Capítulo 18. Camina o arrástrate!

Después de deslizarse ramaseando por la nieve detrás de Krakauer, Adams había descendido a lo largo del último tramo de cuerdas fijas que había por debajo del Balcón, a unos 8350 metros de altitud. Cuando Martin llegó a la base de dicha línea, en la cota 8200, hacía poco tiempo que Bukreev había vuelto de su primera incursión en medio de la tormenta. Sin embargo, durante aquella parte del descenso Adams no había vuelto a ver a Krakauer por delante de él.

«Comencé a atravesar por el Collado Sur y descendía bastante bien, hasta que se me hundió un pie en una estrecha grieta. Salí de ella y reanudé la marcha, pero a poca distancia caí en otra grieta, y ésta era peor. Mi pierna y brazo derechos se hundieron en ella quedando en el aire, y pensé que ahí había acabado todo, y quedé inmóvil sin atreverme a moverme. Al estudiar mi situación distinguí a mi derecha una mancha de sólido hielo azul situada justo encima del nivel de mis ojos, y entonces blandí el piolet que tenía en la mano derecha y clavé el pico, notando que agarraba en el hielo. De algún modo logré salir, me repuse un poco y continué descendiendo».

Al salir de aquella segunda grieta, el rostro de Adams estaba incrustado de hielo y nieve y sus labios habían adquirido un mortecino color azulado.

«Apenas había reanudado la marcha», recuerda Adams, «cuando vi la luz de un frontal y tropecé con alguien que estaba allí sentado, a menos de cien metros de distancia del Campo IV. Me pregunté: “¿Quién será este tipo?” y pensé que quizás él conociera la ubicación del campamento, de modo que le pregunté: “¿Dónde están las tiendas?”».

Adams había vuelto a encontrarse con Jon Krakauer, pero ninguno de los dos reconoció al otro en la oscuridad, debido a sus debilitadas facultades. Martin recuerda que como respuesta a su pregunta, «el tipo» —es decir, Krakauer— señaló hacia su derecha, y Adams respondió: «Ah, sí, es lo que había pensado». Luego preguntó: «¿Qué estás haciendo aquí?».

Martín pensaba que se había encontrado con un miembro de alguna de las expediciones que esperaban para intentar la cumbre, que había salido del campamento y vagaba por los alrededores. Así que quedó muy confuso cuando, según Adams, «el tipo» dijo: «Cuidado. Está más empinado de lo que parece. Ve a las tiendas y tráete una cuerda y unos tornillos[45]».

«En aquellos momentos», dice Adams, «pensé: he estado a punto de matarme bajando de esta montaña; y ahora este tipo que ha estado todo el día en el campamento sin hacer nada, viene, se sube aquí, ¡y tiene la cara de decirme que baje, que consiga una cuerda y que vuelva aquí a resolverle su problema! ¡Debe estar bromeando!». Adams había estado descendiendo sin oxígeno, guiándose sólo por su instinto y su experiencia. Luchando por sobrevivir.

Inspeccionó la pendiente de hielo hacia la que el individuo le había prevenido, pero no la vio especialmente peligrosa. «Se podía bajar perfectamente de cara al valle», dijo. «Había que prestar atención, pero no era nada del otro mundo, no más que cualquier pendiente fuerte de cualquier paso de montaña en Colorado. Se distinguía bien la parte inferior, donde perdía inclinación. No era un pasaje expuesto».

Adams dio dos o tres pasos en dirección a la pendiente, tropezó, cayó de bruces sobre el hielo y resbaló hasta el llano de nieve y esquistos del Collado Sur. «Fueron unos treinta metros», recuerda Adams. «Después me levanté, miré hacia atrás, saludé con la mano al “tipo” y me puse en marcha hacia donde pensaba estaban las tiendas, que para entonces habían desaparecido de mi vista».

***

Más arriba del punto en que Krakauer y Adams se habían encontrado, Madsen, Pittman, Beidleman y Fox llegaron a la cota 8350, en el arranque del último tramo de cuerdas fijas. Klev Schoening y Lene Gammelgaard, que se habían separado un poco del grupo, descendían ligeramente por delante. En su descenso, Beidleman distinguió algo que bloqueaba el camino: «Había alguien sentado junto a la cuerda, mirando hacia el valle, sin moverse o moviéndose muy despacio».

