Capítulo 15

 

Álvaro cabalgó hasta el campamento donde esperaba reunir más piezas de su particular puzle, si lograba encajarlas todas, tendría una oportunidad para deshacerse de Germán y librar a María de sus garras. Tras mucho meditar, llegó a la conclusión de que la mejor defensa para María sería ir armada en todo momento y creyó que lo más conveniente era regalarle una pequeña daga que podría ir oculta bajo su falda en cualquier ocasión. No era un arma de fuego, pero el puñal utilizado en el momento justo podía dejar al agresor malherido y con suerte causarle la muerte.

También pensó seriamente en pasarse a saludar a los guardias civiles que habían llevado la investigación en el caso de su padre, no deseaba tener tratos con el teniente Francisco Carvajal, era despiadado y cruel, sin embargo, Alejandro parecía que se tomaba su trabajo en serio y no traspasaba los límites de la legalidad nunca. Además, había escuchado que no le agradaban los métodos que usaban algunos de los suyos.

El traqueteo de la diligencia que se acercaba lo despertó de sus ensoñaciones. Estaban preparados, a la espera, en unos segundos daría la señal a sus hombres que aguardaban para lanzarse a colisionar contra su objetivo.

Diversos rumores los habían puesto al tanto de la carga valiosa que transportaba esa diligencia, y a pesar de la inquietud que Álvaro sentía, pues no entendía por qué si ese carro llevaba tanto oro no iba escoltado, no pudo resistirse al entusiasmo de sus hombres por tener al fin un poco de buena suerte y la esperanza de que, tras el golpe, pudiesen descansar tranquilos una temporada sin arriesgar sus vidas, inclinó la balanza a favor del asalto.

Respiró profundamente, dejando que la tensión se hiciera con el control y borrase el recuerdo de María, sola y asustada en la guarida de la bestia, pero ahora necesitaba estar concentrado, el miedo desapareció y en su mente no había cabida para nada ni nadie más que el oscuro vehículo que se acercaba veloz.

Alzó la mano y la dejó caer, la señal para que sus hombres llevaran a cabo el plan que habían urdido.

Se deslizaron por la escarpada pendiente hasta llegar cerca de la diligencia, lanzando al aire un sonoro disparo de su trabuco para que el carruaje se detuviese, cortando la quietud y arrancando chillidos a los pájaros cercanos sorprendidos por el alboroto.

—Alto —gritó con su voz autoritaria.

De repente, se vio atrapado en una pesadilla de la que apenas era consciente. De la diligencia empezaron a emerger guardias civiles y de las montañas a descender más de ellos, armados y dispuestos a darles caza.

—¡Huye, Caballero! ¡Es una trampa! —gritó el chófer del carro.

Álvaro, al darse cuenta de la emboscada, disparó dos veces al aire, la señal que indicaba que algo había salido mal. Ahora cada uno iría en una dirección diferente a ocultarse de los guardias civiles.

En su carrera desbocada, en la que no tuvo tiempo de mirar atrás, se topó con un joven guardia civil de frente.

Álvaro se dispuso a disparar si la ocasión lo requería y al mirarle durante un intenso instante reconoció a su perseguidor.

—Alejandro… —susurró.

No era capaz de disparar y aprovechó la duda que causó en el otro hombre escuchar su nombre de boca de un forajido para tratar de escapar. Un cruce de miradas en el que se confesaron muchos secretos sin necesidad de pronunciar palabra.

Supo en ese instante que Alejandro no iba a arrebatarle la vida, pero también que le había reconocido.

—¿A qué esperas? —se escucharon voces—. ¡Dispara! ¡Está a tiro!

—Huye —susurró Alejandro.

Álvaro, sin pensarlo y agradecido por la oportunidad, espoleó a su caballo que salió disparado. En su huida alocada pudo sentir el calor de la bala al rozarle y el dolor abrasador que le traspasó la piel y la carne en la pierna. Le habían dado. Sangraba y le dolía como mil demonios, pero no podía detenerse en estos momentos para ver cuán grave era la herida, solo podía pensar en huir y esconderse, y en que todos los suyos estuviesen a salvo. No quería cargar a sus espaldas con la muerte de ninguno de ellos, ni con su captura.

