Capítulo 4. Los clientes
A finales de febrero de 1996, Mountain Madness había conseguido reunir ocho clientes escaladores. En una carta personal que Fischer envió a cada uno de ellos podía leerse: «Esto está empezando a ser un magnífico equipo y me siento realmente motivado. No sólo somos un grupo fuerte, sino que también las personalidades parecen compatibles».
Lene Gammelgaard mantenía su compromiso con la ascensión, a pesar de que todavía no había conseguido reunir la cantidad de dinero que Fischer le había indicado. Deseando de contar con Gammelgaard en la expedición, Fischer la tranquilizó, diciéndole que no se preocupara. «Quiero que vengas, así que ya lo arreglaremos de algún modo».
Ninguno de los clientes que firmaron con Mountain Madness, a excepción de Sandy Hill Pittman, había pagado la tarifa completa de 65 000 dólares, recuerda Dickinson. «Sandy pagó también para que su padre le acompañara durante la marcha de aproximación, y otras muchas cosas. Pagó algunos sherpas más para que transportaran su equipo y otros extras, de modo que finalmente su cuenta ascendió a bastante más de los sesenta y cinco mil dólares».
En cuanto a los otros seis participantes, pagaron cuotas tan diferentes como lo eran sus niveles de capacitación para la escalada a gran altitud. La lista de clientes era una compleja mezcla de talentos y experiencias.
Para Fischer, uno de los fichajes más satisfactorios era Pete Schoening, de Bothell, Washington. A sus sesenta y ocho años, si tenía suerte, Schoening sería la persona de más edad que alcanzara la cumbre del Everest. Pete Schoening, una celebridad en los anales del himalayismo, tenía para Scott Fischer la categoría de héroe.
El 10 de agosto de 1953, Schoening y otros siete escaladores americanos interrumpieron su ataque a la cumbre del K2, que por entonces aún no había sido ascendido. El intento había sido abandonado por el más honroso de los motivos, ya que se trataba de salvar la vida de un compañero a quien se le había formado un trombo en una pierna, por lo cual necesitaba tratamiento médico urgente e ineludible. Durante el descenso en plena tormenta de nieve, Schoening estaba asegurando a sus compañeros. Por debajo de él descendían seis de ellos, todos conectados a él por la misma cuerda. Uno de los escaladores, que padecía graves congelaciones en las manos, perdió el equilibrio y cayó. Uno a uno fueron arrastrados cuatro de los compañeros situados entre él y Schoening. Este último, que tenía su extremo de cuerda atado al piolet, y éste a su vez afianzado detrás de un bloque de roca, sintió cómo la cuerda corría sobre sus hombros. Gracias a la fricción así generada y a la habilidad con la que Schoening había anclado la cuerda, la caída de los cinco alpinistas quedó retenida y ellos quedaron colgando de la cuerda, uno de ellos a más de cuarenta metros por debajo de Schoening. Fue aquel un salvamento digno de libro de texto, uno de los rescates de montaña más fantásticos de todos los tiempos, y Fischer —que había experimentado en carne propia la crueldad y el peligro del K2— sentía por el veterano montañero el mayor de los respetos. Tal y como le describía Fischer, Schoening era «una persona increíblemente fuerte, un escalador muy fuerte… Así pues, confío de verdad en su capacidad para escalar el Everest».
Acompañando a Pete Schoening se había unido a la expedición Klev Schoening, su sobrino, de treinta y ocho años de edad y procedente de Seattle, Washington. Klev, que como alpinista no tenía ni mucho menos la experiencia de su tío, jamás había ascendido a un ochomil. Antiguo competidor nacional de esquí alpino, Klev mantenía su buena forma física escalando con frecuencia en las Cascades. «Un buen mozo, joven y fuerte», le catalogó Fischer.
Luego estaba el trío originario de Colorado: Martin Adams, Charlotte Fox y Tim Madsen, reclutados por Neal Beidleman, el escalador de Aspen que trabajaría como guía para la expedición de Fischer. Beidleman, según Dickinson, aún no había sido puesto a prueba y «no había escalado nunca como guía en el Everest ni en ninguna otra gran montaña», de modo que en lugar de salario, la compañía le pagaría todos sus gastos y una comisión por cada cliente que él incorporara al grupo expedicionario[10].