Pensando en un principio que debía tratarse de Klev o de Lene, con quienes no siempre mantenía contacto visual, Neal avanzó hacia la encogida figura, y al mirar más de cerca creyó que era Lene. Comenzó a gritar, tratando de que se pusiera en pie y prosiguiera, pero no se movía, así que le dio unos golpecitos en la máscara de oxígeno, para ver si así obtenía respuesta. Entonces se dio cuenta de que no era Lene Gammelgaard, sino Yasuko Namba, de la expedición de Rob Hall.

«No se movía en absoluto», dijo Beidleman. «Probablemente se le había acabado el oxígeno. Traté de mostrarle cómo debía hacer para bajar más rápido por la cuerda. Después de intentarlo durante unos minutos, llegué a la conclusión de que no entendía el inglés o de que era incapaz de hacer lo que yo le decía que hiciera. Así pues, la agarré por el arnés y comencé a descender con ella a remolque, en pie, resbalando o rodando, dependiendo del terreno. Varias veces me alcanzó con los pies y los crampones en la espalda, a través del traje de pluma. Parecía capaz de entender lo que estaba pasando, pero físicamente incapaz de colaborar mucho en el proceso…

»Por fin llegamos al final de las cuerdas fijas, después de caer varias veces en algunas de las grietas sobre las que pasaban las cuerdas. Nos costó mucho conseguir que la japonesa se decidiera a cruzar las grietas. Estaba un poco asustada. Creo que Tim me ayudó varias veces, empujándola, pasándola, tirando de ella… sobre aquellas grietas».$

En algún momento Namba se había separado de Mike Groom, junto a quien había estado descendiendo tiempo atrás. Como Bukreev, Adams y Krakauer, Groom se encontró en el Balcón con Beck Weathers, que todavía estaba esperando ayuda, casi literalmente congelado en el mismo lugar en que Hall le había ordenado que aguardara a alguien que le asistiera en el descenso.

Al observar el estado en que se encontraba Weathers, Groom le ató a su propio arnés y le instó a ponerse en movimiento. Pese a la lentitud de la marcha de ambos en aquellas condiciones, Namba no había sido capaz de seguirlos y se había quedado atrás.

***

A 8200 metros de altitud, y cuando aún faltaban unos ochocientos metros de recorrido hasta el Campo IV, la situación, recuerda Beidleman, comenzó a volverse infernal. «Cuando llegamos al final de las cuerdas, la tormenta había adquirido mucha más violencia. El viento soplaba con mucha fuerza. De cuando en cuando se distinguía una luz allá en el Campo IV. Lancé una última mirada en aquella dirección, y después se acabó. Fue la última vez que vi el Campo IV».$

También Charlotte Fox recuerda que las luces y las tiendas del Campo IV eran aún visibles cuando el grupo alcanzó el final de las cuerdas fijas. Ella y los otros escaladores que habían hecho cumbre entre las 14:14 y las 14:30 habían permanecido en la cima cuarenta o cuarenta y cinco minutos antes de iniciar el descenso. Ahora, aquellos minutos hubieran sido la clave de su seguridad.

«Había oscurecido», dice Beidleman. «Hacía mucho viento. Y nevaba mucho. Era difícil hablar, sólo podíamos comunicarnos a gritos, y aun así sólo a favor del viento. Si alguien hablaba con el viento en contra no se le oía. Recuerdo que ni siquiera podía girar la cabeza para tratar de hablar pendiente arriba. Mi linterna frontal seguía en mi mochila. No podía sacarla porque llevaba a la japonesa [Yasuko Namba] agarrada por el brazo…, y caminábamos tomados del brazo. Por entonces se nos habían unido dos sherpas, y creo que Klev y Lene se habían separado de nosotros, dirigiéndose en la dirección que ellos creían correcta hacia el Campo IV».

