Capítulo 13. En la Zona de la Muerte

Como a Viesturs, tampoco a mí me gustaban las condiciones que reinaban en la montaña. Después de más de veinte años escalando había terminado por desarrollar una cierta intuición, y presentía que las cosas no estaban como debieran. Durante varios días el tiempo había permanecido inestable, y en altitud habían soplado vientos muy fuertes. Estaba deseoso de que se tuvieran en cuenta mis presentimientos, pero cada vez veía con más claridad que Scott no prestaba a mis opiniones tanta atención como a las de Rob Hall. Pensé en mis intentos de convencer a Scott para bajar a descansar con nuestros clientes hasta la zona del bosque antes de probar suerte en la cumbre, y recordé su escasa disposición a considerar la propuesta. Él no daba tanto crédito a mi voz como yo hubiera deseado, de modo que opté por no discutir y sacar el mejor partido posible a mis intuiciones.

En el Campo III, en las repisas de hielo que Bukreev y los sherpas habían tallado sobre la pared del Lhotse, se instalaron guías y clientes, repartidos en tres tiendas. Fox, Madsen y Klev Schoening ocupaban una de ellas; Fischer, Beidleman y Pittman compartían la segunda, y en la última estaban Bukreev, Gammelgaard y Adams. Según Anatoli, todos los escaladores parecían sentirse bien y de hecho se mostraban joviales y de buen humor.

Pittman, que deseaba poder mandar informes desde los campamentos III y IV, y también desde la cumbre si es que conseguía llegar a ella, había hecho cargar con su teléfono por satélite a uno de los siete escaladores sherpas que les acompañaban. Después de cenar macarrones con queso junto a Fischer y Beidleman, dictó por teléfono su despacho para la NBC. Casi incapaz de hablar debido a su continua tos, mandó un informe breve, en el que explicaba a todo aquel que le interesara que se hallaba fundiendo nieve y comiendo regaliz rojo, y que la expedición IMAX/IWERKS se había vuelto al Campo Base, sin conseguir la cumbre. Si ella o alguno de los otros escaladores de su tienda sentían alguna preocupación ante el hecho de que Ed Viesturs y David Breashears, dos de los más reconocidos veteranos del Everest, hubieran juzgado prudente descender y esperar otro período de buen tiempo, Pittman jamás lo mencionó.

A la mañana siguiente, 9 de mayo, nos despertó la conversación de varios sherpas que transportaban cartuchos de oxígeno desde el Campo II hasta el IV, desde el cual iniciaríamos nuestro ataque a la cumbre. Mientras preparábamos el desayuno en los hornillos de altitud, algunos de nuestros sherpas se acercaron a las tiendas y nos relataron muy preocupados que uno de los miembros de la expedición taiwanesa había salido aquella mañana de la tienda para ir al baño, y como no llevaba crampones se había resbalado y caído a una grieta. Iban, nos dijeron, a prestar ayuda a los sherpas que acompañaban a los taiwaneses con el fin de rescatar al escalador, Chen Yu-Nan.

Mientras nuestros sherpas ayudaban a sus paisanos, Fischer y sus guías apremiaban a los clientes, deseosos de enviarlos tan pronto fuera posible a las cuerdas fijas que llevaban al Campo IV, donde podrían descansar y prepararse para la tentativa del día siguiente. La mayor parte de los participantes llevaban ahora trajes completos de pluma para protegerse del intenso frío que les esperaba en el Campo IV. Todos llevaban un cartucho Poisk lleno en sus mochilas y se habían colocado las máscaras y los tubos de conexión sobre los hombros, preparándose para empezar a usar oxígeno en cuanto salieran del campamento.

Según Henry Todd, el Campo III es el punto en el que la mayor parte de los expedicionarios que van a usar oxígeno empiezan a hacerlo. «Desde el Campo III al IV es necesario escalar un poco para superar la Banda Amarilla. Es la primera vez que uno se ve obligado a hacer esfuerzos así de intensos. Y como nadie quiere agotarse, quien lleva oxígeno lo usa».

