Capítulo 17. Ciego en la nieve

La doctora Hunt, que permanecía en el Campo base y había estado recibiendo periódicas llamadas por radio desde la montaña a partir de las seis de la madrugada, habló con Fischer cuando él estaba en la cumbre (aproximadamente a las 3:45 de la tarde) y él la informó que todos los clientes habían llegado a la cumbre. Después de felicitarle le preguntó cómo se sentía, y le oyó decir: «Estoy muy cansado». Al comprender que era muy tarde para estar aún en la cumbre y preocupada por las palabras de Fischer, Hunt oprimió el botón de transmisión de su radio y dijo: «Baja de esa montaña».$

Inquieta por la salud de Fischer, Hunt habló también con Lopsang, y ambos acordaron contactar de nuevo a las seis de la tarde, pero menos de una hora después de aquella llamada de radio, las cosas comenzaron a cambiar de modo dramático. «A las cuatro y media de aquella tarde», constata la doctora Hunt, «vinieron algunas personas del campamento de Rob Hall y me dijeron: “Tenemos que enviar oxígeno allá arriba. Creemos que uno de los miembros de vuestro equipo ha sufrido un desvanecimiento en el Escalón Hillary y Rob Hall está con él”… Rob Hall estaba enviando [a su Campo Base] mensajes diciendo: “Estoy con esta persona, que se ha desvanecido encima del Escalón Hillary”».

Inmediatamente la doctora Hunt hizo un esfuerzo para responder a la emergencia. «Hicimos todo cuanto pudimos para tratar de enviarles oxígeno desde el Campo IV. Una de las cosas que hicimos fue hablar con Pemba para que tratara de localizar a Lopsang o a algún otro que estuviera por encima del Campo IV, y también preguntamos a Pemba si él mismo podía subir, pero dijo que el tiempo era demasiado malo y que no quería ir[40]».

Beidleman podría haber respondido a la llamada de radio y atendido la emergencia que se había desarrollado por encima del lugar en que se encontraba, pero como no tenía radio continuó bajando. «Justo encima de la Cumbre Sur y por debajo de las cuerdas fijas vi a Charlotte en pie junto a Sandy, con una gran sonrisa en el rostro. Tenía en la mano una jeringuilla, y la agitaba para que yo la viera… me aproximé desde abajo, y Charlotte me dijo que acababa de poner a Sandy una inyección de dexametasona y que ahora Sandy parecía estar mucho mejor».$

La dexametasona es un esteroide que reduce la inflamación de los tejidos del cerebro contribuyendo a revertir los efectos del edema cerebral. La doctora Hunt había entregado a cada miembro de la expedición de Mountain Madness un kit médico que contenía una jeringuilla cargada con una dosis inyectable de este fármaco, y Fox le estaba mostrando a Beidleman la jeringuilla vacía.

Neal llegó junto a ellas, según dijo, «intentando determinar el modo de lograr que Pittman se pusiera de nuevo en marcha», $ y al comprobar su medidor de presión descubrió que apenas le quedaba suficiente reserva de oxígeno para una hora. Al ver a Gammelgaard que venía tras él recordó que ella había tomado una botella llena en la Cumbre Sur, y le pidió que cambiara este cartucho por el de Pittman.

Gammelgaard cedió su cartucho, aunque no sin ciertas reservas. «Sabía que a estas alturas las cosas se habían puesto endiabladamente serias. No era ninguna broma, aquello era serio de verdad. Lo peor estaba ocurriendo. Sabía que yo era… la más fuerte, así pues le di mi oxígeno, lo que en el fondo era algo muy estúpido, porque sólo servía para que fuéramos dos las personas sin oxígeno. Pero si yo tengo más que tú, y somos un equipo y tú estás en apuros… así han de ser las cosas».

Gammelgaard opina que, en aquellos momentos, el grupo estaba funcionando del mejor modo posible, «haciendo cuanto podíamos por ayudarnos mutuamente y actuar de modo responsable… Neal está haciendo lo adecuado, está tomando las mejores decisiones posibles. Está haciendo lo que yo hago, lo que haría Klev, lo que haría Tim. Tal y como lo veía Lene Gammelgaard, funcionaban como un equipo, no dirigidos, sino cooperando en sus esfuerzos individuales por sobrevivir».

