Capítulo 5
Álvaro se deshizo de sus ropas de dormir cansado de la larga y pesada noche y se dirigió en silencio hacia las cuadras para darle comida, agua y un buen cepillado a su semental, al que la pasada noche había dejado relegado y sin cuidados. El animal se quejó por la brusquedad de sus caricias, de las que no era consciente, ya que su mente estaba perdida en unos ojos verdes esmeralda y una boca deliciosa que había tenido la suerte de besar dos veces en el mismo día.
Deseaba irse a la cama, necesitaba un sueño reparador, pero debía antes clamarse. Estaba aún tenso y duro por los besos de ella.
—¡Maldita sea! ¡Demonios! —no dejaba de blasfemar.
No tenía sentido dejarse arrastrar por la pasión que había entre ambos, pues su rival era su propio hermano y al final perdería él.
Nunca olvidaría la mirada aterrada de esa niña. Una niña que se había convertido en una joven fuerte, hermosa y pasional. Ella parecía encarnar todo lo que deseaba en una mujer.
Recordó el dulce roce de las caderas de ella contra su cuerpo rígido, cómo pudo sentir el calor que emanaba su delicado cuerpo, la dureza de sus pezones bajo el vestido, incluso podía imaginar la humedad de ella, su sexo ardiente y palpitante como lo estaba el suyo, anhelando su encuentro, en ese preciso momento en el que sus bocas se tocaban…
—¡Dios santo! —volvió a maldecir al notar de nuevo su miembro erecto y húmedo por ella.
Soltó el cepillo y decidió que lo mejor era darse un buen remojón de agua fría en el remanso del río. Eso tal vez calmase su cuerpo y su mente que no dejaban de traerle el calor de esa mujer.
Las primeras luces del amanecer sacaron a María de su estupor que no había conseguido tener un sueño profundo. Había sido una noche horrible en la que se había debatido entre sentirse culpable y recordar el ardor y el deseo que ese hombre había despertado en ella. Así que agradeció que ya amaneciese. Necesitaba despejarse. Notaba su lengua pastosa por el cansancio, el pelo pegado a su cuero cabelludo, debido al sudor que la había empapado durante su duermevela, y el cuerpo cansado.
Decidió no esperar a Susana. Se levantó, cogió una toalla con la que secarse y se dispuso a conocer el río del que Ana les había hablado.
Por lo que había oído comentar a Susana, no debería de estar lejos y no parecía tener pérdida, al final del camino de frondosos pinos hacia la derecha, internándose por el bosque. Ana había informado a Susana de que el camino, de tanto ir y venir, estaba marcado y que había un remanso que formaba una pequeña poza natural, donde las criadas se bañaban en verano para refrescarse.
Así que pensó que un baño fresco era justo lo que necesitaba. Se escabulló de la casa con sigilo, pues no deseaba despertar a nadie, y se dirigió a buen paso hacia ese recodo del río.
Siguiendo las instrucciones de Ana, encontró sin esfuerzo el tosco camino que se había formado en el suelo del bosque por las pisadas continuadas de unos y otros.
Cuando hubo dado algunos pasos empezó a escuchar con claridad el sonido del agua al correr. Sería una mañana agradable, no había nubes en el cielo que empañaran su claridad, el sol aún brillaba tímido y el trino de los pájaros se confundía con el aroma a pino y a romero, haciendo muy agradable el paseo hacia el río.
Caminó unos metros más y divisó el pequeño lago que formaba el río en uno de sus recovecos. El agua era cristalina, no había demasiadas piedras de cantos afilados y la hierba mullida le serviría para descansar después, mientras se le secaba el cabello.
Echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie y comenzó a desnudarse, sin prisa.
Álvaro miraba anonadado y sin poder creer lo que estaba a punto de presenciar. ¿De verdad ella no se había dado cuenta de que él estaba ahí? ¿Cómo era posible que no hubiese advertido su presencia?
