Capítulo doce
Se habrían ido antes del bosque si fray Saúl no hubiera insistido en enterrar los restos.
Helewise resistió la tentación de proponerlo; la expedición estaba bajo sus órdenes, y ella era responsable de los hermanos que la acompañaban. Presentía el peligro que los acechaba —y su sensación de que los estaban siguiendo, de que todos sus movimientos eran observados, crecía a cada instante— y, a pesar del obvio deber cristiano de dar sepultura a los restos del muerto, sintió que se trataba de una de esas ocasiones en las que los vivos deben tener prioridad sobre los muertos.
Pero Saúl insistió.
Agustín fue a ayudarlo. Encontraron trozos de madera para usarlos como palas y, con gran esfuerzo, se las arreglaron para cavar un hoyo no muy profundo en poco tiempo; la lluvia reciente actuó en su favor, puesto que había ablandado el terreno. Luego, Helewise los ayudó a recoger todos los fragmentos de huesos que pudieron encontrar y a colocarlos en el interior de la tumba.
Agustín levantó la pelvis.
—Era un hombre, de eso no cabe duda —dijo en voz baja.
—¿Cómo podéis saberlo? —preguntó Helewise.
El chico sonrió sin ganas.
—Mis familiares trabajaron como sepultureros, años ha. Me enseñaron a identificar los cuerpos de muy joven, y supe que la abertura más grande pertenece a un esqueleto de mujer, y la más estrecha, de arco más puntiagudo, al de un hombre.
Helewise se sintió bastante débil.
—Gracias, Agustín. ¿Ponemos estos huesos con el resto?
Cuando estuvieron convencidos de que no había más restos del hombre en las ruinas de la choza para que los animales se los llevaran, los dos hermanos legos acabaron de sepultar los huesos. Helewise recitó unas plegarias para los muertos, y los tres permanecieron un rato en silencio y cabizbajos. Saúl encontró dos trozos de madera más o menos lisa e hizo una cruz con ellos, atándolos con unas hebras de la cuerda que ceñía su cintura. Luego la clavó en el suelo, por encima de la cabeza del muerto.
A continuación regresaron junto a sus caballos.
Era normal que estuviera oscuro allí bajo los árboles, pero, cuando salieron a campo abierto, Helewise descubrió decepcionada que el sol ya casi se había puesto.
Santo Dios, ¿dónde iban a pasar la noche?
Saúl llevó a la vieja mula a un buen trote y adelantó a Helewise y a Agustín, desapareciendo sendero arriba y en medio de la oscuridad. Volvieron a verlo al entrar en Medely; había descabalgado y, guiando a su caballo, llamaba a las puertas de cada una de las viviendas abandonadas.
Nadie respondió a sus golpeteos.
Hasta la casa de la que había salido el viejo estaba cerrada a cal y canto. Si él estaba dentro, se ocultaba.
Saúl regresó hasta ella con expresión desesperada.
—Lo siento, abadesa, pero aquí no contesta nadie.
—No te preocupes, Saúl. —Helewise sentía que ahora se encontraba mejor que cuando estaban en el bosque—. Nos meteremos en una de las casas vacías. Si viene alguien a preguntarnos, le diremos, con toda honestidad, que intentamos buscar alojamiento pero nos ignoraron. No perjudicaremos a nadie y partiremos por la mañana.
Luego, llevando la yegua al trote, guió al grupo por el sendero hasta la casa más lejana. Y allí, resguardados del viento y del relente, pasaron la noche.
A la mañana siguiente, Helewise se despertó muy temprano. Escuchaba atentamente, pero no fue capaz de detectar ningún sonido humano, aparte de los leves ronquidos de uno de los hermanos que descansaba al fondo de la estancia.
Se arropó debajo de la manta de lana. Se alegraba de llevarla consigo; en realidad, se la había llevado porque Josse había dicho que era mejor ir preparados por si había que pasar alguna noche al raso.
Josse. ¿Cómo debía de encontrarse? «Ojalá estuviera aquí ahora mismo —pensó—; contaría con su buen criterio y su perspicacia. No es que critique a los queridos Agustín y Saúl —se dijo a sí misma—, han sido compañeros ejemplares. Pero Josse y yo hemos resuelto tantos problemas juntos…».
