Capítulo 22

 

María, después de esa confesión que la hacía entender por todo lo que Álvaro estaba pasando, no lo pensó ni lo dudó. Su osadía no conocía límites cuando estaba con él. Entrelazó sus dedos alrededor de su nuca y le besó con pasión.

Ahora no temía, sabía que se sentía igual de confuso y perdido que ella y era consciente, en su interior, de que era su puerto seguro, al igual que Álvaro el suyo. Ese puerto en el que resguardarse de las tormentas más salvajes y en el que sentirse a salvo.

María dejó que sus manos navegaran entre su cuerpo disfrutando de los ondulantes músculos de sus brazos que se alzaban como salvajes olas sobre su piel. Su espalda, sus hombros anchos y fuertes tan suaves y a la vez tan firmes.

Un cuerpo en el que perderse como en un laberinto y del que no desear salir jamás. Un cuerpo definido por el intenso ejercicio físico.

Álvaro gemía con cada caricia de ella con la seguridad de que se estaría de nuevo debatiendo entre lo que estaba bien y lo que no, confundida por tener ese sentimiento intenso, difícil de controlar y tan sencillo dejarse envolver por él.

María trataba de reñir a su cuerpo, le rogaba en silencio que parase, que era algo indecoroso ese comportamiento, que de seguir así la haría suya en ese momento. Pero su cuerpo parecía hacer oídos sordos a su mente regañona y estricta, y todo empeoró cuando sus manos comenzaron a acariciarle los pechos desnudos, bajo la suave tela de la combinación que la cubría.

Sus dedos describieron círculos suaves sobre uno de sus pezones que se irguió y se volvió más sensible a sus enloquecedoras caricias.

Abrió los ojos saturada de sentimientos nuevos y a la vez familiares. Álvaro no detuvo su castigo ahí, sino que continuó recorriéndole el cuerpo, de arriba hacia abajo, suavemente, rozando con sus dedos torturadores cada recoveco del cuerpo femenino.

María notaba sus manos en su espalda, en sus caderas, sobre sus glúteos, acariciando sus tobillos, subiendo hacia sus muslos y… ¡Oh, Dios! Su mano estaba jugando entre sus muslos, que estaban muy húmedos por la excitación.

Pensó que nunca había oído hablar a ninguna mujer de lo bien que se sentía la intimidad. Por lo general, las mujeres que la rodeaban, las que trabajaban en su hacienda, le aconsejaban que cerrase los ojos y no se resistiese, pues cuanto antes acabase el hombre, mejor.

Sin embargo, debía de pertenecer a otra clase de mujeres, porque desde luego no quería que esa tortura deliciosa y embriagadora acabase.

Nunca.

Los dedos de Álvaro se internaron melosos entre los suaves y salvajes rizos rebeldes que ocultaban su sexo. Y con el pulgar acarició el pequeño bulto escondido entre ellos, describiendo con sus manos movimientos circulares, al igual que en sus pezones.

Un gemido alto y liberador brotó del pecho de María. Se retorcía entre sus brazos por todo el placer que estaba recibiendo. Sus caderas tomaron vida propia y se apretaban contra los dedos de su amante desvergonzadas. Sin pudor, sin dejar de jadear.

Álvaro, ante el estallido de ardor de la mujer, temió perder aún más la compostura, ya había llegado de nuevo demasiado lejos. Debía detenerse, pero esa mujer salvaje y excitante le hacía enloquecer y olvidarse de todo y de todos. Ni siquiera le importaba dónde estaban, era suya y le embriagaba notarla retorcerse de placer entre sus brazos.

Vislumbró en los ojos de María, nublados por el deseo, su sempiterna lucha interna. Deseaba comportarse como una dama respetable, pero era incapaz de controlar su cuerpo porque ese cuerpo lo controlaba él.

Necesitaba que se relajara y confiara en sus manos expertas, así podría darle aún más placer. Era extraño para Álvaro disfrutar tanto dándole placer a una mujer, en esos momentos en los que la acariciaba suave y dulcemente, deleitándose con el comportamiento de ella, se dio cuenta de que le importaba más el placer de la mujer que el suyo propio.