Bukreev fue uno de los últimos escaladores que abandonaron el Campo III. Por delante de él ascendían los miembros del grupo de Mountain Madness y los de otras dos expediciones que también habían pasado la noche en el campo III: Adventure Consultants de Rob Hall y la Expedición Comercial Americana Pumori/Lhotse, dirigida por los norteamericanos Daniel Mazur y Jonathan Pratt. Con más de cincuenta personas por delante en las cuerdas fijas, Bukreev vio ralentizada su progresión al tener que maniobrar para sobrepasar a cada uno de ellos. A unos 7500 metros encontró a Fischer, que escalaba, como él, sin oxígeno.

Le dije que había pensado desplazarme hasta la cabeza del grupo para llegar antes que los clientes al Collado Sur, emplazamiento del Campo IV, a fin de comprobar que todo estaba a punto para ellos. Scott estuvo de acuerdo y dijo que se quedaría atrás para hacer de «escoba» en pos de los clientes. Entonces nos preguntamos dónde estaba Neal. Scott dijo que no estaba por delante de nosotros, y dado que yo había adelantado a bastantes personas con el rostro cubierto con máscaras de oxígeno, no sabía con certeza si él se encontraba en aquella línea de escaladores. Pensamos que probablemente avanzaba despacio, tal vez ajustándose a las exigencias de la altitud.

Ascendiendo a un ritmo regular, Bukreev adelantó a la mayor parte de los miembros de las expediciones de Rob Hall y de Mazur y Pratt, y un poco antes del término de la Banda Amarilla sobrepasó al último de los clientes de Mountain Madness, Klev Schoening, que ascendía a buen ritmo.

Su paso era bastante rápido, casi como el mío, y tuve que esforzarme un poco para mantenerme en cabeza. Eso me puso en guardia, al saber que a la mañana siguiente yo tendría que mantener al menos el mismo paso que el más rápido de nuestros clientes. De modo que mantuve abierta la cuestión del oxígeno, pensando en retrasar mi decisión hasta el mismo momento de iniciar el ataque a la cumbre.

Cuando en torno a las dos de la tarde llegó Bukreev al Collado Sur, se encontró con algo semejante a un infierno refrigerado. El viento soplaba a más de cien kilómetros por hora, atormentando el expuesto plató trapezoidal del Collado. A la bajísima temperatura reinante y en medio de los cientos de cartuchos vacíos de oxígeno desechados por las expediciones anteriores, los sherpas de Mountain Madness habían levantado ya una tienda y forcejeaban para instalar la segunda. Agarrando sus bordes con los guantes puestos, los sherpas trataban de inmovilizar contra el suelo y anclar al terreno la aleteante y fugitiva construcción. Para Bukreev, no era un espectáculo muy alentador.

Para mí, uno de los peores obstáculos para una ascensión al Everest son las ráfagas que tratan de arrancarte de la montaña. El viento es uno de mis mayores enemigos en altitud. Si pudiera elegir, preferiría casi siempre un tiempo malo pero en calma, en lugar de un día de viento feroz como el que soplaba aquella tarde en el Collado Sur.

Temeroso de llegar a perder la tienda en medio de la batalla, Bukreev se quitó la mochila y agarrando una esquina libre trató de obligarla a permanecer en el suelo. Había visto más de una expedición chasqueada al perder una tienda de altitud y verse obligados sus participantes a descender en busca de la seguridad de un campamento más bajo. No deseaba tener esa historia entre sus memorias. Mientras Bukreev inmovilizaba el habitáculo a base de fuerza bruta, los sherpas colocaban las varillas, poniendo todo su peso en el esfuerzo. En plena lucha contra el viento llegó Klev Schoening, que venía detrás de Bukreev, y ofreció su ayuda, que éste aceptó pidiéndole que se introdujera en el interior de la tienda en tanto él y los sherpas terminaban de fijarla.

