Capítulo nueve
Una vez se aseguró de que fray Saúl, fray Agustín y los caballos estaban de camino a los aposentos para invitados del monasterio, Helewise le pidió a uno de los monjes que la guiara hasta su superior.
Mientras seguía a la figura ataviada de negro por un laberinto de pasillos estrechos, sentía rabia por estar tan nerviosa. «Puede que esta abadía sea magnífica y estén a punto de finalizar las obras de su enorme catedral, pero para Dios Hawkenlye es igual de importante». Al detectar cierto orgullo terrenal en este pensamiento, lo apartó de su mente.
El monje llamó a la gran puerta de roble y, cuando una voz fresca dijo «adelante», la abrió y se hizo a un lado para escoltar a Helewise hasta el interior de la estancia.
El monje que se sentaba dentro, evidentemente ocupado con ese tipo de papeleo interminable al que Helewise estaba tan habituada, levantó los ojos. Su rostro serio era delgado hasta el punto de marcar los huesos, y sus ojos claros, bajo unas cejas y unas pestañas pálidas, casi invisibles, no tenían un color definido. Tampoco tenían una calidez perceptible. El hombre le dijo, lacónico: «¿Sí?».
Ella se presentó. Intentando ignorar el elemento burlón en su incrédulo «¿De un lugar tan remoto como Hawkenlye? ¿En Kent?», se dispuso a exponer su indagación en Ely. Al observar la sonrisa dura y cortante que cruzaba su delgado rostro, ella se dio cuenta demasiado tarde de su error.
—Naturalmente —se apresuró a decir—, no esperaba averiguar que sor Alba había estado precisamente en Ely, pero sí me preguntaba si…
Pero él ya no la escuchaba. Estaba demasiado ocupado disfrutando de la turbación de la abadesa y la interrumpió:
—Aquí no hay monjas, abadesa: es un monasterio.
La lentitud con la que pronunció la palabra «monasterio» —como si ella fuera medio boba e incapaz de comprenderlo— resultaba insultante.
La rabia le otorgó dignidad y la ayudó a reaccionar.
—Lo sé perfectamente —dijo con serenidad—; he venido simplemente a pedirle que me informe de las fundaciones de los alrededores que acogen a mujeres. —Él abrió la boca, sin duda para añadir algún comentario cortante más, pero ella no lo dejó hablar—. Sor Alba fue muy parca a la hora de dar detalles —prosiguió—, de modo que debo pediros, si es que no es demasiado problema, que me facilitéis una lista completa de todos los conventos que conocéis. Sólo cuando pueda hablar con su antigua superiora en privado tendré la oportunidad de resolver esta situación tan embarazosa, permitiendo así que mi comunidad vuelva a nuestro deber de servir a Dios tal como Él nos ha ordenado hacer.
Su seguridad pareció causar algún efecto, y la arrogante expresión del abad se relajó ligeramente.
—Comprendo vuestra posición, abadesa —dijo, y luego, después de hacer una pausa, como para ordenar las ideas, añadió—: Os aconsejo que visitéis a las monjas de Chatteris, y las del priorato de Cambridge, puesto que son los dos centros más próximos a Ely. —Frunció el ceño—. Aunque, el motivo por el que aquella chica le dijo Ely, si donde realmente estaba ella era en Cambridge, lo ignoro. —Se quedó en silencio unos instantes, como si estuviera pensando. Luego añadió—: Tal vez sería mejor que fuerais a la pequeña comunidad benedictina cerca del preceptorio de Templar, en Denney. Denney está situado entre Ely y Cambridge, por tanto, creo que es más probable que la muchacha quisiera decir que formaba parte de Ely. —Agitó ligeramente la cabeza, como en un gesto de incredulidad ante esa falta de precisión—. Sí, Denney —repitió. Luego, fijando una mirada dura y a la vez burlona en Helewise, añadió—: Las monjas de allí llevan un manicomio.
Su comentario despreciativo fue tan claro que el monje pensó que Helewise le seguiría el juego.
—¿No hay algún otro convento cerca? —preguntó ella, ignorando el tono sarcástico del monje.
La expresión de desdén se intensificó.
—Nada que merezca ser llamado así —dijo fríamente—. Sin embargo, está Sedgebeck.
—¿Sedgebeck?
