Capítulo 4
Álvaro debía regresar a La Andaluza, como la había llamado su padre en recuerdo de su difunta madre. Su madre, Lola, a la que no llegó a conocer, pero de la que tenía muchos recuerdos gracias a su padre. Este le había contado que no había conocido a otra mujer como ella, por eso la amó hasta su muerte a pesar de no ser su legítima esposa. Y por esa misma razón bautizó la hacienda con ese nombre, un homenaje a su madre, a pesar de la negativa de su esposa.
Hasta el momento nunca había conocido a nadie que se la evocase, sin embargo, ahora, a pesar de apenas haberla visto y de no conocerla lo suficiente, María le recordaba a ella.
Su fuerza, su coraje, esa manera de no dejarse amedrentar por él, ni siquiera por un hombre armado, peligroso, más grande y fuerte que ella…
Había visto cómo sus ojos verdes parecían carbones ardiendo por la intensidad que desprendían… ¡Cómo había disfrutado del beso! Lo había deseado desde que sus miradas se cruzaron sin saber que era ella la mujer que iba a pertenecer a su hermano.
Cuánto había cambiado aquella chiquilla que lo miró horrorizada mientras se tapaba el rostro pensando que iba a golpearla. Igual que había hecho su hermano con su doncella.
Se arrepintió tanto después por no haberla consolado, pero era apenas un niño que se encontraba perdido y bajo la tutela de su hermano. Sin saber qué hacer y confiando tan solo en Germán, su sangre.
Ni siquiera tenía claro a qué mundo pertenecía, si al de su difunta madre o al de su fallecido padre. Sentía que a ninguno realmente, y por eso andaba perdido a la deriva de su extraña vida, sin saber a cuál puerto anclarse.
Tampoco podía esperar más de Germán, destrozado tras la muerte de su padre y después hundido cuando su madre se quitó la vida arrastrada por la pena.
Así fue cómo se vio enredado en asuntos de bandoleros, se había introducido en ese mundo para tratar de descubrir quiénes habían participado en el fatídico accidente que le costó la vida a su padre y en el que Germán casi pierde la suya, para así hacer justicia.
Ahora no podía abandonar ese mundo hasta descubrir quiénes y por qué. Al menos, le debía eso a su padre, había sido todo para él. Sin tener en cuenta la reticencia de su esposa, su padre le había ordenado a todos que lo tratasen como a un igual, le dio su nombre a pesar de ser el hijo de una plebeya, le había amado y educado en igualdad de condiciones junto con Germán. Aunque debía reconocer que le daba miedo descubrir quién podría estar tras ese asunto, pues había surgido un gran afecto entre ellos. De nuevo se sentía entre dos aguas, al igual que sus sentimientos encontrados por María.
No había podido dejar de pensar en ella ni un solo instante y se sorprendía a sí mismo, con los dedos sobre sus labios, recordando su sabor.
Llegaba tarde, seguramente, María habría tenido que cenar sola, pero no había podido escabullirse antes. Casi había llegado a las inmediaciones de la casa cuando se percató de que aún iba vestido de bandolero. Se detuvo e improvisó un hueco en la tierra donde escondería sus ropajes de forajido.
La camisa y el pantalón podían disimularse, pero no el antifaz.
Cuando procedía a deshacerse de la máscara, que apenas notaba pues era ya una parte de su piel, la vio. Paseaba tan solo acompañada por la luna que parecía sonreír al verla y por las estrellas que adornaban todavía más su belleza, otorgando a su oscura cabellera brillos plateados.
Era una mujer muy hermosa. Verla moverse entre la oscuridad le hizo recordar el beso y el fuego que le habían hecho sentir, deseándola de nuevo.
Tal vez… si su hermano la ignoraba y se buscaba alguna amante, él podría ofrecerle un hombro sobre el que llorar, unos brazos para consolarla, una boca para besar…
Debía dejar de pensar en ella de una maldita vez o los raídos pantalones iban a agujerearse por la entrepierna que le tiraba con fuerza y apremio. Era la prometida de su hermano y se mantendría apartado. No podía permitirse el lujo de seguir teniendo esos pensamientos, no eran propios, a pesar de no poder evitar sentir lo que sentía.
Una idea cruzó por su mente, quería saborear de nuevo un beso de ella. Un beso salvaje y apasionado que nunca obtendría siendo el marqués Del Valle, así que se internó sigilosamente entre la espesura de los árboles y decidió asaltarla en su paseo nocturno de nuevo.
Era consciente de que no estaba bien, pero se prometió que sería la última vez. Solo una vez más y guardaría el recuerdo para siempre enterrado en su corazón, mientras observaba cómo pertenecía a otro hombre. Ese pensamiento le lastimó más porque ese otro hombre era su hermano.
