Capítulo 1
María no era capaz de pensar en ninguna otra cosa, casi no era consciente de cómo el carruaje se movía de forma brusca por el camino de tierra, poco frecuentado, que la llevaba hacia su destino. Su oscuro futuro. Aún recordaba la primera y única vez en la que lo había visto. Aquella vez, en la que su padre se lo había presentado antes de cerrar el trato: Germán del Valle.
Ese era el nombre de la bestia a la que su padre la iba a encadenar de por vida en unos días. Iba en cabeza de la avanzadilla, para encargarse de los preparativos de la boda y conocerle algo mejor.
No lo deseaba. Sabía de él lo suficiente, que no tenía corazón, ni piedad.
Mantenía demasiado fresco el recuerdo de cómo había lastimado a su doncella por derramar sin querer un poco de agua, o eso fue lo que contó, aunque siempre había sospechado que había algo más que Susana no se atrevió a contar.
María se interpuso y él dejó de golpearla, estaba segura de que, de no ser por su intervención, Susana habría acabado muerta y ella también.
Lo único que lo detuvo, suponía, era que apenas tenía diecisiete años de edad. Eso y que si él la hubiese golpeado, nunca hubiese aceptado. Y, en realidad, no lo hizo: rogó, lloró y suplicó a su padre que no cerrase el trato, pero él hizo oídos sordos a sus objeciones, a su miedo.
El fuerte traqueteo del carro la obligó a agarrarse con fuerza al asiento del coche de caballos. Se asomó por la ventana y observó el camino despoblado, rodeado de montañas agrestes y solitarias, era hermoso y peligroso. Ahora se arrepentía de haber viajado sola, sin más compañía que Susana, un viejo cochero y dos hombres que su futuro marido le había mandado «muy atentamente» para que tuviese un viaje tranquilo.
Debería haber llevado a su propia escolta.
Volvió el rostro hacia Susana, la pobre seguía tan aterrada por el recuerdo de Germán que había insistido en no acompañarla, pero le había resultado imposible dejar a su ama, y más tras las súplicas de María recordándole que la había cuidado durante tantos años que era más que una doncella, y por eso ahora María cuidaría de ella.
No iba a permitir que ese malnacido la volviese a tocar, lo había prometido sobre la tumba de su madre.
Desvió de nuevo la mirada hacia la espesura del bosque tratando de hallar los peligros que pudiesen ocultar. Últimamente las cosas en Andalucía estaban muy agitadas: sublevaciones, revueltas, bandoleros que no dejaban de asaltar diligencias como la suya…
Al menos, habían tenido la gran idea de crear ese nuevo cuerpo: «La Guardia Civil», que se encargaba de controlar los caminos y ofrecer a los carruajes algo de seguridad.
Su padre alababa sin parar el buen hacer de los guardias civiles y al artífice de tal cuerpo, el duque de Ahumada.
Sin embargo, en esos momentos, ni la posibilidad de ser asaltada por el peor de los bandoleros le parecía a María algo tan desastroso como ser entregada a Germán del Valle como esposa.
—Señora, ¿se encuentra bien? —preguntó Susana con voz preocupada y entrecortada debido al movimiento del carro.
—No, no lo estoy. ¿Cómo estarlo, Susana? Mi padre me ha vendido a un hombre sin corazón. ¿Cuánto crees que tardará en golpearme como hizo contigo?
Las lágrimas de frustración, por no poder revelarse, golpearon con intensidad las mejillas pálidas de María.
—No llore, mi señora, yo estaré con usted, protegiéndola.
Una débil sonrisa adornó el rostro ovalado de María. Susana, siempre fiel y a su lado. Era una doncella impecable, responsable, atenta y, si olvidaba aquel desdichado incidente como le había obligado su padre a llamarlo, nunca había cometido ningún fallo.
María entendía perfectamente por qué Susana no dejó que el señor hiciese con ella lo que le placía; la asustaba. ¿Cómo no sentirse abrumada y empequeñecida al lado de ese hombre, que más parecía un toro por su gran envergadura?
Se llevó las manos al estómago, que se quejaba en silencio por lo que la esperaba al final del trayecto, y cada paso de los caballos era un paso más que la acercaba a su futuro desolador, llenando su corazón, gota a gota, de la amarga desdicha y el miedo que sentía solo al pensar en él.
