Capítulo 8

 

Álvaro salió del salón principal enfadado y se dirigió a la cuadra donde se montó a lomos de su semental. Tizón se llamaba el oscuro corcel en honor al color de su pelaje y su carácter ardiente.

Espoleó al purasangre y cabalgó al galope, tratando de dejar atrás con todas sus fuerzas ese maldito pasado y, tal vez, tratar de esquivar el inevitable futuro.

La confusión se había adueñado de María arrastrándola a un torbellino de sentimientos enfrentados, no podía dejar de odiar a su futuro esposo por lo que hizo aquella lejana noche, aunque, por otro lado, en estos momentos le parecía una reacción exagerada, hasta ahora no se había mostrado en ningún momento violento. Además, debía reconocer que cuando lo conoció era simplemente un muchacho que acababa de perder a toda su familia, que había heredado un gran legado y no tenía a nadie en quién confiar o apoyarse.

Quizás, debería plantearse si se merecía, aunque no su perdón, al menos la oportunidad de demostrar que había cambiado.

Pero la mirada de odio de la bestia que vislumbró aquella noche, las ganas de doblegarla… todavía la perseguían en sus sueños más terroríficos.

Perdida en sus pensamientos se encontró sin percatarse en el establo. Observó los animales que descansaban, unos caballos hermosos y fuertes. Era una pena que estuviesen allí, amarrados, en vez de galopando libres, igual que deseaba ella en ese momento.

Uno en particular llamó su atención. Era un animal de gran envergadura, de un blanco cegador cuyas crines se deslizaban libres rizándose un poco en las puntas. Era un ejemplar magnífico.

Se imaginó cabalgando sobre él, dejando atrás todas las preocupaciones, sus miedos, su inseguridad, sus obligaciones y siendo tan solo ella.

Contemplaba seriamente la posibilidad de salir a cabalgar y miró en derredor para comprobar que no había nadie cerca, nadie que se lo impidiese. Ni siquiera el mozo de cuadras que podría retenerla con alguna pregunta incómoda. Así que, sin pensarlo, se subió sin esfuerzo en el gran animal y lo espoleó.

El animal se lanzó a la carrera. El viento le azotaba en el rostro, despejándole la mente de cualquier cosa que no fuese la libertad que le transmitía la adrenalina que corría salvaje por sus venas en ese instante, a causa de la velocidad que alcanzaba el semental.

El corcel galopaba más y más rápido. María, a pesar de ser una gran amazona, comenzó a sentir que ya no era dueña de las riendas de la montura y trató de frenarle. Cuando tiró de las bridas para indicar a la bestia que refrenase su marcha, algo lo asustó y comenzó a galopar violentamente, el animal no la obedecía. Había perdido todo control sobre él.

Asustada, se inclinó hacia la base del caballo, tratando de que el animal oyese sus suplicas para que se detuviera y a la vez permitirle más estabilidad sobre él.

No quería gritar, pues pensó que eso asustaría más al animal. Así que tan solo comenzó a rezar y rogar para que el animal poco a poco fuese desacelerando la marcha.

Sentía miedo, un pánico que le gritaba que si hacía un movimiento en falso podía acabar muy mal parada.

Álvaro estaba hablando con uno de los campesinos sobre la siguiente cosecha cuando vio pasar a unos metros de distancia a uno de sus caballos. Era un regalo del padre de su futura cuñada para él, pues a su hermano no le gustaba nada cabalgar. Era un gran ejemplar que aún no había sido domado correctamente.

«¿Quién demonios se había atrevido a cabalgarlo sin estar todavía adiestrado?». Había pensado dedicar la tarde junto al mayoral a este asunto, sin embargo, ahí estaba, libre y descontrolado con un jinete sobre su grupa. Un jinete con faldas. Y con una larga y preciosa cabellera oscura.

«¿Cómo se le había ocurrido a esa dichosa mujer? ¿Acaso odiaba tanto su futuro como para desear su propia muerte?».

—¡Qué demonios! —masculló dejando al labriego anonadado por la blasfemia.

Azuzó a su caballo sin pensarlo y salió tras ella. Si no llegaba a tiempo, cuando el corcel se cansase de galopar con su ocupante se encabritaría y seguramente la tiraría hacia atrás.