—Eres tan dulce —susurró Álvaro con la voz oscurecida por el deseo.

—Yo… no… deberíamos… hacer… esto… —balbuceó ronca de deseo.

—¡Oh! Sí que debemos y lo haremos —replicó sin poder detenerse.

—No, no podemos aún…

Álvaro la besó de nuevo con pasión, ella trataba de resistirse pensando en su pureza, pero Álvaro la besó sin descanso hasta que de nuevo quedó envuelta por la pasión que la hacía perder todo rastro de cordura.

Las manos de María comenzaron a acariciarle tratando de emular las manos expertas que la recorrían, su mano rozó algo duro e intenso entre sus piernas. Abrió los ojos de forma desmedida, había acariciado su miembro.

Álvaro notó el azoramiento a causa de su nuevo descubrimiento y apareció una maliciosa sonrisa.

María no podía dejar de mirarle boquiabierta. De nuevo, sin poder evitarlo, recordó los comentarios de las mujeres de su hogar con respecto al insignificante tamaño de las virilidades de sus maridos y las burlas que estas hacían comparándolas con sus meñiques o con el tamaño de sus cerebros.

Desde luego, su garrote no podía compararse a un dedo meñique, ni siquiera al dedo corazón.

Pensó que tal vez era comparable al grosor de su muñeca.

Un grito de sorpresa al comprender se escapó de su boca y recordó la imagen de él desnudo con su virilidad amenazándola.

Álvaro la observaba divertido, excitado y perdido por la pasión. María tuvo la sensación de que sabía exactamente en qué pensaba en ese preciso momento, avergonzándose más.

—Ni lo pienses —susurró.

—¿El qué? —dijo haciéndose el inocente.

—Pues seguro que piensas introducir tu garrote en mí.

—No, no pensaba llegar tan lejos, pero gracias a ti ahora lo pienso. Y me agrada.

—Nunca. Nunca te dejaré acercarte a mí con eso.

—Bueno, no es algo de lo que pueda prescindir —contestó divertido.

—¡Aléjate!

—No puedo, he decidido que serás mía.

—¿Que seré tuya? ¿Que lo has decidido? ¿Y qué te ha hecho llegar a esa conclusión?

—Dos cosas.

—¿Cuáles?

—La primera, que tú me amas, la segunda fue el miedo que sentí al pensar que te perdía. Por eso ahora eres mía. Para siempre.

—Yo… no te amo —replicó sin convicción.

Eso molestó a Álvaro más de lo que debería.

—Sí. Lo haces. Lo dijiste y no puedes retirarlo.

—¿Lo dije? ¿Cuándo? —preguntó sorprendida.

—Cuando estabas enferma.

—Eso no cuenta, estaba envenenada.

Él se rio de buena gana.

—Sí, envenenada de amor.

María trató de replicar, pero su boca tapó la protesta. Sus besos de nuevo la incendiaron. Su mano continuó su tortura bajo sus muslos. Ella se derretía, se sentía como si fuese mantequilla fundiéndose a fuego lento, disolviéndose de forma dulce y suave.

Álvaro se alejó un poco de ella, un instante, para llevarle su tímida mano al lugar donde deseaba estar, a su entrepierna. Ahora, su miembro estaba fuera, liberado. Y él quería notar de nuevo el torturador roce de su mano sobre él.

María observaba de reojo su miembro, duro y erecto, recelosa.

¡Estaba loco si pensaba que le iba a permitir acercarse a ella con esa arma mortífera!

Reculó hacia atrás con tanta fuerza que se dio de bruces contra el suelo, notando un dolor agudo en las nalgas y en la espalda por el golpe.

Aturdido por un segundo, Álvaro no entendía la reacción de ella hasta que siguió la dirección de su mirada.

—No te acerques más —casi gritó.

—¿Qué te ocurre?