El hombre no respondió.
—Vuestra monja, esa problemática sor Anne… —dijo al cabo de unos instantes.
—Alba —lo corrigió ella.
—… ¿no parece, según vos, haberse impregnado de la esencia de la vida de reclusión?
Sin tenerle en cuenta la pedantería, ella respondió:
—No, no creo que lo haya hecho.
Ahora, él sonreía abiertamente, con toda probabilidad, pensó Helewise, ante la agradable perspectiva de verla salir de la estancia.
—Pues entonces me atrevería a sugeriros que, antes de Denney, vayáis a Sedgebeck.
Helewise no quiso arriesgarse a que volviera a mofarse de ella preguntándole por qué; lo más probable es que le soltara algo desagradable como: «Eso juzgadlo vos misma, abadesa; yo no podría decíroslo». En vez de eso, se limitó a decirle:
—Os agradezco el tiempo que me habéis dedicado.
Luego se volvió para salir de la estancia.
—¿Necesitáis que os dé indicaciones? —añadió él, subiendo el tono de voz.
Con una pequeña e innoble sensación de triunfo, Helewise respondió:
—Desde luego que no, abad; se las pediré a alguien que, a diferencia de vos, no ande enfrascado en un trabajo tan absorbente.
Anduvo de regreso hasta el patio, donde se encontró con Saúl y Agustín, que estaban esperándola.
—Debemos encontrar un lugar llamado Sedgebeck, luego otro llamado Denney, en el que hay unas monjas benedictinas que dirigen un manicomio —les dijo ella—. ¿Conocéis alguno de los dos, Agustín? —El joven monje negó con la cabeza—. Pues, entonces, hay que pedir indicaciones —prosiguió—. ¿Os habéis encontrado con alguna alma cristiana y amistosa que nos las pueda facilitar?
Agustín levantó una ceja e intercambió una mirada rápida con Saúl. Helewise se dio cuenta de que ambos eran demasiado disciplinados como para atreverse a preguntar por qué el abad no se las había facilitado.
—Le preguntaré al encargado del establo —dijo Saúl—, dice que es de aquí.
Pronto estuvo de regreso:
—Para ir a Sedgebeck, tenemos que volver por donde llegamos, cruzar de nuevo Wicken Lode e ir hacia el sur, en dirección a una isla que veremos directamente frente a nosotros. Eso es Sedgebeck. Denney está al suroeste de aquí, y hay buen camino.
Helewise advirtió que Saúl estaba pálido.
—Gracias, Saúl. ¿Os encontráis bien?
—Sí, abadesa.
—Propongo, entonces, que nos marchemos de inmediato —anunció—. Nos quedan todavía varias horas de luz, y si ni Sedgebeck ni Denney son el lugar que buscamos, entonces, como antes lo sepamos, antes podremos encaminarnos hacia nuestro destino.
Fray Saúl se había quedado boquiabierto.
—Abadesa, si realmente nos dirigimos a Sedgebeck, creo que deberíamos salir por la mañana —dijo. Hilillos de sudor le empañaban la frente.
—¿Por qué, Saúl? —preguntó ella con delicadeza, muy sorprendida de que su robusto hermano presentara todos los signos del terror extremo.
—¡Abadesa, si allí es donde realmente estaba sor Alba, entonces no es de extrañar que la pobre muchacha esté perdiendo la cordura! —La voz se le mudó en un susurro y se acercó un poco más.
Helewise advirtió cómo Agustín también se acercaba. «Debemos de parecer un trío de brujas», reflexionó ella.
—Sedgebeck tiene una terrible reputación —murmuró Saúl—. Hay gente que se ha perdido por sus cenagales, ¡y otros que han perdido totalmente la razón! Y también hay arenas movedizas junto a los cauces de agua que aspiran al viajero incauto, ¡y no lo sueltan hasta que lleva tiempo ahogado! Hay cosas que viven en sus aguas que ningún hombre desearía ver, cosas perversas, monstruos que salen a rastras del fango y se llevan el ganado. También se llevan a los bebés, según el mozo de establos.
Helewise se irguió y declaró con firmeza:
—Saúl, has estado escuchando supersticiones y charlatanerías. ¿Crees realmente que Nuestro Señor permitiría que algo así sucediera en su tierra, en especial cerca del suelo santificado de una de sus comunidades sagradas?
