Capítulo 14. Hacia la cumbre sur

Los miembros de Mountain Madness que avanzaban alejándose del Campo IV veían ante sí la ondulante línea de luces formada por las linternas frontales de los escaladores de Rob Hall, que habían partido del campamento treinta minutos antes que ellos. Con Hall estaban subiendo hacia la cumbre otras catorce personas más: dos guías, ocho clientes y cuatro sherpas, entre ellos Ang Dorje, su sirdar, con quien Bukreev había trabajado instalando cuerdas fijas.

A Gammelgaard no le agradaba nada ir siguiendo a la expedición de Rob Hall. «Formaban un grupo muy bueno, pero eran mayores e iban lentos. Eran todo lo fuertes que se puede ser a los cuarenta y cinco o cincuenta años, pero eso equivale a ir muy, muy despacio». Otro de los componentes de Mountain Madness decía: «En mi opinión, el haber salido detrás de Rob Hall y el haber coincidido con su grupo en las cuerdas fijas probablemente costó a nuestro equipo un par de horas durante la ascensión».

A las dos o tres horas de la partida desde el Collado Sur, los escaladores de Mountain Madness comenzaron a adelantar a los miembros del grupo de Rob Hall, y a eso de las cuatro de la madrugada estaban completamente entremezclados: el equipo de Fischer con el de Hall, y unos y otros con tres miembros de la Expedición Nacional Taiwanesa: Makalu Gau, jefe de la expedición, y dos de sus sherpas. Para sorpresa de Hall y de Fischer, los taiwaneses habían decidido pegarse a ellos en el tirón hacia la cumbre, probablemente con la intención de «chupar rueda», escalando detrás de personas más fuertes que abrían huella y montaban cuerdas fijas.

Durante un par de horas Bukreev avanzó junto a Adams y luego comenzó a quedarse atrás después de haber adelantado a varios escaladores, algunos de Rob Hall y otros de su propio grupo. Adams recuerda haber dicho a Bukreev al salir del Campo IV que se sentía algo letárgico y falto de energía, pero a medida que ascendía fue encontrando su ritmo. La adecuada aclimatación y el oxígeno estaban alimentándole en aquella jornada, que para él representaba «un gran día».

Dirigiendo la danza de la serpiente de luces iban alternándose, en las horas previas al amanecer, tres escaladores de la expedición de Rob Hall: Ang Dorje, Mike Groom, guía de Hall, y también Jon Krakauer, el cliente periodista y escalador que había comprado su puesto en la expedición de Hall en el mes de febrero, después que Outside decidiera no firmar con Mountain Madness. En varios lugares a lo largo de la ruta, según Krakauer, los tres escaladores se habían detenido por completo, no debido a dificultades o problemas sino porque Hall había indicado a sus escaladores que, «durante la primera mitad del día de cumbre» no se separaran entre sí más de un centenar de metros, hasta que alcanzaran el Balcón, una brecha en la base de la arista sureste, situada a unos 8500 metros de altitud. Krakauer, acostumbrado como escalador a tener independencia de acción, decía haberse sentido frustrado al tener que vincular sus decisiones a los mínimos denominadores comunes del grupo, y sentía que su posición como cliente le había «obligado» a limitar su apuesta personal en favor de la autonomía y también su capacidad de decisión, convirtiéndole en un soldado de hojalata.

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Las diferencias que Hall y Fischer mantenían en torno al mejor modo de guiar una expedición, reflejaban el debate existente entre los distintos actores de la industria del turismo de aventura. Los dos bandos de fe corresponden, aproximadamente, a los «situacionalistas» y a los «legalistas». Los situacionalistas argumentan que a la hora de liderar una aventura sujeta a riesgos, no existe sistema alguno de normas capaz de cubrir adecuadamente cualquier situación que pueda surgir, y defienden que las reglas deben subordinarse en ciertos casos a las demandas que con carácter único pudieran presentarse. Los legalistas, convencidos de que las normas son capaces de reducir sustancialmente la posibilidad de tomar decisiones erróneas, exigen que las libertades personales pasen a un segundo plano.

Quienes critican la filosofía legalista arguyen que las posiciones omniscientes y reglamentaristas que restringen la acción personal nacen mayoritariamente del miedo a la publicidad negativa o a los procesos legales que pudieran derivarse de la falta demostrable de «responsabilidad». Estos críticos encuentran muy contradictorio que una industria que pretende enfatizar los valores de la libertad y la iniciativa personales postule una filosofía que restringe la búsqueda de esos mismos valores.