Beidleman fue muy activo en su tarea de reclutar clientes, recuerda Martin Adams, a quien Neal había descrito varias veces la ascensión completa del Everest.
Adams, de cuarenta y siete años, retirado después de una brillante carrera como broker en Wall Street, había realizado algunas rutas clásicas en los Alpes y en las Montañas Rocosas, y había ascendido también al Aconcagua, al McKinley y al Kilimanjaro, pero jamás había escalado un ochomil. En mayo de 1993 había intentado el Broad Peak, abandonando su intento a 7000 metros de altitud. En 1994, en la misma expedición al Makalu en la que Beidleman había coincidido con Bukreev, Adams había alcanzado los 7400 metros antes de darse la vuelta.
Para intentar el Everest, Adams deseaba los mejores consejos que su dinero pudiera comprar. Cuando oyó que Bukreev era uno de los guías contratados por Mountain Madness, decidió participar y negoció para sí un puesto en la expedición al precio de 52 000 dólares. «Me gusta el modo de actuar de Toli. Nunca te importuna, si tiene que decirte algo, lo dice sin rodeos… Simplemente es él mismo; no va por ahí tratando de deslumbrar a todo el mundo». Adams sabía que el Everest no era una excursión. Conocía los peligros de la escalada en cotas altas y confiaba en el buen juicio y en la experiencia de Bukreev. «Fueron los valores por los que aposté cuando envié a la compañía mi talón de pago. Sabía que con Toli en el grupo, la probabilidad de que yo consiguiera ascender a la cumbre era infinitamente mayor».
Charlotte Fox, de treinta y nueve años, residente en Aspen y amiga de Beidleman, era para Mountain Madness un fichaje muy cualificado. En su historial contaba con la ascensión de dos ochomiles y había escalado los cincuenta y cuatro picos de cuatro mil metros del estado de Colorado. De carácter modesto y segura de sí misma, tenía también un buen espíritu de equipo y Fischer la veía como un valor seguro, alguien que funcionaría bien con un mínimo de mantenimiento. Charlotte sabía cómo cuidar de sí misma en una montaña.
Fox se había apuntado junto con su amigo. Tim Madsen, de treinta y tres años, que trabajaba, como ella, patrullando las pistas en la estación de Snowmass Ski Arca. Aunque carecía de experiencia en grandes altitudes, Madsen estaba en excelente condición física y tenía bastante experiencia como alpinista en montañas de menor altitud. Conscientes de la necesidad de una buena preparación para ir al Everest, Fox y Madsen habían entrenado mucho escalando en las Rocosas canadienses antes de partir.
El octavo cliente de la lista era Dale Kruse, de cuarenta y cinco años, dentista afincado en Craig, Colorado, y que, por haber sido el primero en apuntarse a la expedición, era quien había conseguido el mejor precio. Buen amigo de Fischer desde hacía más de veinte años, Kruse (a quien llamaban Cruiser[11]), había sido el estímulo financiero que permitió a Fischer lanzarse a organizar la expedición de Mountain Madness al Everest. Según opina Karen Dickinson, «Dale Kruse fue lo que podría llamarse el “cliente semilla”… Pagó el importe íntegro de su plaza con unos dieciocho meses de antelación, y dijo: “Toma, aquí tienes este dinero; ve y haz lo que haya que hacer”. Y por eso obtuvo un buen descuento, ya que fue casi un compañero a la hora de sacar todo adelante».
***
Con ocho escaladores en la lista de clientes, Fischer y sus empleados habían hecho un buen trabajo para ser la primera vez que organizaban una expedición comercial al Everest, pero Fischer quería más. En su carta del 29 de febrero a sus clientes, les pedía: «Si alguno de vosotros conoce un candidato de última hora, por favor decidle que se ponga en contacto conmigo enseguida».