—Pero ése es precisamente el problema, parece que dicen que Sedgebeck no es… —empezó a explicar Saúl.
—Y eso parece cotilleo de otro tipo, ¡pero igual de condenable! —lo interrumpió Helewise—. Por favor, hermanos, coged los caballos, suplicad a los amables monjes que os den unas cuantas provisiones y pongámonos en marcha.
Con una última, penosa mirada en su dirección, Saúl la obedeció. Agustín se dispuso a seguirlo, pero de pronto se detuvo.
—¿Abadesa? —dijo, en voz baja.
—¿Sí, Agustín?
—Puede que no se trate necesariamente de habladurías, ¿sabéis? Debemos ser cautos. Los rumores no nacen de la nada, al menos, según mi experiencia.
Debería haberlos escuchado. La experiencia de Agustín, que creció entre gente nómada, merecía la pena ser escuchada.
Pero ella estaba todavía bajo los efectos de su conversación con el abad, y razonar ahora con dos hermanos legos amedrentados por temores campesinos no era lo que más le apetecía.
—Haz el favor de ir a ayudar a fray Saúl —añadió, escueta—. Nos iremos tan pronto como estemos listos.
Cuando se pusieron en marcha, el sol estaba ya bajo en el horizonte. Una espléndida puesta de sol teñía el cielo de resplandecientes naranjas, y pequeñas nubes rosas brillantes surgían a medida que el paisaje se iba enfriando. De los cañizos brotaba un rumor susurrante que sin duda procedía de las aves marinas que regresaban a sus nidos para protegerse de la noche, se dijo Helewise.
Cabalgaron durante un buen rato. Luego, el tiempo cambió.
Una franja de nubes bajas en el horizonte empezó a crecer rápidamente, expandiéndose de pronto como una especie de hongo extraño y negro por todo el cielo. A lo lejos se oía el fatídico rugido del trueno.
Saúl acercó su jaca al animal de Helewise.
—¡Abadesa, se acerca una tormenta! —apremió.
—Es obvio, fray Saúl. ¿Qué pensáis…?
Pero Agustín, que iba en cabeza, los interrumpió. Dándose la vuelta, gritó:
—Si seguimos hasta Sedgebeck, llegaremos empapados. Todavía tardaremos: hay que encontrar el camino, y es probable que, si llueve fuerte, se inunden algunos de los diques y las zanjas que tenemos que cruzar. Pero hasta Denney el camino es todo recto, y tan sólo faltan cuatro o cinco millas. ¿No deberíamos dirigirnos allí, abadesa?
Ella pensó rápidamente: ¿ajustarse al plan inicial y buscar el convento oculto en los pantanos o desviarse e ir a Denney?
Otro estruendo rugió hacia ellos a través de la llanura. Helewise se decidió rápidamente y le gritó a Agustín:
—¡Llevadnos a Denney!
Llegaron con las primeras gotas de lluvia; eran grandes, redondas y duras como piedras, y golpeaban sin compasión a los tres jinetes. Helewise intentaba cubrirse la cabeza con una mano mientras observaba a Agustín gritarle al portero por encima de los sonidos de la tempestad; debía de saber exactamente qué decir, porque, al cabo de un momento, el gran portón se abrió de par en par y todos entraron adentro.
Un par de figuras cubiertas con sacos corrieron a ayudarlos, llevándose rápidamente a los caballos bajo cubierta mientras otra figura, que también se protegía con un saco, se asomó por una puerta entreabierta e hizo señas a la abadesa y a sus acompañantes para que entraran.
Sólo cuando esa figura se quitó el saco y empezó a pronunciar sus palabras de bienvenida, Helewise se dio cuenta de que era un hombre. Respondiendo rápidamente a su bienvenida, ella preguntó:
—¿No es ésta la residencia benedictina de Denney?
Y el hombre, quien, una vez despojado del saco, apareció como un joven de rostro fresco y ataviado con un hábito negro, le respondió:
—No. Esto sí es Denney, pero habéis venido al preceptorio del Temple. ¿Buscabais a los benedictinos, hermana?
—Sí.
El hombre prestó atención a un nuevo rugido del trueno.
—Pues entonces os sugiero que aplacéis vuestra misión hasta la mañana y permanezcáis con nosotros en esta noche tan indómita.