Pensé que era preferible que Klev descansara y se preparara para la cumbre. La fuerza que le proporcionaba el oxígeno podría inducirle engañosamente a creerse en posesión de una energía ilimitada.

El plan inicial consistía en instalar tres tiendas para los clientes y los guías, pero como el viento no amainaba y de hecho ganaba fuerza, Bukreev pensó que sería más inteligente repartirse en sólo dos. De ese modo lograrían retener más calor corporal para la fría noche que les esperaba, y si sucedía lo peor y perdían una tienda, tendrían aún otra de reserva en la que los escaladores podrían protegerse.

Ligeramente encorvado y de espaldas al viento que amenazaba con arrancarle de la superficie del suelo, Bukreev informó de ello primero a un sherpa y luego al otro, hablando a gritos y a pocos centímetros de sus oídos. En medio del estruendo del viento se pusieron de acuerdo, y la tercera tienda quedó guardada en su funda.

Sin cesar de trabajar reforzando la sujeción de las frágiles construcciones y protegiéndolas de la furia de las ráfagas, Bukreev vio llegar a Gammelgaard y a Adams, con aspecto cansado pero sin problemas graves, y los hizo entrar en la tienda junto a Schoening. Cuando llegó Beidleman, se refugió en la otra. Según Bukreev, «parecía estar sintiendo los efectos de la altitud», lo que hizo pensar a Anatoli que la decisión de Neal de escalar con oxígeno había sido correcta.

El viento siguió bramando durante toda la tarde y las preocupaciones de Bukreev crecieron exponencialmente. La variable meteorológica en la ecuación del Everest estaba amenazando la tentativa de cumbre, y algunos de los factores vinculados a Mountain Madness todavía no habían salido a la luz ni figurado en los cálculos. Según Bukreev, a las cinco de la tarde todavía faltaban Fischer y Pittman por llegar al Campo IV.

Preguntándome cuál sería el mejor modo de proceder, decidí ir a hablar con Rob Hall, a quien había visto supervisando la construcción de su campamento, y cuando me aproximé a él tuvimos que gritar para oírnos a través del constante rugido del viento. «¿Qué vamos a hacer? Creo que el tiempo, claramente, no es lo bastante bueno para permitir una escapada hacia la cumbre». A lo que Rob Hall respondió: «Según mi experiencia, a menudo el tiempo queda en calma después de un vendaval como éste, y si esta noche despeja, nosotros saldremos mañana hacia la cumbre. Si a medianoche el tiempo no ha cambiado, mi grupo esperará otras veinticuatro horas. Si para el segundo día sigue haciendo mal tiempo, entonces bajaremos».

Por alguna razón que no soy capaz de explicar, no compartí el optimismo de Rob Hall y me pareció sumamente improbable que el tiempo se estabilizara. Mis intuiciones continuaban importunándome, y estaba completamente seguro de que no escalaríamos al día siguiente.

Terminada la conversación con Hall, y preocupado porque Fischer todavía no había llegado al campamento, Bukreev salió del Campo IV y comenzó a desandar camino en dirección al Campo III. A unos cuarenta metros de las tiendas, a través de la ventisca que había empezado a soplar, distinguió a Fischer que se acercaba, trayendo a remolque a unos cuantos escaladores más, entre los cuales reconoció a Sandy Hill Pittman.

Gritando para hacerse oír, Scott me preguntó de cuántas tiendas disponíamos, y le expliqué que habíamos instalado sólo dos en lugar de tres. Cuando sugirió que montáramos la tercera, le expliqué las circunstancias y las razones de mi decisión, y él estuvo de acuerdo. Luego hablamos acerca del tiempo, y le dije, como a Rob: «Creo que las condiciones no son muy buenas, y pienso que deberíamos plantearnos el descenso». Luego comenté a Scott que había estado hablando con Rob acerca de las condiciones meteorológicas, y le expliqué la intención que Rob tenía de esperar por si cesaba la tormenta. Después de la conversación, comprendí que Scott estaba de acuerdo con Rob. Si el tiempo mejoraba, escalaríamos.