Después de conectar la máscara de Pittman al nuevo cartucho —el quinto que ella utilizaba aquel día— Beidleman abrió el regulador para suministrarle un flujo de tres o tres litros y medio, porque, según él, «deseaba que se animara todo lo posible». $ El torrente de oxígeno y los efectos de la dexametasona, que puede producir una ligera euforia, consiguieron estimular a Pittman, y como ella misma recuerda, «a los quince minutos me sentía bastante activa otra vez. Me sentía renovada».$

De nuevo en marcha, Beidleman se situó delante de Pittman en la cuerda fija, y junto con Gammelgaard, Fox y Madsen continuaron descendiendo.

Un poco más abajo, Adams había retirado ya su bloqueador de las cuerdas a las que Beidleman y los demás acababan de fijarse. Se hallaba a medio camino entre la Cumbre Sur y el Balcón, y estaba en apuros. «He llegado a la altura de la niebla y no veo ninguna línea de huellas, y mis gafas de glaciar están empezando a empañarse, así que opto por quitarme la máscara de oxígeno para que mis gafas se desempañen un poco. Pero al cabo de un rato vuelvo a ponérmela, desciendo un poco más y entonces me doy cuenta de que mi oxígeno se ha terminado».

Adams había agotado su tercera botella y no tenía ninguna más. Había honrado la regla de «tres es el límite», y no encontraría más oxígeno hasta llegar al Campo IV, seiscientos metros más abajo.

«Abandoné el cartucho y continué el descenso, tratando de encontrar la próxima línea de cuerdas fijas, y me desorienté un poco. No sabía exactamente si debía rodear por la derecha o por la izquierda una grieta que, en mi hipóxico estado, no recordaba haber visto en la ruta de ascenso. De modo que me senté, con la esperanza de que mejorase un poco la visibilidad para situarme de nuevo. No sé cuánto rato estuve allí; si fueron cinco minutos, o treinta minutos, o una hora, no sabría decirlo. Sencillamente, estuve allí sentado».

Adams había descendido hasta llegar por debajo del Balcón, y por encima de él bajaba también Jon Krakauer, y algo más atrás Mike Groom —uno de los guías de Rob Hall— y Yasuko Namba. Namba, cliente de Adventure Consultants, había hecho cumbre justo detrás del último de los participantes de Mountain Madness.

«Así que cuando vi a toda aquella gente que bajaba me dije “¡Estupendo! Bajaré con ellos”, y Krakauer pasa junto a mí y me levanto y pregunto a Groom hacia dónde debo ir. Él me señala en la dirección correcta, yo camino junto a él varios minutos, vuelvo a preguntarle por dónde debo bajar, y me señala en dirección a un corredor[41]. Y Krakauer, que va justo delante de mí, sin dudarlo apenas comienza a ramasear[42] sobre la nieve suelta. Entonces pienso que es una buena idea; le doy diez o doce metros de ventaja y comienzo también yo a ramasear en pos de él[43]».

Adams trataba de ganar tiempo, y de este modo avanzaba más deprisa. Según Adams, descendió de este modo cerca de cien metros, o tal vez más.

La hora exacta en que Adams terminó su recorrido en ramasse no es fácil de calcular. Adams dice que no llevaba reloj el día de cumbre. Más abajo, recuerda Adams, la tormenta iba cediendo y se distinguía con claridad la ruta hacia el Campo IV.

***

Bukreev calcula que llegó al Campo IV en torno a las cinco de la tarde. Al aproximarse al grupo de tiendas de la expedición de Mountain Madness vio algunos sherpas, entre ellos Lhakpa Chiri, porteador de altitud de Rob Hall, que había descendido poco antes con los tres clientes de éste que se habían dado la vuelta antes de la Cumbre Sur. Lhakpa y Bukreev se saludaron y después Pemba vino al encuentro de Anatoli trayéndole té caliente. Bukreev pensó que Pemba había salido aquel día hacia la cumbre y que por alguna razón había vuelto atrás retornando al campamento. Bukreev ignoraba que Pemba había permanecido todo el día sin moverse del Campo IV[44].