Casi fue capaz de percibir el alivio de sus dos compañeros. Helewise le hizo una reverencia al fraile de hábito negro y exclamó:
—Gracias. Aceptamos agradecidos vuestra hospitalidad.
La hospedería de los templarios era un lujo.
Helewise, que se imaginaba que era la única mujer bajo el techo del preceptorio, gozó de un dormitorio para ella sola. Le facilitaron agua caliente, una cena exquisita y una jarrita de vino, y le encendieron la chimenea para que pudiera secarse la ropa. Durmió profundamente, en una cama muy confortable con sábanas de hilo y mantas de suave y cálida lana.
Cuando se encontró con Saúl y Agustín, a la mañana siguiente, el mismo monje que los había recibido la noche anterior los condujo hasta una pequeña estancia, donde les sirvieron el desayuno. Helewise se estaba preguntando por qué los mantenían apartados de la comunidad cuando el monje dijo:
—Disculpadnos si parecemos preocupados. Estamos viviendo momentos de graves adversidades que exigen la plena atención de nuestro Señor, y la de nuestros hermanos veteranos.
—Lamento que nos hayamos añadido a vuestras preocupaciones —le contestó Helewise.
—Por favor, no debéis disculparos —le sonrió el monje—. He recibido instrucciones de proporcionaros toda la ayuda que esté al alcance de mi mano. ¿Puedo llevaros a la residencia benedictina, por ejemplo? Tal vez si pudierais explicarme los asuntos que debéis tratar con las hermanas de allí…
Helewise no vio motivo para ignorar su ofrecimiento. Le contó en qué consistía su misión, pero antes de acabar el monje ya había empezado a sacudir la cabeza.
—Abadesa, disculpadme por haberos tratado de hermana anoche. No malgastéis vuestro tiempo yendo al convento: es muy improbable que las monjas de Denney aceptaran nunca a sor Alba en su comunidad. Las monjas son todas, eh, maduras, y todas ellas llevan muchos años en el convento. No hay nadie que vaya hasta allí para incorporarse a la comunidad, puesto que se trabaja duro, y el Señor llama a muy pocas para que le sirvan allí.
Helewise reprimió un suspiro. Oh, santo Dios, parecía que ella y los hermanos legos terminarían teniendo que ir a Sedgebeck. Miró al inquieto monje a los ojos.
—Ya veo… —dijo—. En ese caso, tendremos que ir al convento de Sedgebeck, y preguntar allí si las monjas han oído hablar de nuestra hermana Alba.
—Sedgebeck —repitió el joven fraile, frunciendo el ceño—. El nombre me suena… ¿dónde he oído yo hablar de ese lugar?
Se le iluminó el rostro y justo cuando pronunciaba un alegre «¡Sí, ahora lo recuerdo!», la puerta se abrió y otro monje, mayor, entró en la estancia.
Sin preámbulos, el recién llegado dijo, escueto:
—¿Fray Timothy? Requieren vuestra presencia en el dormitorio, donde fray Adam os necesita para que lo ayudéis a reparar el techo.
El joven se había puesto de pie.
—Pero justo estaba…
—Fray Timothy, os lo ruego —pidió el monje de más edad, en un tono de voz que no admitía discusión.
Con una reverencia a Helewise y otra más pronunciada a su compañero, fray Timothy abandonó la sala.
—¿Os dirigís a Sedgebeck, abadesa? —preguntó el viejo monje. Helewise asintió—. Pues entonces os recomiendo que os vayáis en cuanto deje de llover.
Sin mediar ni una palabra más —y sin explicar qué quería decir con su comentario—, él también abandonó la estancia.
Helewise y los dos hermanos legos ya no vieron a ningún monje más hasta su partida. Poco después de mediodía, la lluvia cesó finalmente y les permitió ponerse en camino. Helewise pensó que, fuera lo que fuese lo que preocupara a la hermandad de Denney, debía de ser algo grave. Agradecida por su hospitalidad, aunque se hubieran mostrado algo esquivos, rogó por que sus problemas se resolvieran pronto.
Avanzaron razonablemente bien por senderos llenos de barro, encharcados por la lluvia. Frescos por la buena noche de sueño y el generoso desayuno, no se detuvieron más que para un breve descanso, y a finales de la tarde, Agustín calculó que no podían quedarles muchas millas más por recorrer.