En torno las 5:30 de la tarde, Bukreev se reunió en la tienda con Gammelgaard, Adams y Schoening. Fischer se instaló en la otra con Beidleman, Pittman, Fox y Madsen. El viento persistía, y todo el mundo se preguntaba qué les depararían las próximas horas.

Según el plan original acordado en el Campo Base antes de iniciar el tirón final, los escaladores de Mountain Madness deberían partir del Campo IV sobre la medianoche del 9 de mayo en dirección a la cumbre. Pero en la tienda de Bukreev, tal y como recuerda Martín Adams, el sentir general era que la fecha mágica no iba a brindarles la oportunidad de escalar. «El viento soplaba con tanta fuerza que no parecía tener sentido pensar en la ascensión. Y teníamos la impresión general de que habíamos perdido la partida». También Gammelgaard se sentía preocupada. «La noche que llegamos al Collado Sur hacía mucho viento y nevaba, y la tormenta no amainó… Y yo tenía muchas dudas, y en la tienda había otros que también hablaban de ello: “¿Lo intentaremos o no?”. Personalmente, no me parecía prudente iniciar una ascensión después de una gran tormenta, porque no es una buena señal».$

En otra tienda del Campo IV las dudas y conversaciones eran muy similares. Lou Kasischke, de cincuenta y tres años, abogado de Bloomfield Hills, Michigan, y cliente de la expedición de Rob Hall, compartía tienda con otros tres escaladores: Andy Harris, Beck Weathers y Doug Hansen. Con la excepción de Andy Harris, guía de Rob Hall, todos los demás pensaban que no era buena idea intentar la cumbre al día siguiente.

Kasischke recuerda así aquellas horas: «En el campamento de altitud se desataba una furiosa tormenta, y en nuestra tienda discutíamos el asunto… y tres contra uno opinábamos que se debía esperar. Nos preocupaba el hecho de que no habíamos tenido ni un solo día completo de buen tiempo, ni siquiera veinticuatro horas seguidas, así que pensábamos que sería inteligente esperar un día. Lo cierto es que si continuaba así, dentro de veinticuatro horas íbamos a tener problemas incluso para bajar».

Dos tiendas. Dos expediciones diferentes. Ocho escaladores. Seis votos: la idea no era buena.

Bukreev sabía que la situación no estaba en sus manos. Era Fischer quien decidiría, y si se tomaba la decisión de ir, él tendría que estar descansado. Con la intención de calentarse un poco, él y Martin Adams buscaron una cacerola para fundir algo de nieve en el hornillo de altitud que tenían en la tienda. Pero, como recuerda Adams, no había cacerola alguna. «Era, simplemente, uno más de los muchos errores, pero yo ya me había resignado al hecho de que las cosas estaban torcidas, y estaba decidido a hacer lo que pudiera y a machacar los ánimos lo menos posible».

Afortunadamente, los sherpas se acordaron de los escaladores de la tienda de Bukreev y les trajeron a todos té caliente, pero Adams no recuerda que comieran nada. «Lene tenía algo de comida, pero no teníamos cacerola en la que cocinarla».

Después de tomar el té caliente decidí que el mejor modo de esperar era dormir, así que me cerré el saco y casi inmediatamente quedé dormido.

Mientras Bukreev dormía, Gammelgaard y Adams también lo intentaron, pero tuvieron un pequeño problema: ¡Klev Schoening amenazaba con salir de la tienda e irse a dormir fuera en medio de la tormenta! Recuerda Adams: «Cuando estábamos tratando de dormimos, Klev —que tal vez sufría síntomas de mal de altura— empezó a gritar a todo el mundo que se echara a un lado, lo que resultaba un poco extraño porque Lene, Toli y yo estábamos ya apretujados en la mitad de la tienda, mientras Klev ocupaba la otra mitad junto con las mochilas». Gammelgaard y Adams cruzaron sonrisas y miradas divertidas, pero no respondieron, porque, como explicó Adams, «Klev es una persona agradable. No lo tomamos como algo personal: era la altitud, no su actitud».