Por desgracia conocía de primera mano el desenlace fatídico que en muchas ocasiones esas caídas provocaban. Serias fracturas e incluso la muerte, si el animal descontrolado, además, pisaba al jinete.

Iba a tener que hablar con ella seriamente, si quería cabalgar ¿por qué simplemente no se lo había pedido?

El semental era tan rápido como el mismo diablo, o se daba prisa en alcanzarla o podría acabar muerta. Ese pensamiento le heló la sangre y se concentró en ganar más velocidad. Por suerte montaba a Tizón, un caballo bien entrenado, de gran resistencia y muy rápido.

Se agachó para que su cuerpo no fuese un obstáculo oponiendo resistencia al viento y siguió espoleando a su montura para que se diese más prisa.

Más tarde y tranquilo, tendría tiempo de pensar en la regañina que se merecía su cuñada, pero en ese instante no dejaba de sentir terror, un miedo como nunca antes había sentido, siendo consciente de que cualquier movimiento en falso, por pequeño que fuese, haría que la vida de María corriese un mayor peligro.

Decidió ignorar su corazón latiendo con la misma fuerza y velocidad que alcanzaba su montura y concentrarse únicamente en llegar a tiempo al lado de María.

Estaba cerca de las grupas del otro caballo. María se había agachado e iba fuertemente agarrada al cuello fornido del animal. Al menos la mujer había reaccionado de una forma serena sin dejarse arrastrar por el pánico que debía sentir en ese momento, o tal vez hubiese sido ese mismo miedo el que le había salvado la vida. Si hubiese gritado o pataleado, lo más probable es que hubiese asustado más al animal y la hubiese tirado al suelo.

—¡María! —grito Álvaro— ¡María!

María pensó que estaba soñando. Le parecía oír a su bandolero llamándola. Casi le pareció notar el aire que la boca de él exhalaba mientras la llamaba.

Las lágrimas en sus ojos, por el miedo, apenas le dejaban ver y, aun así, instintivamente giró la cabeza y se encontró con los ojos duros y fríos de su futuro esposo.

Parecía querer salvarla, aunque por la expresión de su mirada, pensaba que tal vez era menos probable que sufriera daños a lomos de ese animal enfurecido que junto a la bestia de su prometido.

—¡María! —siguió llamándola Álvaro, mientras alargaba uno de sus brazos hacia ella.

¿Qué pretendía? Se preguntaba María. ¿Quería cogerla y ponerla junto a él, en su misma montura?

Esa era la impresión que daba, pero María no sabía qué hacer, ¿qué sería lo acertado? ¿Arriesgarse a que el caballo la lanzase y tener, como mínimo, alguna fractura, o aguantar los gritos y los golpes de él?

María dudaba, pero Álvaro no.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la agarró de la frágil cintura y con una rapidez y fuerza que la sorprendieron, se encontró subida en una montura diferente y de una forma muy poco femenina.

Álvaro, cuando por fin la tuvo entre sus brazos, se sintió muy aliviado, y en cuanto se hubo calmado lo suficiente y sintió que sus manos y piernas no temblaban apenas, observó embelesado el hermoso y redondeado trasero que llevaba entre los brazos. Porque en su prisa por sacarla de la trampa rápida en la que cabalgaba, la había colocado boca abajo, con la cara y el cabello hacía la tierra, y su trasero había quedado expuesto a su mirada.

Sonrió al pensar en todos los improperios que ella estaría gritando en su mente, pero seguro que no haría explícitos, aunque eso le gustaría. Esa mujer tenía algo que, cuando estaba furiosa y lo demostraba, le calentaba la sangre hasta tal extremo que le parecía que podía escucharla hervir dentro de sus venas o, al parecer, el calor abrasador que lo consumía por ella, le inducía a pensar así.

Cabalgó un rato más con ella en esa posición tan poco adecuada. Estaba seguro de que estaría incómoda y avergonzada, pero el contoneo de su trasero lo había hipnotizado. Cabalgaba esperando alguna protesta por parte de ella, pero no la hubo.

María percibía cómo su sangre, caliente por la furia que sentía en ese momento, le inundaba el rostro, las orejas y la cabeza. Se sentía mareada, avergonzada y dolorida por la postura, mientras su futuro esposo no era capaz de pensar en ella y colocarla en una postura más decente y cómoda, porque era incapaz de pensar en alguien que no fuese él mismo.

