Capítulo 4

BEBES café? —preguntó Hud.

Kendall se extrañó ante el repentino cambio de tema. En realidad, le extrañaba todo. Había escrito unas doscientas palabras y aún no sabía de qué trataba todo aquello. Las mejillas le ardían, sentía calambres en los dedos y respiraba entrecortadamente.

—¿Có... cómo dices? —preguntó.

—Café. A propósito del argumento de la historia. ¿Distinguirías un buen café de uno malo? ¿Un café de Colombia de un café de Kenia?

—Me temo que no puedo responderte a eso. Llevo toda mi vida bebiendo café instantáneo con azúcar y leche y, por lo que sé, ése proviene de un tarro de cristal.

—Hasta que fui a Colombia yo era igual; sólo bebía lo que me daban.

—¿Qué viviste en Colombia que te hizo cambiar?

Él sonrió ampliamente y ella se preguntó qué había dicho que resultara tan gracioso.

—Sentarme con la familia Salinas en una mesa rústica de madera construida cinco generaciones antes bebiendo café cultivado y tostado por ellos mismos. Eso fue una cosa. Pero cuando tienes en cuenta que trabajan rodeados de inconvenientes como unos enormes problemas de transportes y la constante amenaza del conflicto sociopolítico, su café te sabe como lo mejor que has podido probar. Dulce, espeso e intenso. Prométeme que algún día probarás el café de Colombia y especialmente el del Valle del Cauca, a ser posible.

Kendall había dejado de teclear. Ni siquiera recordaba que debería estar haciéndolo. Simplemente tenía la mano apoyada en la barbilla y estaba mirándolo mientras hablaba sobre eventos en lugares lejanos.

Cuando ella no dijo nada en un largo rato, él se giró para mirarla.

—¿Lo prometes? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza porque, aunque no recordaba con exactitud la pregunta, estaba totalmente dispuesta a prometerle cualquier cosa que él le pidiera.

—Lo prometo.

Él también asintió y Kendall tuvo que recordarse que tenía que respirar.

—Entonces, ¿tú eliges tus historias y las localizaciones?

—No. Voy donde me envía Voyager. Nunca sé adónde voy hasta una semana antes de partir.

—¿Y no te asusta tener tu vida tan fuera de control?

—No. El control está sobrevalorado. Una vez que aceptas que la vida es un juego en el que hay que correr riesgos todo lo demás resulta menos complicado.

Lo que el instinto le había dicho a Kendall en un principio había quedado confirmado con esas palabras. Hud Bennington era un hombre inquieto. Podía suponer todo un riesgo. Justo todo lo contrario a lo que Kendall había estado intentando tener a su alrededor desde que había perdido el control de su vida en una tramo de carretera tres años atrás.

—Me temo que yo soy todo lo contrario —dijo ella—. Ni siquiera puedo salir de casa sin una lista de las cosas que tengo que hacer durante el día.

—Pues yo, gracias a mi actitud, he visto más del mundo de lo que la mayoría de la gente podría esperar a ver en diez vidas.

Las escapadas y las aventuras habían estado a la orden del día cuando ella había sido una adolescente. Entonces había sido un espíritu libre, una joven precoz, enérgica y llena de vida, opuesta a la seriedad de George. Una chica un tanto salvaje, sin madre y con un padre emocionalmente ausente.

Pero ahora lo que estaba a la orden del día en su vida eran el control, la rutina, la comodidad y la monotonía. Y ésa era exactamente la vida que quería llevar.

Sin embargo, ¿por qué entonces había entrado en una propiedad ajena, había utilizado la piscina de Hud en secreto y había accedido a ese loco trato, a pesar de la calidez y de los singulares sentimientos que él despertaba dentro de ella? Se había salido tanto de los límites de su rutina que debería sentirse aterrorizada. Pero, por el contrario, las palabras de Hud estaban encendiéndose y apagándose frenéticamente dentro de su cabeza como una de esas atrayentes luces de neón de los casinos de Las Vegas.

