Capítulo 2. La invitación al Everest
Scott Fischer y Anatoli Bukreev compartían algunas montañas en su historial alpinístico, pero jamás habían coincidido en ninguna ruta. Gracias a su común amigo, el respetado montañero ruso Vladimir Balyberdin, cada uno de ellos conocía de oídas al otro: Bukreev, al sociable e intrépido americano que en 1992 había escalado el K2, «la Montaña Salvaje», como miembro de una expedición ruso-americana. Y Fischer, por su parte, sabía de las andanzas de aquel escalador disidente que había eludido las filas de la guerra afgana para escalar montañas, y que se estaba convirtiendo rápidamente en una leyenda a causa de su insólita resistencia física y de la rapidez de sus ascensiones en el Himalaya. Finalmente, en mayo de 1994 se encontraron por vez primera uno frente al otro.
Coincidimos en una fiesta en un restaurante de Katmandú, donde Rob Hall celebraba el éxito de su última expedición al Everest. Éramos unos sesenta, entre escaladores, sherpas y amigos, y todos habíamos sido invitados para celebrar el final de la temporada primaveral de escalada en Nepal. El mundo de los ochomilistas es pequeño, y muchos de nosotros nos conocíamos ya de expediciones anteriores, pero aquella era la primera vez que yo coincidía con Scott y con Rob Hall.
Yo acababa de llegar de la primera expedición comercial al Makalu (8463 m), dirigida por mi amigo Thor Kaiser, de Colorado. No habíamos obtenido muy buenos resultados. Sólo habíamos hecho cumbre tres personas, entre los que nos contábamos yo mismo y Neal Beidleman, de Aspen, Colorado. Como nosotros, también Scott celebraba su propio éxito. Por fin, después de tres intentos, había alcanzado la cima del Everest, e inmediatamente la del Lhotse (8511 m), una montaña perteneciente al macizo del Everest. Para Scott había sido un gran logro, especialmente porque había ascendido al Everest sin utilizar oxígeno suplementario y porque había sido el primer americano en escalar el Lhotse.
Para mí, Scott correspondía a la idea clásica que un ruso tiene de un americano. Parecía como salido de una película, alto y guapo. Su sonrisa abierta y benévola arrastraba literalmente a la gente hacia él.
Creo que Scott tenía un gran potencial como ochomilista. He tenido la suerte de escalar con muchos de los mejores alpinistas del mundo, y él podría haberse alineado con los más competentes. Aunque no era tan famoso, yo sentía por Fischer tanto respeto como por otro americano, Ed Viesturs, a quien conocí en 1989. Ed, que ha ascendido nueve de los catorce ochomiles del planeta sin utilizar oxígeno, es para mí el mejor ochomilista de América.
* * *
La suerte quiso que Bukreev y Fischer se encontraran por segunda vez en octubre de 1995, y de nuevo en Katmandú. En aquella ocasión, Bukreev luchaba por asegurarse la continuidad de su carrera alpinística, y Fischer negociaba con el Ministerio de Turismo de Nepal para obtener un permiso de expedición al Everest.
A principios de aquel mismo año, un grupo de escaladores kazajos invitaron a Bukreev a que viajara a Nepal para unirse a su expedición al Manaslu (8162 m), programada para otoño de 1995. Dicha expedición quería ser un homenaje a varios montañeros kazajos que habían fallecido en 1990 en un intento a aquella misma montaña. Bukreev, que ambicionaba escalar los catorce ochomiles del mundo y aún no había ascendido el Manaslu, había aceptado inmediatamente el ofrecimiento y se había entrenado religiosamente para este objetivo.
Al igual que otros estados ex-miembros de la URSS, Kazajstán tiene grandes dificultades para reunir fondos con los que financiar sus programas alpinísticos. Bukreev no se sorprendió mucho cuando Ervand Ilinskii, que iba a liderar la expedición, le anunció que el grupo no había conseguido suficiente dinero y que tendrían que postergar su tentativa al Manaslu hasta la primavera de 1996.
Justo antes de partir hacia Nepal me entero de que la expedición ha sido cancelada. Pienso, «¿Para qué voy a quedarme en Alma Ata?». Mis oportunidades como ochomilista estaban en el Himalaya, y necesitaba ir allá. Si me quedaba a esperar que la oportunidad fuera a buscarme a Kazajstán, mi carrera podría terminarse. Así pues, volé a Katmandú con la esperanza de encontrar un trabajo como guía o una expedición a un ochomil en la que pudiera enrolarme.
