Capítulo 20
El campamento la recibió mejor de lo que suponía, sobre todo el Largo y el Gato, que demostraron una alegría sincera. Sentada alrededor de la luz de las ascuas, casi extinguidas, en la hoguera donde habían sido cocinados un par de conejos de campo y tres perdices rechonchas, trató de entrar en calor, aunque su espíritu estaba tan congelado que le resultaba una misión apoteósica para tan escasa fuente de calor.
Observó el rostro de su amado Álvaro, bajo el antifaz resultaba más atractivo pues le otorgaba un halo de misterio y peligro, aunque ella sabía cómo era la persona que se ocultaba tras él.
Era extraño que, siendo una persona peligrosa a ojos de la ley, fuese la única a la que podía confiar su vida para permanecer a salvo.
Se preguntaba, mientras se deleitaba con su exuberante boca que ya había besado, qué le habría llevado a convertirse en uno de ellos. Un mal presentimiento la atenazó por dentro, quizás sí que su primera impresión había sido la correcta, ¿podía ser que Germán hubiese tenido algo que ver en el accidente de su padre? Si había buscado el apoyo de los bandidos para terminar con su vida y había osado incluso amenazar a su hermano siendo el temido y famoso Caballero, ¿cómo no creerle capaz de algo así? Aunque iba en el mismo carruaje… ¡Todo era confuso! Faltaban piezas en su puzle, pero algo le gritaba a María que Germán era capaz de eso y de mucho más.
Álvaro le dedicó una cálida mirada que entibió su alma más que las brasas y el recuerdo de su primer encuentro la golpeó, la única vez que había estado desprevenida y no pudo protegerse por no alzar sus defensas a tiempo, él supo aprovechar ese momento en el que ella no pudo resistirse a dejarse seducir por su beso.
Desde ese momento, María no había dejado de soñar y de pensar en ese contacto que hizo que su sangre hirviese bajo su piel, que se le encogiese el estómago hasta volverlo una pelota que le taponaba la garganta impidiendo la entrada de aire a sus maltrechos pulmones que trataban a toda costa de llenarse con ese preciado elemento.
No podía dejar de imaginarse recorriendo cada rincón de su cuerpo desnudo mientras sus manos no dejaban de enloquecerla con atrevidas caricias.
—¿Por qué me miras así, María? —preguntó de forma brusca.
—¿Cómo te miro, Caballero? —contestó descarada para tapar su azoramiento, pues se había dado cuenta de su mirada y tal vez supiera interpretar lo que significaba.
—Pues… como si desearas… —murmuró irritado.
—Como si deseara ¿qué? —preguntó descarada.
—Cosas que no deberías desear —contestó malhumorado.
Desde luego, los hombres eran todo un galimatías, ¿a qué hombre no le gustaría estar con cualquier mujer que no le pidiese nada a cambio?
Él pareció adivinar sus pensamientos.
—No es el momento ni el lugar, recuerda dónde estamos. Además, gata, no eres mujer de una sola noche y, si sigues mirándome de esa forma, vas a lograr que me olvide de todo por un instante y la poca galantería que conservo, y a la que me aferro con uñas y dientes para no ceder, se desvanezca y te agarre para hacerte mía sobre el frío y húmedo manto del bosque sin pensármelo dos veces —susurró con su voz ronca.
—Lo siento, es solo…
—Es solo, ¿qué?
—Que me siento sola y asustada.
—Yo también.
—El famoso Caballero, ¿asustado? ¿De qué?
—De lo que pueda descubrir, de cómo acabará todo, pero, sobre todo, de perderte.
María no supo qué decir al respecto, se moría de ganas de perderse entre sus brazos y de besar esa boca que no era capaz de dejar de mirar y de desear besar.
Sabía que no era propio de una dama, aunque ya había quedado de manifiesto que no era como las demás. Pensó en la ironía del destino, su futuro esposo había tratado de contratar al forajido que ocultaba bajo su disfraz que era su hermano para acabar con su propia vida, y Germán desconocía que ese mismo al que pretendía pagar para despojarla de tan preciado bien era el mismo que la llenaba de ella. De esa vida con la que siempre había soñado. Quizás podrían huir, alejarse de todo, refugiarse en tierras castellanas y vivir como simples labriegos, gozando de una felicidad normal y sin tener que mirar constantemente sobre sus hombros o asir el abrecartas para asegurase de que estaba ahí.