—No puedo creerme que te tenga envidia por ello —admitió—, por el simple hecho de levantarte por las mañanas sin mirar atrás. No puedo imaginarme lo liberador que tiene que ser eso. Yo siempre tengo puesto un ojo en el suelo para no caerme y el otro sobre mi hombro para no repetir mis errores del pasado.

La inesperada sinceridad de Kendall lo hizo sentirse un fraude. Como si estuviera jugando a ser Hud Bennington III, el intrépido aventurero, a pesar de saber que probablemente no podría volver a vivir esas experiencias.

—Yo siempre he querido viajar —continuó ella.

—Pues viaja. Es tan fácil como hacer una maleta y esperar a subir al avión. O como montarte en un coche y conducir por una carretera hasta que te topas con un océano en alguna parte.

—No tengo ni pasaporte ni coche —dejó caer los hombros—. Jamás he estado más al norte de donde estoy ahora ni más al sur de Melbourne.

Hud parpadeó.

—¿Cómo puede ser así la vida de una chica de...? ¿Cuántos años tienes?

Ella lo miró a la defensiva.

—Veintitrés. ¿Cuántos tienes tú?

Eso lo dejó paralizado. A sus treinta y dos años podían ya podían considerarlo como de una generación distinta.

—Digamos que soy mayor que tú. Pero ¿por qué no te haces el pasaporte? ¿Por qué no te compras un coche?

Ella se sentó derecha sobre la silla y se cruzó de brazos antes de mirarlo.

—Tener dinero ayuda bastante a todo eso —dijo fríamente.

—Eso es verdad, aunque el deseo importa mucho más que cualquier otra cosa.

—¿El deseo?

—El deseo de conocer el mundo.

—Y ahora irás a decirme que si lo deseo con todas mis fuerzas y sueño con ello lo suficiente, todo es posible —dijo ella.

—Tal vez —y entonces, como si estuviera pasando las páginas de un álbum de fotografías, se vio a sí mismo llevándola a Londres, al reformado Teatro Globe de Shakespeare, a su hotel favorito en París con sus vistas a Notre Dame, a las ruinas de Machu Pichu. Y también la vio a ella con gesto emocionado al encontrarse en la villa de Namibia en la que todos los miembros del equipo de Hud donaron una semana de sueldo para enviar a treinta niños de allí a la escuela durante un año.

Se obligó a regresar al presente. Aquella conversación se centraba en los sueños de una chica de pueblo, no en las fantasías de un aventurero hastiado de la vida.

—Hazlo algún día. Descubrirás que el mundo no gira ni en torno a Saffron ni a ti. Es algo bastante liberador, ¿sabes?

—¿Crees que siento que el mundo gira en tomo a mí?

—¿No? Yo me sentía así cuando tenía tu edad.

Ella palideció ligeramente.

—Pues no. La verdad es que no me siento así.

—¿No piensas que tus problemas son mayores que los del resto del mundo? ¿Que tus errores tienen mayor repercusión? ¿No es eso lo que te hace tener que estar mirando por encima de tu hombro continuamente?

De pronto, el aire que lo rodeaba se hizo pesado, denso y frío. Por difícil que pudiera ser creer que una mujer podría cambiar la temperatura de una habitación, no había duda de que aquella extraordinaria joven poseía esos poderes sobrenaturales.

—No deberías atreverte a creer que me conoces o que conoces mis problemas.

El alzó la mano a modo de rendición, pero viendo la tormenta que ya se había instalado en sus ojos, supo que ya era demasiado tarde.

Kendall intentó controlar la respiración, pero la furia que sentía la estaba superando. Aquel hombre la estaba volviendo loca.

Quería zarandearlo, pero eso significaría tener que levantarse y tal cosa le supondría un gran esfuerzo. De modo que la única arma que le quedaba era la verbal.

—Dime una cosa, Hud. Tú eres inmensamente rico, ¿verdad?