Gammelgaard dijo que había seguido a Klev Schoening porque confiaba en él y porque ambos compartían «un mismo modo de estar en las montañas… Y ahora descendíamos tan rápido como podíamos. Yo me estaba quedando sin oxígeno, y en un determinado momento Klev me detiene y me obliga a aceptar su oxígeno, y yo intento rechazarlo diciendo “¡No! No lo necesito”, pero él veía el tono azul de mi rostro debido a la falta de oxígeno».

Al final de las cuerdas fijas, según Gammelgaard, ella y Klev se habían encaminado hacia la derecha, «como conviniendo: “Sí, el campamento debe estar en esa dirección”… Pero entonces vimos un gran enjambre de luces a nuestra izquierda y pensamos: “Está bien, si hay tanta gente allí nos uniremos a ellos en lugar de seguir por nuestra cuenta”. Y más tarde comprendimos que había sido una decisión equivocada».

Se estaba formando lo que más tarde llamaría Beidleman «el montón de perros»[46]. Gammelgaard recuerda que en él se agrupaban «en su momento álgido…, Beck Weathers, Yasuko Namba, Tim, Charlotte, Sandy, Neal, Klev y yo, así como dos o tres sherpas». $ Beidleman recuerda que también Mike Groom formaba parte del grupo, pero que a pesar de la presencia de dos guías no parecía existir un líder definido.

«En aquellos momentos no estaba claro quién era el líder y quiénes los seguidores», dice Beidleman, «porque el viento nos zarandeaba de acá para allá y cada uno se limitaba a seguir a quienquiera que le precediera llevando una linterna frontal. Traté de explicar a gritos varias veces que necesitábamos un líder y que todos teníamos que seguir al mismo frontal, de lo contrario no haríamos más que vagar sin rumbo. Mi intención no era caminar en línea recta hacia el Campo IV, a pesar de que durante unos momentos, desde el final de las cuerdas fijas, había podido distinguir en qué dirección se hallaba éste… Había observado el terreno desde arriba, antes que llegara la tormenta, y había decidido que en caso de cerrarse ésta, lo mejor sería alejarnos todo lo posible de la pared del Lhotse y de aquel precipicio».$

Cuando pudo actuar como cabeza del grupo, Beidleman desvió la trayectoria respecto a aquella que anteriormente habían seguido Krakauer, Adams y Bukreev en su descenso y tomó una línea más hacia el este del Collado Sur. Por allí el terreno no era tan pendiente, y los escaladores evitaban el riesgo de llegar a caer por la pared del Lhotse.

«Continué caminando, con la escaladora japonesa agarrada a mi brazo», dice Beidleman, «y creo que Sandy, Charlotte y Tim venían detrás. Mike Groom y Beck avanzaban un poco por delante de nosotros. Las dos personas más rápidas eran los dos sherpas, que caminaban como flechas delante de nosotros en lo que parecían muchas direcciones diferentes, o tal vez es que iban cambiando de dirección. Yo trataba de concentrarme en los pies, para mantener una línea de media ladera, no una media ladera fuerte, sino sólo una ligera media ladera, que nos pondría en el centro del Collado Sur, cerca de un punto característico, en donde una evidente banda de roca cruza el Collado. Y yo sabía que cuando encontráramos esas rocas, si girábamos a la derecha y descendíamos un poco por entre ellas, nos toparíamos con el campamento… o con toda la basura que lo rodea. Aquella era la estrategia o la línea que a mi entender funcionaría mejor en aquellas circunstancias. Debido al viento que empujaba a la gente de acá para allá, y también a causa de que, llevando a Yasuko Namba, yo no lograba marchar a la cabeza del grupo y todavía no había podido sacar mi linterna, tengo la impresión de que seguimos durante demasiado rato a media ladera… Cuando ésta se acabó, personalmente perdí toda referencia respecto a la dirección que estábamos siguiendo. No había nada por lo que guiarse.