Pensando que pronto llegarían otros escaladores, Bukreev pidió a Pemba que hiciera más té y a continuación se dirigió a la tienda en la que él, Adams, Gammelgaard y Schoening habían pernoctado la noche anterior, casi exactamente veinticuatro horas antes. Curiosamente, Pemba no dijo nada acerca de la llamada que hizo Ingrid Hunt en torno a las cuatro y media de la tarde, solicitándole que subiera hasta el Escalón Hillary con botellas de oxígeno. Fue pasando la tarde y nadie comentó a Bukreev la posibilidad de una situación de emergencia por encima del Escalón Hillary.

***

La comunicación por radio entre la doctora Hunt en el Campo Base, y Fischer y Lopsang en la montaña, se iba volviendo más y más difícil, y a medida que aumentaba la gravedad de la situación, Ingrid Hunt se asustaba cada vez más. Como relata Hunt, «tenía que decir el mensaje a Ngima [el sirdar del Campo Base] para que él lo transmitiera en nepalí a Gyalzen en el Campo III y éste a Pemba [en el Campo IV], y del mismo modo, cuando Pemba quería decirme algo, o cuando alguien transmitía algo desde la montaña, el mensaje pasaba a Gyalzen, luego a Ngima, y por fin a mí».$

Durante todo el día de cumbre, la doctora Hunt había tenido la sensación de no estar recibiendo información precisa ni completa por parte de Ngima, y de que los mensajes estaban siendo «inflados» del modo que resultasen más favorecedores. Para colmo de males, la comunicación con Pemba resultaba esporádica. «No sé por qué…».$

Frustrada por la deficiente calidad y cantidad de la información que obtenía a partir de los sherpas, la doctora Hunt iba y venía sin cesar entre el campamento de Rob Hall y el de Mountain Madness, ya que según ella «el campamento de Hall tenía mejor comunicación, así que allí conseguía más información; aun así estaba constantemente llamando por mi radio a Ngima, preguntándole: “¿Hay noticias?, ¿hay noticias?”».

Alrededor de las seis menos diez, o muy poco más tarde, me encaminé a mi tienda, me quité los crampones, la mochila y los cubrebotas y me introduje en su interior. La puerta estaba orientada de tal modo que hubiera podido ver la Cumbre Sur, a 8748 metros, sin embargo ahora no había visibilidad alguna por encima de 8300 metros debido a la nube de tormenta que se había inmovilizado a aquella altura. A pesar de ello aún no me sentía preocupado, porque tales condiciones meteorológicas no son infrecuentes a esa hora del día, y muchas veces las nubes desaparecen más tarde de la montaña.

Bukreev llevaba en la tienda alrededor de media hora o cuarenta y cinco minutos, tratando de entrar en calor, observando la evolución del tiempo y considerando sus opciones, cuando llegó Pemba con un tazón de té caliente.

Estaba deseando no tener que volver a subir, porque como es natural iba a resultar un esfuerzo muy duro después de la ascensión hasta la cumbre, pero cabía la posibilidad de que la situación no mejorase y además continuaba sin llegar ningún escalador, de manera que pedí a Pemba que me preparara un termo de té caliente y que me trajera tres botellas de oxígeno.

Al cabo de unos minutos Pemba me trajo el té caliente y el oxígeno y lo dejó en la puerta. Yo introduje estas cosas y mi mochila en el interior de la tienda, guardé todo y me preparé para salir.

* * *

A las 5:45 de la tarde, según la doctora Hunt, ella «oyó que Lopsang y Scott estaban debajo de la Cumbre Sur; se habían quedado sin oxígeno y Scott estaba muy débil». Con aquella noticia, el panorama cambiaba de modo dramático. Previamente, los compañeros de Rob Hall le habían dicho que un miembro de Mountain Madness se hallaba en dificultades más arriba del Escalón Hillary. De hecho, la persona con problemas resultó ser Doug Hansen, uno de los clientes de Rob Hall, el último escalador que se acercó aquel día a la cumbre.