Hacía cuatro años de su primer y único encuentro, ahora ya no tenía diecisiete años, había cumplido hacía dos meses, el dieciocho de agosto, los veintiuno. Ya era toda una mujer, o casi, pues su padre no cesaba de reñirla por su comportamiento tan poco femenino y su empeño en querer comportarse como un hombre.
—Eso no son cosas de dama —le había recriminado.
María había ignorado las regañinas de su padre, que no tenía más descendencia; era hija única y, desde el día en que nació, su padre la cuidó y acunó, pues su madre no sobrevivió al duro y difícil parto en el que casi ella misma se deja la vida.
Desde entonces, no había tomado otra esposa, pero ahora que ella estaba a punto de contraer nupcias era el momento adecuado.
Se revolvió incómoda ante el recuerdo. Había suplicado a su padre, llorado y hasta pataleado como cuando a los cinco años se había negado a enseñarle a montar a caballo. Se había comportado de la misma forma caprichosa y escandalosa, aun así, en ese asunto no había sido capaz de ablandar el duro corazón de su padre.
—Te casarás con él —le ordenó—. Puede cuidarte como te mereces, además de su inmensa fortuna, también es un hombre fuerte, noble y ahora los de nuestra clase escasean.
Presa de la desesperación por el destino que la aguardaba, había vuelto a increpar a su padre advirtiéndole de que su futuro marido seguro la maltrataría. Sin embargo su padre, de nuevo, había salido en defensa de Germán, instándole a perdonarle, alegando que era apenas un niño algo más mayor que ella, que esos cuatro años le habrían servido para madurar y templar su temperamento, pero María dudaba que Germán fuese a cambiar. Seguramente, la edad lo había vuelto más rudo, insolente y dictador.
La certeza de que tenía razón hacía que no fuese capaz de dejar de llorar, aunque, pese a su desdicha, en el fondo de su corazón se ocultaba un secreto que la hacía sentirse en calma, segura. Pues, a pesar de la imposición y la negativa de su padre a que aprendiese cosas que eran de hombres, como disparar, le había desobedecido, y Antonio, el hijo de su mayoral, le había enseñado a escondidas cómo hacerlo. Antonio… ¡Su buen Antonio! El primer hombre que le había robado un beso. Fue tan dulce… un suave aleteo en sus labios. Contaban con quince años y eran muy amigos a escondidas de su padre, por supuesto, que no veía con buenos ojos las relaciones de la futura heredera con los criados.
María se dejaba llevar por el romanticismo que inundaba el mundo, lleno de héroes y sus hazañas. Para ella, Antonio podía ser su héroe, el que la salvase de las garras afiladas de la bestia.
Pero crecieron y la realidad la golpeó cuando Antonio dejó de mostrar algún interés por ella cuando conoció a una chica del pueblo, una de su misma condición social. Las visitas acabaron y la esperanza de María a ser salvada murió cuando él le explicó que estaba prometida y que no había lugar para él junto a ella.
A pesar del golpe que esto supuso para María, debía agradecerle que la hubiese instruido. Se había convertido en una gran amazona gracias a él y tenía una certera puntería.
Así, si debía hacer uso de un arma, lo haría y probablemente acertaría. Incluso había aprendido algunos buenos golpes, que Antonio le había enseñado, para defenderse de un más que probable ataque por parte de su futuro marido.
El coche se detuvo inesperadamente en seco y María salió disparada hacia delante, topándose con la pobre Susana que le sirvió de cómodo colchón, al atraparla y evitar un golpe mayor.
María se enervó. ¿Qué diablos le pasaba al cochero? ¿Acaso habían llegado? Y de ser así, ¿no sabía el conductor ser más delicado a la hora de frenar a los corceles? Abrió la puerta airada para pedir explicaciones a los hombres por su rudeza al detenerse cuando un disparo la paralizó. Detuvo a Susana, que la seguía muy de cerca, y se asomó con cuidado topándose con el espectáculo: tres jinetes sobre sus monturas obligaban a los hombres que las escoltaban a permanecer en el suelo sobre sus rodillas, con las manos en la nuca, mientras los encañonaban con grandes trabucos.
Los hombres llevaban los rostros cubiertos y las camisas con algunos botones sin abrochar dejando entrever el vello del pecho masculino, las botas hasta las rodillas habían conocido mejores tiempos.