Se durmió un rato más, luego tuvo un sueño de ésos en los que uno no sabe si duerme o está despierto, en el que se sentaba frente a Josse y le decía que le había traído una mano y una pelvis y que él tendría que reconstruir al hombre muerto. Pero Josse levantaba su brazo herido y decía que en aquellos momentos no era capaz de hacer un trabajo así, y entonces arrancaba dos de los dedos del esqueleto y hacía una cruz con ellos.
Despertar supuso un alivio.
Cuando los tres estuvieron despiertos y hubieron tomado un frugal desayuno, Helewise le pidió a fray Agustín que preparara los caballos.
—Creo, hermanos, que es hora de volver a casa —declaró entonces la abadesa.
—¿No hay nada más que podamos averiguar aquí? —preguntó Saúl.
Ella le sonrió.
—Hay muchas cosas que me encantaría averiguar, Saúl. ¿Pero a quién se las preguntamos?
Él asintió con la cabeza, lentamente, mirando al camino desierto que los esperaba fuera.
—Cierto. Y las únicas tres personas a las que podríamos interrogar se encuentran en Hawkenlye.
—¿Creéis que Alba y sus hermanas conocían ese lugar en el bosque? —caviló ella—. Está tan cerca de la granja de su padre que cuesta creer que no sea así. Las angustiará enterarse del incendio, y todavía más si les contamos lo del cuerpo que encontramos. El pobre hombre tal vez fuera alguien que ellas conocían. —Pensó un momento—. De hecho, yo creo, hermanos, que no deberíamos contárselo.
Ambos frailes asintieron con la cabeza.
Luego, dejando Medely atrás sumido en el mismo silencio en que lo habían encontrado, montaron sus caballos y emprendieron el largo camino de vuelta a casa.
Las jornadas de convalecencia le parecían interminables a Josse. Estaba aburrido, harto de ver las cuatro paredes de la enfermería, y ansiaba estar de pie y al aire libre. Estaba casi convencido de estar listo para una excursión, pero todavía no había podido convencer a sor Eufemia. Al menos, ahora podía ir a las letrinas, y eso le ahorraba la humillación de tener que usar una botella para orinar.
A medida que iba recuperando la salud y los ánimos, sor Eufemia le permitía recibir más visitas. Lo animaba darse cuenta de que hablar ya no lo agotaba. Disfrutaba de las conversaciones largas con muchas de las monjas y unos pocos monjes; fray Fermín le llevaba todos los días un frasquito de agua sagrada y rezaba solemnemente con él mientras se la tomaba. Ya fuera por el agua, ya porque captaba la sincera y profunda fe del hermano Fermín en ella, su toma diaria siempre dejaba a Josse lleno de vitalidad.
Su visitante más frecuente —y, debía admitirlo, más querido— era Berthe. Iba a verlo al menos una vez al día, y a menudo se las arreglaba para colarse otra vez por la noche, cuando se suponía que la enfermería ya estaba cerrada a las visitas. Empezó a pensar que tal vez ella valoraba el tiempo que pasaban juntos tanto como él, aunque ella nunca se lo había dicho, y pensaba que la muchacha se sentía sola, preocupada y muy triste.
Sus temas de conversación habían ido ampliándose a medida que se sentían más relajados el uno en compañía del otro. Berthe no mencionó nunca a su hermana encerrada debajo de la enfermería, y raramente especulaba sobre el paradero de Meriel. Ese simple hecho ya resultaba sospechoso, pensaba Josse. Aunque era fácil que no se sintiera demasiado inquieta por no tener a la entrometida de Alba a su alrededor, ¿no era probable que estuviera extremadamente preocupada por Meriel? Las dos hermanas pequeñas parecían quererse mucho.
Una mañana, mientras le daba vueltas al problema, se le ocurrió algo. Tal vez Berthe no mostraba preocupación por su hermana porque sabía muy bien que se encontraba a salvo…
Josse, sintiéndose un poco avergonzado, decidió que tantearía delicadamente a Berthe en su siguiente visita.
