Reseña del American Alpine Journal

Después de todo lo que se ha escrito en torno a la tragedia del año 1996 en el Everest, ¿qué necesidad hay de leer otro relato más? Los medios de comunicación nos inundaron con cantidades ingentes de hechos en bruto, dejándonos sin embargo la creciente polémica que impulsó al guía Anatoli Bukreev, de Kazajstán, a publicar su versión de la historia en colaboración con G. Weston DeWalt. En EVEREST 1996, Bukreev describe el modo en que realizó, sin la ayuda de nadie, uno de los rescates más asombrosos de la historia del himalayismo, tan sólo unas horas después de haber escalado el Everest sin oxígeno.

Dependiendo de la fuente de información que uno consulte, Bukreev es el héroe o el villano de los desafortunados acontecimientos que tuvieron lugar en el Everest. Sólo un mes después de que su libro EVEREST 1996 viera la luz, en noviembre de 1997, Anatoli Bukreev pereció víctima de una avalancha en el transcurso de una ascensión invernal en la cara sur del Annapurna. Cuando, durante una entrevista con un medio de la prensa nacional, DeWalt escuchó que calificaban a Bukreev como el villano del bestseller de Jon Krakauer Mal de altura, les recordó que el American Alpine Club acababa de conceder a Bukreev un importante galardón en honor a su heroísmo, y que permanecería siempre en la memoria de sus compañeros como uno de los más grandes himalayistas de todos los tiempos.

Cuando Bukreev desapareció en el Annapurna, su libro recién publicado y el premio con el que le había distinguido el AAC estaban empezando a alimentar con renovadas energías las llamas de la controversia.

Al publicar la noticia de la muerte de Bukreev, The New York Times comentaba: «Krakauer acusa a Bukreev…, de haber comprometido la seguridad de sus clientes al intentar cumplir sus propias ambiciones…, y de haberlos puesto en peligro al llevar a cabo la agotadora ascensión sin utilizar botellas de oxígeno…, Sin embargo, Krakauer reconoce a Bukreev como el valeroso salvador de las vidas de dos (sic) escaladores». Aquí tenemos la controversia reducida a una porción razonable.

EVEREST 1996 ofrece una bocanada muy necesaria de aire fresco y está escrito desde la perspectiva de un guía, disipando en parte la intrigante y enrarecida atmósfera creada por los medios de comunicación en su búsqueda de culpables. A través de sus páginas nos enteramos, por ejemplo, de que todos los clientes de Bukreev sobrevivieron a la tragedia sin lesiones de gravedad, mientras que las personas muertas o gravemente afectadas formaban parte del grupo de Krakauer. Los jefes de ambos equipos, Scott Fischer y Rob Hall, tampoco vivieron para contar su versión de la historia.

La pregunta de por qué aquellos dos líderes que competían entre sí se demoraron durante tanto tiempo en una cota tan elevada no se llega a responder nunca de modo directo. Sin embargo, entre líneas aparece claramente la respuesta para aquellos que se han planteado esta pregunta con más insistencia. La extremada premura que tanto Fischer como Hall sentían por lograr la mayor cantidad posible de publicidad gratuita en Outside, con el fin de atraer a nuevos clientes adinerados, se trasluce con tanta claridad como si las palabras estuvieran escritas con sangre. El lector percibe que la presencia de un periodista de Outside como cliente en la aventura comercial más desafortunada del Everest no fue una simple coincidencia.

Aquel día, lejos de tratar de «cumplir sus propias ambiciones», Bukreev fijó cuerdas en el Escalón Hillary para sus clientes al descubrir que los sherpas no lo habían hecho; previó los problemas que sobrevendrían cuando los clientes retornaran demasiado tarde al campamento, verificó que había otros cinco guías en la montaña y descendió al Collado Sur para estar lo suficientemente descansado e hidratado como para poder hacer frente a una emergencia. Para entonces, Bukreev había ascendido al Everest tres veces sin utilizar oxígeno. Su rendimiento a gran altitud, a menudo solo y en condiciones extremas, no tenía parangón. Había escalado el Manaslu en invierno, el Dhaulagiri en 17 horas, el Makalu en 46 horas, y había atravesado en un solo intento las cuatro cumbres de más de 8000 metros de altitud del Kangehenjunga, por no citar aquí más que unas cuantas de sus ascensiones. Cuando supo que había un grupo de escaladores perdidos en medio de la tormenta y en la oscuridad, realizó varias incursiones solo y en plena noche para rescatar a tres personas que se hallaban próximas a la muerte. Ningún otro cliente, guía o sherpa fue capaz de reunir suficiente fuerza y valor para acompañar a Bukreev cuando éste fue de tienda en tienda pidiendo ayuda.

A última hora del día siguiente, Bukreev ascendió de nuevo en solitario hasta la altitud de 8350 metros, ante la pequeña probabilidad de salvar la vida a Scott Fischer, a quienes los sherpas habían visto por última vez tendido en la nieve y en estado de coma. Entretanto, la revista Time preparaba un relato sensacionalista de tres páginas narrando la tragedia, basándose en los informes que recibía a través de fax y teléfono por satélite desde la montaña. En este relato ni siquiera aparecía el nombre de Bukreev.

El 16 de mayo, después de descansar sólo dos días en el Cwm Occidental mientras los helicópteros, sherpas y otras expediciones ayudaban a evacuar a los supervivientes, Bukreev partió solo para escalar el Lhotse, utilizando un permiso obtenido por Fischer para guiar la ascensión a esta montaña después del Everest. Si Fischer hubiera sobrevivido indemne, casi con seguridad habría pasado por alto el Lhotse y habría acompañado a sus clientes de vuelta a Katmandú.