No sabía qué hacer, las dudas lo asaltaban, ¿salía del lugar donde se había echado a contemplar el oscuro cielo mientras amanecía para tratar de aplacar su tensión y dónde se había quedado dormido? O, ¿dejaba que ella siguiera con su ritual y verla desnuda, como tantas veces se la había imaginado durante su solitaria noche?
La verdad, es que deseaba con todas sus fuerzas verla desnuda en el río y acudir después a secarla con la toalla, o mejor aún, se le había ocurrido otra manera más satisfactoria de secar las gotas de agua de su cuerpo, lo haría con su propia lengua. Se encargaría de saborear cada centímetro de pálida piel.
Cabeceó ante el pensamiento, ya estaba de nuevo duro como una roca.
Ella se había quitado el vestido y tan solo una suave y liviana camisa cubría su sinuoso cuerpo, que dejaba entrever perfectamente los senos llenos y redondeados, las curvas de sus caderas generosas, el trasero prieto…
«Detente», se ordenó a sí mismo. «Esto se está convirtiendo en una enfermedad. Debo pararlo ya o al final la poseeré sobre la hierba sin importarme de quien vaya a ser la esposa».
—Buenos días —dijo malhumorado saliendo de su estupor—. No me parece conveniente que vengas a nadar sola al río, sin la compañía de tu doncella. Por esta zona, abundan los bandidos.
Ella se giró con los ojos muy abiertos, sorprendida y casi desnuda.
¿Quién era ese hombre que se atrevía a hablarle de esa forma, como si ella le perteneciese?
Trató de cubrirse con las manos cuanto pudo, pero era consciente de que la camisa de fina seda dejaba entrever más de lo que le gustaba admitir.
—¿Quién eres? ¿Por qué crees que puedes hablarme así? —espetó tratando de conservar una calma que en realidad yacía junto a sus prendas.
Álvaro, en ese momento en el que ella lo miraba sorprendida, comprendió que no sabía quién era, no llevaba el antifaz, por lo que no podía reconocerle como El Caballero, pero tampoco se habían presentado formalmente, así que no sabía que él era su futuro cuñado.
María le miraba inquisitivamente. ¿Quién sería ese hombre? Le resultaba familiar, su estatura, sus ojos, su voz…
Trató de buscar en sus recuerdos dónde lo había visto, pero algo faltaba en el puzle que le dificultaba ubicarlo. De todas formas, fuera quien fuese, estaba casi desnuda y la incomodidad que sentía por encontrarse así ante un desconocido la volvió más osada.
—Aléjese —ordenó María con voz firme.
Álvaro admiraba su valor, aún en esta situación de completa inferioridad para ella, no se achantaba.
—¿Por qué he de irme? —preguntó divertido y excitado por verla en esa situación.
—Porque estas tierras tienen un dueño.
—¿Y quién es su dueño?
—Mi prometido, el duque y Grande de España, Germán del Valle —contestó orando porque el nombre de la bestia tuviese el mismo efecto aterrador que sobre ella.
—Veo que, aunque conocéis el nombre de vuestro prometido, no tenéis ni idea de cómo es…
—Sí sé cómo es. O, al menos, sé lo suficiente.
—¿Y cómo es? —inquirió Álvaro alzando una ceja. Ahora estaba interesado, sentía curiosidad por cómo recordaba ella a su hermano.
—Es un animal fuerte y salvaje que no dudará en golpearos hasta mataros —dijo con una crueldad y una tristeza que a Álvaro no le gustaron.
Se sintió dolido, ¿de verdad su hermano daba esa impresión? ¿Por qué demonios ella no olvidaba ese desafortunado incidente de hacía tantos años?
Después de esa única noche, su hermano no quiso seguir en contacto con ella con la esperanza de que lo olvidase, pero al parecer nada había salido como él esperaba; ni María lo había olvidado ni él iba a tener a una sosa esposa a la que satisfacer con alguna joya de vez en cuando.
