Capítulo 14
El sol penetró en la habitación de María a raudales. Hacía un maravilloso día de otoño. El cielo estaba limpio y despejado con un intenso color azul. La brisa era agradable, no enfriaba los huesos que el sol entibiaba, el canto de los pájaros llenaba la mañana de alegría y, a pesar de todo, María no se sentía feliz. Se sentía desolada y, aunque no quería reconocer quién era el causante de sus males, no podía engañarse a sí misma más tiempo. Era él. Álvaro. No lo había visto encerrada en su alcoba evitando a la bestia y él no había ido a buscarla para saber por qué se ausentaba, aunque probablemente lo imaginara.
Observó su pálida figura en el hermoso espejo del tocador, una pieza delicada tallada en madera oscura, cuyos bordes se rizaban al igual que su larga melena.
No pudo evitar que malos pensamientos sobre su cuñado se apoderaran de su mente, quizás todo había sido un juego para él y ahora que había probado su fruta prohibida había perdido el interés por ella buscando a la siguiente incauta a la que llevarse a la cama.
Y para colmo, debía hacer frente, con pocas ganas, al encuentro con el rudo animal que se convertiría en unos días en su amado esposo.
Al menos, le quedaba el consuelo de refugiarse en su más hermoso y oscuro secreto, los momentos que Álvaro le había regalado y que ella atesoraba en el fondo de su alma, a pesar de que para él no hubiesen significado nada y para ella lo fuesen todo.
Llamó a Susana para que la ayudase a prepararla. Se vistió con un vestido de un verde intenso parecido a sus ojos que destacaba sobre la pálida piel y el manto oscuro de su cabello que Susana recogió en un complicado moño que dejaba escapar, de forma estratégica, algunos mechones sedosos sobre su cuello y su rostro.
Susana pellizcó las mejillas para darles color y puso un adorno en su pelo, una hermosa horquilla en forma de flor de piedras blancas que destacan bajo el fondo oscuro de su cabello.
—Está preciosa, mi señora —celebró Susana.
—Sí, preciosa y lista para ser sacrificada al dragón —susurró mustia.
Susana en seguida comprendió, pues ella guardaba los mismos recelos hacia el hombre que la había golpeado.
Esa mañana se verían por segunda vez en sus vidas, tan solo deseaba que al menos Álvaro estuviese presente y le diese algo más de confianza, pues en esos momentos las piernas le temblaban a causa del miedo, tanto que eran incapaces de sostenerla.
Respiró hondo varias veces para darse valor y hacer desaparecer de su mirada la tensión y el miedo que tan solo el recuerdo de Germán le evocaba. Pero ya no era una niña, era una mujer, o casi, y no permitiría que ningún hombre la achantara. Así que no demostraría su miedo hacia él, sino que sería fuerte, decidida y segura de sí misma. Si él osaba tocarle un solo pelo de la cabeza, se encargaría de buscar la manera de salir de La Andaluza y regresar con su padre.
Más serena, teniendo un plan orquestado en su mente, bajó hacía el salón donde se serviría el desayuno.
Cuando atravesó las puertas que llevaban a la gran sala una sonrisa iluminó su rostro al ver a Álvaro allí, elegantemente ataviado y con una taza de humeante café en las manos.
Se puso en pie y la saludó con una leve inclinación de cabeza, y en sus ojos pudo ver aprobación por su indumentaria.
El otro hombre, de espaldas a ella, se giró lentamente y le dedicó una mueca a modo de sonrisa. Era Germán. Sin duda el parecido entre ambos era notable. Germán era tan solo un par de años mayor que Álvaro, pero parecía mayor. Algunas arrugas surcaban su rostro cerca de sus ojos y su boca, supuso que por estar siempre enfadado. Había nacido enfadado.
Se inclinó galante también para saludarla. Los años habían pasado por él y María percibió que ya no era aquel joven al que conoció, se había convertido en un hombre fuerte, atractivo, de mirada profunda. Un hombre que sabía que tenía poder y disfrutaba de ello.
Se parecía mucho a Álvaro, pero los rasgos de Germán eran más afilados. Observó unas marcas que trataba de disimular con una barba bien cuidada y sonrió al reconocerlas, sus uñas.