En EVEREST 1996, Bukreev revela sus ideas como guía profesional, pero mantiene un telón de acero en torno a su propia personalidad. Con clásica reticencia rusa, se abstiene de ser jactancioso, no menciona su licenciatura en ciencias físicas ni tampoco pide disculpas por haber realizado en la montaña acciones que otras personas juzgaron egocéntricas y poco atentas. Responde a un severo rapapolvo de Scott Fischer aduciendo que no le había quedado claro que «charlar con los clientes y mantenerlos contentos centrándose en su felicidad personal» fuera tan importante como concentrarse en los detalles que traerían consigo la seguridad y el éxito. A diferencia de Krakauer, Bukreev teme admitir aquellos fallos humanos que pudieran granjearle las simpatías de sus oyentes o de sus compañeros de escalada, y sólo aparta su armadura lo suficiente para reconocer que a veces es una persona difícil.

A pesar de la apasionada prosa de DeWalt y de que la edición incluye la transcripción de las entrevistas realizadas a Bukreev, EVEREST 1996 no alcanza a mantener la soberbia calidad narrativa que ha convertido Mal de altura en un éxito literario a la cabeza de la lista de bestsellers del New York Times. Pero, aunque carece de la estructura cuidadosamente coreografiada y de las caracterizaciones insuperables de Mal de altura, el libro de Bukreev y DeWalt obliga al lector a pensar en lugar de aceptar pasivamente un puñado de respuestas en su sillón.

Bukreev evita la tendencia de Krakauer a concentrarse en la idiosincrasia de sus compañeros y sencillamente los acepta tal y como se muestran y los toma por quienes son en la montaña. Consigue su propósito sin realizar caracterizaciones más completas porque la mayor parte de los lectores están ya muy familiarizados con los diversos «actores» y con el escenario básico, tanto por la obra Mal de altura como por la multitud de relatos publicados en los diversos medios de comunicación.

Escribir acerca de una persona contribuye invariablemente a ensalzarla o a devaluarla. Tanto Bukreev como DeWalt pecan de ensalzar a aquellos que intentan el Everest, en tanto Krakauer atrae al lector hacia asunciones periodísticas que borran el heroísmo del mapa del Himalaya, con la misma seguridad con la que el periodismo moderno niega la grandeza de los presidentes de estado.

Un guía de enorme experiencia me confesó en una sobremesa que Mal de altura le había encantado, y se sentía en cierto modo disgustado por no haberse detenido nunca a cuestionarse las conclusiones de Krakauer hasta que leyó a Bukreev, quien hablaba su propio lenguaje y expresaba sus propios pensamientos. Se sintió fuertemente identificado con los comentarios personales de los guías y con el dilema de ser un «tipo agradable» pendiente de cualquier necesidad de su cliente, frente a tener que guiar a esta persona hacia la Zona de la Muerte, donde su supervivencia dependerá de su capacidad de mantenerse en marcha por sus propios medios. DeWalt incluye tres páginas especialmente fascinantes, que narran en primera persona los pensamientos íntimos del cliente Lou Kasischke a la hora de tomar la dolorosa decisión personal de dar media vuelta sobre sus pasos en el día de cumbre.

El «circo» mediático en torno a la tragedia del Everest parece ser un fenómeno posmoderno americano. En el Himalaya ha habido anteriormente muchas tragedias que se han cobrado vidas de escaladores, pero éstos no han sido americanos, o no han sido clientes que hayan pagado hasta 65 000 dólares por persona, ni presentaban informes diarios por Internet, ni llevaban a un periodista en misión escalando con ellos, ni los medios de comunicación difundieron la conversación telefónica de un hombre agonizante con su esposa. Así fue como la lamentable muerte de cinco escaladores en el Everest, el día 10 de mayo, degeneró desde una tragedia real, marcada por el heroísmo y la compasión, hasta un verdadero reality show, en el que ningún participante escapa a la crítica. Teniendo en cuenta el modo en que la revista Outside movía indirectamente los hilos de los medios de comunicación (del mismo modo que la televisión en directo influyó sobre el tribunal del juez Ito) no es de extrañar que la justicia y la dignidad quedaran relegados a un segundo puesto, frente al valor de entretenimiento que podían ofrecer los sufrimientos de ciertos montañeros bienintencionados. Para gran parte del público, es el propio montañismo de alta cota el que se ha visto sometido a prueba. Este podría ser, tal vez, el significado más duradero de EVEREST 1996.

Todas las motivaciones son importantes. Si, como sugiere Krakauer, las personas que hoy día escalan el Everest (incluyéndose graciosamente a sí mismo) lo hacen por razones cuestionables, entonces nuestra ocupación está en un verdadero aprieto. Tal y como escribió en 1930 Eric Shipton después de varias tentativas en esta montaña, «La ascensión del Everest, como cualquier otro empeño humano, sólo debe ser juzgada por el espíritu con el que se intenta…, Escalemos las montañas no porque otros han fracasado, ni porque sus cumbres estén a ocho mil metros por encima del mar, ni henchidos de fervor patriótico por el honor de una nación, ni por publicidad barata. No las ataquemos con un ejército, anunciando en la radio a un mundo ansioso de sensaciones la noticia de nuestra partida y los detalles de nuestra progresión en ellas».

La atracción que la historia de 1996 en el Everest ha despertado en las masas está relacionada con la clara violación de todos y cada uno de los dogmas que Shipton sostuvo hace más de medio siglo, en una nueva era en la que la culpa es de Dios.

Galen Rowell American Alpine Journal, 1998