En cabeza como antes, se detuvo, y apretando los ojos contra el sol del atardecer, miró fijamente los pantanos del sur.
—Puedo divisar una cuesta, delante de nosotros —señaló.
Helewise miró hacia donde señalaba.
—Sí, yo también la veo —declaró—. ¿Creéis que se trata de Sedgebeck?
—Eso espero —masculló Saúl.
—Vayamos, entonces —dijo ella, decidida—. No puede estar lejos. Si nos apresuramos, seguramente estaremos allí en poco tiempo.
Apretaron el paso. Pero, por mucho que intentaran mantener una línea recta hacia la elevación, aparecían obstáculos constantemente en su camino. Podían encontrar un riachuelo no demasiado ancho, pero sí lo suficiente como para que los caballos no pudieran saltarlo, ni demasiado profundo, pero sí lo suficiente como para no poder vadearlo. Y cada vez que tenían que desviarse al este o al oeste, la creciente oscuridad dificultaba la visión del suave otero que era Sedgebeck.
Después de una espera larga y llena de ansiedad mientras Agustín se mantenía de pie sobre los estribos, oteando entre la penumbra, Helewise preguntó:
—¿Veis todavía el lugar, Agustín?
—Creo que sí —contestó alegre. Luego añadió—: Debemos proseguir por esta orilla —dijo, indicando a la izquierda—, encontrar rápidamente un punto por el que cruzar y luego seguir en línea recta.
Saúl murmuraba para sus adentros; parecía como si estuviera rezando.
Hallaron un lugar con la tierra razonablemente firme y colocaron los caballos en el dique que cruzaba su sendero. Todos pudieron cruzar sin problemas. «Tal vez —pensó Helewise— deberíamos unirnos todos a las plegarias de Saúl, puesto que el buen Señor padece estar escuchando».
Se pusieron en marcha hacia la isla. La forma fantasmagórica de una enorme ave migratoria voló por encima de ellos, como una silueta oscura recortada contra la última luz del día. Agustín dijo serenamente: «La garza real». Y cuando la oscuridad cálida y húmeda pareció instalarse a su alrededor, oyeron el agudo e inconfundible zumbido de los mosquitos.
Helewise, mientras se daba golpecitos en las mejillas, exclamó:
—¡Rápido, Agustín!
Pero la voz calmada del hombre llegó flotando hasta ella:
—No hay que alarmarse, abadesa. Es mejor que procedamos con cuidado, dejando que los caballos encuentren su camino. No temáis, ellos saben por dónde pueden pisar.
Luchando contra el pánico, Helewise respiró hondo un par de veces y comenzó a rezar.
Era noche cerrada cuando finalmente emprendieron la cuesta que llevaba hasta la isla. El suelo húmedo y duro de arcilla se pegaba a las pezuñas de los caballos, y sus pasos hacían un sonido distinto en la quietud de la noche.
De las edificaciones bajas y con tejados de caña que tenían enfrente y que parecían ser el convento no salía ningún sonido, ninguna luz, «¡Oh, Dios mío, aquí no hay nadie! —pensó Helewise—. Han huido, o han muerto todos a causa de las fiebres, o escaparon a los demonios y a los diablos…».
Oyó un leve quejido de Saúl. Delante de él, Agustín permanecía a lomos de Horace como petrificado. «Esos dos hombres buenos y leales son responsabilidad mía —se dijo—. No debo quedarme aquí atemorizada; soy yo quien los ha traído hasta aquí, y soy yo quien debe intentar rescatarlos de esta terrible situación…».
Y se puso en marcha antes de que el miedo se apoderara totalmente de ella, descabalgó a Honey —los caballos no tenían miedo, advirtió ella de manera casi inconsciente, de modo que la situación no debía de ser tan terrible—, y entregándole las riendas a Saúl, se acercó a grandes zancadas hasta lo que parecía ser una entrada en la baja empalizada de madera que rodeaba los edificios. Había un palo que cerraba la abertura y ella lo empujó a un lado. De inmediato, un animal que había estado encerrado dentro se apresuró a salir, rozándola, y desapareció por las tierras empantanadas levantando barro con sus veloces patas.