No podía decir que le sorprendiera esa acción por parte de Germán, lo adivinó hacía ya muchos años cuando vislumbró la fiera salvaje que vivía en su interior, esa misma que empujaba a un lado los escrúpulos y pretendía matarla.
Estaba segura de que había hecho lo correcto al huir despavorida de La Andaluza, si hubiese regresado y se hubiese topado con Germán… No estaba convencida de que hubiese salido ilesa, puede que incluso sin vida. ¡Qué listo había sido tratando de contratar a los bandoleros! Después del primer fortuito ataque no sería de extrañar que hubiesen vuelto a por más o acusar al proscrito de encapricharse con la señora y secuestrarla…
María sintió una suave caricia que la sacó de su estupor. Su mano había apresado su mentón y su pulgar le acariciaba el labio inferior. Cuando por fin fue consciente de su caricia, todos sus nervios se pusieron tensos, reclamaban ese placer para ellos, envidiaban la boca que se llevaba toda la atención.
—María —susurró perdido en su mirada.
Su boca se acercaba peligrosamente a la suya y ella no era capaz de moverse o protestar, lo deseaba con todas sus fuerzas. Mentalmente rogó que no se detuviera. Si lo hacía, dejaría un gran vacío ahora mismo en su cuerpo que lo anhelaba con frenesí.
Ya casi sentía su cálido aliento endulzado por el vino especiado. Podía ver su hambre, su olor a libertad, la libertad de un hombre sin cadenas. Olía como el aire fresco de la mañana, como el rocío de la madrugada, como el sol, el romero y el tomillo de los bosques con un leve toque a pino. Su olor le parecía el más exquisito de los afrodisíacos. Se preguntaba si, para él, ella sería especial o por el contrario un capricho más con el que jugaría hasta cansarse, en su corta estancia en La Andaluza, no había dejado de escuchar las aventuras de «el Caballero» con damas de diversa índole.
Y ahora, a pesar de saber que tal vez fuera algo corto e intenso, estaba esperando ser besada de nuevo por él y que sus labios cobrasen vida otra vez.
Notaba la boca seca, sus labios se abrieron un poco para acoger a los suyos con los brazos abiertos. Lo deseaba, notaba el calor en su interior, que ardía y calentaba su cuerpo con más fuerza que las ascuas.
No quedaba nadie en el campamento, hacía rato que se habían retirado discretamente, unos a hacer la ronda de noche, otros a descansar.
Estaban solos, bajo un increíble cielo estrellado, libre de nubes que empañaran su belleza, adornado por una redondeada y resplandeciente luna llena, acunados por una suave brisa y envueltos por los sonidos del bosque y el crepitar de la hoguera.
Era el momento perfecto, más idílico que los imaginados en sus repetidos sueños, y esperaba, con el corazón repiqueteando como campanas de iglesia durante una boda, que esa boca se apoderara de la suya y no la soltara jamás.
Su nariz rozó la de María regalándole una caricia. Sus bocas estaban a milímetros y deseaba besarla de nuevo, la había extrañado y había temido por su vida. Con la mirada perdida por el deseo notó su aroma, su calor. Estaba desesperado por sentir ese beso. Su cuerpo gritaba que no esperara, que acabase de salvar la distancia, que a pesar de ser minúscula se le antojaba un abismo insalvable.
Cerró los ojos. Escuchó su jadeo. La deseaba, desde aquella primera noche cuando la vio presentarse en el salón ricamente ataviada, cuando apenas su cuerpo mostraba las curvas sinuosas de ahora, entonces ya entrevió la magnífica mujer que llegaría a ser.
Debía contenerse pues estaban en su campamento, pero la razón era incapaz de doblegar la pasión y el embrujo que ella destilaba y a la que se postraba sin remedio.
Apretó con sus dedos firmemente su nuca, masajeándola. María se estremeció de placer y un pequeño jadeo atravesó sus labios.
Se miraron un instante y María lo supo. No iba a besarla, algo había cambiado. Ya no se dejaba llevar por la pasión del momento, ahora, estaba arrepintiéndose de mostrar esa debilidad.