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Según Krakauer, a las 5:30 de la madrugada él y Ang Dorje, tras una progresión entrecortada que les costó más de una hora, alcanzaron los 8500 metros del Balcón y se detuvieron allí, sentados sobre sus mochilas, sin avanzar más.

A unos 8400 metros de altitud comencé a encontrar nieve profunda, pero la progresión no era tan lenta como podría haber sido, porque varios miembros de la expedición de Rob Hall habían abierto huella por delante de mí. Llegué al Balcón en torno a las 6:00 de la madrugada, justo cuando el cielo estaba empezando a iluminarse con colores bellos y fantásticos. Al contemplar el cielo y la cumbre del Lhotse, situada exactamente a nuestra altura, no me pareció que hubiera riesgos meteorológicos inmediatos por los que preocuparnos.

En el Balcón empezaron a aglomerarse los miembros de las tres expediciones que estaban ascendiendo. En este punto natural de reposo, que tiene un tamaño no mayor que el de la habitación de un motel, los escaladores suelen aprovechar la pausa para cambiar a su segundo cartucho de oxígeno, beber algún líquido para rehidratarse, y —si tienen suficiente energía y coordinación— para hacer algunas fotos. Adams decía que para él y para los demás escaladores, aquella altitud significaba pasar «de un lugar donde cuesta mucho pensar a otro en el cual ya no se puede pensar en absoluto». Se encontraban en la «Zona de la Muerte», esa banda de altitud entre el Campo IV y la cumbre del Everest, en la que la exposición prolongada al frío y la escasez de oxígeno conspiran para arrancar la vida humana. Permanecer por encima del Campo IV tiene tantas posibilidades de disfrute como ir de picnic a un campo de minas.

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Los clientes de Mountain Madness pensaban que las cuerdas fijas necesarias para progresar desde el Campo IV hasta la cumbre estarían ya instaladas cuando ellos llegaran al Balcón. Pittman recuerda: «Yo había oído que nuestro sherpa y el de Rob Hall colocarían todas las cuerdas antes de que llegáramos, y para ello partirían a las diez, mientras que nosotros saldríamos a medianoche».$ Klev Schoening corrobora: «También yo creía que las cosas iban a hacerse así». $ Y Gammelgaard coincide con ellos; «Concretamente, oí decir a Scott que las cuerdas se fijarían con antelación para que los escaladores no tuvieran que esperar en ningún punto».$

La mayoría de los miembros de ambas expediciones están de acuerdo en lo que se supone debió haber sucedido. Se les había dicho que Ang Dorje, el sirdar de Hall, y Lopsang Jangbu, el sirdar de Fischer, iban a salir del Campo IV bastante antes que los clientes para fijar las cuerdas, de modo que el resto de los miembros del grupo no tuvieran que esperar. Pero no había sido así, y ni Lopsang Jangbu ni Ang Dorje ni ningún otro sherpa había partido temprano aquella noche.

En la reunión de cierre de expedición, que tuvo lugar una vez finalizada la ascensión, Lopsang Jangbu dijo que un miembro de un equipo montenegrino, que el día 9 de mayo había realizado una fallida tentativa de cumbre, le había dicho lo siguiente: «Ya hay cuerdas fijas, no necesitáis nada». $ Jon Krakauer escribió posteriormente informes sobre la ascensión en los que levantaba sospechas acerca de tal explicación, diciendo que los guías de Fischer y Hall tendrían que haber sido informados acerca del cambio de planes pero no lo fueron, y que Lopsang Jangbu y Ang Dorje salieron del Campo IV al mismo tiempo que el resto de los miembros de sus expediciones llevando en sus mochilas cien metros de cuerda, acción para la que según Krakauer «no hubiera existido razón alguna» si las cuerdas fijas estaban ya instaladas.