Se maldecía en silencio por no haber escuchado a su razón, él sabía que algo no andaba bien con ese trabajo tan fácil.

Cuando se hubo asegurado de que nadie lo seguía, cambió la dirección de su camino. Debía deshacerse de sus ropas y volver a ser el marqués Del Valle, debía y necesitaba urgentemente llegar hasta María, advertirla y alejarla de La Andaluza. Aunque no tenía claro que lo fuese a conseguir.

Alzó la mirada al cielo y vio cómo el sol y su calor lo abandonaban para sumergirse en la inmensa oscuridad tan fría como lo estaba su alma.

Los hombres se pusieron a salvo y llegaron hasta el campamento con caras afligidas y arrepentidos por no haber escuchado lo que su jefe tan acertadamente les había aconsejado. Ahora, todos se miraban en silencio esperando que los demás regresaran y con la incertidumbre de si lo harían.

No tenían ni idea de si habrían capturado a algunos, herido o incluso quitado la vida de otros. Poco a poco los alrededores de la hoguera se fueron ocupando por bandoleros que llegaban con rostros serios y cenicientos.

Llegada la media noche, decidieron que tal vez su jefe no regresaría jamás.

Alumbrado por la candela de la hoguera, el Tuerto afilaba una estaca de madera con su navaja y sonreía ante la posibilidad de que el Caballero no le estorbaría por más tiempo.

María, de nuevo, paseaba sola a altas horas de la noche por la hacienda, lo había convertido en una mala costumbre y no estaba segura de que lo que deseaba en realidad era volver a ser asaltada por su bandolero.

En los últimos días no había pensado mucho en él, pero hoy, sin Álvaro en la casa y ella tratando de evitar a la bestia, que gracias a Dios aún no había regresado de sus negocios urgentes, la imagen de su bandolero rescatándola de la miseria en la que se hundía sin salvavidas y ayudándola a obtener un futuro mejor no dejaba de rondarle la cabeza.

Pensaba en él, en su boca sobre la suya, en sus manos fuertes sobre su cuerpo y cómo este reaccionaba ante su roce… al igual que con Álvaro.

Seguía confundida por las emociones similares que despertaban en ella esos dos hombres, y más después de saber que su futuro marido no despertaba en ella esa atracción, ni ningún otro hombre que hubiese conocido.

Todavía esperaba y temía que el Grande de España, que se convertiría en su marido, la golpease y, a pesar de sentirse asustada, sabía que era su salvoconducto hacia la libertad.

Se sentía sola y desamparada, y más esa noche en la que su cuñado no se había presentado de nuevo en la casa y sentía que estaba más segura fuera de ella que entre sus paredes.

Se había preparado bien para defenderse, incluso había tenido la brillante idea de aprender algo sobre las artes de la sanación, ayudando al doctor de sus tierras y al encargado de la salud de los animales, había pensado que, después de todo, una pata o una pierna se parecían en sus heridas y también en la forma de sanar.

Además, mientras Álvaro le procuraba un arma, se había hecho con un afilado abrecartas que llevaba escondido a buen recaudo y sujeto en la liga bajo la falda. No era gran cosa, pero seguro que lograba detener al salvaje antes de que acabara con su vida y darle el tiempo que necesitaba para llegar al establo y hacerse con cualquiera de los animales para huir de regreso a su hogar.

Pasaba la delicada mano por las hojas de las plantas de romero que adornaban el camino y cuyas pequeñas flores violáceas se resguardaban del frío de la noche plegándose sobre sí mismas, logrando que el roce sinuoso de sus dedos sobre las matas liberara el agradable aroma que encerraban y se disipase arrastrado por el viento hasta llenar sus fosas nasales, cuando advirtió que la quietud de su paseo de repente se rasgaba por el relinchar de un animal nervioso.

Prestó más atención, creyendo que los relinchos provenían en realidad del establo y no de algún lugar oculto en el bosque cuando lo volvió a oír acompañado esta vez de un golpeteo inquieto de cascos.

Seducida por la curiosidad a pesar del riesgo que corría y esperando que fuese su «Caballero», se dirigió con paso inseguro y con la mano apoyada sobre el lugar bajo el que yacía oculto el abrecartas hasta donde se escuchaban esos ruidos, y cerca del río, el maldito río, encontró un caballo cuyo jinete colgaba de la montura.