«Oh, Dios mío», pensó ella, con la esperanza de que aquella criatura, fuera lo que fuese, no se alejara demasiado. Volvió a poner la valla y prosiguió hasta la edificación más cercana, que era la única de tamaño considerable.
Con una ligera sensación de ridículo, llamó a media voz:
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Estoy buscando a la abadesa de Sedgebeck.
Se oyó un murmullo procedente del interior, como si alguien estuviera moviéndose por encima de un colchón de paja.
—¿Quién es? —gritó una voz fuerte—. ¿Quién viene a despertarnos de noche? ¡Os advierto que vamos a soltaros a los perros!
—¡No! —exclamó Helewise.
Oyó a Saúl que chocaba contra la abertura de la empalizada, e instantes después estaba a su lado. Llevaba un garrote en la mano que, Helewise estaba segura, no tenía cuando habían salido de Hawkenlye.
—¡Es la abadesa de Hawkenlye! —gritó—. ¡Viene en una misión importante! ¡Abrid, por caridad, y dejadnos entrar!
Se oyeron más crujidos, y luego unos pasos. Luego se abrió una pequeña trampilla en la puerta que dejó ver el repentino brillo cegador de un quinqué. Un par de ojos recelosos se asomaron.
—¿Hawkenlye? —dijo la voz—. Hawkenlye, ¿donde están las aguas sagradas?
—Sí —asintió Helewise, tratando de sonar serena y convincente—. No queremos haceros daño, en nombre de Dios. Necesitamos refugio.
—Hawkenlye —repitió la voz. Su tono ronco hacía imposible distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer—. Sí, eso está bastante lejos de aquí.
—Llevamos una semana viajando —empezó a explicar Helewise—, y…
De pronto, se oyó el sonido de una pesada barra de hierro que se retiraba y la puerta se abrió.
—Pues, en ese caso, será mejor que entréis, vos y vuestro sirviente —dijo su anfitrión, quien, a la luz del candil del interior de la edificación, resultó ser una mujer muy alta y fuerte, con el gorro de dormir de monja en la cabeza y con un holgado camisón color crema que la tapaba desde el mentón hasta los pies, muy remendado y no demasiado limpio.
—Viajo acompañada de dos hermanos legos —dijo Helewise, indecisa—, y cada uno de nosotros lleva un caballo…
La enorme monja miró hacia afuera, advirtiendo de un vistazo la figura de Saúl, justo detrás de la abadesa, y, detrás de él, a Agustín, que sujetaba a los caballos. Levantó el candil y señaló con la otra mano uno de los otros dos edificios, más pequeños y en peor estado que el principal.
—No es ni siquiera un establo, puesto que no tenemos caballos —declaró—, pero allí hay heno para nuestro cerdo, y los mantendrá resguardados de la niebla y el relente.
—¿Estaréis bien, abadesa? —le susurró Saúl al oído.
—Sí, Saúl. Vos y Agustín acostaos. Os veré por la mañana.
Helewise los observó dirigirse al establo. Ella siguió entonces a la monja al interior y cerró la puerta. La monja la apartó a un lado y echó el cerrojo.
Luego se volvió, miró a Helewise y le señaló una zona que había tras unas cortinas al fondo de la estancia.
—Las otras están ahí —señaló—. Les diré quién sois y por qué habéis venido; luego calentaré un poco de agua para prepararos una bebida caliente.
—Gracias —respondió Helewise vagamente.
«Por qué habéis venido…». ¿Cómo era posible que la monja grandota lo supiera, si Helewise no se lo había contado? Sintió un escalofrío de miedo que le recorrió el cuerpo. Ese lugar, ese lugar desolado, pensó, tratando de ser racional, debía de estar afectándola. Tal vez no hubiera oído bien…
La monja volvió al cabo de pocos minutos. Hablaba mientras se movía, azuzando la llama de la chimenea central a la vez que ponía un cazo en el fuego.
—Tengo un poco de manzanilla —dijo—, os ayudará a conciliar el sueño. Y tal vez una pizca de valeriana. Pronto estará listo.
Cogió una taza de loza, le quitó el polvo con la falda de su camisón y la colocó en el suelo, junto a la chimenea.
—De veras —prosiguió, en el mismo tono de conversación—, estábamos convencidas de que ya no volveríamos a saber nada más de Alba.