Las «pruebas» de Krakauer despertaron la inquietud de algunas personas, para quienes tales pruebas resultaban circunstanciales. Fischer no llegó al Campo IV hasta las cinco y media de la tarde del 9 de mayo, y por distintos motivos se encontraba, como mínimo, extremadamente fatigado. En medio del vendaval, preocupado por la seguridad del campamento y de sus escaladores y por su propio estado, parece completamente razonable que, al oír la información de Lopsang, Fischer hubiera pensado que eso significaba un problema menos del cual preocuparse. No tomar en consideración este estado de cosas —y una situación semejante para el caso de Rob Hall— equivale a sugerir la posibilidad de que tanto Fischer como Hall tomaran a propósito la decisión de retrasar a sus sherpas, o de no informar a sus guías acerca de un eventual fallo de los sherpas. Cualquiera de esas dos acciones habría comprometido gravemente a los guías y a los clientes y podría haber contribuido a su muerte. Al margen de sus diferencias filosóficas y de sus estilos personales, ninguno de los dos hubiera actuado jamás de ese modo.

En cuanto a las cuerdas transportadas por Lopsang Jangbu y Ang Dorje, muchos expertos himalayistas consultados acerca de esta cuestión se han preguntado, «¿Y por qué no?». En una ascensión, el sirdar lleva cuerda por la misma razón que nosotros guardamos un par de cordones de zapatos en algún cajón. Pueden pasar muchas cosas. Una tormenta puede enterrar las cuerdas fijas. O puede que éstas no estén bien ancladas, o que sea necesario equipar un tramo alternativo. También puede ocurrir que, debido a un accidente, necesitemos más cuerdas. O que la información con que contamos no sea cien por cien exacta.

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A 8600 metros de altitud, el Everest obsequia al visitante con una sucesión de resaltes rocosos más convenientes para míticas criaturas con garras que para mortales vestidos con voluminosos trajes de pluma, y las cuerdas fijas resultan muy útiles desde ese punto hasta la Cumbre Sur, a 8748 metros. Después de esperar más de una hora, Beidleman comunicó a Bukreev su intención de adelantarse a los demás para supervisar la instalación de las cuerdas fijas en los tramos superiores.

Estuve de acuerdo con Neal. Le dije que me parecía una decisión razonable y le ofrecí el cartucho de oxígeno que yo llevaba. Me sentía bien aclimatado y fuerte, y sabía que no tendría problemas más arriba. Mi intención original había sido dejar allí el oxígeno y recogerlo durante el descenso, pero al considerar que se nos estaba haciendo un poco tarde y que Neal iba a tener que realizar un trabajo duro, se lo ofrecí y él aceptó.

Seguido por Klev Schoening, Beidleman ascendió tras los pasos de Lopsang y Ang Dorje superando un resalte y atravesando un tramo de nieve recién caída, hasta llegar a una terraza donde encontró a Lopsang inclinado, vomitando. Comprendiendo que Lopsang no estaba en condiciones de trabajar, Beidleman tomó las cuerdas de su mochila y con la ayuda de Ang Dorje comenzó a equipar la ruta en dirección a la Cumbre Sur. En algunos lugares encontraron viejas cuerdas fijas en aceptables condiciones de uso; en otros tuvieron que instalar cuerdas nuevas, lo que suponía un arduo esfuerzo. Mientras Beidleman y Ang Dorje avanzaban, Bukreev comenzó a motivar a los clientes para que se pusieran en pie.

Comencé a apremiarles para que reanudaran la ascensión, porque ya llevábamos más de una hora en el Balcón y empezábamos a salirnos del horario establecido. En las cuerdas fijas me detuve para que pasaran unos cuantos clientes y traté de retrasarme con la esperanza de ver a Scott, pero no le vi. Deseaba hablar con él acerca de los clientes, porque desde que partimos del Campo IV no habíamos hablado y había detalles que yo no tenía muy claros. Sí comprendía el plan general, pero las cosas estaban cambiando. ¿Debía subir o quedarme atrás? ¿Debía avanzar sin más dilación hacia la cumbre, o bien prestar ayuda?

Después de esperar un rato seguía sin verle, así que finalmente opté por continuar la marcha, pensando que como Scott había dormido con oxígeno y también lo estaba usando durante la ascensión, me alcanzaría pronto y podríamos hablar. Subiendo, pude comprobar que los clientes estaban en buenas condiciones físicas, aunque no subían con demasiada alegría.