Se frotó los ojos con fuerza, pues dudaba de lo que le mostraban, ¡existían! Había oído hablar sobre ellos, pero siempre pensó que todo lo que se contaba eran exageraciones, leyendas para entretener a los niños y hacer suspirar los labios de las tiernas damas, que imaginaban, una y otra vez, con ojos soñadores e inocentes ser atacadas por ellos.
Pero… ¡Eran reales! Tenía ante sus propios ojos la prueba.
Los tres hombres que la llevaban hacia el que sería su futuro hogar, permanecían postrados y con las cabezas agachadas, inmóviles, mientras los bandidos daban un salto grácil para abandonar sus monturas y acercarse más a ellos, posando las armas sobre la cabeza de estos.
La injusticia de la situación hizo que la sangre de María hirviese y que esta ahogase el leve grito que su garganta trató de liberar y que no pasó inadvertido por el más alto y fuerte de los tres, el que parecía llevar la voz cantante.
María ni por un momento agachó la mirada, ¡bastantes miradas bajas había ya! Observó con descaro a los hombres que las atacaban. Sabía que no era propio de una señorita bien educada, pero ante esa situación de riesgo, un riesgo real pues podían acabar con su vida entre otras cosas, estaba segura de que la educación no servía de mucho.
Era consciente de que lo más sensato era permanecer calladita e incluso subir al carruaje y tratar de pasar inadvertida, pero ya era tarde, su mirada descarada se había topado con la mirada afilada del jefe, o el que ella supuso que era el cabecilla de esa banda de desalmados.
Por un instante sopesó las posibilidades: podían robarle, golpearla, o incluso tratar de robarle la virtud y, si eso sucedía… tal vez su futuro marido la repudiara. Esa idea no le pareció tan mala después de todo, pero entonces cabeceó y se reprendió a sí misma por tener una ocurrencia semejante.
—¡Señora! ¡Vuelva al coche! —gritó uno de los hombres que la acompañaban.
María pensó que el hombre solo trataba de protegerla, pero había conseguido que las miradas de los dos hombres que los encañonaban se posasen en ella.
«Menuda forma de ayudarme», maldijo María en su interior, no dudaba que el hombre lo hubiese hecho con toda la mejor intención del mundo, pero parecía que había empeorado el asunto pues las miradas de esos hombres le parecieron más peligrosas que la dedicada por su caudillo.
El misterioso bandolero alzó la mano en un gesto que parecía ser algún tipo de indicación a sus hombres y se dirigió hacia ella, interesado. Era alto, muy alto, daba la impresión de que debía de medir más de un metro noventa y era fuerte. Caminaba de forma segura y decidida. Sí, sin duda era el líder de los otros. No solo lo parecía, lo decía con su forma de moverse. Le recordó a un felino observando a su presa. No podía verle el rostro con claridad, ya que llevaba un antifaz que le cubría parte de la cara, pero lo que podía ver le decía que era un hombre, como poco, atractivo. Labios gruesos, mentón cuadrado y firme, nariz recta y, hasta desde esa distancia, podía notar su barba incipiente.
En dos largas zancadas lo tenía frente a ella. Sabía que no debía, pero no pudo resistirse y alzó la cabeza mirándolo directamente a los ojos para descubrir que eran color miel con algunas manchas doradas.
Lo observó sin pudor, sin vergüenza. Con insolencia. No permitiría que la amedrentara. No, no lo habían conseguido su padre ni el salvaje de Germán del Valle y no lo conseguiría él.
Él se sorprendió al notar que la joven era capaz de aguantarle la mirada sin temblar, directamente a los ojos y con insolencia, era extraño que una dama hiciese lo que muchos hombres fornidos no tenían el valor de hacer. Y ahí estaba, con sus ojos verdes brillando de orgullo, plantándole cara. ¡A él! Un hombre armado y peligroso. Quiso sonreír por la osadía de la menuda mujer, pero no lo hizo, estaba seguro de que, a pesar de no dar muestras de ello, en su interior, estaba asustada.
María esperaba no tener que hablar, si no seguramente el asaltador notaría la vacilación de su voz, así que optó por continuar con un escrutinio demasiado descarado para una dama de su clase. Observó que era joven, no debía de ser mucho mayor que ella, tal vez dos o tres años, pero no más, un hecho que la sorprendió.