Hud se llevó la mano a la barbilla y con un dedo se frotó la mandíbula; hacia delante y hacia atrás. Ese movimiento podría haberla hipnotizado, al igual que la forma de esa hermosa mandíbula, pero no pudo hacer otra cosa que sentirse más furiosa todavía. Porque la expresión de los ojos de Hud era la misma que habrían tenido si en lugar de esa pregunta, ella le hubiera preguntado algo tan simple como cuál era su color favorito.

—Bueno —continuó—, con un nombre tan presuntuoso como el tuyo, o vienes de una familia adinerada o tu madre tenía demasiadas esperanzas puestas en ti. Y, por lo que dicen las habladurías, esta casa es tuya. Pero no tuya y también de la sucursal en Saffron del Banco Nacional. Absolutamente tuya.

—Lo es —dijo él sin dejar de tocarse la mandíbula.

—Entonces supongo que para poder comerte tu próxima tostada de mantequilla no tienes que deshacerte de ella, porque, de ser así, ya la habrías vendido hace años, cuando la heredaste.

—No necesito venderla para comer, no.

—Yo, por el contrario, vivo al día, lo cual es una de las miles de razones por las que el solo deseo no me ha bastado para subirme a un avión y salir de aquí. Y tú mientras vas por ahí con esa actitud de «Soy tan pequeño e insignificante como tú a pesar de los millones que tengo». ¿Por eso vistes como un vagabundo? ¿Para que los demás no tengamos ganas de abofetearte por tener la desfachatez de decirnos en qué dirección se mueve el mundo?

El dedo de Hud dejó de moverse y Kendall parpadeó para volver en sí. Se había dejado llevar y había ido demasiado lejos, apenas conocía a ese tipo. ¡No! Iba a tener que disculparse otra vez.

Pero entonces Hud se rió. Tan fuerte y tan alto que echó la cabeza hacia atrás y ella pudo ver la musculatura de su bronceado cuello trabajando. La invadió una ola de pura atracción. Roja. Ardiente. Estimulante. Una ola que sobrepasaba los límites de su controlado registro emocional.

Ella se cruzó de brazos, juntó las rodillas y movió los dedos de los pies para ir preparándose y poder salir corriendo sin temblar o, mucho peor, sin cojear.

La carcajada de Hud fue muriendo hasta quedarse en una sonrisa; la sonrisa de un chico en un anuncio de loción para después del afeitado. De un hombre que se ha hecho a sí mismo, con un poder latente fluyendo como una corriente atrapada bajo su piel. La clase de chico que podía estar bebiendo cervezas y contándoles cuentos chinos a sus amigos, pero que luego podía bailar un tango con una mujer y llevársela a la cama sin hacer ningún tipo de esfuerzo.

—¿Has dicho en serio que parezco un vagabundo? —preguntó él.

—Sí. Tus vaqueros parecen más viejos que esta casa, tus camisetas están llenas de agujeros y la esfera de tu reloj está tan arañada que apenas puede verse la hora.

—¿Qué preferirías que llevara? —preguntó él con una sonrisa y con voz profunda.

Kendall descruzó los brazos y se miró las manos, que estaban temblando ligeramente. Esa conversación se estaba desarrollando de un modo que no había pretendido.

—Si lo que andas buscando es que te lleve a Melbourne a arrasar las tiendas de ropa, pídelo directamente. Si el Bentley de Tía Fay sigue por aquí, entonces tenemos un coche a nuestra disposición.

«¿Tenemos?».

—No, yo no... Eso no es lo que intentaba decirte. Es sólo que nunca he visto un chico que parezca preocuparse menos por todo que tú.

—Me preocupo de muchas cosas, Kendall, aunque tal vez no sean las mismas cosas por las que te preocupas tú.

—¿Qué cosas?

—¿Esto es para el libro? —preguntó él con el ceño fruncido.

—No. Es para mí.

Él asintió mientras su sonrisa permanecía colgada de los extremos de su hermosa boca. Se cambió de postura sobre el sofá.

—Protección antihumedad para mi cámara, comodidad en temperaturas extremas, barreras del lenguaje, gobiernos inestables y encontrarme al otro lado de la lente unas imágenes tan lamentables que le partirían el corazón a un gigante.