Nunca pensó que el ataque hubiese dejado huella. Pero ahí estaba.
Parecía cansado, probablemente había pasado toda la noche bebiendo, jugando al póquer y metiéndose entre las faldas de cualquiera que se las levantara.
Desde luego, no era la presencia que esperaba que tuviese un duque, que además era Grande de España.
—Es un placer tenerte por fin aquí, María, veo que los años te han sentado muy bien —siseó mientras sus manos acariciaban su propio mentón.
¿Tal vez le recordaba con ese gesto que no había olvidado que ella le hirió? ¿Una advertencia oculta?
—Gracias, mi señor —contestó recelosa.
—Mi hermano, al que supongo que ya conocerás —dijo mientras señalaba a Álvaro—, me ha puesto al día de todo. Me ha informado del encuentro con los bandoleros.
—Sí, mi señor, pero no fue nada, tan solo nos robaron —explicó quitando hierro al asunto mientras miraba a Álvaro con ganas de matarlo con sus propias manos.
—Es un asunto terrible lo de los bandoleros por esta zona. Aún recuerdo a mi padre, cómo murió por un ataque de esos. Tened cuidado, mi señora, no desearía que tuvieseis la misma suerte que él.
Ese comentario, en apariencia inofensivo y cargado de preocupación por su prometida, despertó sin embargo recelos en la mente ahora alerta de Álvaro. Si su hermano se atrevía siquiera a pensar en deshacerse de ella yendo a pedir ayuda a los bandoleros… Juraba por Dios que él mismo acabaría con su miserable vida.
—No te preocupes, hermano, con mucho gusto velaré por la seguridad de tu futura esposa.
—Gracias, hermano, te agradezco tus palabras. Voy a estar muy ocupado con negocios que tengo urgentes, así que te agradezco que cuides de tu futura cuñada y la ayudes en todo lo que necesite.
—¿Qué clase de negocios urgentes te traes entre manos, hermano? —siseó Álvaro, que no pudo disimular su desconfianza.
—Asuntos de alta alcurnia que no son aptos para oídos medio plebeyos.
María se quedó petrificada, ¿Germán hablaba de esa tesitura a su propio hermano? ¿Cómo podía ser tan pedante? Era un salvaje y lo sería siempre. Ni todos los títulos del mundo ni todo el oro harían de ese animal salvaje un hombre digno.
—Permitidme llevaros la contraria, mi señor —intervino María tratando de disimular su furia—, pero os aseguro que su hermano tiene más educación, modales e inteligencia que muchos otros nobles que he conocido.
Las palabras envenenadas de María para con su futuro marido no pasaron inadvertidas. Pues a este le cambió el rostro ceniciento que tenía a uno de un color rojo oscuro por la furia que sentía hacia esa insignificante y deslenguada mujer que era capaz de contradecirle para defender a un miserable bastardo. ¡A él! ¡Un Grande de España!
—Veo, mi futura esposa, que mi hermano os ha encandilado como hace con tantas otras mujeres.
Su voz quería ser dulce, cordial, pero destilaba más veneno que la de María.
—No, mi señor, nadie me ha encandilado, tan solo digo lo que veo. Y desde mi punto de vista su hermano no se merece que lo desmerezcan, pues es un hombre muy atento, inteligente y de mucho valor, a lo que debo añadir que sería incapaz de golpear a ninguna mujer, fuese plebeya o no.
Germán no pudo contener más su ira y se acercó a ella.
—Veo, pequeña zorra, que no has cambiado nada, yo que tú tendría cuidado con esa lengua que puede costarte más de un disgusto. Debí romper el compromiso como quería, pero por el honor de mi padre no lo hice, así que agradécemelo. Los años no te han bajado esos humos que siempre tuviste, condesa, pero yo voy a disfrutar mucho haciendo que solo queden ascuas de ese fuego tuyo, que el inútil de tu procreador ha sido incapaz de apagar —siseó entre dientes.
Álvaro estaba cerca, expectante y preparado para intervenir en cualquier momento, aunque por unos instantes se había quedado paralizado. María se había arriesgado tan solo por defenderle frente a su hermano, poniéndose en peligro, y ese acto desinteresado y sincero por parte de ella le había llegado tan hondo que se había olvidado de donde estaba y qué estaba sucediendo.