Él continuó mirando a la joven, sus ojos bajaron a su boca, después hacia su cuello y la recorrieron de arriba a abajo, de la misma forma impertinente que ella lo miraba. Se detuvo, un instante, en su vestido oscuro que destacaba sobre la pálida piel de la mujer. Era un vestido sin mangas, pensado para sofocar el calor abrasador que los había castigado esos meses, probablemente el mantón para cubrirse estaría sobre el asiento, junto al abanico que divisaba desde allí.
El vestido se ceñía a su esbelta figura resaltando sus pechos que se agitaban acelerados y la pálida piel de los brazos invitaba a ser acariciada una y otra vez, sin descanso.
Cuando supo que su miembro no iba a soportar más la presión, dirigió su mirada a los ojos de la mujer de nuevo. No podía creer que no se achantara tras el profundo escrutinio, lo tenía hechizado, solo era capaz de preguntarse si su actitud bajo las sabanas sería igual de desafiante.
María seguía mirándole, inquieta. Ese hombre la había mirado de una forma muy intensa y se percató de cómo el vello de la nuca se le erizaba mientras el rastro de su mirada había dejado un camino de brasas por su cuerpo.
—Eres muy hermosa —susurró a su oído sin saber qué tenía esa mujer que le atraía con fuerza.
Su dulce aliento calentó la sangre de María, que pudo sentir cómo se le erizaban los pezones, avergonzándose de su reacción, pero no podía permitir que ese hombre pensara que la intimidaba. Así que volvió a tomar valor, apretando sus delicadas manos en un puño.
—No sé si debo darle las gracias, la verdad. No me parece muy correcto asaltar a una dama, encañonar a sus acompañantes y, para colmo, mirarla y tratarla con tanta descortesía. Así que, caballero, guarde sus palabras lisonjeras para otra dama más incauta —dijo apretando los puños para no desfallecer.
La expresión del hombre no pudo disimular la sorpresa ante su reprimenda, y María agradecía para sus adentros que su tono hubiese salido normal y no estridente y tembloroso.
Él le sonrió y cogió una de las delicadas manos de ella, obligándola a soltar el puño que había hecho con ellas. Confundiéndola.
No sabía qué hacer ni qué pensar, ¿qué pretendía ese hombre? Trató de resistirse, pero le faltó fuerza de voluntad en el instante que él se llevó la mano delicada y temblorosa de la mujer hacia su boca para posar un dulce y sensual beso entre sus dedos.
María contuvo un jadeo cuando percibió la humedad de su boca atravesar el suave guante y notó cómo su boca se había quedado seca para concentrar toda esa humedad en un punto más abajo de su ombligo. Molesta consigo misma, se regañó por tener esas sensaciones tan vulgares. Era una dama, no una simple ramera.
Trató de retirar la mano en un gesto dramático y orgulloso, como se suponía que debía hacer, aunque la verdad era que deseaba gritarle que no parara. El extraño le agarró la mano con más fuerza y se la posó en el pecho donde notó, bajo la suave tela de la camisa que le cubría, el fornido pecho y el sonido acelerado del corazón del extraño asaltante que, para confundirla aún más, colocó una de sus fuertes y rasposas manos sobre la de ella mientras continuaba mirándola fijamente.
María estaba hechizada y era incapaz de dejar de mirarle, entonces, cuando pensó que nunca se desharía del encanto de esos ojos melosos, la mirada masculina se dirigió de nuevo a su boca, que se entreabrió liberando un suspiro contenido ya por demasiado tiempo, oportunidad que él aprovechó para apoyar sus labios sobre la boca de ella, dejando que su lengua se deslizase dentro.
No fue un beso tímido, un suave roce de labios como el que le había dado Antonio. Fue un beso hambriento, devorador. La besaba con toda su alma y ella notaba cómo el corazón del hombre latía más y más deprisa… ¿o era el suyo?
No supo en qué momento ni por qué le devolvió el beso. Dejó que su lengua se instalara cómodamente en su interior y la saboreara, mientras ella lo saboreaba a él.
Sabía a peligro, a tierra mojada después de la lluvia. Sabía a gloria, a libertad.
El inesperado roce de la lengua de la mujer lo sorprendió y lo excitó sobremanera. Su mano se aferró a la de ella y dejó escapar un gemido de rendición por ese beso que no esperaba respuesta.