Cuando llegué a Katmandú no había disponible ningún trabajo como guía, pero sí me encontré a unos amigos de Georgia con los que había estado escalando en los macizos asiáticos de Pamir y Tien Shan.
A diferencia de los kazajos, los escaladores georgianos habían conseguido los fondos necesarios para financiarse una expedición al Dhaulagiri (8167 m), y reconociendo la experiencia de Bukreev y su potencial contribución al esfuerzo común en la montaña, le invitaron a adherirse al grupo a condición de que él pagara sus propios gastos y la parte proporcional del importe del permiso cobrado por el gobierno del Nepal. Las duras realidades que habían llegado con el desmoronamiento de la Unión Soviética iban alterando lentamente la tradición de generosidad propia de los días en que existía financiación estatal, y a pesar de sus limitados recursos personales, Bukreev aceptó el ofrecimiento.
Los georgianos pensaban que la presencia de Bukreev en la expedición podría ser mal interpretada y, tal vez, oscurecer la repercusión pública de un eventual éxito por parte del grupo, así pues se acordó que Bukreev escalaría con ellos hasta que llegara el momento de realizar el ataque final a la cumbre, momento a partir del cual seguirían rutas diferentes. Si conseguían llegar a la cima, los georgianos no querían dar la impresión de haber dependido de la experiencia de un ruso, y menos aún de un ruso de Kazajstán. El asunto en este caso no era tanto la competitividad entre escaladores (aspecto predominante en el montañismo himaláyico), como un problema político y de orgullo nacionalista.
El día 8 de octubre de 1995, en solitario y sin oxígeno, Bukreev coronó la cumbre del Dhaulagiri. Sin pretenderlo, había realizado la ascensión más rápida jamás efectuada en aquella montaña, en diecisiete horas y quince minutos.
***
El 20 de octubre, de vuelta en Katmandú, Bukreev se puso inmediatamente a trabajar, buscando oportunidades y planeando continuar sus conversaciones con Henry Todd, de Himalayan Guides, quien le había hecho una oferta verbal de trabajo. En mayo de 1995 había sido Bukreev quien guiara la afortunada expedición de Todd en la Cara Norte del Everest, mientras Todd permanecía en el Campo Base recuperándose de una lesión de espalda. Ante el éxito de Bukreev, Todd estaba deseoso de asegurarse los servicios de éste para la temporada de 1996, en la que proyectaba organizar una expedición al Everest desde su Cara Sur, siguiendo la ruta de la Arista Sudeste, la más popular para acceder a la cumbre.
Acababa de desayunar y caminaba por una estrecha callejuela del barrio de Thamel, en la que el tráfico había quedado completamente bloqueado. En medio de la confusión de rickshaws, motocarros, coches y camiones, oí que alguien gritaba mi nombre, y desde uno de los coches vi brazos que se agitaban y me hacían señas. Al mirar con atención reconocí a algunos de mis amigos escaladores de Alma Ata, y me aproximé a su coche. Acababan de llegar del aeropuerto, y estaban radiantes de alegría. De algún modo la expedición al Manaslu se había adelantado; alguien había arañado el dinero necesario y el nuevo plan consistía en realizar la ascensión en diciembre de 1995, en lugar de esperar a la primavera del 96. Esto era fantástico por dos motivos: en primer lugar, ¡había expedición! En segundo, yo tendría así más flexibilidad para encontrar trabajo como guía para la próxima primavera. Sólo unos pocos días más tarde, encontré a Scott.
Bajaba por una calleja cuando le vi curioseando por las casetas del mercado cerca del Skala, la pensión regentada por un sherpa en la que yo me alojaba. Pensé que tal vez no se acordaría de mí, así pues le di un toquecito en el hombro y le pregunté qué tal iban las cosas en América. Inmediatamente me reconoció y esbozó una amplia sonrisa.
«¡Eh, Anatoli! ¿Cómo te va? ¿Tienes tiempo para tomar una cerveza?».