—Eso —dijo mientras le señalaba la entrepierna—. No deseo morir.

—No vas a morir —contestó divertido recordando su primera conversación sobre su garrote.

—No es igual acariciarlo que tenerlo dentro. Si me atraviesas con eso moriré, seguro.

—Sí, vas a morir, mi dulce señorita, pero de pasión. Te vas a deshacer entre mis brazos.

Diciendo eso, Álvaro se acercó a ella, la agarró fuertemente y la levantó, dejándola frente a él. Las piernas de ella se entrelazaron en su estrecha cintura de forma instintiva, como si esa fuese la posición más natural entre ellos.

Se deshizo de sus calzones y con ella en brazos, rodeándole con sus largas piernas la cintura, se dirigió hacia el río.

El agua le llegaba a María hasta la cintura, refrescándola de forma agradable, pero no estaba dispuesto a dejar que se enfriase y continuó con su tortura de besos, caricias y palabras que teñían su rostro del más delicioso y delicado de los rojos.

Sumergió uno de sus dedos entre los pliegues húmedos de ella y rozó la entrada evocadora de su sexo, para acto seguido penetrarla con ese dedo humedecido por sus propios flujos, que utilizó para acariciarla por dentro de una forma deliciosa.

María se sorprendía por cada nueva caricia al ser una completa ignorante con respecto a lo que ocurría en verdad entre un hombre y una mujer, pero a medida que el deseo se intensificaba y las continuadas olas de inmenso placer se adueñaban de su cuerpo, se desinhibía más, dejando salir a la gata salvaje.

Los dos se besaban y acariciaban envueltos por la bruma espesa de la pasión y la lujuria, esas que nublan la vista y los sentidos sin apenas hacerse notar y que cuando se dejan ver uno está tan inmerso en esa vorágine de anhelos que ya no puede ni desea escapar.

Estaban ajenos a todo. Tan solo existían ellos dos.

María le besó con fuerza, asiéndole del cuello para no caer al agua fría. Él continuaba con su ritual, adentrando su dedo dentro de su cueva de placer y después alejándolo. Era una verdadera tortura. Su ritmo cambió e introdujo dos dedos dentro de ella. Suavemente.

El placer se hizo aún más intenso, cosa que María no creía posible y sus caderas se unieron a su compás.

Era la sensación más deliciosa y placentera que había sentido nunca. Y la boca posesiva de Álvaro sobre la de ella acallaba sus gemidos y la excitaban.

Con los dedos en su interior y sabiendo que la estaba volviendo loca de pasión, Álvaro decidió que ya no había vuelta atrás. Con su pulgar, inició de nuevo las caricias sobre su perla inflamada en pequeños círculos.

Rozándola, acariciándola. Tan solo un leve toque con sus yemas.

María, ante la nueva oleada de sensaciones, sintió que iba a desfallecer a causa de tanto deseo. Notaba el placer repartido por todo su cuerpo. Sentía cómo la acariciaba por dentro y por fuera, y en su interior se inició la explosión que nacía entre sus piernas y poco a poco se extendía. Sus caderas olvidaron el compás de la danza que interpretaban y comenzaron a moverse de una forma frenética, descontrolada, igual que sus dedos dentro de ella. Era incapaz de ver u oír nada, ni tan siquiera podía respirar, solo era consciente de las olas de éxtasis que la inundaban y que la arrastraban en esa marea maravillosa de placer y satisfacción. Tan solo deseaba llegar a buen puerto.

Quedó exhausta, feliz y notaba cómo un pequeño y traslúcido hilo de saliva corría por su boca. Sintió pudor y se llevó los dedos a su barbilla para deshacerse del líquido delator.

—No, no hagas eso —susurró con la voz ronca de la pasión.

—Es vergonzoso —jadeó, pues aún no había recuperado la respiración.

—No lo es, es a causa del intenso placer que te he regalado.

María lo miró a los ojos y casi no pudo reconocer su mirada, nublada y oscurecida por el deseo. Se sentó en el lecho del río, dejando que el agua fría los empapase, aunque en ese instante el agua no la sentía fría.