—Nada me hubiese agradado más, mi señor, que ser liberada de lo que sin duda para mi va a ser una larga condena.
Germán levantó la mano, pero Álvaro lo agarró firmemente y le advirtió con la mirada.
—Hermano, creo que deberías descansar después de una noche tan larga de trabajo —espetó con la voz endurecida por el odio.
—No vuelvas a decirme lo que tengo que hacer, insignificante bastardo.
Y dedicándole una vez más una mirada de desprecio a ambos, se giró mientras susurraba:
—No tan larga, gata.
Ambos se miraron desconcertados. María estaba al borde de las lágrimas y se sentía desfallecer.
—María, no llores —susurró Álvaro mientras la estrechaba entre sus brazos.
—Te lo advertí, Álvaro, es una bestia salvaje.
—Sí, cada día estoy más convencido de ello, no sé qué tiene contra ti.
—¿Y contra ti? Te trata con desprecio, un desprecio inmerecido.
—María, te prometí que te cuidaría de Germán y así será. Debes confiar en mí.
—Confío en ti Álvaro, pero no en él. En cuanto tenga ocasión me lastimará.
—No lo hará, se lo impediré.
—¿Y si no estás para impedirlo?
—¿Sabes disparar?
—Sí —contestó altiva.
—Lo imaginaba —sonrió orgulloso—. Es hora de que te provea de un arma. Será pequeña, para que puedas llevarla escondida. Llévala siempre contigo y, si te atacase cuando yo no esté presente y ves que la situación se pone fea, no dudes y dispara.
—Gracias, Álvaro, no sé qué sería de mi vida aquí sin tu presencia.
—No sé qué sería de mi vida aquí sin la tuya —susurró Álvaro mientras la besaba suavemente. Un roce en los labios, pero eso bastó para encenderla, para hacerla desear más.
Sin aliento por un simple beso, apoyó su frente en la de María mientras jadeaba con los ojos cerrados. Su expresión era torturada, como si se debatiera entre el fuego o el hielo, sin saber qué opción sería la más acertada.
María no pudo dejar de contemplar al magnifico hombre que tenía frente a ella y al que deseaba con todas sus fuerzas, anhelando que su destino cambiase y que al final fuese con quien pasase el resto de sus días, que sin duda serían muy intensos.
María deseaba besarle de nuevo, no un beso como el de ahora, sino un beso de verdad, uno con el que pudiese sentir toda la pasión y el deseo irrefrenables que Álvaro despertaba en su cuerpo, ese deseo que la hacía olvidarse de todo, menos del ahora.
—Bésame, Álvaro —suplicó dejando que su cálido aliento le inundase los sentidos.
Álvaro cerró los ojos con más fuerza, apretó la mandíbula y con un esfuerzo sobrehumano y sabiendo que a ella le iba a hacer daño, se apartó.
No podía seguir besándola, acercándose a ella de esa manera peligrosa en la que podía olvidarse de todo.
Estaban en la casa de su hermano, a plena luz del día, que bullía por la actividad de los criados y no podía dejar que nadie la descubriera entre sus brazos y comenzaran los cuchicheos. Lo último que necesitaba era darle a Germán otra excusa para atacarla.
Con todo el esfuerzo que supuso, se dio la vuelta y le susurró:
—Lo siento, María, no puedo.
—Está bien, lo entiendo —contestó compungida.
Pero no era cierto, no lo entendía. Ella solo quería perderse entre sus brazos y él se lo había negado.
—De verdad, María, no sabes cuánto dolor me causa.
—No tanto como a mí —musitó.
Girándose con la poca dignidad que le quedaba tras el rechazo se alejó de la estancia sin detenerse.
Álvaro la observaba alejarse de su lado, destrozado. De repente era como si un abismo infernal se hubiese abierto entre ambos, pero no podía ponerla en peligro, no después de ver la acritud de su hermano hacía ella.
Estaba claro que no le tenía ningún respeto y que ella en realidad no había estado equivocada al pensar que estaba en peligro de muerte bajo el mismo techo que Germán.