Entramos en un restaurante cerca del Ministerio de Turismo, donde él tenía una reunión aquella misma tarde, y nos pusimos mutuamente al día acerca de lo que cada uno había hecho desde la última vez que nos habíamos visto. Scott me dijo que había tenido buena suerte guiando una expedición al Broad Peak, en Pakistán (8047 m) y que ahora estaba tramitando un permiso para el Everest. La política de los permisos era increíble, me dijo, así como los precios que estaban pidiendo por ellos. «Cincuenta mil dólares para cinco escaladores, y diez mil dólares más por cada escalador adicional. Desorbitado». Me dijo que ya se habían apuntado unos cuantos clientes y que todo parecía indicar que irían, si es que finalmente conseguía el permiso.
Fischer estaba jugando al juego de la «cáscara del Everest». Había estado promocionando su expedición al Everest sin contar aún con un permiso en mano, práctica no infrecuente entre los organizadores de expediciones comerciales. Decía Karen Dickinson: «Sudábamos lo indecible. El año anterior habíamos querido enviar una expedición al Everest y no nos llegaba el permiso. Así pues decidimos suspender la salida. Y entonces, naturalmente, nos dieron el permiso, allá a finales de enero, y pensamos “Ahora ya es demasiado tarde”, y todos nuestros competidores habían mentido diciendo que tenían el permiso cuando no lo tenían, y sus expediciones salieron. Así que en el 96 decíamos “Oh, sí, tenemos un permiso”… pero no lo tuvimos en mano hasta febrero».
Scott me preguntó qué estaba haciendo en Katmandú, y le dije que acababa de llegar del Dhaulagiri y que lo había escalado por segunda vez. «¿Has estado guiando a alguien?», me preguntó. «No, ha sido sólo por gusto», le dije. «Tuve la oportunidad de enrolarme con una expedición georgiana y realizar una ascensión rápida». Creo que Scott se sorprendió. «¿No guiabas a ningún cliente de pago?» me preguntó riendo. En aquellos momentos mis bolsillos estaban ya prácticamente vacíos y su pregunta parecía razonable. Scott conocía la situación en la antigua Unión Soviética, en la que el apoyo financiero a los escaladores había desaparecido casi por completo. Ambos habíamos oído las noticias, nuestro común amigo Vladimir Balyberdlin había muerto en San Petersburgo mientras trabajaba con su automóvil particular como taxi pirata.
Yo no tenía muchas ganas de hablar sobre malos tiempos, así pues dije a Scott: «El mes que viene me voy al Manaslu con un grupo de Kazajstán. ¿Te quieres venir?». Al principio Scott permaneció en silencio, luego comprendió que yo hablaba en serio y comenzó a reír de nuevo, diciendo lo mucho que envidiaba mis aventuras extremas.
Scott sabía, como yo, que ningún americano había subido por entonces al Manaslu. «Podrías ser tú el primero», le dije. Se elevaron sus cejas y sus ojos refulgieron. «Oh, Anatoli, me gustaría muchísimo, pero estoy terriblemente ocupado. Tengo que organizar esta salida al Everest para mayo, y tengo que trabajar en el Kilimanjaro. Palabra que me encantaría, amigo, pero maldita sea, estoy demasiado ocupado».
La agenda de Fischer con Mountain Madness le llevaba por todo el mundo alejándole de la familia a quien amaba. Su casa en West Seattle era el lugar donde tenía su ropa en el armario y donde vivían Jeannie, su mujer, y sus dos hijos, pero cada vez con mayor frecuencia andaba por ahí con sus cosas en una maleta o en un petate de expedición, soportando discusiones con funcionarios de aduanas desprovistos de escrúpulos y de sentido del humor. Al decir de Karen Dickinson, solía encontrarse con problemas en los aeropuertos y hasta había tenido que desnudarse por completo en algún registro aduanero, porque él, claro, él iba con su coleta y su pendiente de oro, y su calendario de viajes parecía carente de sentido: hoy se iba a Tailandia, mañana a Nepal, después marchaba a África, así que el personal de las aduanas siempre andaba buscándole las vueltas: «Ah, claro, ¿y en qué negocios dices que andas?».