Álvaro la sentó sobre él con mucho cuidado y puso su sexo inflamado, más aún, si es que era posible, que momentos antes, sobre la entrada suave y muy húmeda de su sexo.

—Trataré de no hacerte daño, amor —dijo en un tono apenas audible.

Álvaro penetró, con su miembro a punto de estallar, en ella. Muy despacio, poco a poco. María quiso oponerse, no deseaba perder su virtud así, aunque hubiese perdido parte de ella, deseaba entregar su virginidad en la noche de bodas, pero fue imposible. La cara de éxtasis la hipnotizó. Estaba muy excitado, casi fuera de control, por el hecho de que hacía el amor con ella.

Se acercó y le besó con furia. La magnitud de la pasión que despertaba en ella era extraña. María lo besó de nuevo, mordió su labio inferior y Álvaro sintió que ya no soportaba más el hambre que sentía por ella, esa hambre que le corroía las entrañas. La acarició sin temor, quería recorrer todo su cuerpo, se detuvo a la altura de sus pechos, tan deliciosos que no se cansaría jamás de beber de ellos. Después los apretó entre sus manos y sacó uno del camisón, que ahora estaba empapado por el agua y por el sudor de sus cuerpos.

Lo metió en su boca y succionó. Eso volvió a encender las ascuas casi apagadas del interior de María y de nuevo estaba húmeda y dispuesta para llegar a un nuevo clímax.

¿Cómo podían describirlo como una sensación de asfixia?

Era algo refrescante, como el más puro aire limpio de la cima de una montaña, era la libertad. Desde luego, ahora sí estaba segura de que no deseaba que acabara.

—Es tan maravilloso… —susurró mientras emitía un gemido largo y profundo que le dio más confianza a Álvaro, que acabó por penetrarla.

María sintió un pequeño desgarro, algo de escozor e incomodidad.

—Ahora —dijo entre jadeos—, trata de no moverte.

—¿Por qué? —dijo también alterada.

—No quiero hacerte daño.

—Está bien —dijo con duda.

—Esperaremos un poco para que tu cuerpo se adapte a la invasión de mi… garrote —sonrío entre jadeos.

—Como quieras —suspiró profundamente y, al hacerlo, su cuerpo se encajó más en el del hombre y un ramalazo intenso de placer la sacudió. Se movió de nuevo. Y Álvaro gimió. Ella jadeó. Y al notar que al moverse no solo no le dolía sino que experimentaba un deseo más intenso que el que había vivido, no pudo detenerse.

Desinhibida como estaba y llena de curiosidad por todo lo nuevo que experimentaba, se movió sobre él, tratando de encontrar la manera más cómoda y placentera para ella. Apoyó sus manos sobre sus fuertes hombros mientras la mirada confundida de Álvaro la dejaba tomar la iniciativa, sin poder hacer nada, porque estaba tan perdido como lo estaba ella, en los brazos de la pasión y el deseo.

—Me estás matando —susurró.

Ella lo miró divertida por la expresión que había utilizado.

—El que tiene la orden de matarme eres tú —sonrió.

Él pareció por un momento sentirse mal.

—Nunca te haría daño y desde luego no permitiré que el cabrón de mi hermano te lo haga.

María detuvo su danza en seco. «El cabrón de mi hermano».

Los sentimientos encontrados, la culpabilidad, el amor que despertaba, la pasión, el miedo, la rabia…

María tuvo la intención de levantarse, de sacarle de su interior y dejarle ahí, pero él adivinó sus intenciones y la apretó contra su cuerpo.

—No te voy a dejar huir de mi María, ya te dije que eres mía. Me perteneces ahora y para siempre.

Sus embestidas se hicieron más seguras, posesivas y urgentes, arrancando gemidos a ambos, que inundaban el bosque.

María comenzó a responder a sus envites, moviéndose al mismo ritmo, queriendo más, deseándolo más adentro. Sentía que la piel, la carne e incluso los huesos le sobraban, quería sentir el alma de él junto a la suya.