A las 9:58 de la mañana llegó Beidleman a la Cumbre Sur, y treinta minutos más tarde según él, se le reunía Martin Adams. Beidleman recuerda haber pensado que se les estaba haciendo tarde y dice: «Me sentía bastante agobiado».$ Durante una hora y media o dos horas, recuerda Adams, él y Beidleman estuvieron solos en la Cumbre Sur. «Fundamentalmente, el problema consistía en que todos los que venían detrás de nosotros estaban atascados en las cuerdas fijas. Supongo que algunos de los clientes de Rob Hall, más lentos, se habían colocado delante de los escaladores de nuestro grupo, y éstos no podían pasar».$

Uno de los participantes de la expedición de Hall, Frank Fishbeck, de cincuenta y tres años, editor en Hong Kong, se había vuelto al Campo IV a las pocas horas de haber partido, de modo que fue el primer cliente que descendió, de entre las personas que habían partido hacia la cumbre el día 10 de mayo. A eso de las 10:30 de la mañana, los otros siete clientes de Hall estaban distribuidos escalonadamente entre el Balcón y la Cumbre Sur, entremezclados con los de Fischer (a excepción de Martin Adams) y con los escaladores taiwaneses. Suponiendo que cada uno de estos escaladores hubiera estado utilizando el oxígeno al ritmo de consumo recomendado por Henry Todd, todos estarían ya con su segunda botella y le quedaría a cada uno una hora o dos de oxígeno. Su tercer y último cartucho (otras seis horas de oxígeno al ritmo de consumo recomendado) todavía no había llegado a la Cumbre Sur. Al igual que los clientes, los sherpas que transportaban el oxígeno se encontraban dispersos entre la Cumbre Sur y el Balcón. «Un absoluto desmadre», como dijo uno de los componentes del grupo de Fischer.

Tres de los clientes de Hall, John Taske, de cincuenta y seis años, Lou Kasischke y Stuart Hutchison, de treinta y cuatro, se hallaban cerca de la cola del atasco, ascendiendo por las cuerdas que Beidleman y Ang Dorje habían fijado hacia la Cumbre Sur y escalando detrás de los taiwaneses, que se movían con lentitud y obstaculizaban su avance. Progresando por separado, cada uno de ellos analizaba a su hipóxica manera los acontecimientos que estaban desarrollándose en torno suyo. Los tres habían comenzado a plantearse la posibilidad de darse la vuelta.

Lou Kasischke recordaba así los hechos: «Adelanté a John y entonces vi cómo Stu, que iba por delante de mí, empezaba a dar marcha atrás. Stu y yo mantuvimos una conversación. Lo único que de ella recuerdo es que Stu estaba convencido de dos cosas. Una era que Rob iba a mandarnos a todos para abajo, porque era demasiado tarde. Dijo que, en vista de aquel atasco… no veía el modo de que pudiéramos estar empezando a bajar a la una. La hora fijada para empezar a bajar era la una. Y Stu estaba seguro de aquello. Y lo que recuerdo de mi conversación con Stu era que, en fin, yo por entonces aún no estaba dispuesto a volverme. Recuerdo haber dicho eso y haber comenzado a moverme, pero no llegué muy lejos.