Traté de lograr que escapara de su agenda, que hiciera algo para sí mismo, que escalara. Le dije: «Estoy seguro de que tendremos éxito. Nuestro equipo es realmente fuerte, y tu presencia lo haría más fuerte aún. ¡Ven con nosotros!». Me daba cuenta de lo difícil que le resultaba rechazar mi invitación. Era evidente que su trabajo le llevaba en una dirección y su amor por las montañas en otra diferente. Me dijo: «Yo no tengo tanta libertad como tú. Tengo obligaciones, un negocio, compromisos familiares». Comprendí su dilema. Para un himalayista, resulta extraordinariamente difícil financiarse la actividad en las montañas sin caer de un modo u otro en tejemanejes comerciales. No obstante, me sentí decepcionado al escuchar su negativa.
Mientras charlaban, Fischer no cesaba de mirar su reloj, preocupado ante su inminente cita en el Ministerio de Turismo y deseoso de mostrarse puntual y debidamente respetuoso hacia las autoridades. Las buenas relaciones con los burócratas son indispensables: si no hay papeles, no hay escalada.
Cuando Scott se levantó para irse, me preguntó si podíamos vernos al día siguiente para desayunar juntos en el hotel Manang, donde se hospedaba. Tenía, me dijo, algunos asuntos de los que quería hablar conmigo.
Bukreev estaba impaciente por ver a Fischer de nuevo, porque sabía que el americano estaba expandiendo el ámbito de sus operaciones, buscando nuevos mercados, y Bukreev necesitaba oportunidades. Para él, los años posteriores al colapso de la Unión Soviética habían resultado más difíciles de lo que Scott nunca hubiera imaginado. El mundillo montañero soviético había quedado diezmado. Muchos de los escaladores de la generación de Bukreev, entre los que figuraban algunos de los montañeros más cualificados del mundo, eran ahora prácticamente indigentes. Quienes tenían familias por alimentar tuvieron que olvidarse de sus ambiciones y trabajar gestionando albergues de montaña o enseñando a esquiar a los hijos de jefes mafiosos, o cualquier otra cosa que les permitiera llevar el pan a casa.
Bukreev conoció la desesperanza y la humillación que llegaron como consecuencia de la falta de apoyo estatal. Después de su fructífera ascensión al Makalu en 1994, mientras Neal Beidleman y los otros americanos miembros de la expedición volaban hacia casa, él tuvo que meterse en el hotel más barato de Katmandú y vender su equipo de escalada para poder comprar un billete de vuelta a Alma Ata. Un día, al mirarse al espejo, se dio cuenta de que a pesar de los rigores y desafíos del Makalu había ganado peso gracias a la comida de la expedición, mucho mejor de la que podía adquirir en su país. Todos sus compañeros americanos habían perdido peso, algunos cerca de diez kilos. Su carrera estuvo a punto de acabar por entonces, y ahora mismo no estaba muy lejos de la misma situación.
Estaba deseoso de hablar con Scott acerca del potencial alpinístico de las montañas de Kazajstán. Allí, las oportunidades estaban aguardando a que alguien fuera a aprovecharlas. Estas montañas, que durante mucho tiempo habían sido el terreno de entrenamiento de los escaladores de la antigua Unión Soviética, presentan muchos retos interesantes. Las infraestructuras eran escasas, había pocos hoteles, pero empezaba a haber dinero en el país, y en mi opinión, una persona tan capacitada como Scott quizás pudiera empezar a poner algunas cosas en marcha.
A la mañana siguiente, sobre la segunda y la tercera taza de café, Fischer y Bukreev estuvieron mirando mapas de Kazajstán y algunos folletos de Tien Shan y del Pamir, que Bukreev había traído consigo a la cita con Scott. Éste parecía intrigado, hizo bastantes preguntas bien dirigidas y repentinamente trasladó el tema de la conversación al Everest. Deseaba hablar de la experiencia que Bukreev había tenido. Como todos los himalayistas, permanentemente atentos a las noticias procedentes de las grandes montañas, Fischer quiso conocer los detalles del éxito de Bukreev el año anterior con Himalayan Guides, de Henry Todd. De los siete escaladores a los que Bukreev había guiado al Everest, tres habían realizado sendas primeras: la primera ascensión galesa, la primera danesa y la primera brasileña.
Scott habló largo y tendido acerca del Everest, y luego pasaron a comentar aspectos del montañismo guiado en grandes altitudes, y de cómo éste difería de las experiencias de ambos en cotas más moderadas. Dijo que le interesaban otras montañas aparte del Everest, que tenía muchos planes para el futuro, para todos los ochomiles. Estaba pensando seriamente en la posibilidad de una expedición comercial en el K2. A muchos americanos les interesaría algo así, decía. «Necesitaré unos cuantos buenos guías, tal vez seis; tal vez guías rusos que estén dispuestos a correr el riesgo, ya que no son muchos los americanos capacitados para hacerlo».