No tuvo que esperar demasiado. A última hora de la mañana, oyó los pasos ligeros que cruzaban el largo pabellón de la enfermería e, inclinándose un poco hacia adelante, la vio que se acercaba a su cama.
—Os he traído unas campanillas —le dijo la muchacha, ofreciéndole un ramillete—. Alba siempre nos prohibía recogerlas, porque se estropean muy rápido y luego tenía que tirarlas y limpiar el jarrón. Pero dice Meriel… bueno, decía Meriel que su olor era tan perfecto…
La chica empezó a ruborizarse. «Querida niña —pensó Josse—, creo que mentir no es lo tuyo».
—Gracias —dijo, fingiendo que no se había dado cuenta del desliz, ni de su rubor—. ¿Has estado en el bosque?
—¡Sí! Pero no me he adentrado en él; las monjas me dijeron que es fácil perderse.
—Las monjas tienen mucha razón.
Josse hizo como que estaba distraído con las campanillas mientras pensaba en cómo empezar. Se dio cuenta de que Berthe estaba un poco en guardia, de modo que las preguntas referidas directamente a Meriel seguramente no serían la mejor manera. Al cabo de un rato, dijo:
—Había bosques cerca del lugar donde yo nací. Uno de mis primeros recuerdos es que salía a recoger flores con mi madre.
—¡Nosotras también lo hacíamos: mamá, Meriel y yo! —respondió Berthe, con un placer tan inocente que Josse se sintió mal por su duplicidad—. A veces, cuando padre no estaba, madre preparaba algo de comer y nos íbamos a pasar el día al campo. Una vez construimos una cabaña con ramas y hojas, y madre incluso nos dejó encender un fuego. Tuvimos que construir una chimenea como Dios manda, ella nos enseñó cómo: rodeada con piedras del riachuelo para que el fuego no quemara sin control. Después de la muerte de madre, a veces, Meriel y yo…
Demasiado tarde; la chica fue consciente de sus propias palabras.
—No pasa nada, Berthe, ya hemos… —empezó a decir Josse, pero observando alarmado la expresión de la chica, se detuvo.
Berthe se había quedado muy pálida, y se había metido el puño tan fuerte en la boca que se había hecho sangre. Ahora se mecía adelante y atrás con un ritmo compulsivo y persistente que daba miedo de ver, y emitía un suave y agudo gemido.
Josse abrió los brazos hacia ella. Tras un momento de indecisión, la muchacha se lanzó a su pecho y se echó a llorar.
«Incluso llora en silencio —pensó Josse, mientras se le llenaba el corazón de pena hacia ella. Era como si llorar en voz alta pudiera merecer un castigo—. Pobrecita, ¿cómo debe haber sido su vida?».
Cuando se tranquilizó, se dirigió a ella con voz muy suave:
—Berthe, cariño, ya pensábamos que algunas de las cosas que nos decías podían no ser ciertas. También entendemos que, a veces, la gente tiene que mentir. Tal vez para proteger a otros, o porque alguien los amenaza con hacerles daño si dicen la verdad. Y eso significa, querida, que la mentira no siempre es mala.
—Padre nos pegaba cuando mentíamos —respondió ella con voz atenuada—. Nos pegaba con un cinturón, y la hebilla nos hacía cortes en los hombros.
Acarició su delgada espalda con la mano izquierda.
—Tu padre ya no puede hacerte daño, Berthe. Ya no tienes que mentir por él.
—Alba sí puede hacerme daño —susurró la chica.
—No mientras esté encerrada.
Berthe levantó el rostro y lo miró.
—¿Cuánto tiempo va a estarlo? —preguntó.
—No lo sé —contestó él—. Pero seguro que no la soltarán hasta que regrese la abadesa Helewise.
—Me gusta la abadesa Helewise —comentó Berthe.
—A ella también le gustas tú.
—¿Sí? ¿Cómo lo sabéis?
—Me lo ha dicho.
—Sois amigos, ¿verdad? ¿Vos y la abadesa?
—Lo somos.
Ella frunció el ceño.