María paseaba para aplacar sus nervios contemplando el hermoso paisaje que la rodeaba, el aroma a pino era más fuerte en la quietud de la noche, el aire lo arrastraba y lo bañaba todo con esa fragancia que tanto le gustaba, el cielo era claro y limpio y las estrellas brillaban como lejanas luciérnagas inalcanzables. No dejaba de pensar en lo poco cortés que había sido el duque Del Valle en no presentarse si quiera para la cena, ella entendía que pudiese tener compromisos que no pudiese deshacer para recibirla, pero ¿a estas horas? La única clase de compromiso que se le ocurría que pudiese tener llevaba faldas que se levantaban con demasiada facilidad y camisas que se bajaban de igual manera. De todas formas, no entendía por qué se atormentaba, ella ya sabía que no iba a tener una vida feliz siendo la esposa de semejante salvaje. ¿Qué importaba? La verdad es que la diminuta semilla de esperanza de que tal vez él con la madurez de los años hubiese cambiado, se había marchitado del todo después de su llegada a La Andaluza.
—No debería pasear sola a estas horas, señorita, es peligroso —susurró una voz suave y profunda a su espalda.
María se tensó, perdida en sus pensamientos no había escuchado a nadie acercarse y no sabía qué esperar. ¿Quién sería? Aunque el vuelco acelerado que dio su corazón al escuchar esa voz penetrante parecía ser una pista más que suficiente. ¿Cómo la había encontrado? ¿La habría seguido? ¿Para qué? ¿Deseaba robarle más joyas? Tan solo portaba unos pequeños pendientes de plata con un zafiro, unos que habían pertenecido a su madre y de los que por supuesto no estaba dispuesta a deshacerse.
Lentamente se giró para toparse con la oscura mirada de su asaltante. De nuevo apretó las manos para darse un valor que había huido y que ella no estaba dispuesta a demostrarle que sentía.
—No debería serlo, pues me encuentro dentro de los límites de las propiedades de mi prometido —especificó tratando de amedrentarlo.
—Lo es. Esta zona está llena de bandoleros —susurró cortando la noche.
—Puedo verlo con mis propios ojos —contestó sin dejar que él la cohibiese.
Debía parecer fuerte, aunque sintiese que podía desvanecerse en cualquier momento como la bruma temprana.
—Su prometido debería cuidar mejor de una flor tan delicada y hermosa.
—Mi prometido, al parecer, tiene cosas mejores que hacer, como pasar la noche de mi llegada entretenido entre las faldas de alguna ramera, en lugar de recibir a su futura esposa. A lo que he de añadir que no soy ninguna flor delicada, ni tampoco hermosa.
—Créame, señorita, cuando le digo que es usted muy hermosa. —Y besó su mano galantemente.
María se sorprendió por la muestra de cortesía y notó cómo el rubor bañaba su rostro.
—Si lo fuese, mi prometido estaría en este momento aquí, acompañándome en mi paseo —contestó aturdida por el beso suave.
—Si es de su agrado, señorita, yo la puedo acompañar —dijo mientras extendía un brazo para que lo asiera.
¿Debía aceptar? Al fin y al cabo era un forajido, ¿no?
Álvaro la miraba absolutamente anonadado, ¿cómo podía pensar que su hermano estaba con otra mujer? Porque, seguramente, lo estaba. Él nunca había sido dado a las furcias, prefería a las mujeres que se le entregaban por propia voluntad, no le gustaba pagar por algo que obtenía de mutuo acuerdo. Sin embargo, su hermano era harina de otro costal. ¿Y por eso ella pensaba que no era hermosa? Tenía una belleza impactante que dejaba sin aliento. Sus ojos brillaban con fuerza, su voz era serena y segura a pesar de encontrarse con un bandolero. Esa mujer podía paralizar el corazón de cualquier hombre con tan solo una de las sonrisas de su boca, esa boca llena de labios carnosos y sonrosados que parecían pedir a gritos que la besasen una y otra vez. Sin compasión. Sin descanso. Y, desde luego, él estaba dispuesto a hacerlo, y la erección que ese pensamiento había provocado y hacía que sus pantalones le apretasen en la entrepierna era buena prueba de ello.
María dudaba si aceptar su brazo o no y él deseaba con toda su alma que lo aceptase, y a la vez, necesitaba que lo rehusase, así al menos tendría una pequeña oportunidad para tratar de alejarse de ella. Podía ver en sus hermosos ojos cómo lo miraban con intensidad, sin duda recordando ese beso del que él mismo no se había podido olvidar ni un instante. Cuando su disfraz desapareciera, sería sin duda el hermano de la bestia, como ella llamaba a Germán, y María no se acercaría a él.