Para Schoening fue una noche saltarina y caprichosa. Bukreev, sin embargo, durmió como un tronco y sólo le despertó, en torno a las diez de la noche, algo que al principio le dejó perplejo: la ausencia del furioso viento.

Las paredes de la tienda habían dejado de sacudirse; el viento había amainado por completo. Lo único que oía a mi alrededor eran los sonidos que producían los sherpas encendiendo los hornillos de altitud; los fragmentos de sus conversaciones y los repiqueteos metálicos del material. Comprendí que nos disponíamos a salir hacia la cumbre, y no tenía el menor deseo de hacerlo. Por algún motivo, mi voz interna permanecía silenciosa, y no sentía la euforia habitual que en mí precede al asalto final, cuando todos los músculos están preparados y a punto para cumplir órdenes.

También en la tienda de Fischer empezó la actividad a eso de las diez de la noche, tal y como recuerda Beidleman. «Exactamente a las diez oí a los primeros sherpas que se atareaban por los alrededores, y aproximadamente al cabo de quince minutos nos trajeron un pote de té. Pasamos la siguiente hora y cuarto preparándonos, y aproximadamente a las once y media nos reuníamos en el exterior de las tiendas».$

Cuando los guías y demás miembros salieron y miraron hacia el cielo nocturno, vieron una bóveda de laca negra repleta de estrellas. El furor de la tormenta había quedado reducido al susurro de una brisa. Bukreev decía: «Era como si la montaña nos hiciera señas con el dedo y nos dijera bajito: “Venid, venid”».

Fuera de las tiendas había suficiente luz de luna para iluminar sus movimientos, y Bukreev y Beidleman comprobaron que los clientes llevaban correctamente ajustadas las correas de los crampones e hicieron una rápida revisión general del equipo y condiciones de los escaladores. Entretanto, según Bukreev, Fischer comenzó a distribuir oxígeno a los clientes. Adams recuerda que Bukreev le dio dos cartuchos y le recordó que comprobara la presión de los mismos, para asegurarse de que estaban completamente llenos.

En total, los escaladores de Mountain Madness tenían en el Campo IV sesenta y dos cilindros de oxígeno: nueve del tipo Zvesda y cincuenta y tres de Poisk, más ligeros. Un cincuenta y uno por ciento en volumen del oxígeno de Henry Todd estaba destinado al intento de cumbre. La mayor parte del resto había sido ya consumido (en su mayor proporción por Pete Schoening y por Ngawang Topche Sherpa); una pequeña cantidad había quedado en el Campo Base para el caso de una eventual emergencia médica.

Teniendo en cuenta el modo en que pretendían utilizarlo, la cantidad de oxígeno disponible en el Campo IV para la expedición de Mountain Madness era mínima. Los nueve cartuchos Zvesda, por ser más pesados, habían sido reservados para dormir la noche antes del tirón final. Los cincuenta y tres cilindros de Poisk habían estado apartados para la ascensión del día 10 de mayo.

De los seis sherpas que iban a escalar junto a los restantes expedicionarios, cinco querían emplear oxígeno, en tanto el sirdar Lopsang Jangbu no iba a utilizarlo. Lopsang Jangbu transportaba un cartucho para el caso de una emergencia; los cinco sherpas restantes llevaban cada uno dos botellas para uso personal y otros dos para los clientes y los guías. De modo que, en total, los sherpas sacaron del campo I veintiún cartuchos que llevarían consigo en la ascensión.

Los seis clientes, Fischer y Beidleman llevaban dos cargas de oxígeno cada uno, y Bukreev llevaba uno. Así que entre guías y clientes transportaban diecisiete botellas.