—No me gustó que me preguntara sobre Alba. Antes de irse, quiero decir. Me preguntó si sabía el nombre del lugar al que Alba había ido para hacerse monja, y no pude decírselo porque no lo sabía.
—Si no lo sabías, no tenías manera de decírselo —señaló Josse, tratando de razonar con ella.
—Ya, pero, ¿sabéis?, hay otras cosas que podría haberle dicho, y tampoco lo hice —insistió Berthe—. No es justo, cuando ella ha sido tan amable conmigo. —La muchacha seguía medio acostada en la cama de Josse; ahora recogió las piernas y se apoyó en él, como un cachorrillo que se acurruca junto a su amo—. Ojalá estuviera aquí.
Josse notó cómo las ideas se formaban en ella. Se mantuvo en silencio; si insinuaba algo, tal vez ella se encerrara…
—Supongo que os lo podría contar a vos —añadió entonces Berthe—. Vos sois su amigo, acabáis de decírmelo, así que contároslo sería casi igual de bueno, ¿no creéis?
«Esta muchacha sufre de mala conciencia —pensó Josse—. La necesidad de abrir el pecho la atormenta».
—Sí, Berthe —asintió, con la esperanza de estar haciendo lo debido—. Y sea lo que sea lo que me cuentes, prometo transmitírselo a la abadesa Helewise tan pronto como regrese.
Berthe emitió un suspiro dulce y ligero. Luego prosiguió:
—Mi madre murió hace muchos años. No sé por qué Alba tuvo que decir que había muerto al mismo tiempo que mi padre; a mi no me gustaba decirlo. Madre era cariñosa y amable. Padre no tenía nada de amable, y no me parecía nada bien fingir que habían muerto juntos, porque si madre hubiera muerto hace poco, cuando murió padre, estaríamos muy apenadas por ella. No me gustaba que la gente viera que yo no estaba triste, y que pensaran que significaba que no había querido a mi madre. ¿Veis lo que quiero decir?
—Está muy claro —dijo Josse, mientras le daba un abrazo. Luego le preguntó—: Berthe, acabas de decir que no sabes por qué habías de fingir que vuestra madre acababa de morir. Pero, si piensas en ello con fuerza, ¿crees que podrías adivinarlo?
Berthe estuvo un rato pensando. Luego dijo tentativamente:
—Tal vez fuera porque Alba sabía que no estábamos realmente tristes por la muerte de nuestro padre. Y que, si la gente sabía la verdad (que en realidad sólo era padre quien había muerto), pensarían que en realidad no había excusa para que ella nos sacara de nuestra antigua casa.
Josse creyó comprender.
—Necesitaba un argumento convincente para respaldar su acción de llevaros a todas lejos de aquel lugar —señaló lentamente—. De modo que dijo que estabais conmocionadas por haber perdido a vuestro padre y a vuestra querida madre.
—Mmm… —musitó Berthe.
Canturreaba en voz baja para sus adentros, y él tuvo la sensación de que la confesión le había sentado bien. Le dio un leve empujoncito, al tiempo que le pedía:
—Berthe, ¿quieres ir a buscarme un jarrón? Las campanillas necesitan un poco de agua.
—Está bien —dijo la chiquilla.
Él miró distraído cómo se alejaba hasta el estante en el que se guardaban los jarrones de agua. La muchacha se acercó a sor Beata, quien se agachó a escuchar y luego le señaló un estante bajo el banco.
Josse trataba de entender. Sí, todo empezaba a tener sentido. La muerte del padre habría convertido a las chiquillas en huérfanas, pero, sin la falsa aflicción, no había ningún motivo para que las chicas se marcharan tan lejos. Seguramente lo más lógico habría sido que Alba hubiera encontrado algún sitio en el que colocar a sus hermanas, por la misma zona, para luego regresar al convento de Ely.
Josse estaba llegando a la conclusión de que encontrar un nuevo hogar a Berthe y a Meriel no había sido en absoluto la razón de las acciones de Alba. Lo que había querido hacer desesperadamente era marcharse, ella o sus hermanas, o posiblemente todas, muy lejos de su antigua residencia.
Muy, muy lejos.
¿Por qué?
