Capítulo 12

LOS OJOS de Hud eran oscuros y bellos. Kendall sólo podía pensar en la palabra «bello» mientras él le cubría el cuello de besos.

—Te deseo, Kendall. He querido esto desde el primer momento que te vi. Me vuelves loco.

—Hud —dijo ella, apartándose y presionando los puños contra su pecho—. Hud, espera.

Él se apartó respirando aceleradamente. Tenía los ojos brillantes, los labios humedecidos y el resto de él era demasiado bello como para describirlo con palabras. Demasiado bello para ella.

—¿Qué pasa?

¿Por dónde podría empezar?

Comenzó por sentarse en el sofá, ya que le temblaban las rodillas. Descansó las manos sobre su regazo y miró hacia la preciosa mesa de café recordando que ella no era una chica lo suficientemente atrevida y dura como para poner los pies encima.

—Siempre le pongo las tapaderas a los bolígrafos después de usarlos, miro tres veces antes de cruzar, aprieto la pasta de dientes desde el extremo final para aprovechar cada tubo al máximo. No nos parecemos en nada.

El asiento que tenía al lado se hundió cuando Hud se sentó.

—No soy tan distinto a ti, Kendall.

—Por favor —se mofó ella—. Tú vives al límite, eres completamente distinto a mí.

—Yo no entro en edificios en llamas, jamás me quedaría en primera línea de fuego para sacar la foto perfecta. Soy muy protector con mi cuerpo. Llevo chalecos antibalas cuando tengo que hacerlo y eso han sido ocho ocasiones en todos mis años como fotógrafo. El año pasado, aparte de Colombia, he fotografiado habitantes de Utah, la flora y la fauna del Zambezi, el interior de salas donde se llevan a cabo tratamientos de fertilidad en Londres y otros lugares carentes de peligro.

—Pero Colombia...

—Lo que ocurrió allí no es lo habitual.

—Entonces vas a volver —no fue una pregunta.

—No... Aún no he tomado una decisión, pero aunque lo hiciera, no sería capaz de alejarme de este lugar sin más —la voz se le quebró ligeramente cuando añadió—: Kendall, no quiero perderte —extendió la mano y la posó sobre su mejilla—, así que ¿qué te parecería si me instalara aquí, en Claudel, en lugar de quedarme en mi apartamento de Londres?

Kendall se centró en la boca de Hud. ¿Realmente había sugerido...?

—¿Te mudarías aquí de verdad? ¿Vivirías aquí? ¿De manera permanente?

—Podría.

—¿Y cuánto tiempo pasarías aquí?

—Ocho o nueve semanas al año.

¿Ocho o nueve semanas? La euforia que se había apoderado de Kendall durante quince segundos se apagó al instante.

Y él debió de apreciar su reacción porque inmediatamente añadió:

—Y tal vez podrías venir a verme y reunirnos en Londres; además, desde allí estamos a tiro de piedra de cualquier otro país en Europa.

La oferta era terriblemente dulce, terriblemente tentadora y también terriblemente injusta. Porque él era un hombre bello, libre e intrépido y ella estaba atrapada en un cuerpo que jamás estaría completo y que siempre se quedaría atrás.

—No te imaginas lo mucho que aprecio tu oferta, Hud. De verdad, pero nunca funcionaría.

Hud agachó la cabeza. Pasó del entusiasmo a la decepción en un instante.

—«Nunca» es una palabra que no puedo aceptar. Cuando estoy contigo, Kendall, todo lo demás se desvanece, y estoy seguro de que tú sientes lo mismo.

—Hud, yo...

Él alzó una mano.

—Yo... yo sé que he intentado ignorar esto varias veces, pero desde el incidente en Colombia, he dejado de ser yo mismo. No he podido dormir por las noches, no he podido concentrarme en nada y me he vuelto más protector conmigo y con mi espacio.

Se detuvo, tragó saliva y la miró con tanto deseo que Kendall apenas acertaba a pensar en nada.

—Lo que intento decirte es que me he acostumbrado a tenerte aquí, cerca de mí, y no quiero perderte.

«Y yo no quiero perderte a ti», pensó ella, pero no podía pronunciar esas palabras, sólo servirían para presionarlo más. Lo que él le estaba ofreciendo era algo mucho más grande de lo que ella podría haberse imaginado encontrar en la aletargada Saffron, pero ahora que había probado más, ahora que sabía lo profundamente enamorada que estaba de él, esa oferta no le parecía suficiente.

—Hud —le dijo eligiendo la razón menos complicada, de las muchas que tenía, por la que no podía aceptar—, ocho o nueve semanas con un viaje a París una vez al año podría haber sido la respuesta a todos mis sueños si yo fuera otra clase de chica, pero un día te enviarán a Colombia o a algún otro sitio parecido... No puedo estar con un hombre sin estar segura de si regresará después de un día de trabajo o no. Ya perdí al hombre que amaba y no quiero volver a pasar por ello.