Los segundos se hicieron eternos mientras, el Caballero, esperaba a ver hacia qué lado se inclinaba la balanza.
—Lo siento —se disculpó María—, aunque es muy amable de su parte, más teniendo en cuenta que es un bandido, no debo aceptar su invitación. Me guste o no, estoy prometida, a punto de contraer nupcias y en la casa de mi futuro esposo, no sería muy apropiado por mi parte pasear tranquilamente por sus tierras agarrada a su brazo, a lo que debo añadir, si me lo permite, que temo volver a perder alguna de mis joyas —terminó la frase mientras se llevaba las manos a las orejas para comprobar que los pequeños pendientes seguían allí.
—¿Cómo podría haberme hecho con ellos sin acercarme? —susurró divertido por la expresión y el gesto de ella.
—Estoy segura de que habría encontrado la manera de hacerlo sin que me diese cuenta.
Él siguió sonriendo mientras la tentaba de nuevo extendiendo su brazo. Ella volvió a dudar y al final rehusó con una leve y encantadora inclinación de cabeza.
María temblaba, acababa de luchar con todas sus fuerzas contra el instinto extraño y poderoso de caminar asida a su brazo, había algo en él, que a pesar de ser consciente de que su compañía era peligrosa, la hacía querer refugiarse entre sus fuertes brazos, cerrar los ojos y dejar que la llevase a donde quisiera. Sin importarle nada más, y eso la apabullaba.
Álvaro pensaba que parecía haber una esperanza, al menos ella era capaz de resistirse a él siendo el encantador Caballero, el problema era que él no podía ni quería resistirse a ella. Y eso lo estaba matando. Nunca antes se había visto en ese tipo de encrucijada. Por un lado, el deseo irrefrenable que ella despertaba en su cuerpo, y por otro la lealtad hacia su hermano, aunque este probablemente no la mereciera.
Nunca antes se había visto atraído hacia ninguna mujer de esa forma, y esa necesidad apremiante de volver a besarla hizo que toda la lealtad que pudiese sentir por su hermano se esfumase en un segundo.
Se acercó despacio admirando su valentía y sorprendido por el rechazo al bandolero con fama de conquistador, y sin mediar palabra, tomó posesión de su boca de nuevo.
En realidad, no quería hacerlo, tan solo era una víctima inocente. Ella era la culpable, por ser tan apetecible que no podía resistirse a saborearla.
Sintió cómo ella trató de zafarse, pero él insistió en su beso, una de sus manos se posó en su nuca masajeándola de forma excitante, la otra se ciñó alrededor de su delgada cintura, atrayéndola más hacia su cuerpo hambriento. Cuando sus cuerpos se unieron, María sintió la virilidad de él golpeando en su sexo y dejó escapar un gemido de sorpresa que él aprovechó raudo para introducir su lengua de nuevo en su boca, para saborearla, para hacer que el recuerdo de ese beso que no había podido sacarse de la cabeza cobrara vida de nuevo.
Ella era suya. Lo sabía. Tal vez ella no se había dado cuenta aún, pero él sí. Esa mujer lo amaría.
El beso se hizo más intenso y Álvaro saboreó a su futura cuñada.
María trató de resistirse, pero las manos de ese hombre en su cuerpo despertaban sus más ocultos anhelos y comprendió que nunca más iba a sentir esa sensación placentera, ese fuego abrasador que despertaba en ella, así que se rindió al beso y dejó que su lengua jugase con la suya a la vez que se apretó contra el fuerte cuerpo del hombre. María jadeaba, su extraño asaltante, que parecía que su única intención era la de robarle besos, jadeaba también.
El beso perdió intensidad y le siguió otro. Y otro más. Se miraron una vez a los ojos, los de ambos, oscurecidos por una pasión desconocida para ellos hasta ese momento, descubriendo un nuevo reflejo de ellos mismos, desdibujado en la mirada turbia y encendida del otro.
María pensaba en cómo un beso podía hacerle sentir tantas emociones que quedaban reducidas tan solo a una: lujuria. Porque así se sentía, una mujer lujuriosa, que pecaba engañando a su prometido, porque, involuntariamente, su cuerpo se restregaba contra la virilidad de ese hombre, endurecida y lista para atacarla en cualquier momento. Y disfrutaba.
La imagen de ella desnuda entre los brazos de su asaltante enmascarado la hizo sentir culpable y se alejó de él, dándole un fuerte empujón. No miró hacia atrás, tan solo echó a correr tan rápido como sus piernas se lo permitían.
Atravesó la hacienda sin hablar ni mirar a nadie, sin importarle las miradas sorprendidas que dejaba a su paso al recorrer de forma alocada la casa.
Ignorando los gritos asustados de Susana.