Clavó sus uñas afiladas en sus hombros, velada por la pasión cegadora que despertaba en ella, que la hacía desear más de lo que tenía.

Apoyada en sus hombros, inició de nuevo la danza, se elevaba suavemente y se dejaba caer, con cada movimiento de sus caderas él se deshacía, sus gemidos se intensificaban y no era capaz de hablar o respirar, tan solo podía mirarla.

Su mirada había cambiado, no era limpia, sino oscura, apagada por un deseo que nacía de sus entrañas. Podía ver en su cara que desde luego él sentía por ella algo más profundo que un simple deseo de lujuria. Parecía amarla de verdad.

Darse cuenta de eso la conmovió y la emocionó, y sintió un gran amor que le dio más seguridad en sus movimientos. Ahora ambos se unían al unísono, continuaba su danza frenética sobre su miembro, que se tensaba cada vez más hasta que se dejó arrastrar por la música de placer y pasión que los envolvía.

María pensó que tal vez se había vuelto loca, dejando cada rastro de su cordura olvidado y perdido entre sus brazos.

Lo besó con pasión, sin vergüenza, sin pudor, y sus movimientos se intensificaron hasta que otra ola de placer los devasto por completo, los revolcó entre las olas y los alejó hasta una playa desierta, donde arribaron con los brazos alrededor del otro.

Los espasmos iban apaciguándose lentamente, pero ambos permanecieron enterrados el uno en el otro por un tiempo infinito, en el que ninguno estaba dispuesto a soltar al otro.

—Te quiero María —dijo al oído.

—Y yo a ti, Álvaro del Valle, mi Caballero. Aunque no te voy a perdonar que me dejases pensar que me habías abandonado ni tampoco que te engañaba contigo mismo.

María le riñó de forma dulce, natural, sorprendiéndose a sí misma, pero sabiendo que era cierto. Lo amaba y él a ella. Se amaban.

—Ha sido… —continuó— increíble. Creí que iba a morir.

—Sí, ¿verdad? Bueno, no tengo con qué comparar… —comenzó a decir de forma pícara.

—Ni lo tendrás nunca —rugió con voz seria—. Eres mía y ningún otro te tocará.

—¿Y si lo hace?

—Entonces… lo mataré.

Su mandíbula apretada y la mirada de odio que se dibujó en su rostro le dijeron a María que no bromeaba, en verdad, la iba a cuidar y, si tenía que acabar con la vida de otro hombre que pretendiese hacerle daño, lo haría a pesar de las consecuencias. Eso la conmovió y comenzó a sollozar. Lloraba, pero de felicidad. Era incapaz de contener todos los sentimientos que fluían libres por sus venas. Con lo débil que se sentía dudaba que su frágil cuerpo lo soportara, esperaba en cualquier momento oír el crujido del cuerpo al romperse.

—¿Por qué lloras María? ¿Te he hecho daño?

—No —consiguió decir—. Lloro de felicidad.

Álvaro la apretó contra su pecho y la arropó con sus fuertes brazos, le quitó la combinación y la dejó desnuda contra él. Roció agua sobre su larga melena, sobre ese hermoso cuerpo que ahora le pertenecía, y comenzó a lavarla como si fuera una niña. Su niña.

Le lavó el pelo, el cuerpo, su sexo, deshaciéndose de los restos de sangre, de jugos y de su propia simiente. Después, hizo lo mismo y se sumergió con ella para desprenderse del jabón.

En todo momento, siguió regalándole besos suaves, tiernas caricias y susurros de amor.

María pensó que más tarde hablarían con calma de todo, de su identidad secreta y de su hermano, de todo, pero por el momento dejaría que la amara y disfrutaría de ello.

María supo en ese momento que se había enamorado de un hombre maravilloso, aunque lleno de secretos, y no sabía decidir en qué momento sucedió, pero ahora estaba segura, lo amaba desde que lo vio por primera vez y todo había comenzado con un beso robado.