Se quedaron contemplándose el uno al otro, Álvaro esperaba que ella agachase la mirada, como cabía esperar de una mujer, pero ella no era como las demás y su orgullo se engrandecía ante situaciones desesperadas.
María sabía que si cedía le daría más ventaja a su adversario y no lo deseaba, podía ser una mujer, pero no era una damisela en apuros ni asustada.
Álvaro podía ver en el rostro ovalado de ella, su determinación, pero también el miedo y la confusión que la embargaban y no lo pensó más, María no debía pensar que su hermano era un desalmado, ni él tampoco.
—Siento mucho, María, que tengáis ese concepto de vuestro prometido, él no es así.
Las palabras le quemaron en la garganta, pues conocía a su hermano lo suficiente para saber que probablemente era así. De hecho, lo había sacado de más de un lio en el burdel del pueblo por darle algún cachete más fuerte de la cuenta a alguna de las rameras; en un par de ocasiones, se le había ido la mano y las había dejado maltrechas, aunque nada que no pudiese ocultar con algunas monedas. Mentía por su hermano, pero no le gustaba la idea de ver a María bajo el cuerpo exigente de este.
—¿No es así? ¿Acaso lo conocéis? —María esperó su respuesta y al ver que el extraño no contestaba, prosiguió—: Yo sí, lo vi una vez y golpeó a mi doncella porque esta se resistía a él.
—No se puede juzgar a un hombre por una sola acción —replicó.
—No lo hago. Esa fue su primera mala acción, pero después vinieron muchas más.
Álvaro ahora sentía curiosidad, ¿a qué se refería si no habían tenido contacto? ¿O su hermano tenía secretos con él?
—¿Cuáles? Por favor, ilustrad mi ignorancia.
—Por ejemplo, no mantener ningún tipo de contacto con su prometida, ni siquiera una triste carta, preguntando por mi salud, por mi bienestar, por mis gustos… algo, un detalle insignificante para ir conociéndonos, a parte de su abandono durante todos estos años, mi prometido no estuvo ayer para recibirme, ni siquiera se dignó a acompañarme durante la cena. Así que, créame, le conozco y no solo ha tenido un gesto despreciable, sino muchos.
Álvaro no soportó más oírla hablar con tanta furia y odio de su hermano. Se acercó a ella precipitadamente.
María lo miraba a los ojos, asustada, pensando que ese hombre iba, tal vez, a robarle su pureza, pero no era lo que pretendía.
La agarró por los hombros y la miró directamente a los ojos.
—María, no es así. No es… así…
Y después de esas palabras, se dio la vuelta y se marchó por el sendero.
María se quedó de piedra. Un destello cegó su mente. ¿Ese hombre era Germán? Por eso le había resultado familiar… Él era… ¡Oh, Dios! Y ella había dicho esas cosas terribles sobre él, que, aunque fueran verdad, no tenía por qué saber que ella las pensaba.
Su padre le había advertido muchas veces. No debía decir todo lo que pensaba, las mujeres debían guardar sus opiniones en sus cabezas huecas. Las mujeres no pueden disparar armas de fuego, no deben jugar a las cartas, no deben hablar de política y, sobre todas las cosas, no deben nunca menospreciar y ningunear a su marido.
Y ella lo había hecho.
Al irse, sintió un poco de amargura y pena en su corazón. Se había marchado cabizbajo, sus hombros abatidos, y había visto el dolor de sus ojos cuando ella le había dedicado esas palabras, sin embargo, no le había gritado, ni golpeado… nada. Tan solo se había ido, dejándola allí, sin más.
Tal vez se había equivocado con él. Quizás había alguna razón por la cual su prometido no le había escrito. Quizás el comportamiento con Susana hubiese sido tan solo cosa de la edad…
Era demasiado para ella. ¡Ella! Que había llevado siempre una vida tranquila y bastante solitaria, ahora se veía asfixiada por tantas emociones continuadas. Primero el bandolero, después su prometido, y entre los dos había algo en común, algo que por ahora escapaba de su mente, pero que acabaría descubriendo, sin lugar a dudas.