Debía alejarse de esa mujer, sentía que podía perder la cabeza por una belleza como ella, ardiente y descarada y, en estos momentos, tenía otros asuntos más importantes en mente que solucionar. Así que, tan de repente como había empezado el beso, lo concluyó.
María se sorprendió por cómo había interrumpido el beso, pero lo agradeció, pues ella no habría sido capaz.
Quería más. Deseaba más.
A punto estuvo de reñirle de nuevo, pero, esta vez, por dejarla así de golpe atolondrada y con las rodillas temblando.
Cuando recuperase un poco la compostura tendría que fingir y hacerse la indignada. Se limpió su beso de los labios y le increpó:
—¡Mi prometido te matará por osar tocarme! —siseó. Fue lo único que se le ocurrió como amenaza.
—¿Y quién es tu prometido? —susurró mientras los demás los miraban con diferentes expresiones en sus rostros, que iban desde la incredulidad de sus acompañantes hasta el apoyo incondicional de los suyos.
—Germán del Valle —le escupió.
Por un instante vio algo, ¿dolor?, ¿confusión? Pero en seguida su expresión volvió a serenarse, sin darle la ocasión de averiguar qué había sido.
No podía creer lo que esa boca acababa de pronunciar, pensó que se le caía el mundo encima, ¿ella era la prometida de Germán? Con más motivo tenía que mantenerse alejado de ella.
—Dígale de mi parte que es un hombre muy afortunado —volvió a susurrarle junto a su cuello.
—No tanto como yo —contestó, aunque su voz había sonado falsa.
Él pareció notarlo y le preguntó en voz baja:
—¿Acaso usted no desea ser su esposa? —continuó con las preguntas mientras su mano se negaba a soltar la de ella.
—¿Acaso tendría otra opción? Tan solo soy una mujer. No puedo decidir mi destino aunque este sea convertirme en la esposa de un ser despreciable.
En cuanto hubo soltado su parrafada, se arrepintió. No tenía por qué hacer partícipe a nadie más de su desdichado futuro, menos aún, a un desconocido cualquiera que además la había tocado sin su permiso.
Él seguía con su mano entre la suya, aturdiéndola con su cercanía. No sabía qué hacer o decir. Tenía que dar la impresión de que se sentía ultrajada, pero no era verdad. Temblaba, sí. Pero no de miedo o indignación, sino de deseo hacia un hombre que no conocía y que la había besado de una manera ruda consiguiendo que ella le devolviese el beso de una forma que estaba segura no era propia de una dama. María percibió, otra vez, en los ojos del hombre ese sentimiento, y esta vez tuvo una clara idea de que era algo que le había molestado, incluso ofendido.
Él se dio la vuelta con reticencia, no deseaba irse y dejarla, y María, en su interior, deseaba que la raptase, que la llevase con él. Ningún destino podía ser peor al que la esperaba al final del trayecto.
—¡Hora de irse! —dijo a los otros hombres—. Ya tengo lo que quería —masculló a la vez que lanzaba algo brillante al aire que volvió a recoger al vuelo.
Tan confundida como estaba, no fue capaz en un primer momento de saber por qué ese brillo le era tan familiar. Hasta que miró su mano desnuda.
—Mi anillo… —dijo, pero no gritó, fue más un susurro.
El extraño hombre se giró y la miró con una pícara sonrisa dibujada en sus hermosos labios. Unos labios que la habían besado y hecho temblar, y que su cuerpo, estaba segura de ello, no iba a olvidar con facilidad.
—Pensaré cada noche en ti y en tus ojos verdes esmeralda.
María agachó la cabeza, avergonzada. El rubor teñía sus mejillas, pero también su interior. Su corazón latía alborotado. Él era amenazante, oscuro, peligroso, altanero y seguro de sí mismo, pero en el fondo de sus ojos guardaba secretos que ella estaba dispuesta a descubrir, aunque no fuese una posibilidad real. Su excitante aventura, la única que tendría en su vida, de eso estaba segura, había durado… ¿cuánto? ¿diez minutos? Y ese recuerdo, estaba convencida, la acompañaría durante toda su vida. Una leyenda más que contar sobre bandoleros.
Él alzó la mano y sus hombres lo siguieron hacia la espesura del bosque. Se volvió un momento y la miró sonriendo mientras besaba la piedra del anillo, justo en el momento en que desaparecía engullido por la inmensidad del bosque.