Siguió corriendo y no se detuvo hasta estar a salvo tras la puerta de su habitación.
Álvaro quedó desolado, herido y abandonado. Esa mujer le había dejado sin aliento, sin voluntad, sin alma y sin corazón, porque se los había llevado con ella en su huida.
¿Cómo era posible que un beso le despertase tantas emociones? Notaba el corazón desbocado galopando sin control en sus oídos. Sentía su respiración acelerada, aún jadeaba. Pensó que, aunque le hubiese gustado perseguirla, cogerla, echársela a los hombros, meterla en su maldita cama y hacerla suya en ese momento, no hubiese podido. Ella le había dejado con las piernas temblorosas. Débil.
—¡Maldita sea! —maldijo en voz baja. ¿Cómo era posible que una mujer le provocase esos sentimientos, esa debilidad?
Estaba enfadado, sintiéndose culpable porque había deseado a la prometida de su hermano y, no solo eso, la había besado no una, sino dos veces. Además, por un momento, había anhelado que ella lo amara como hombre y había deseado amarla a ella… ¿En qué demonios pensaba? En nada. Se apoyó contra la verja de madera, que separaba el camino del pasto salvaje donde se alimentaban lo caballos, enfadado. Ahora no pensaba de la misma manera.
¡Por todos los santos! ¡Tenía que sostenerse en una condenada valla de madera para no caer al suelo!
Se sentía exhausto, como si ella de alguna manera le hubiese quitado toda su fuerza y, para colmo, tenía que soportar a su miembro endurecido y palpitante exigiendo una explicación de por qué no hallaba alivio.
Esa mujer lo había enloquecido con algún tipo de hechizo. Eso debía de ser, veneno mezclado con el néctar delicioso que destilaban sus dulces labios.
Golpeó con fuerza la verja de la que astilló un trozo que salió disparado. Respiró profundamente, tratando de hacer regresar la calma y la cordura que lo habían abandonado.
No. Estaba decidido. No se preocuparía porque ella cambiase la opinión que probablemente tenía de él. Sería mejor, para ambos, que ella lo siguiese odiando al igual que odiaba a su hermano.
María, sentada sobre su pesada falda en el frío suelo, trataba de calmarse. Algo que en esos momentos le parecía imposible ya que su pecho subía y bajaba de forma descontrolada, tratando de llenar los pulmones de aire. Las manos le sudaban y su corazón no dejaba de gritar.
Se llevó una mano a la boca para apagar el lamento que su garganta liberó. ¿Qué había hecho? Ese hombre era peligroso, mucho. No porque fuese un bandolero, quizás peligroso y en busca y captura, ni tampoco porque pudiese robarle joyas o algunas monedas. Ese hombre era peligroso porque le hacía sentirse una mujer capaz de desear estar con un hombre de manera íntima, de hacer que ella anhelase que la tocase y la besase en sitios en los que no debería pensar, ni siquiera imaginar. Era peligroso porque podía robarle el corazón. Y el alma.
Se levantó del suelo cuando sus piernas dejaron de temblar y se desvistió para buscar refugio entre las mantas de la cama, cerró los ojos para descansar, pero no lo consiguió, sus pensamientos estuvieron colmados de besos y ojos oscuros ocultos bajo un antifaz.
Álvaro se deshizo de la ropa de bandolero, se atavió con otra más propia de su rango y se dirigió frustrado hacia la casa.
Cuando llegó, los criados le pusieron al corriente de lo sucedido en el día, del disgusto de la señora al ver que los sirvientes no iban ataviados correctamente y de lo poco que había cenado. También Juan, el mayordomo, le advirtió de lo triste que pareció durante toda la velada la señora y cómo después de pasear por la hacienda regresó, alterada y con el alma encogida, y se encerró en su habitación sin mediar palabra.
Después del informe del día y de la liviana cena, se marchó malhumorado a su dormitorio. No consiguió dormir nada en toda la noche, tan solo dos puertas lo separaban de ella, y durante toda la noche, que se le hizo pesada y eterna, luchó contra viento y marea para no ir hasta la habitación, echar la puerta abajo y poseer a esa mujer para reclamarla como suya.
Seguramente, pensó con diversión, para su hermano sería un alivio, pues no sentía ninguna simpatía hacia ella.
Tras la muerte de su padre no rompió el compromiso, por consejo suyo, ya que le recordó que sería una deshonra para su difunto padre.
Germán de vez en cuando tenía en cuenta la opinión del bastardo hijo de la sirvienta que se había criado con él, y en esa ocasión le escuchó, pero siempre mostró su negativa a desposar a la pequeña gata salvaje consentida y sin modales que era.
Sonrió, su hermano no deseaba librar esa batalla, sin embargo, él estaba ansioso por perderla.