Trataba de reprimirse, pero lo que de verdad deseaba era gritarle a la cara que era un maldito bastardo y preguntarle si había disfrutado con el espectáculo.

Por un momento, le pareció incluso romántico que la hubiese rescatado, pero en esos momentos, humillándola como lo hacía, tan solo deseaba gritarle, escupir en su atractivo rostro y darle una buena patada en su dichosa entrepierna.

Así, al menos, se aseguraría de que por unos días no iba a yacer con ninguna ramera.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó una voz de hombre que sonó asustada—. Creíamos que no llegaba a tiempo.

—Yo también —confesó Álvaro—, buscad al animal y llevadlo de vuelta a las cuadras. Tendré que enseñarle.

El hombre se marchó cabalgando mientras ella continuaba en esa postura tan indecorosa, y a su futuro marido ¡no le había molestado que otro hombre la viese así de expuesta! Se sentía como si estuviese desnuda. Y eso no se lo perdonaría.

Álvaro suspiró, a pesar de que no deseaba cambiarla de postura, tendría que hacerlo, aunque su bamboleo hipnotizador hubiera hecho que su miembro se agrandara con tan solo pensar en el trasero de la mujer sin ropa, sobre él, moviéndose con ese mismo delicioso compás…

—¡Demonios! —gruñó colocándola sin esfuerzo sentada delante de él, en una postura más adecuada.

Ella le miraba con la furia caldeando sus preciosos ojos verdes, en los que podía ver el fulgor del odio.

Álvaro trató de no reírse, pero estaba tan hermosa con la larga cabellera alborotada, sonrojada seguramente por la ira que trataba de contener hacia él, o tal vez por el estupor de haber estado cabalgando con su precioso trasero tan marcado, con el vestido mal colocado que dejaba entrever algo más de lo permitido sus redondeados y llenos pechos, que solo pudo acariciar un mechón de su suave y enmarañada melena y colocarlo tras su pequeña oreja.

Así, justo así, la recordaría siempre, su gata salvaje. Pensó que, si en ese momento tenía un estallido de furia, iba a besarla hasta que le doliesen los labios, hasta que ella le suplicase que siguiera adelante, que le diese más. Pensó en cómo la torturaría, pellizcando esos pezones sonrosados, en cómo acariciaría ese imponente trasero mientras besaba su sexo y saboreaba sus jugos, esa dulce humedad que se estaría derramando entre sus piernas, por él.

El pantalón comenzó a sentirlo muy estrecho en la entrepierna y el suave balanceo de ella sobre él no ayudaba, además, los pechos exuberantes parecían que iban a derramarse en cualquier momento desde dentro de su vestido y caerían sin ninguna otra opción sobre sus manos, donde los acariciaría…

—¡Demonios! —volvió a murmurar enfadado. Esa mujer no debería provocarle todas esas emociones, casi no se conocían, aun así, antes de saber que era su cuñada, cuando la vio desafiante con su vestido oscuro que destacaba el verde de sus ojos, plantándole cara a tres peligrosos bandoleros, no pudo pensar en otra cosa que en la suerte que tendría el hombre que la poseyera, y decidió que al menos debía saborear por una vez esos labios llenos y rosados que parecían no decir otras palabras que hazme tuya. Qué sorpresa tan agradable se había llevado cuando ella le había devuelto el beso con una pasión inesperada, y una muy desagradable cuando la oyó pronunciar el nombre del que la vengaría, del que sería su futuro esposo. Su hermano.

—¡No me estás escuchando! —Lo sacó una voz enfadada de sus pensamientos.

—La verdad es que no —dijo sin mentir.

—No has cambiado, sigues siendo el mismo cobarde egoísta de aquella noche.

—No vuelvas a decir eso, María Isabella de Ayala —habló con voz rotunda porque, a decir verdad, esa confesión de su cuñada no le había gustado nada, sobre todo porque, de ser su hermano, él sí que probablemente la hubiese castigado o humillado.

—Lo siento de nuevo, supongo que estoy molesta por la posición tan incómoda en la que me has puesto.

—¿Yo? ¿Quién ha sido la que ha salido a cabalgar sola y montando un caballo que aún no está domado para su monta?

—El caballo no… —dijo avergonzada.

—No, María. Te pregunté si querías cabalgar. ¿Por qué no me dijiste que lo deseabas y yo te hubiese ensillado gustosamente un caballo adecuado para ello?