Aunque el K2 es «sólo» la segunda montaña del mundo por su altitud, suele contemplarse como la más peligrosa de todas las cumbres de más de ocho mil metros. Debido a su forma piramidal, la escalada más ardua corresponde a las zonas más altas de sus flancos y representa uno de los grandes retos del himalayismo. Fischer conocía bien la dificultad de sus rutas y las dramáticas historias —demasiadas de las cuales eran trágicas— de sus tentativas y ascensiones. De hecho, Fischer había tomado parte en una de las más dramáticas de estas historias, como supo Bukreev.
En agosto de 1992, después de haber coronado la cumbre del K2, Fischer descendía de la montaña de noche y en medio de una tormenta, agotado y con un hombro lesionado, y además descolgando consigo el peso muerto de otro escalador, que Fischer transportaba atado a su propio arnés. Este escalador era el neozelandés Gary Hall, socio de Rob y que, incapacitado por un edema pulmonar, no podía moverse por sí mismo. La heroica actuación de Fischer le salvó la vida[6].
Dije a Scott: «Lo que sirve para el Everest sirve para el K2. Tú lo sabes. Has estado allí. No hay lugar para errores. Necesitas buen tiempo y muy buena suerte. Necesitas también guías muy cualificados, escaladores profesionales con experiencia en grandes altitudes y que conozcan la montaña. ¿Y los clientes? Tendrás que seleccionarlos cuidadosamente; necesitas personas capaces de asumir las responsabilidades y los retos de la gran altitud. Esto no es el Mount Rainier[7]. Escalar en cotas altas requiere un conjunto diferente de reglas. Tendrás que desarrollar la autoconfianza de tus clientes escaladores, porque no podrás llevarlos de la mano todo el tiempo. Es peligroso decir que se puede guiar a alguien hasta la cumbre del Everest del mismo modo que se haría en el McKinley[8]». Scott escuchó atentamente, y luego me dio una sorpresa.
«Necesito un guía de escalada», me dijo, «alguien que tenga tanta experiencia como tú. Vente conmigo al Everest, y después del Everest estudiaremos la posibilidad de hacer el K2 con un equipo de guías rusos y también escalar en Tien Shan. ¿Qué me dices?».
No tuve más remedio que decir a Scott que había recibido ya una oferta por parte de Henry Todd, de Himalayan Guides, quien como él estaba proyectando realizar una expedición comercial al Everest desde su lado nepalí, siempre y cuando consiguiera un permiso y suficientes clientes. Le dije que en Rusia teníamos una expresión, «Nadie cambia de pony en un vado». Scott rio y me preguntó cuánto iba a pagarme Henry Todd. Cuando se lo dije, me respondió:
«Mira, tú eres un agente libre. No has firmado ningún contrato escrito». Y entonces se ofreció a pagarme casi el doble de lo que Henry me había ofrecido.
Para Bukreev era una invitación magnífica, y la oferta de proyectos posteriores también resultaba prometedora. Bukreev tenía mucha confianza en la capacidad de Fischer para capear los problemas impuestos por la organización de una expedición, e igualmente le apreciaba como escalador. Además, Beidleman era amigo suyo. En 1994, Bukreev le había apoyado en su tentativa de escalar el Makalu, primer ochomil de Beidleman, y sentía un gran respeto por la determinación que había mostrado aquel americano durante el largo y agotador esfuerzo. Bukreev había observado que poseía una resistencia extraordinaria, porque era corredor de ultramaratones. Sin embargo, las exigencias de la escalada en altas cotas resultan muy distintas de las que plantea la carrera de larga distancia, y Beidleman carecía de experiencia en el Everest.
Yo no quería decir que no, pero tampoco me parecía oportuno aceptar en aquel momento, así que opté, en cambio, por pedir a Scott cinco mil dólares más de lo que él acababa de ofrecerme. Pensé que, si él accedía, Henry estaría más dispuesto a comprender mi postura al aceptar semejante oferta. Scott dejó en la mesa su taza de café y me miró como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. «Ni pensarlo», respondió.