Hansen había formado parte de la expedición de 1995 de Rob Hall al Everest y quedó muy decepcionado cuando Hall obligó a todos sus clientes a abandonar la tentativa a la altura de la Cumbre Sur. En 1996 había vuelto a la montaña alentado por Hall, que quería que Hansen tuviera otra oportunidad.

Antes del amanecer del día de cumbre, Hansen había estado ascendiendo delante de Lou Kasischke, que recuerda haber llegado a su altura cuando aquél «se apartó de la huella». Hansen dijo a Kasischke que «tenía frío e iba a volverse atrás». Pero obviamente algo le había espoleado a seguir, ya que poco después de las 4:00 de la tarde, cuando Fischer abandonaba la cumbre, Hansen avanzaba tambaleándose hacia los brazos de Rob Hall, que le acompañó hasta aquel objetivo que él mismo le había animado a conseguir. Kasischke siempre se ha preguntado por qué Hansen había continuado ascendiendo durante diez horas más después de haber estado aparentemente tan resuelto a darse la vuelta. «El caso es que Doug cambió de idea. Ahora bien, ¿por qué cambió de idea? No lo sé. He… imaginado que tal vez Rob le persuadió para que continuara».

La situación que estaba perfilándose, y cuyos participantes sólo percibían de modo fragmentado, era una pesadilla. A las 5:00 de la tarde Rob Hall estaba encima del Escalón Hillary con un cliente que se había quedado sin oxígeno. Lopsang se había entretenido por detrás de Fischer, comprobando que Hansen estaba seguro, bajo la atención de Hall. Después volvió a alcanzar a Fischer justo encima del Balcón, y según Lopsang, Fischer estaba teniendo graves dificultades y decía: «Estoy muy mal, Lopsang… Estoy muerto».$

Ignorante de los problemas que Fischer y Hansen estaban sufriendo en las zonas superiores de la montaña, Bukreev comprendió que los clientes de Mountain Madness, ninguno de los cuales había aparecido aún, iban a quedarse muy pronto sin oxígeno.

Alrededor de las 6:00 de la tarde decidí que tenía que subir, por lo tanto empecé a prepararme y a las seis y media estaba fuera de la tienda poniéndome los crampones. Por encima del Collado Sur el tiempo estaba estropeándose, pero a la altura del campamento todavía estaba despejado, aunque el viento arreciaba, pero había visibilidad.

Bukreev se cargó la mochila en la que llevaba tres cartuchos de oxígeno, una máscara y un regulador, y con un piolet en una mano y un bastón de esquí en la otra empezó a ascender por el mismo camino que había traído para venir hasta el Campo IV, en dirección al punto en el que comenzaban las cuerdas fijas, a 8200 metros de altitud. A diez o quince minutos del campamento, las nubes que habían permanecido hasta entonces a cierta altura cayeron sobre el Collado Sur. Casi al mismo tiempo la nieve, impulsada por un viento de al menos setenta u ochenta kilómetros por hora, empezó a fustigar a Bukreev, y el color del cielo pasó del gris grafito al blanco de una sábana.

Comprendí que mis reservas físicas pudieran resultar insuficientes para hacer frente a la situación que previsiblemente me esperaba, así pues me conecté al sistema de oxígeno. Al mirar hacia atrás para tratar de mantener un rumbo con respecto al Campo IV, vi que allá abajo alguien hacía señales luminosas para intentar guiar a los escaladores que estaban por llegar, así que me pareció adecuado continuar la búsqueda. Llegué a una zona de hielo con pendiente bastante acusada que intuitivamente me pareció en la buena dirección hacia las cuerdas fijas, pero debido a la escasa visibilidad continuaba sin distinguirlas. Me movía con cuidado sirviéndome del piolet, sabiendo que si accidentalmente me había desviado de la ruta podría resbalar y tal vez caer por la pared del Lhotse, y eso sería el fin.