Kendall tragó saliva; se había equivocado con él. Había estado intentando acusarlo de ser un vago y un cínico cuando realmente tenía el alma sensible de un artista. ¿Podía resultar más atractivo todavía?

—Vaya, pues eso hace que mi comentario resulte un poco superficial —dijo ella—. Y me hace a mí un poco superficial también. Hud, creo que de ahora en adelante deberíamos ceñimos a las reglas de nuestro trato. Tú hablas, yo tecleo, luego nado y volvemos a repetir lo mismo a la mañana siguiente.

Hud la miró a los ojos con tanta intensidad que pareció clavarla al respaldo de la silla. Ella sintió su temperatura aumentar unos cuantos grados.

—Señorita York, ésa es la cosa más sensata que he oído en todo el día.

 

Hud le contó a Kendall cómo le había vendido su primera foto a The Northern News, un periódico para el que ahora trabajaba ella; cómo había sido el fotógrafo más joven en conseguir un trabajo en Voyager Enterprises y también le habló sobre el apacible comienzo del viaje al Valle del Cauca en Colombia.

Mientras ella terminaba de teclear una frase, él observó cómo se mordía ese exquisito labio inferior. Era uno de los fascinantes tics que había visto en ella. Otros que también le gustaban eran la línea vertical que se le marcaba entre las cejas cuando intentaba teclear más deprisa o el pequeño suspiro de felicidad cuando llegaban al final de una escena. Pero era ese constante mordisqueo del labio lo que le hacía preguntarse si a ella le gustaba lo que estaba oyendo o si, por el contrario, lo que él estaba contando no era algo por lo que la gente estuviera dispuesta a pagar.

En varias ocasiones, Kendall había dejado de teclear para simplemente detenerse a mirarlo, para observarlo como si supiera que estaba evitando decir algo.

Después de dos horas, estiró los dedos.

—¿Y hablas bien español?

—Sí. Y también un poco de francés y de ruso. El italiano lo hablo bastante bien; lo suficiente como para moverme por la mayoría de los sitios.

—Es impresionante.

—No tan impresionante como hablar la lengua de Shakespeare. Estaba casi seguro de que todo eso era un auténtico galimatías.

—No —dijo ella—. No puedes decir eso.

—Claro que sí. Todas esas expresiones y palabras extrañas me taladraban la cabeza cuando lo estudié en el instituto.

A ella se le iluminaron los ojos.

—Pero merece la pena descubrirlo, tómate tu tiempo. Escucha la fluidez y el sentimiento de esas palabras. No te obligues a comprenderlas y todo saldrá naturalmente. Te parecerá algo glorioso, divertido, conmovedor y fabuloso. Yo probaré el café de Colombia si tú me prometes que le darás a Will otra oportunidad.

Él sonrió.

—Lo prometo.

—Excelente. Ahora es mi turno: ¿cuándo podré ver algunas fotografías que puedan acompañar todo lo que me estás contando?

—¿Fotografías?

—Las tuyas. Imagino que éstas serán unas memorias con imágenes.

—Sí, claro.

—¿Tienes alguna aquí? Me ayudaría ver alguna foto de Salento, de la plantación, de la familia Salinas y también de tu equipo. En la mente tengo la imagen de Grant como un hombre enorme y me gustaría saber si estoy equivocada o no.

La revista había hecho copias de todas las fotos de Colombia que había con su cámara, pero él no había tenido ni la oportunidad ni la intención de verlas ni de borrarlas. Tenía esas imágenes clavadas en el fondo de su mente y resultaban lo suficientemente vivas e intensas como para tener que recurrir a las fotografías.

—Me temo que no tengo fotos aquí. Bueno, dime, ¿cuántas páginas hemos hecho?

Ella parpadeó un par de veces ante el repentino cambio de tema antes de teclear unos botones en el teclado.

—Alrededor de cuatro mil palabras, lo cual está muy bien. Y tienes razón, Salento parece un lugar extraordinario. Tal vez un día, cuando me saque el pasaporte y sea rica, podré empezar mis viajes allí.

Alzó la vista y lo miró. