
No, no podía decirlo, ni siquiera para calmar a aquella pobre niña. Era mentira. Y por alguna razón en la que a Helewise no le gustaba profundizar, sentía que podía ser una mentira peligrosa.
Berthe la miraba.
—El bosque es enorme —dijo—. Sé que lo es; Jerôme lo dijo. Es lo bastante grande como para que dos personas que no quieren ser encontradas desaparezcan para siempre. —Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.
A Helewise se le rompió el corazón.
—No te van a abandonar, Berthe. —Deseaba tanto que la muchacha cediera y la dejara acercarse—. Tu hermana no te va a dejar sola.
—Lo hará si tiene que hacerlo —declaró Berthe—. Y, de todos modos, yo le dije lo de la enfermería, cuánto me gusta trabajar aquí y que sor Eufemia dijo que tal vez un día yo podría ser una de sus enfermeras.
—¿Y? —Helewise no acababa de entender.
Berthe suspiró levemente.
—Pues que sabe que aquí seré feliz. Aunque ella tenga que marcharse. —Pero las lágrimas, que antes habían cesado, volvieron a brotar de nuevo—. Aunque no vuelva a verla nunca más en toda mi vida.
Helewise ya no podía resistir más el deseo de consolarla. Se acercó, puso las manos sobre los hombros de la muchacha y le aseguró:
—¡Berthe, eso no va a suceder! ¡Estoy segura de que no!
Ella la apartó.
—¡Abadesa Helewise, ya sé que lo hacéis para ayudar, pero no lo entendéis! —Su voz rozaba ahora la histeria, y gritó—: ¡Ése ha sido siempre el problema, siempre! Intentáis ayudar, pero no podéis. ¡Sencillamente, no sabéis lo que nos jugamos!
—¡Pues dímelo! —le imploró Helewise—. ¡Dejadme ayudaros!
Por un momento, pensó que Berthe iba a calmarse. Esperó y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
Pero entonces Berthe dijo:
—No.
Con una expresión resignada, echó los hombros hacia atrás y el gesto casi abatió a la abadesa. Berthe logró sonreír un poco y prosiguió:
—Os ruego que no penséis que no me muero de ganas de contároslo. Pero el secreto no me pertenece, y no os lo puedo revelar.
Luego volvió la espalda al campamento, salió del descampado y enfiló el sendero de regreso.
Y Helewise se dio cuenta de que no tenía otra alternativa que seguirla.