Mientras Bukreev continuaba buscando las cuerdas fijas que habían de guiarle hasta los clientes que, suponía él, se encontraban más arriba, sus problemas de visibilidad se complicaron cuando las gafas de glaciar se le empezaron a empañar, como le había sucedido a Adams durante el descenso. Cada vez que Bukreev exhalaba aire, parte de su aliento escapaba por los resquicios en los que la máscara no ajustaba bien sobre su rostro, y este aliento relativamente más caliente se condensaba sobre sus gafas congelándose al instante. Literalmente, se encontró escalando a ciegas. Por fin, con objeto de recuperar la escasa visibilidad existente, Bukreev terminó por quitarse la máscara de oxígeno y prosiguió así la búsqueda. A veces, un solo paso hacia arriba le hacía perder contacto visual con las luces del Campo IV, y se veía obligado a reanudarlo descendiendo otro paso. Su vida pendía de un rayo de luz. Comprendió que seguir ascendiendo o seguir buscando resultaba absurdo. Muerto, ya no podría ayudar a nadie; en el Campo IV quizás estuvieran ya de vuelta los escaladores; quién sabe si en un claro entre la niebla no habrían pasado cerca de él y estarían ya sanos y salvos en el campamento. Si no era así, él podría recuperar fuerzas y hacer otro intento.

Cuando volvía, y a sólo treinta metros de las tiendas, las fuerzas me abandonaron casi por completo. Me quité la mochila y me senté sobre ella con la cabeza entre las manos, tratando de pensar, tratando de descansar. Intentaba entender la situación de los escaladores. «¿Dónde están, cómo se encuentran?», pensaba. El viento lanzaba furiosamente nieve contra mi espalda, pero yo apenas podía moverme. No recuerdo cuánto tiempo estuve allí. Empecé a perder conciencia del tiempo transcurrido, porque me encontraba tan cansado, tan agotado.

Mientras estaba allí sentado, un desconocido se acercó a mí procedente de la oscuridad y me habló como si fuera un amigo, pero no le reconocí. Supuse que pertenecería a la expedición de Rob Hall o a la expedición taiwanesa, pero no estaba seguro. Me preguntó: «¿Necesitas ayuda?». Y yo respondí: «No, estoy bien». Entonces me dijo que debía seguir haciendo señales luminosas, y le respondí que podría llegar solo a mi campamento. Después de algún tiempo, no sé cuánto, encontré la tienda, me quité la mochila y los crampones, sacudí la nieve de mis botas y, agotado, me introduje en el interior, pero estaba vacía. No había llegado nadie. Nadie.

Bukreev se encontró solo en su tienda. A un tiro de piedra de distancia se hallaba otro escalador, Lou Kasischke, de la expedición de Rob Hall, y también estaba solo. Sus compañeros de tienda, Andy Harris, Beck Weathers y Doug Hansen, tampoco habían llegado.

«Llegué al campamento entre las cuatro y media y las cinco», dijo Kasischke, «y me desplomé en mi saco de dormir, exhausto… Creo que no me quedaba una sola molécula de energía. Más tarde desperté y recuperé la conciencia… y fue para mí una experiencia aterradora. De hecho, me despertó el viento. Me estaba empujando desde fuera de la tienda. Se introducía por debajo del suelo, me levantaba dentro del saco y me arrojaba contra el suelo, empujándome de un lado para otro, ¡y entonces me di cuenta de que no veía!… Probablemente, fue el peor momento de mi vida, porque me hallaba muy confuso. En realidad apenas lograba entender dónde estaba, qué hora era, qué día era, por qué estaba solo y por qué no veía, y probablemente tardé un par de minutos en tomar conciencia clara de todo ello. Alto, espera un minuto, estás en el campamento superior, te ha cegado la oftalmia de las nieves y la tormenta ha alcanzado toda su violencia. Y no sabía qué hora era. Intenté recordar algunas cosas y también puedo decir lo que pasó después, pero supuse que eran las ocho o las nueve. ¿Y mis compañeros? No hay nadie… Así transcurrieron horas. Conseguí controlar mi ansiedad lo suficiente para comprender que debía quedarme dentro del saco, que moriría si intentaba hacer algo o ir a alguna parte… No lograba entender por qué estaba solo. Gritaba pidiendo auxilio, pero pronto comprendí que nadie me oía. Era como si estuvieran pasándome por encima cien trenes de mercancías, y yo gritaba con todas mis fuerzas, pero alguien a dos metros de distancia no habría podido oírme».