»Vagamos agrupados durante un rato. No sé cuánto tiempo. Creo que bastante. Avanzábamos despacio. Distintas personas se ponían a la cabeza y luego pasaban atrás, y no dejábamos de gritar, para permanecer en un grupo unido. Yo tenía la impresión de que si uno de nosotros abandonaba el grupo o trataba de encontrar el campamento por sí solo, probablemente acabaría perdido sin remedio. En algún momento de nuestro vagabundeo, seguramente nos pasamos hacia el lado tibetano del Collado Sur. Aunque eso es algo que no pude comprender en aquel momento, porque me había quedado sin oxígeno hacía mucho tiempo, todo el mundo se tambaleaba de acá para allá y, sencillamente, era demasiado difícil pensar y tratar de encontrar sentido a lo que veíamos, a la dirección del viento, qué sé yo. Era como estar en el interior de una botella de leche. Hacía mucho viento. He preguntado a la gente, tratando de calcular; no sé, como poco sesenta kilómetros por hora con ráfagas de ciento veinte o más. Suficiente para tirarnos al suelo muchas veces. Llegó un momento, tal vez al cabo de una hora o así de caminar de este modo, que la gente se estaba enfriando alarmantemente, y todos los rostros estaban cubiertos de hielo. Se apagó algún otro frontal, no recuerdo… nos encontrábamos en un terreno muy difícil, de hielo con rocas que sobresalían. Ante nosotros se hundía el terreno; me acerqué al borde para iluminarlo con el frontal y mirar al otro lado, y no sé si vi algo o lo presentí, pero supe que era absolutamente peligroso. Nunca habíamos estado cerca de un lugar como aquel en el Collado Sur; tuve mucho miedo y volví al grupo. Recuerdo, y también lo recuerdan Klev y Tim, que gritaba y chillaba a la gente que por encima de todo debíamos permanecer juntos, y sugerí o grité o ladré u ordené o lo que fuera aquello, que nos acurrucáramos todos juntos y aguardáramos. Recordaba de la noche anterior cómo, poco antes de la hora prevista para la partida del campamento, había remitido una fuerte tormenta similar a ésta, dando paso a unas horas de gran calma. Yo contaba con el hecho de que, si la tormenta cedía durante sólo un minuto, o si lográbamos ver algunas estrellas o las montañas, podríamos orientarnos y al menos discernir la dirección que debíamos tomar. No tenía idea de si estábamos mirando hacia la cara del Kangshung o hacia la pared del Lhotse o hacia algún otro lugar.

»Decidimos apiñarnos para darnos calor. Formamos una especie de gran “montón de perros” dando la espalda al viento. Unos se acurrucaban en el regazo de los otros. Nos gritábamos unos a otros. Palmeábamos las espaldas de los demás. Nos vigilábamos entre nosotros. Todo el mundo participaba de modo realmente heroico en un intento común de mantenerse caliente y de tratar de mantener a los demás despiertos y calientes. Esto continuó así durante cierto tiempo, no sé cuánto. Mi noción del tiempo está distorsionada, pero debió ser bastante porque al cabo de un rato tenía mucho frío. Nos vigilábamos los dedos. Vigilábamos el estado de conciencia de los demás. Tratábamos de movernos constantemente. Fue una experiencia que jamás había tenido antes, sintiéndome tan próximo a quedarme dormido y no volver a despertarme. Sentía cómo el calor de mi cuerpo subía y bajaba; no sé si era la hipotermia o era la hipoxia o una combinación de las dos. Recuerdo estar gritando al viento, todos nosotros gritando, moviéndonos, golpeando el suelo con los pies, tratando de mantenernos vivos. Una y otra vez miraba el reloj… esperando un claro en la tormenta.

»En algún momento de la noche, aunque el viento no remitía, dejó de nevar, en un par de ocasiones. Una vez miré hacia arriba y recuerdo haber distinguido vagamente algunas estrellas, que enseguida volvieron a esconderse. Eso me hizo concebir esperanzas y recuerdo haber dicho a Tim y a Klev que había estrellas y que podíamos tratar de descifrar lo que nos había sucedido. Y todos empezamos a pensar en esos términos, a concentrar nuestra atención en lo que podríamos ganar si veíamos las estrellas o las montañas. Después, en otro momento, volvió a despejar, suficiente para poder ver algo allá arriba. El viento seguía aullando, pero recuerdo estar gritándome a mí mismo que ahí estaba la Osa Mayor y la Estrella Polar. No sé si fue Klev o Tim quien dijo: “Sí, y ahí está el Everest”. Recuerdo que lo miré y quedé perplejo: no logré reconocer si era el Everest o el Lhotse».$

El grupo se había inmovilizado a menos de veinte metros de la cara del Kangshung, y a unos cuatrocientos metros de distancia del Campo IV. Con visibilidad, hubieran podido llegar al campamento en diez o quince minutos, pero estaban completamente perdidos, y la tormenta no remitía.