—¿Lo habrías hecho? ¡Lo dudo!

—No lo dudes. Lo habría hecho. Yo haría cualquier cosa por ti —confesó Álvaro y, en ese momento, supo que era verdad. Que lo haría. La protegería. Y lo inundó la pena, porque no tenía ningún derecho sobre ella.

—Ni siquiera me prestabas atención, ¿cómo puedes decir que harías cualquier cosa por mí?

En realidad, a María la declaración de su prometido le había pillado con la guardia baja, después del susto que había pasado a lomos del semental, solo deseaba unos brazos fuertes y amplios en los que sumergirse y dejar caer algunas lágrimas más, unos brazos como los que tenía frente a ella.

—Lo siento, es verdad. Me he distraído.

—¿Te has distraído? ¿Y se puede saber qué era tan importante para distraerte en una situación en la que casi muero?

—Tú.

—¿Yo?

—Me distraen tus pechos a punto de derramarse por tu vestido, tu pelo desordenado y libre, con el que estás preciosa, y me está distrayendo tu boca, porque solo puedo pensar en besarte.

—¡Oh! —exclamó María, pues no se esperaba para nada esa confesión que parecía tan sincera por parte de su prometido. ¿De verdad sentiría todo eso por ella?

—Sí, por eso no te prestaba atención.

—No sé si sentirme halaga o más furiosa aún. Esa no es una forma apropiada de hablarme.

—¡Demonios! Lo sé. ¿Crees que no dejo de repetírmelo? Pero no dejo de pensar que necesitas un buen repaso.

Había llegado el momento, iba a golpearla. Cerró los ojos, como para evitar ver el dolor del golpe. Sin embargo, lo que sucedió fue diferente.

Las manos masculinas acariciaban suavemente su cuello y la boca ruda estaba sobre la suya, el inesperado contacto la hizo sorprenderse entreabriendo los labios, oportunidad que no desaprovechó ya que sabía que no tendría otra, sumergió su lengua en la boca de ella y comenzó a besarla con toda la pasión que despertaba en su cuerpo y que trataba de contener sin éxito.

Durante unos momentos se quedó paralizada y sin saber cómo reaccionar, pero después de varias caricias de la lengua de él en su boca, empezó a nublarla la pasión y dejó que ese calor que empezaba a sentir creciese y se liberase. Le devolvió el beso, un beso que le gustaba aun sin saber por qué y que hacía que se sintiera viva, con ganas de más, dejando a un lado el temor que le inspiraba, la repulsión y el horror de pensar que estaría encadenada de por vida a esa bestia salvaje, ese mismo animal que ahora la hacía estremecerse de arriba a abajo con sus besos y sus caricias.

Pasó sus manos temblorosas por el cuello masculino y después le atrajo más hacia ella enredando sus dedos entre el pelo oscuro de Álvaro.

Él gimió por las osadas caricias de esa mujer que escondía una pasión que le volvía loco, notó cómo se calentaba todo su cuerpo y sus manos no se resintieron más a no acariciarla y tomaron uno de sus pechos entre ellas, llenándolas de suavidad y placer.

María gimió ante la caricia y eso no hizo más que enardecer la pasión de él.

No entendía cómo la caricia de ese hombre, al que odiaba y temía, podía hacerle desear tanto. Más de ese contacto. Más de él. Más y solo más.

Se sorprendió cuando él cogió uno de sus pechos, aunque era muy agradable. Pensó en revelarse, pero su mente quedó enredada en la gruesa niebla de una lujuria y pasión desconocidas para ella, que nunca antes había estado con ningún hombre, que le hacía desear gritar, pedir más. Que le hacía sentir un vacío en su interior, que su cuerpo le rogaba que llenara con él, aunque no sabía muy bien cómo.

Sin apenas notarlo, él la cambió de posición y quedó a horcajadas sobre él. El animal se removió inquieto por lo brusco del movimiento, pero el experto jinete supo calmarlo en seguida mientras seguían mirándose, frente a frente. Él tenía los ojos oscurecidos por la pasión y jadeaba sin aire mientas la miraba con deseo.

Sus ojos bajaron hasta su escote y de nuevo miraron la boca, los ojos observaron hambrientos una vez más la boca y de nuevo su escote. Cuando creyó que no hallaría barrera alguna, se dirigió con su boca al pecho llenándolo de besos.