—¿Estás diciendo que me quieres, Kendall?

Sí que lo amaba. Ella lo había sabido desde hacía días, ¿cómo no iba a hacerlo? Hud era absolutamente fabuloso y maravilloso, además de rico, exótico y vital.

Continuó, teniendo más cuidado con las palabras que elegía.

—Lo que estoy diciendo es que verte partir hacia lugares peligrosos me haría pedazos y no quiero tener que volver a recuperarme de algo así. Ya lo he tenido que hacer y sé lo duro que es ese proceso.

—¿Y eso es todo? —preguntó él con la voz rota—. ¿Esa es tu respuesta final?

—Es la única respuesta que tengo. Lo siento.

Se levantó con las rodillas incluso más temblorosas que antes, fue hacia el que se había convertido en su escritorio, cerró el portátil y metió sus cosas en la bolsa.

Hubo un silencio absoluto.

Se giró y encontró a Hud de pie, mirándola con los párpados caídos, antes de acercarse a ella lentamente. Kendall contuvo la respiración esperando que se arrodillara y le suplicara, que le dijera que la amaba desesperadamente, que le hiciera creer que ella también podía ser libre y bella.

Sin embargo, él simplemente la besó en la mejilla, bañándola en el aroma a sándalo que siempre le recordaría a él. Después, se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, mirándola mientras se alejaba.

 

Hud pasó los dos días siguientes haciendo lo que debería haber hecho desde un principio: trabajando más intensamente de lo que había trabajado en su vida, limpiando y clasificando muebles y objetos, quitando viejas sábanas y barriendo, abriendo ventanas chirriantes y dejando que el aire fresco y la luz del sol inundaran la casa.

El viento transportaba los aromas del verano: madreselva, rosas y pino. Un aroma que siempre le recordaría a una testaruda joven pelirroja que había pasado por su vida como una estrella fugaz. Brillante.

Se preguntó dónde estaría en aquel momento. ¿Sentada detrás de su escritorio de formica trabajando? ¿Tomando café con Taffy en el pueblo? ¿Nadando en su piscina? También se preguntó si volvería allí y esperaba que lo hiciera porque estaba loco por ella. Se lo había hecho saber, pero al parecer ella no lo amaba lo suficiente como para, al menos, esperar y ver si merecía la pena continuar con lo que tenían.

No obstante, no se sentía ni enfadado ni desilusionado por no volver a verla porque directamente no se creía que eso pudiera suceder. Era imposible que su sirena y él hubieran terminado. ¡Si apenas habían empezado!

Mientras continuaba con su ataque de limpieza en los cajones del escritorio de Tía Fay, encontró un tesoro: postales de sus padres. En cuanto las vio atadas con un cordel rojo dentro de una pequeña caja de madera, las recordó con tanta claridad como si las acabara de recibir.

Se sentó y las leyó en orden. Al menos había una a la semana por cada verano que había pasado en Claudel. En ellas sus padres le contaban aventuras y descubrimientos, pero sobre todo le preguntaban cómo — estaba y le decían lo mucho que lo echaban de menos y lo que les gustaría regresar a casa antes de lo esperado.

Una de esas postales había llegado adjuntada a su primera cámara; había sido un regalo de su padre con la condición de que él sacara fotografías de sus propias aventuras en la casa de Tía Fay.

—Maldita sea —les dijo a las paredes, porque allí no había nadie más para escucharlo, nadie más que entendiera el significado de esas postales ni el inmenso peso que se había quitado de encima al recordar momentos importantes que habían dado forma a su vida.

Kendall tenía razón, la memoria era voluble. El saber cosas no era algo tan poderoso como el registrarlas; de ahí los libros, la poesía y demás obras de cientos de años de antigüedad, cartas de amor, certificados de matrimonio, artículos de noticias, diarios, postales, fotografías...

Ese era el único modo en que los recuerdos podían perdurar. El modo en que el significado de las cosas podía realmente ser preservado.

Se imaginó el día en que él mismo no fuera más que una imagen en la cabeza de Kendall, en que ella tuviera un recuerdo borroso y equivocado del tiempo que habían pasado juntos.

Sí. Kendall tenía razón, pero no en todo... Y en ese momento la energía de Hud se centró en un nuevo objetivo.

 

—¡Tienes correo! —gritó Taffy.

—Tráemelo —le pidió Kendall desde el sofá en el que prácticamente había vivido los tres últimos días.

—Ven tú a por él.

Kendall apartó a Orlando de su tripa, lo puso en el suelo, se levantó y fue hacia la entrada donde una carta con su nombre escrito yacía sobre una pila de facturas.