No sé cuánto tiempo estuve en la tienda después de mi primer intento de encontrar a nuestros compañeros, y alternando entre tratar de recuperarme, recorrer el perímetro del campamento y salir para observar la situación. Finalmente oí ruidos, abrí la cremallera de la puerta, y era Martin[47]. Su rostro estaba cubierto de hielo. No hablaba, sólo gemía, y le pregunté: «Martin, ¿estás bien?». No dijo nada. Le quité los crampones y le pregunté «¿Dónde están los demás?», pero no lograba responder con claridad. Creo que quizás tenía el rostro congelado, y le ayudé a entrar en la tienda y a meterse en un saco; acto seguido saqué una de las botellas de oxígeno y le puse una máscara en la cara.

Recuerdo que entonces vino Pemba trayendo té, porque seguramente vio llegar a Martin. Martin bebió un poco y le pregunté por la situación, pero no pudo ayudarme mucho, así que interrogué a Pemba, quien me dijo que había visto unas luces que se acercaban al campamento, y que estaba seguro de que pronto llegaría alguien. Así que después de descansar quince minutos después del té, traté de salir otra vez, pero hacía un viento muy fuerte que sacudía las tiendas, mucho peor que la noche anterior antes de partir hacia la cumbre. En el exterior no vi a nadie. A cierta distancia había alguien más que esperaba y buscaba, creo que era de la expedición de Rob Hall. Estaba ya muy oscuro y soplaba una auténtica ventisca. Encendí mi frontal pero no sirvió de nada, así que volví a la tienda y descubrí que Martin había quedado profundamente dormido, exhausto.

Entre los escaladores del «montón de perros», las esperanzas de ser rescatados se iban desvaneciendo. Lene Gammelgaard recuerda que ella, Klev Schoening, Beidleman y Madsen comenzaron a plantearse la conveniencia de salir a buscar el Campo IV, pero no conseguían ponerse de acuerdo acerca de la dirección que debían tomar. A medida que transcurría el tiempo tendía a confiar más en Schoening para salir de allí, porque intuía que Beidleman estaba totalmente perdido. «Creo que Neal no hubiera llegado nunca al campamento si Klev no hubiera estado allí… Se hubiera quedado inmóvil con los clientes, porque no tenía la menor idea de dónde estaba».

De hecho, durante un breve claro en la tormenta, fue Schoening quien logró orientarse y empezó a repetir que sabía la dirección en que se hallaba el campamento. Recuerda Beidleman: «Creo que Klev tomó la iniciativa y fue absolutamente positivo: lo tenía en la mente, sabía en qué dirección estaba el campamento. Lo había descifrado… De algún modo, decidimos… no recuerdo el proceso… fue como ponernos en pie en masa. Tratamos de que todo el mundo se pusiera en pie. La japonesa seguía colgada de mi brazo, lo recuerdo. Me resultaba muy difícil moverme o mirar a mi alrededor. Traté de poner en pie a todos cuantos tenía cerca. La única persona a quien reconocía era Sandy, debido al inequívoco color de su chaqueta. Todos los demás eran sólo cuerpos y voces. Cuando nos levantamos, empezamos a movernos. Había una linterna frontal —no recuerdo quién la llevaba— que parecía moverse hacia delante. Traté de continuar, con la mujer japonesa y alguien más debajo o detrás de mi brazo derecho, no recuerdo quién era. Una y otra vez preguntaba a Klev: “¿Estás seguro? ¿Estás seguro?”. Y él se mostraba muy positivo. Parecía completamente orientado, sabiendo qué montaña era cada cual y en qué dirección debíamos caminar. Era justo la opuesta a la que habíamos traído. Era cuesta arriba, y de repente también para mí cobró sentido. En algún punto del trayecto pareció que el avance del grupo se dividía. Había gente que podía moverse y gente que no podía. En aquel momento había que decidir entre quedarse allí o hacer una escapada y, con suerte, encontrar el campamento».$