La decisión por parte de Outside de apuntar a Jon Krakauer en la expedición de Rob Hall había dejado un hueco y Mountain Madness trataba de cubrir esta vacante. Un fichaje de última hora, y a ser posible de los de tarifa completa, supondría para ellos 65 000 dólares más, un pellizco sustancial para los gastos generales de la expedición. Incluso podría significar la diferencia, en términos de rentabilización. A medida que se aproximaba la fecha de partida, las facturas se iban amontonando sobre la mesa de Karen Dickinson. Sólo la factura del oxígeno de Henry Todd ascendía a más de 30 000 dólares. Pero ni Fischer ni Dickinson se sentían demasiado optimistas. Sabían que era muy poco probable conseguir otro cliente a sólo un mes de la fecha de partida de la expedición, y la probabilidad de vender un billete de tarifa completa era ridículamente pequeña. Mejor harían estudiando el balance bancario de la compañía y apostando por si el sábado siguiente haría sol en West Seattle.
Entre los clientes había una sensación general de que el grupo era, en su conjunto, bastante bueno. Adams estaba impresionado. «La gente de este grupo estaba tan preparada y fuerte como cualquiera de los alpinistas de los otros dos equipos con los que yo había estado anteriormente en el Himalaya». Y Gammelgaard alabó con entusiasmo el trabajo de Mountain Madness, con una sola excepción. De hecho, se preguntaba si ella misma estaría a la altura de muchos de ellos. «Mi primera impresión: ¿Cómo saldré de ésta? Todos son tan fuertes y tienen tanta experiencia…».
La excepción al entusiasmo de Gammelgaard era Dale Kruse, que en opinión de Lene era un candidato cuestionable para el Everest. «Kruse había formado parte de la expedición de Fischer de 1995 al Broad Peak, y no logró hacer la cumbre. Yo sabía que Dale no funciona bien en altitud. Es un hombre muy fuerte, pero la altitud le sienta mal. Se pone enfermo muy pronto… Así que, si hubiese sido realmente sincero consigo mismo, no habría intentado escalar una montaña muy alta, porque por encima de los cuatro mil metros de altitud, está realmente enfermo todo el rato». Reflexionando en torno a las razones por las que Fischer le había aceptado como cliente, y acerca de lo que ella hubiera hecho en su lugar, Gammelgaard dijo: «Era lógico tratándose de Scott Fischer, un tipo agradable que desea complacer a la gente y que además necesita el dinero… En su lugar, yo no le hubiera admitido. Yo, de verdad, me hubiera preocupado por él y le hubiera dicho: “Tú no irás al Everest. Arriesgo nuestra amistad para salvar tu vida”»[12].
Según la perspectiva de Henry Todd, de Himalayan Guides, algunos líderes de expedición no están libres de la sospecha de alistar en sus filas a clientes «marginales», y de echarse al bolsillo su dinero y sus sueños cuando en realidad están casi convencidos de que no tienen posibilidad alguna de hacer la cumbre. Hablando de uno de sus archirrivales, un empresario americano que organiza expediciones al Everest, Todd ha dicho: «Se trata, simplemente, de circulación de stocks. ¡En dos años no ha puesto ni un solo cliente en la cumbre!».
Pero respecto a la decisión de Fischer de aceptar el dinero de Kruse y de invitarle a participar en la expedición, Todd ha sido más generoso. «Lo que ocurre es lo siguiente: uno no puede saber a quién se le va a dar bien y a quién se le va a dar mal. Puede ocurrirte que los mejores escaladores no funcionen bien, y que por el contrario otras personas muy dudosas pero absolutamente empeñadas en su propósito acaben por tener éxito. Esto es algo que me ha ocurrido en un montón de ocasiones. He ido con algunas personas de las que yo pensaba, si alguno falla va a ser éste, y sin embargo luego han subido como si tal cosa. Y otros a los que apunté pensando “éste seguro que sube, pondría la mano en el fuego por él”, y luego no lo han conseguido. Una cosa así ocurrió en la expedición que hice con Anatoli en 1995. El escalador más fuerte que llevaba en el grupo no logró subir, mientras que otro que me pareció marginal, pero aceptable, llegó a la cumbre antes que Anatoli». Pero añade Todd: «Sin embargo, esas llamadas equivocadas que uno hace justo antes de partir… esas llamadas pueden matarte y matar a otros. Hay que acertar al hacer esas llamadas. Es imprescindible acertar. ¡Es imprescindible no equivocarse!».