»Eran como las once y media y me encontraba cerca de la cola del atasco. Llevo muchos años haciendo esto y aguanto bien el cansancio y las penalidades. He tenido que aprender a hacerlo: soy corredor de larga distancia, y me considero un atleta resistente. Había desconectado mi existencia del resto de las cosas, limitándome a seguir adelante. Lo cual no es necesariamente un elogio, porque es peligroso hacer eso… Me limito a moverme hacia delante, un paso detrás de otro. Y entonces me encuentro con el atasco —recuerdo que era justo debajo de la Cumbre Sur— y caigo de rodillas y me fijo a la cuerda, para descansar un poco. Estaba muy, muy deshidratado, y me quité uno de los guantes para coger un poco de nieve, lo cual no es precisamente muy sensato, pero era lo único que podía hacer. Mi botella de agua era un bloque de hielo dentro de la mochila. Me di cuenta de que todos mis dedos estaban congelados. Y me quité el otro guante: lo mismo. Aunque en realidad aquello no me sorprendió. Ya lo sabía. Pero supongo que no me importaba, porque llegar a la cumbre del Everest era tan importante para mí, que estaba dispuesto a subir pasara lo que pasara. Pero mientras esperaba, sentí un sobresalto. Como si alguien me despertara, en cierto sentido. Y empecé a pensar entonces en lo que realmente me estaba sucediendo. Y mientras estaba ahí arrodillado, empecé a mirar en mi interior y a ver realmente mi estado de cansancio. Además, esas vistas tan impresionantes que podíamos divisar desde el Balcón —el panorama más impresionante que he contemplado jamás— ya no se distinguían. Si mirabas hacia atrás, hacia la parte inferior de la montaña, había muy poca visibilidad. No quiero decir que hiciera un tiempo horroroso. No era un tiempo horroroso. Pero estaba cambiando. Y cuando pregunté a Lhakpa, uno de nuestros sherpas, que si quedaba mucho —yo sabía que estaba bastante cerca— me dijo que dos horas. Le pregunté dónde creía que estábamos, y me dijo que a ocho mil setecientos metros. Ni siquiera fui capaz, mi cerebro no fue capaz —siempre pienso las alturas en pies—. En aquellos momentos ni siquiera pude convertir la cifra en pies, y eso indica cómo estaba funcionando mi cerebro. Pero cuando me dijo que quedaban dos horas, creo que el corazón se me cayó a los pies. Creo que en ese momento fue como si me alcanzara un rayo. Supe que tenía un problema. Y la cuestión no era si podía aguantar otras dos horas, no era esa la cuestión. Y podría haber llegado a la cumbre. Pero empecé a tener serias dudas acerca de si podría bajar. Y pensé que iba a morir bajando… o bajaría de algún modo. Quiero decir, he estado muchas veces en situaciones duras y siempre he podido con ellas, pero… Y había dos voces que me hablaban. Sí, todavía lo recuerdo, probablemente no olvidaré jamás esos momentos. Tenía aquellas dos voces luchando en mi interior, una que me decía que siguiera adelante: “Hazlo, puedes conseguirlo, ¿dónde está el problema? Sólo son dos horas más”. Pero la otra voz decía: “Lou, vas a morir en la bajada, o incluso si la resistes vas a perder los dedos”. Hoy, todavía me parece sorprendente haberme dado la vuelta. Dije a Lhakpa, “Lhakpa, ve y di a Rob que he decidido dar la vuelta”. Pero eso sucedió en unos cuatro o cinco minutos.

»Sospecho que también influyeron en mí, de modo más inconsciente, los comentarios de Stu. Pero recuerdo que cuando tomé la decisión, me basé simplemente en mí y en mi incapacidad en aquella situación para subir y volver vivo. O al menos entero.

»Podría resumirlo diciendo simplemente que no creía poder subir y volver vivo, o en el mejor de los casos sin perder unos cuantos dedos. Y otra cosa es que, también, mi caso era un poco diferente al de las otras personas porque en realidad no estaba sujeto a las mismas presiones. Quiero decir, yo deseaba subir a la cumbre del Everest. Dios mío, de lo contrario no hubiera estado allí arriba atormentándome el cerebro. Pero vivo en Detroit; iba a volver a Detroit y diría: “He escalado el Everest”. La gente de allí me miraría y diría: “Ah, bien, ¿y has oído hablar de los Detroit Redwings?” Quiero decir, aquí a nadie le importa, o incluso no saben siquiera dónde esta el Everest. “Ah, sí, ¿es la montaña más alta del mundo, no?”. De hecho, algunas personas dijeron: “Yo creía que tú ya habías escalado eso”. De modo que para mí, según mi perspectiva de las cosas, aquello no era una cuestión de vida o muerte, no era la cosa más importante del mundo, y los periódicos no iban a escribir historias sobre mí. Y la prensa, la fama y el dinero, las marcas mundiales, y todas esas cosas, que eran como los premios de la carrera para algunos de los otros miembros de nuestra expedición. Sí, todo aquello significaba mucho para mí, no quiero decir que no fuera así. Pero mi ambición por llegar no sofocaba cualquier otro pensamiento que pasara por mi mente».

En torno a las 11:40 de la mañana, Lou Kasischke movió pieza y se encaminó hacia abajo, y también Stuart Hutchison y John Taske se dieron la vuelta. Para ellos, el Everest había acabado. En torno a mediodía, recuerda Kasischke, se encontró con Scott Fischer.

«Mantuvimos una breve conversación, y le dije a Scott: “Scott, me parece prudente darme la vuelta”. Y una de las cosas irónicas de mi experiencia es que, en ese momento no pensé mucho en ello, pero Scott me miró de frente y me dijo: “Buena decisión, Lou”.

»Era el mismo Scott de siempre: sus ojos brillantes, la nieve en el pelo… ese aspecto tan suyo, tan americano, ese cabello rubio con la nieve por encima… Permanecimos allí, juntos, quizás treinta segundos, y luego él continuó avanzando en una dirección y yo en otra».