Le dije: «Está bien, no hay problema». Honradamente, creí que aquel iba a ser el final de nuestra conversación y que yo trabajaría para Henry Todd como lo había hecho el año anterior, pero entonces Scott me sugirió: «Piensa en lo que te estoy ofreciendo», y se levantó para marcharse a otra cita que tenía en el Ministerio de Turismo. Al salir, dijo: «Desayunemos juntos mañana en donde Mike. ¿A las nueve? Piénsatelo».
A la mañana siguiente Bukreev llegó antes de la hora prevista a Mike’s Breakfast, un restaurante del barrio de Thamel muy frecuentado por los escaladores americanos y por los expatriados de Katmandú, debido a su café y a sus tortitas que representaban una especie de guiño a los deseos de consuelo gastronómico y a la nostalgia del hogar. Mientras buscaba una mesa, Bukreev ensayaba en inglés lo que había pensado decir a Fischer: que estaba dispuesto a aceptar las condiciones que Scott le había ofrecido el día anterior. No pensaba insistir sobre el pellizco adicional de dólares. La relación con Mountain Madness, pensaba él, podría ser productiva. Pero si no tenía un comienzo, jamás tendría futuro. Transcurrieron treinta minutos, transcurrió una hora. Bukreev pidió el desayuno, sospechando que Fischer había cambiado de opinión y que él había perdido su oportunidad.
Había terminado ya mi desayuno y acababa de pagar al camarero cuando vi a Scott que entraba al restaurante con su agente, P. B. Thapa, de la compañía Him Treks de Katmandú, que se encargaría de la logística de la expedición de Mountain Madness en Nepal. Scott se acercó a mi mesa, sonriendo como siempre, dijo «Buenos días», e inmediatamente, antes incluso de que yo pudiera responderle, interrogó: «¿Estás dispuesto a venirte al Everest conmigo?». Y yo le respondí, bromeando, «¿Estás dispuesto a pagarme lo que te pedí?». Sin dudarlo un momento dijo: «Sí».
Una vez tomada la decisión, P. B. Thapa, Fischer y Bukreev comenzaron a dirimir los detalles de planificación de la salida. Una de las preocupaciones más inmediatas para Fischer era la cantidad de oxígeno que tendría que encargar para sus clientes. Había oído hablar de una nueva empresa rusa, Poisk, radicada en San Petersburgo, que ofrecía un envase de titanio de peso reducido, al menos medio kilo más ligero que el cilindro convencional de tres litros que suele utilizarse en las montañas. Fischer tenía interés en aligerar en lo posible las cargas de sus clientes. Bukreev tenía contactos en la fábrica de San Petersburgo, y acordaron que tan pronto regresara del Manaslu, Bukreev iniciaría inmediatamente las negociaciones con esa compañía.
Unos días más tarde me reuní con Scott en el hotel donde se alojaban mis amigos de Georgia, y le mostré algunas de las tiendas de altitud fabricadas en los Urales, que habían sido utilizadas en el Dhaulagiri. De buena calidad, y probadas bajo condiciones de fortísimos vientos a grandes alturas. Scott compró una de ellas y me encargó que consiguiera que los fabricantes nos hicieran otra siguiendo algunas especificaciones de Scott. Convinimos en que yo me cuidaría de este tema, así como del oxígeno.
Bukreev y Fischer se separaron, satisfechos uno y otro por los acuerdos alcanzados. Por primera vez en varios años, Bukreev veía un futuro con posibilidades reales, y este año no tendría que vender su piolet ni ninguna otra pieza de su equipo para poder volver a casa, ya que Fischer le había adelantado algún dinero a cuenta de su contrato. También Fischer estaba contento. Para bien de su expedición y de sus clientes había logrado asegurarse los servicios de uno de los escaladores más fuertes del Himalaya. Como más tarde explicó a sus amigos, había contratado a Bukreev por un motivo muy específico: «En el caso de que algo llegara a torcerse, Anatoli estará allí para sacarnos de la montaña».
Karen Dickinson recuerda lo entusiasmado que estaba Fischer por haber conseguido enrolar a Bukreev. «Oí decir a Scott: “No se puede pedir un escalador más fuerte que Anatoli para que esté en el Everest con nosotros. ¿Quién sabe lo que puede suceder allá arriba?”».