Liberó uno de los senos y se llenó la boca con él. María soltó un jadeo tan fuerte que la sorprendió a ella misma. Y en vez de apartarle, como cabría esperar de una dama como ella, enterró la cabeza del hombre entre ellos, más profundo si cabía, mientras sus caderas se movían buscando la cercanía del cuerpo masculino y descubriendo su entrepierna dura y lista para ella.

Continuó rozándose contra él, ciega de pasión. Una pasión que él alimentaba mientras mordía, lamía y pellizcaba sus pezones sin descanso.

Una de las manos de él se alejó morosa y acarició sus costillas, su cintura, la curva de su cadera… Por un momento que se le hizo eterno, el roce desapareció, pero volvió a renacer en el tobillo, subiendo por la pantorrilla, hasta llegar al muslo.

El animal relinchó nervioso. Álvaro lo calmó y empezó a ir al paso, despacio.

María suspiró pesadamente, estaba tocándola por debajo de la ropa, sabía que debía detenerle, aún no eran marido y mujer, pero su mano seguía lenta y segura ascendiendo confundiéndola con sus caricias, hasta que estuvo justo ahí, en esa zona prohibida y oculta a todos.

Iba a protestar, pero la boca de Álvaro fue más rápida y ahogó la protesta con un beso apasionado mientras sus dedos se envolvían en torno a su vello rizado y húmedo.

Él sonrió mientras la besaba. Estaba húmeda, por él. Puede que no le gustase la idea de pertenecerle, pero al menos sabía que se sentía atraída por él y que sus caricias despertaban en ella el mismo deseo que en él.

Sabía que no debía, pero no pudo evitarlo, estaba allí, descarado, inflamado por la pasión, susurrándole que lo acariciase. Llorando porque se sentía abandonado. Entonces con el pulgar comenzó a acariciarlo lentamente, describiendo suaves círculos, mientras con los otros dedos, acariciaba los labios húmedos, para conocerla. Para hacerla suya y que no fuese de nadie más.

Ella gimió, jadeó aferrándose a él, suplicando sin palabras que le diera más, que no parase. María se había rendido cegada por una pasión extraña que la asoló al igual que una gran ola que lo arrasa todo a su paso, dejando sin consciencia a las personas que se dejan arrastrar, olvidándose de todo, de todos, excepto del placer y la necesidad que se sienten en ese momento.

Álvaro la besó con más fuerza, mientras aceleraba las caricias y disfrutaba de cómo ella se movía rítmicamente contra su mano al compás del balanceo del animal, reclamando más.

—No pares por favor —susurró al oído.

Y él creyó que iba a morir de placer gracias a su súplica.

—No lo haré, tan solo quiero que me prometas una cosa.

—Cualquier cosa que me pidas —gimió desesperada.

—Que solo seas mía.

—Solo seré tuya.

Y con esas palabras, él volvió a besarla, sellando esa promesa arrancada en la inconsciencia de la pasión.

Sus dedos jugaron más con su sexo llevándola al borde del abismo.

María agarró la mano de él, apretándola contra su sexo caliente y húmedo, desesperada por llegar al clímax.

Y entonces lo sintió, una explosión que la dejó desarmada, desgastada, feliz, emocionada y convulsionando contra el cuerpo masculino presa de un éxtasis sin comparación, no había palabras para describir todo lo que sentía en ese momento. Era maravilloso. Había sido la mejor experiencia de su vida, liberadora. Y se la había regalado él: su enemigo.

La boca femenina descansaba junto al odio de Álvaro, jadeando, gritando, conteniendo las sacudidas que ese placer inesperado le había otorgado. Aferrándose contra sus hombros para no caer desplomada.

Él no retiró la mano de su sexo y con su brazo libre la abrazó fuertemente contra su pecho, consiguiendo que se derritiese en miles de gotitas de pasión.

Continuaba abrazada a él, incapaz de mirarle, avergonzada y a la vez liberada, feliz. Sentimientos contradictorios, como los que sentía hacia ese hombre, o hacia su bandolero misterioso. Desde que había abandonado la casa de su padre, todo parecía ser confuso. Una espiral que la arrastraba en sus indecisiones y caía de uno a otro lado sin importar las consecuencias.