En seguida reaccionó pues supo que algo andaba mal y a toda prisa se posicionó frente al animal.

Al ver el antifaz tembló, era su bandolero… ¿Estaba herido? ¿Muerto? Los nervios no la dejaban pensar con claridad, pero entonces escuchó un leve susurro de los labios del hombre y eso le dio esperanzas y una nueva y confortable calma se adueñó de ella.

Se colocó junto al hombre buscando algún indicio que le indicara a qué clase de herida se enfrentaba. El rostro a pesar del antifaz parecía intacto, así que decidió empezar por los musculosos y fornidos brazos… ¡Oh, Dios! Estaba desquiciada, ese hombre estaba herido, ¿y ella pensaba en sus fuertes brazos?

Con más detenimiento trató de averiguar qué le ocurría exactamente cuando un goteo húmedo y espeso mojó el bajo de su falda y sus zapatos.

Entonces, se dio cuenta de la herida del muslo… ¡Le habían disparado!

Debía actuar con rapidez o ese hombre perdería la vida, con mucho esfuerzo logró bajarlo del caballo y al hacerlo consiguió que se golpeara, aunque no con demasiada fuerza, quizás debía haber esperado por ayuda, pero se quedaba sin tiempo, ese hombre sangraba de forma continua, aunque no alarmante.

Al estirarlo sobre el suelo vio el agujero de la bala y trató de calmar los temblores que la sacudían en ese momento. Respiró y pensó qué hacer. Lo primero sería hacerle un torniquete para detener el flujo de sangre, como había hecho aquella vez don Fulgencio con el caballo que se había herido la pata. Así que se arrancó el bajo de su vestido y lo utilizó para rodear el muslo unos diez centímetros por encima de la herida con fuerza, utilizándola como una lazada.

Logró hacerlo a pesar de los nervios y los gemidos que ese hombre susurraba sin parar.

—Ahora —susurró—, debo ir a por algunas herramientas.

María corrió como perseguida por el mismo diablo y aliviada por el manto oscuro y espeso que la protegía. Se dirigió a la casa con la tranquilidad de que a esas horas no hallaría a nadie en su camino al que poner excusas baratas.

Subió de dos en dos los escalones hasta a su habitación y buscó su caja de costura, en ella tendría todo lo necesario para coser la herida, de regreso al claro, hizo una parada en la cocina donde se hizo con unas pequeñas pinzas, una botella de whisky y paños limpios. Hizo recuento mental para ver si llevaba todo lo necesario y decidió llevar un perol vacío y algo de yesca con la que prender un fuego.

Una vez cargada con lo imprescindible, inició otra veloz carrera que la dejó sin aliento, observando las virutas que este dejaba a su paso a través de la fría noche. Se dio cuenta entonces de que había olvidado algo con lo que guarecer al bandolero de la helada brisa, estaba segura de que tras su cura los temblores lo sacudirían, así que pensó que tendría que bastarle con el grueso mantón que llevaba sobre los hombros.

Respiró más calmada al ver que su bandido permanecía en el mismo lugar donde lo había dejado, la verdad era que durante todo el trayecto solo había podido pensar en que tal vez hubiese recobrado el conocimiento y hubiese huido a donde fuera que estuviese su guarida malherido y sangrando.

Sin perder tiempo encendió una pequeña hoguera donde colocó el perol que llenó con agua fresca y limpia del río. Rasgó los paños limpios en tiras alargadas y se arrodilló junto al cuerpo que, como temía, ya temblaba. Solo le quedaba la esperanza de que la hoguera y el grueso chal aliviaran el frío de la noche.

Rasgó el pantalón del hombre dejando toda su pierna al descubierto y deshizo el torniquete, creía haber escuchado alguna vez que había que dejar salir algo de sangre cada poco tiempo para evitar que la pierna se colapsara, así que dejó que algo de la sangre acumulada fluyera y cuando pensó que era suficiente hizo un nuevo torniquete que detuviese la sangre y así poder proceder con el limpiado de la herida.

El hombre se movía inquieto y gemía en su inconsciencia.

Cuando se aseguró de que no quedaba ningún rastro de suciedad, vertió una generosa cantidad de alcohol por la pierna para desinfectar la herida y después limpió de nuevo la zona con un trozo de paño.