Por lo tanto el conjunto de los miembros de la expedición llevaban en total treinta y ocho botellas de Poisk, quedando en el Campo IV quince cartuchos de Poisk llenos, más el poco de oxígeno de Zvesda que había sobrado de la noche anterior. El margen de seguridad era escaso, y ciertamente no permitiría a los escaladores pasar una segunda noche si por azar tenían complicaciones en su intento de cumbre y deseaban volver a intentarlo el día 11 de mayo. Tendría que ser el 10 de mayo o nunca, lo cual no era una sorpresa para Fox y Madsen, que ya habían sido informados de que sólo habría una oportunidad.

***

Las estimaciones de uso y consumo que habían servido a Fischer para realizar su plan de utilización de oxígeno estaban basadas en parte en las instrucciones que le había dado su proveedor, Henry Todd. Todd calculaba que cada cartucho Poisk duraría seis horas si se utilizaba según la tasa recomendada de consumo de oxígeno, a razón de dos a dos litros y medio por minuto. «Dos cartuchos duran doce horas, y en esas doce horas hay tiempo de subir hasta la cumbre [desde el Campo IV] y volver hasta la Cumbre Sur para recoger una tercera botella». Sobre el papel, el plan parecía a toda prueba.

Era razonable suponer que los escaladores de Mountain Madness que partían a medianoche podrían tardar unas diez u once horas en llegar a la cumbre, siempre y cuando el tiempo se mantuviera y no se produjeran complicaciones. Si respetaban la tasa de consumo de oxígeno recomendada por Todd, cuando llegaran a la cumbre del Everest aún tendrían un margen de una o dos horas de oxígeno en las botellas que transportaban. Desde la cumbre, siempre suponiendo que el tiempo fuera favorable y no hubiera sorpresas, los escaladores tardarían entre cuarenta y cinco minutos y una hora en descender hasta la Cumbre Sur. Allí, según los planes, cada escalador tomaría su tercer cilindro de un depósito que los sherpas habrían reunido en aquel punto. Teniendo en cuenta que ello suponía otras seis horas de oxígeno, y siempre suponiendo que todo fuera bien, cada escalador tendría que poder volver al Campo IV con aquella botella.

***

Mientras los escaladores cargaban sus dos cargas de oxígeno en la mochila, Fischer preguntó: «¿Alguno de vosotros está listo? Porque Lopsang lo está, y si hay alguien preparado debe partir con él». Pittman dio un paso adelante. Lopsang Jangbu se acercó a Pittman y utilizando un corto cabo de cuerda la rodeó con lo que alguien describió como un nudo de alondra y unió el otro extremo a su arnés de escalada por medio de un mosquetón. En torno a la medianoche, Lopsang Jangbu partió en dirección a la cumbre, con Pittman a la zaga. A poca distancia de ellos, y apremiada por Beidleman, Charlotte Fox salió del Campo IV, a los diez minutos de estrenar el día de su 40 cumpleaños.

En el Collado Sur la temperatura era extremadamente baja y había algo de nieve recién caída. Por mi parte, después de haber dormido, sentía una nueva oleada de energía, pero aún no había decidido si escalaría con oxígeno o sin él. De modo que introduje en la mochila una botella y una máscara, por si me hacían falta. Salí del campamento en la retaguardia del grupo, junto con Martín Adams.

El último en dejar el Campo IV fue Fischer, que según lo acordado actuaría como «escoba». Justo delante de él iba Lene Gammelgaard. Al observar que no la seguía de cerca, Gammelgaard se volvió a mirarle. «Me alegré al ver que estaba utilizando oxígeno, porque había tratado por todos los medios de convencerle de que usara oxígeno o de que permaneciera en el campamento y dirigiera la expedición desde allí, que es lo que debería haber hecho. Pero en fin, al menos estaba usando oxígeno, y me alegré mucho por ello. Después me distancié para unirme al resto del grupo… Cuando partí del Collado Sur tenía muy, muy claro que de ningún modo quería estar sola el día de la cumbre. Me había movido sola con bastante frecuencia en la Cascada de Hielo y sitios así. Pero ahora sentía con toda claridad la fuerza psicológica que me llegaba, sólo por formar parte de un grupo».