El marqués Del Valle se dirigió a la casa abatido. Realmente su hermano se había comportado tan mal con María… No había sido su intención asustarla, de eso estaba seguro, aun así, ni siquiera recordaba con claridad por qué Germán había golpeado a Susana. En esa época, había bebido demasiado whisky, no se encontraba bien y estaba desesperado.
Solo, herido, abandonado… Enfadado con el mundo y sobre todo con su padre por haberle dejado tan pronto solo. Apenas tenía veintiún años y se había convertido en el amo y señor de un extenso Ducado.
A pesar de las circunstancias, Álvaro nunca aprobó el comportamiento agresivo de su hermano, había golpeado a algunas rameras, incluso una vez a una mendiga en la calle, a la que más tarde recompensó con algunas monedas y una disculpa, aun así, después de algunos altercados en los que Álvaro siempre intervino para ayudarlo y silenciar bocas, dejó de actuar así.
Su comportamiento ahora, al menos frente a los demás, era el de un perfecto caballero, pero al recordar el miedo grabado en los hermosos y rasgados ojos verdes de María se preguntaba si su hermano sería capaz de golpearla por su insolencia. Porque era insolente, atrevida… fuego. Eso era ella, un carbón ardiente capaz de quemarlo solo con su presencia.
¡Era deliciosa!
El recuerdo de su cuerpo cubierto tan solo por esa liviana camisa de seda blanca que se ajustaba a sus hermosas caderas como una segunda piel, acentuando sus curvas y dibujando sus senos, continuaba atormentándolo.
¿Qué demonios hacía? No era la primera vez que contemplaba a una mujer hermosa desnuda, entonces, ¿por qué parecía que lo fuera?
Esa mujer lo confundía con su arrogancia, pero no podía olvidar que era la futura esposa de su hermano, de su única familia, y lo peor de todo era que a veces pensaba que no le importaba lo más mínimo quién fuese a ser su esposo y solo deseaba poseerla.
Cabeceó bruscamente para alejar la imagen de ella de su mente y se concentró en todo lo que debía hacer; primero debía hablar con Juan.
En cuanto hubo puesto un pie en la casa, reunió a todo el servicio. Últimamente les había prestado poca atención, tan comprometido como estaba en el grupo de bandoleros.
Cuando observó detenidamente a los miembros del servicio, comprendió la mala impresión que se habría llevado María. Excepto Juan, que llevaba uniforme, aunque raído y desgastado por demasiados sitios, ninguno de los otros llevaba ropa adecuada. Incluso se fijó en la ropa de Ana, que más parecía una fulana que una doncella. Empezaría a darle más importancia a esos detalles ahora que su cuñada estaba en la casa. Además, en breve se celebraría la boda y ellos deberían atender a muchos nobles que irían a felicitarles y a disfrutar de ese día especial con ellos.
—¡Juan! —llamó—. ¡Que alguien vaya a avisar al sastre y a las costureras! ¡Que vengan a tomar medidas a todos! Habrá uniformes nuevos, dos para cada uno, incluida Susana, la doncella de la condesa de Lerma.
Esa iba a ser su cuñada y su hermano era el duque Del Valle, un Grande de España, y como tal debían vivir.
A partir de ahora, debían al menos aparentar que vivían de acuerdo a su abolengo.
—¡Susana! —exclamó—. Informa a Juan sobre las costumbres de tu señora respecto a los menús diarios.
Sin más, giró sobre sus talones, dejando a sus criados estupefactos ante el cambio repentino del señor, pero a todos la idea de lucir ropas nuevas les agradó.
Álvaro se dirigió a su habitación algo más tranquilo y se prometió que ni Germán ni ningún otro le harían daño, si era necesario la protegería con su vida, aunque eso significase tener que enfrentarse a su propia sangre.