Observó la piel quemada e inservible alrededor de la herida y la fue recortando con las pequeñas tijeras de su caja de costura para dejar la herida lo más limpia posible. El agua caliente ayudaba a ablandar la suciedad y a esterilizar los paños que iba a usar para vendarle después.

Le secó el sudor que perlaba su frente a pesar de la fría noche y con minuciosidad observó el trabajo que había llevado a cabo. La herida parecía limpia y no tenía muy mal aspecto. Había llegado el temido momento, sacó del agua hirviendo las pequeñas pinzas y procedió a la extracción de la bala.

Hurgó con cuidado entre las sacudidas del paciente que se removía inquieto por la intrusión y en seguida la encontró.

La agarró y tiró de ella con cuidado, después la enjuagó para ver si estaba entera o se había fragmentado, pero para su alivio la bala, aunque dañada en la punta, estaba de una pieza.

Volvió a enjuagar con whisky la herida y soltó el torniquete para aliviar la presión, mientras la sangre corría lenta y roja por su muslo, su mirada se detuvo en la musculosa pierna y lentamente subió hacia el rostro del hombre. Estuvo tentada de quitarle el maldito antifaz, sus dedos estaban sobre él, solo tenía que levantarlo un poco y dejar que el rostro del hombre apareciera ante ella por completo, pero sus labios susurraron y ella se distrajo en esa boca que la había besado en más de una ocasión.

Sin poder reprimirse, acercó sus labios a los de él, fríos y temblorosos y le besó dulcemente.

El beso fue electrizante, consiguiendo que un calor abrasador la recorriera por entero y olvidase el frío que la envolvía.

Se apartó de mala gana y entonces descubrió qué susurraba.

—María —gimió.

¿La llamaba? ¿A ella? ¿O habría alguna otra María en su vida?

Confundida, dejó de mirarlo y se preocupó por acabar la faena, un nuevo torniquete para cortar la sangre y entonces, tras limpiar la herida, se dispuso a coserla de la mejor manera posible.

La primera puntada fue sobrecogedora, no tenía nada que ver con coser un retazo de tela, cuando metió la aguja en la carne resistente y tuvo que aplicar fuerza sintió que se desvanecía, pero entonces de nuevo susurró su nombre y eso le dio la fuerza que necesitaba.

Una alegría inesperada se instaló en su estómago, la llamaba en sus delirios, debía de ser a ella, tenía que ser ella.

Y sintió que moría de amor por ese extraño bandolero que le había robado el corazón, ¿o había sido su cuñado?

La imagen de Álvaro y la del bandolero se unieron en su mente haciendo que de nuevo las sospechas cobrasen fuerzas.

Con la última puntada y la idea de que ambos eran la misma persona levantó decidida el antifaz y se llevó una mano a la boca ahogando el grito que liberó su garganta.

—No, no puede ser —murmuró fuera de sí.

La impresión la hizo temblar y agradeció estar sobre sus rodillas, si no, se temía que sus piernas le hubiesen fallado.

¡Era él! ¡Su cuñado! El hombre al que había besado y al que casi se había entregado era el bandolero al que llamaban Caballero. ¡Eran el mismo! Había estado acertada desde el principio, no habían sido imaginaciones ni excusas. Cada pieza encajó en su lugar, los modales, el mismo sentimiento extraño al estar junto a los dos hombres, sus besos… no era porque le gustasen todos los hombres menos su prometido, era porque solo él era capaz de hacerle sentir tanto. Solo él.

Una lágrima amarga resbaló por su pálida y fría mejilla, amaba a un hombre con el que nunca iba a poder estar, por un lado, era su cuñado y, por el otro, era el temido Caballero cuya cabeza tenía precio y ella había caído rendida a sus pies sin necesitar la fuerza bruta, tan solo uno de sus besos y una de sus miradas penetrantes.

¿Debía estar asustada? ¿Afligida? ¿Sentirse engañada? ¿Asustada?

No, nada de eso, solo podía sentir un gran revoloteo de mariposas en su cuerpo, que le daba alas para seguir adelante, para ayudarla a tratar de entender qué era lo que lo había llevado a disfrazarse y hacerse pasar por un bandolero.