La levantó y le dio la vuelta, pero no había remite.

—¿Has traído esta carta de la oficina de correos?

—No —le respondió Taffy que iba hacia la cocina—. La he encontrado debajo de la puerta.

La mano de Kendall comenzó a temblar mientras abría el sobre y sacaba el contenido. No tenía duda de quién era. Si se trataba de una carta de despedida...

Dentro había fotografías. De ella. Estaba sentada en el borde de la piscina con las piernas colgando dentro del agua y con una apacible sonrisa en la cara.

Había fotos de sus ojos, de sus pies, de sus manos y de sus piernas, que parecían una cola de sirena bajo el agua. Pero sobre todo había fotos de su cara, mirando hacia abajo con las pestañas haciendo sombras sobre sus mejillas. Mirando hacia un lado, con un color de ojos vibrante por el reflejo de la luz de la piscina. Casi parecía hermosa.

—¡Jesús! —susurró Taffy a su lado. Kendall alzó la vista, no se había dado cuenta de que su amiga había regresado a la entrada.

—¿Cuándo te has hecho estas fotos?

—No he sido yo. Yo... Hud. Debió de sacármelas cuando yo no miraba.

—Jesús —repitió Taffy con veneración.

Kendall deslizó un dedo sobre la imagen de su cara, de su sonrisa. Ese día había estado sonriendo porque había estado pensando en él. Había estado soñando despierta. Había sido un momento de plena dicha y él había estado allí, lo había visto y lo había capturado para siempre.

Había registrado ese momento para que ella no pudiera olvidarlo jamás.

Vio un ligero abombamiento en la foto y le dio la vuelta. Tenía la fecha escrita y una nota de Hud: «La mujer más bella que he conocido nunca».

Kendall sintió los ojos llenándosele de lágrimas justo antes de que le borraran la visión completamente.

—Kendall, cielo, ¿estás bien? ¿Hay algo que pueda hacer...?

—¡No! —respondió Kendall tan fuerte que Taffy se sobresaltó—. Perdona, pero yo soy la única que puede hacer algo. Soy yo la que lo ha estropeado todo. Soy yo la que lo ha alejado justo cuando más me necesitaba, como hice con otros chicos después de lo de George. Me duele mucho saber cuánto daño les hice a otras personas cuando él murió.

—A algunas personas también nos duele verte sufrir a ti, cariño, pero esta última semana te he visto más feliz que en todos estos años. No te rías cuando te diga esto, pero es como si hubieras florecido delante de mis ojos.

Kendall sonrió entre lágrimas.

—Y me imagino que eso es gracias a Hud, ¿no? Kendall asintió.

—A Hud y a las cosas de las que me ha hecho darme cuenta sobre la vida, sobre mí y sobre... el amor.

—¡Oh, creo que voy a llorar! —dijo Taffy aunque ya era demasiado tarde. Tomó unos pañuelos de papel de la mesa de la entrada y se sonó la nariz.

—No hagas que me ría. Esto es horrible. Este hombre es... maravilloso y yo he sido una auténtica imbécil.

Taffy no dejaba de sollozar... tanto que Kendall tuvo que abrazarla para intentar reconfortarla.

—Creo que debería irme.

Inmediatamente, Taffy se apartó. Kendall tenía un plan.

 

Hud estaba sentado en el tercer escalón de una escalera de hierro forjada que conducía quién sabía adónde y con la nariz enterrada en las últimas páginas de Enrique V, en el corazón de la escena del cortejo.

Aquel lugar no sólo lo había ablandado, también lo había convertido en amante de Shakespeare, aunque tal vez eso lo mantendría en secreto.

Alguien llamó a la puerta.

Dejó el libro en las escaleras y fue hacia la puerta principal.

—Kendall.

Allí estaba, resplandeciente, con su típico atuendo y el pelo medio recogido, con mechones cayéndole a ambos lados de su hermosa cara.

Apoyó una mano en la cadera y le dijo en tono acusatorio:

—He recibido tu carta esta mañana.

—¿Carta?

Ella se apartó el pelo de la cara y alzó la barbilla.

—Estas fotos. Son tuyas, ¿no? y encima el mensaje en la parte de atrás...

—Eres la mujer más bella que he visto nunca.

—Oh —dijo ella perdiendo de inmediato ese gesto desafiante—. No... No sé qué decir.

—No digas nada. Con tal de que lo sepas, ya soy feliz.

Asintió y entonces él supo que no se había equivocado y que aquel día Kendall no lo había escuchado realmente, que no había captado lo mucho que significaba para él. Pero gracias al amor de sus padres, que había recordado al leer las postales, había tenido una segunda oportunidad y no iba a dejar que se echara a perder.

—¿Te han gustado?

Ella tragó saliva.