Álvaro espoleó suavemente al caballo y este aceleró el paso. Quería darle algo de tiempo para reponerse, sabía que había sido muy intenso, aún necesitaba alivio, el pantalón parecía a punto de estallarle y su miembro iba a reventar. Había sido delicioso. Ella era exactamente como había imaginado, un volcán en erupción bajo sus dedos.

Cabalgaron en silencio un rato. María trataba de recuperar la compostura, pero sabía que ya nada sería igual, no después de compartir ese momento tan íntimo.

El animal se detuvo y Álvaro se deshizo sin demasiada prisa de su abrazo. Se bajó de la montura, a pesar de la tirantez de sus pantalones, con bastante agilidad, y la ayudó a desmontar, despacio, dejando que su cuerpo ardiente rozase al suyo, dolorido por la necesidad de enterrarse en su interior. Sonrió al notar cómo le temblaban las piernas. Quizás, si la dejaba en el suelo, podría desmoronarse sobre la hierba con tantas emociones, sin duda inesperadas, en la mañana de hoy. Así que la cogió entre sus brazos y ella, avergonzada, ocultó su rostro en el hueco del cuello, cosa que no hizo más que incrementar el deseo que sentía en ese instante por ella.

La dejó a la orilla del río y se dispuso a lavarla. La mirada curiosa y después horrorizada de su cuñada le puso sobre aviso, ¿qué le sucedería ahora a esta mujer que parecía tener doble personalidad?

—¡No quiero que me toques más! —exclamó furiosa.

—¿Por qué no?

—¿Cómo te has atrevido a hacerme eso? Me has tratado como si fuera una de tus rameras.

—María, créeme si te digo que no me tomo tantas molestias con mis rameras —replicó enfadado.

María le miró ofendida, con los ojos a punto de soltar las primeras lágrimas, pero se aferró a su coraje, ese que tanto le gustaba a él, y agachó la mirada para recomponerse.

—Déjame sola, ya regresaré a casa. Y gracias por el rescate.

—¿Y ya está? —preguntó ofendido.

—¡Ah, claro! ¿Tú también querrás tu parte? Muy bien, venga, dime qué he de hacer para satisfacerte, lo haré y entonces me podrás dejar en paz.

¿Pero qué demonios…? ¿De qué hablaba ella? ¿Se pensaba que le reclamaba alivio?

Pero qué ciega y testaruda podía ser esa mujer. ¿Cómo se atrevía si quiera a pensarlo? ¿Que la había tratado como a una ramera? Ella no tenía ni idea de nada. De nada en absoluto, él la había adorado con sus manos, con su boca, con sus caricias y sus besos. Había sido tierno, apasionado… ¿cómo podía ser tan obcecada? Mejor la dejaba a solas, pues temía decir algo que tan solo empeorase las cosas.

Se dio la vuelta y se alejó. Antes de desaparecer del todo de la vista de ella, se giró.

—Te dejo mi montura, para que no regreses a pie, María. Hoy estaré ocupado, he perdido demasiado tiempo, así que tal vez no nos veamos hasta mañana.

María no dijo nada, se quedó allí de pie, sintiéndose dichosa y a la vez infeliz, ensalzada y a la vez humillada. No sabía por qué tenía ese torbellino enredado de sentimientos en su interior. Él parecía dolido, ofendido, pero ¿por qué, si la había mancillado? Había sido una sensación hermosa, apasionada, de locura y desenfreno y ella no le había detenido en ningún momento y, ¿por qué? Porque la había engañado con sus artes mágicas amatorias, en las que sin duda tenía una gran experiencia y ella tan solo no había podido resistirse, pero ¡Oh, Dios! ¡Había estado tan bien! Por un momento, había logrado la libertad que de verdad ansiaba, la pérdida de control de todo y, sobre todo, incluso de sí misma, de sus sentimientos. Algo tan autentico, tan mágico.

Un escalofrío la recorrió ante el recuerdo maravilloso del momento, todavía podía sentir el sabor de él en la boca, su sabor picante y oscuro. Pero a la vez dulce y suave.

¿Cómo había podido ser tan brusca? ¿Por qué le había tratado así? Porque iba a ser su marido y nunca más la tocaría, porque lo odiaba desde lo más profundo de su corazón y, además, porque parecía que cualquier hombre que se acercaba a ella la hacía sentir fuera de sí, y con él también había sentido que era suya.

Suya y de nadie más. Y eso la asustaba.