El Caballero apoyó su frente sobre la de ella. Cerró los ojos y aspiró muy cerca de su boca.
—Lo siento —susurró—, no puedo. Lo siento.
María abrió mucho los ojos. Sentía dolor en sus palabras. Y estaba tan herida que, sin saberlo, había empezado a llorar por un rechazo que no comprendía. Que no tenía otra explicación que no fuera que ya se había cansado de ella. De tener que protegerla contra su propia sangre.
Álvaro la miró sorprendido al notar el cálido líquido derramarse por sus mejillas.
—¿Por qué lloras, María?
Álvaro estaba confundido, no entendía por qué lloraba. No podía dejar que nadie lo viese en esa actitud con ella, menos aún el Tuerto, debía ser precavido hasta tratar de encontrar una solución que los liberara a los dos y al fin pudiesen estar juntos. Pensó que lo entendería, pero al parecer no había sido así.
En ese momento una súbita furia se adueñó de María, que se alejó apartándole de su lado con desprecio, herida y vulnerable.
—¿Por qué lloro? —gritó—. ¿Por qué lloro? ¿Acaso tu inteligencia no sobrepasa la altura de tus talones?
Álvaro la miraba sorprendido, desconcertado y también un poco divertido.
—No puedo creer —susurró acercándose a ella con paso felino— que llores porque no te he besado.
—¡Claro que no! Engreído y estúpido rey de los Bandoleros. ¿Por qué iba a molestarme? ¿Acaso me crees tan inocente como para pensar que soy diferente para ti? Sé que en tu vida hay muchas mujeres, muchas y ninguna especial. ¡Sois todos iguales!
—¡Ninguna especial! —gritó ofendido— ¿Y qué te hace pensar que no haya una ocupando ya mi corazón?
María sintió que moría, un frío intenso la dejó helada de pies a cabeza. No había pensado en eso.
Era posible que estuviese enamorado y, aunque ella le tentara, amara a la otra mujer tanto como para resistirse.
La respiración comenzó a fallarle de nuevo y trató de huir. Quería alejarse todo lo que pudiese. Poner la máxima distancia que fuese posible entre los dos. No volver a verlo jamás. Pero, existía un pequeño problema, si huía, estaría muerta.
Agarró las faldas de su ajado vestido y se dio la vuelta, herida, despreciada, engañada, consumida por el ardiente deseo de besarlo sin más, hasta que le faltase el aire y cayese sin sentido. Quería volver a tener esa sensación que solo sentía en su presencia. Un magnetismo que la atraía de forma irremediable hacia él. Y ahora, se daba cuenta de que Álvaro no sentía lo mismo, se había engañado como una tonta. Ella misma se había mentido, deseando ver cosas que realmente no existían. Y se sintió mal, vacía al pensar que había otra mujer ocupando su corazón.
—De todas formas —contestó sacando fuerzas de donde no las tenía—, no podría ser tuya. Jamás.
—¿Por qué, María? ¿No soy lo suficientemente bueno para ti?
—Sabes que no eres más que un bastardo… —siseó con odio dejando a su bandolero sin saber qué decir—. Mi padre nunca lo permitiría.
Comenzó a alejarse con tranquilidad, mientras su cuerpo se sacudía con pequeños espasmos por el llanto. Había sido cruel, lo había visto en los ojos de Álvaro, agrandados por la sorpresa y anegados de tristeza.
Se obligó a alejarse sin volver la mirada, para evitar que la viese destrozada, entonces, lo escuchó. Un pequeño crujido. Su corazón acababa de hacerse añicos.
Había decidido que ningún Del Valle la heriría de nuevo, había cambiado a una bestia por otra. La misma sangre envenenada.
Supo en ese instante que ya nunca podría volver a verlo.
—María… —oyó que la llamaba, pero hizo oídos sordos, no iba a darle el lujo de verla llorar como una chiquilla enamorada. ¡Nunca! Era una mujer fuerte, lo había demostrado y se sobrepondría, tan solo necesitaba alejarse un momento y rehacer su compostura.
—Voy al río —dijo con la voz igual de fría que su alma.
Él dejó de seguirla y en cuanto estuvo segura de que no podía oírla dio rienda suelta a su llanto, que resultó más desgarrador y profundo de lo que había pensado.