—Son... son preciosas. De verdad. Hacía mucho tiempo que no me sentía hermosa. No tienes ni idea del regalo que esto supone. Del regalo que tú supones para mí —añadió con voz temblorosa.

Entonces sacudió la cabeza y movió los pies inquieta. Hud pensó en su pierna; debía de haber ido hasta allí caminando y hacía calor, no se habría molestado en hacerlo si no hubiera tenido algo que decirle.

—¿Pasas?

Entró y esperó en el recibidor, con las fotos en el puño, mientras Hud cerraba la pesada puerta.

—Hud, yo...

—Kendall...

Hablaron al mismo tiempo.

—Tú primero —propuso ella.

—Iba a decir que jamás habría hecho ninguna foto ese día si no hubiera sido por ti. Tú me diste ese regalo. Me impulsaste a hacerlo, me inspiraste, me diste la energía y la fuerza suficiente para salir adelante como no había logrado hacerlo en meses.

—Es muy dulce por tu parte...

La interrumpió otra vez.

—Yo no soy dulce, Kendall. La verdad es que soy tosco, cabezota y tenaz y precisamente por eso no pienso dejarte marchar otra vez.

—Bueno, estoy aquí ahora, ¿no? —le dijo con voz suave e increíblemente sexy.

—Sí. Y eso me hace el imbécil más afortunado del mundo. Lo que te propuse el otro día es horrible y tenías toda la razón al marcharte. Soy nuevo en esto... en esto del amor.

—¿En esto del amor?

—Desde el momento en que te vi en la casa de la piscina como si me hubiera topado con mi propia sirena, quedé cautivado. Y desde entonces, a medida que te he ido conociendo, que he visto que tienes un gran corazón, que me has abierto la mente y me has enseñado a ver el mundo de otra forma, sigo impactado.

Se acercó a ella y le tomó la mano. Kendall se guardó las fotos en la parte trasera de la falda y puso la otra mano encima de la de él. Estaba temblando.

—Kendall, estoy dispuesto a hacer lo que sea para tenerte en mi vida porque ésa es la única vida que quiero tener. Estoy enamorado de ti.

Ella tragó saliva mientras las lágrimas se iban acumulando en sus ojos abiertos de par en par.

—Amo la fotografía, amo viajar, pero también amo este lugar, amo los recuerdos que esconde. No necesito trabajar, pero sí necesito mantenerme ocupado, sentirme inspirado, seguir probando cosas nuevas. Y siempre puedo hacer todo esto sin estar trabajando para Voyager.

—¿No vas a irte a África?

—No es seguro, pero ya he enviado mi carta de renuncia a Londres. Puede que vaya a África, pero sólo si tú vienes conmigo. No has tenido vacaciones en tres años y eso se merece unas vacaciones de al menos tres meses.

—¿Cómo sabes que no he tenido vacaciones?

—Taffy me lo dijo.

—Claro, ¡cómo no!

—Ven conmigo, Kendall.

Ella abrió la boca y su primera intención fue decirle «no puedo», pero en lugar de hacerlo, cerró la boca, lo miró a los ojos y le dijo:

—Me encantaría.

Sin pensarlo, él la levantó en brazos y comenzó a dar vueltas sobre el suelo blanco y negro.

Ella se rió tan fuerte que Hud pudo sentir esa risa vibrando contra su pecho. Entonces, se detuvo y la dejó en el suelo, con el cuerpo pegado al suyo.

—He venido a decirte que estoy enamorada de ti, Hud. Los dos últimos días han sido terribles, pregúntale a Taffy la próxima vez que la veas, estará encantada de darte todo tipo de detalles.

—Lo haré —dijo él sonriendo.

—Sé que es una locura, pero creo que te quiero desde que te miré a los ojos en la piscina. Eres distinto a todas las personas que he conocido, pero de algún modo también eres parecido a mí. Es como si desde el primer momento que te vi no hubiera tenido opción.

—¿Me estás diciendo que me quieres porque te recuerdo a ti?

—Podría ser —dijo ella con una pícara sonrisa—. O también podría ser por esos brazos tan sexys que tienes, o por esas manos que hacen magia cada vez que me tocan, o tal vez podría ser por tu manera de besar. ¿Estás seguro de que no te has traído alguna poción mágica de alguno de tus viajes?

—Si lo hice, te aseguro que en ese lugar de donde la traje aún queda mucha más magia.

—En ese caso, inclúyeme.

—¿Que te incluya?

—En tu vida. Si me quieres, soy completa y absolutamente tuya. Te elijo a ti, Hud.

—Vaya, pues es toda una casualidad porque yo también soy tuyo y también te elijo a ti.

Agachó la barbilla y reiteró con un beso todo lo que le había dicho y todo lo que sentía.

—Te amo, Kendall —dijo cuando finalmente se apartaron.

—Y yo a ti, Hud.