De pronto comprendió por qué Alba se había mostrado tan nerviosa cuando mandaron a Berthe a ayudar a los peregrinos del santuario del valle. Estaba aterrorizada de que alguien de su antigua aldea pudiera reconocer a la chica.
Había algo más que rondaba por su cabeza… algo que le había preocupado antes, el día en que Helewise le contó lo del peregrino asesinado. Pero la idea no acababa de precisarse. Se puso a pensar en otra cosa adrede. «Mira a Berthe ahí al fondo, deteniéndose a dejar que esa anciana con el pie dislocado huela las campanillas. Qué criatura tan encantadora y dulce…».
Y de pronto apareció en su mente la palabra Walsingham.
¡Sí! ¡Por supuesto! El muerto llevaba una insignia del santuario de Nuestra Señora de Walsingham.
Y Walsingham estaba tan sólo a quince millas al norte de Ely.
¿Era algo relevante? ¿Acababa de dar con algo realmente útil? Se concentró, tratando de encontrar la salida por los vericuetos del misterio. El hombre asesinado podía ser probablemente nada más que lo que parecía, un honesto peregrino que había viajado por varios lugares santos y, con la visita a Hawkenlye, tan sólo añadía uno más a su lista.
¡Pero habían dicho que hablaba con un acento extraño! ¿Podía tratarse de un acento del este de Inglaterra?
«¡Oh —pensó Josse con frustración—, esto es inútil! ¡Cada vez que creo haber encontrado una respuesta, me surgen dos preguntas más para fastidiarme!».
Berthe había vuelto y estaba colocando las campanillas con cuidado junto a su cama.
—¡Así! Os las dejo bien cerca, para que podáis sentir su delicado aroma.
—Gracias, Berthe.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Ahora debo irme, sir Josse. Pero volveré pronto.
—Te lo ruego. —Y se acercó un poco para que ella le diera un beso en la mejilla, como se había acostumbrado a hacer—. Adiós.
Cuando la muchacha se hubo ido, él se esforzó por resumir todo lo que había descubierto.
Aunque la madre de Berthe había muerto un tiempo antes que su padre, Alba fingió que el dolor por las dos muertes recientes había sido el motivo de llevarse a las chicas tan lejos de todo lo que les resultaba conocido y familiar. Por algún motivo muy apremiante, Alba necesitaba alejarse, con sus hermanas, de su lugar de origen.
Alba tenía tanto miedo de que alguien de aquel lugar fuera a Hawkenlye y reconociera a Berthe, cuando trabajaba en el valle, que eso la impulsó a aquella reacción tan desmesurada y violenta cuando se vio contrariada.
Un hombre del que se sabía que había estado en Walsingham había sido asesinado en el valle.
Y, aunque la querida hermana de Berthe, Meriel, había desaparecido, Berthe no parecía estar preocupada por ella…
En ese momento apareció sor Eufemia con el almuerzo de sir Josse.
—¿No os habrá cansado demasiado, verdad, sir Josse? Es una muchacha encantadora, pero le gusta mucho hablar —dijo, mientras colocaba la bandeja sobre el regazo de sir Josse.
—No, no me ha cansado. Me gusta su conversación —afirmó Josse.
—Cierto, es como una brisa de primavera —asintió la enfermera—. Y, además, es muy delicada. Me ha estado ayudando a cambiar el vendaje de algunos de mis pacientes más leves, y todos me dicen que prefieren que lo haga ella a que lo haga yo.
—Eso me cuesta de creer, hermana —dijo Josse, leal.
—Ah, no es tanto la manera de hacerlo, sir Josse, sino esa carita tan viva y bonita, y su tierna sonrisa —dijo sor Eufemia, astuta—. Y ahora, tómese el almuerzo mientras todavía está caliente.
Josse siguió pensando mientras comía. Pero, por mucho que se esforzara, no podía concluir nada más que los datos que ya tenía reunidos.
«Sólo tengo la mitad del rompecabezas —pensó, mientras se estiraba para dejar la bandeja vacía en el suelo y se tumbaba luego a echar la aconsejada siesta—. Sólo podré resolverlo cuando tenga la otra mitad».
Y para ello debería esperar al regreso de la abadesa.