Según Gammelgaard, Klev Schoening no era como los demás que, comprensiblemente, se encontraban atenazados por un «pánico apenas controlable». Su actitud ante la situación era juiciosa y realista, dice Gammelgaard. La actitud de quien piensa: «Está bien, no tengamos miedo, no pasa nada. ¿Qué podemos hacer en estas circunstancias?».

Como sucedió en el rescate de Ngawang Topche, Schoening se había puesto a la altura de las circunstancias, y su modo de actuar fue determinante para mantener el orden y la calma entre los componentes del grupo.

«Conseguimos que todo el mundo se pusiera en pie», recuerda Schoening, «y que tratara de caminar en el sitio, o lo que quiera que fuera, para reanimarse. Había algunas personas… que no podían levantarse… nos pusimos en pie y procuramos que cada cual empezara a mover las piernas, para tratar de ponernos en marcha. Y resultó evidente que Charlotte y la mujer japonesa tenían muchas dificultades para moverse. Podían permanecer en pie, pero caminar sin ayuda les resultaba imposible. Así pues unos sujetábamos en nuestros brazos a otros. Recuerdo que en un principio yo llevaba a Charlotte y a la japonesa, y rápidamente comprendí que aquello no tenía sentido porque me pasaba la mayor parte del tiempo de rodillas en el suelo, tratando de volver a levantarlas…

»Recuerdo que estuvimos tratando de buscar diferentes combinaciones para que las cosas funcionaran. Tuve que dejar a la escaladora japonesa, y creo que Tim se hizo cargo de Charlotte».$

Mientras Schoening trataba de conseguir que Fox y Namba caminaran, Beidleman forcejeaba con Pittman, intentando rodearla con un brazo para que se pusiera en pie, pero ella no cesaba de protestar diciendo que no podía andar. Frustrado, Beidleman acabó por gritarle: «¡Está bien, si no puedes caminar, arrástrate!».

Pittman lo recuerda de modo similar. «Él [Beidleman] dijo: “Ahora tenemos que marcharnos. Es nuestra única posibilidad. Hay un ligero claro en la tormenta, así que si no puedes caminar, gatea”. Y eso hice… me pareció una buena idea, porque podía avanzar a gatas, pero no caminar. El viento me tiraba al suelo constantemente».$

Pittman gateó siguiendo a Beidleman y a los demás hasta que coronaron una pequeña elevación y entonces perdió de vista la luz del frontal que llevaba uno de ellos. Recuerda: «Comprendí que mi única esperanza consistía en permanecer cerca de alguien, y entonces vi otra linterna y grité “¡Eh, hola, hola!”, y era Tim».$

Aunque Madsen se encontraba tan fuerte y capaz como los otros escaladores que habían decidido hacer una escapada para buscar el campamento, decidió generosamente quedarse acompañando a Charlotte Fox. «Sujetaba a Charlotte sobre el brazo, la espalda, la cabeza, todo, y no veía por dónde andaba. Y tampoco tenía fuerza suficiente para arrastrarla o llevarla en brazos hasta el campamento. Se negaba a andar. Así que… nos sentamos un momento, y entonces oí un gemido a unos metros de distancia, y era la chica japonesa. De modo que volví, la agarré y la traje hasta donde se encontraba Charlotte. También Mike Groom seguía encordado con Weathers. A Beck le costaba mucho andar. Así que, pensando que Mike aún estaba funcional, le dije que también él debía partir hacia el campamento y… buscar ayuda… El plan se reducía a sentarnos y esperar que alguien pudiera venir a ayudarnos. Cuando llegó Sandy éramos cinco: Sandy, yo, Charlotte, la mujer japonesa y Beck. Tratamos de hacer lo mismo que antes habíamos hecho en el grupo grande: apiñarnos, permanecer despiertos y tratar de calentarnos unos a otros. No tengo ni idea de la hora que era».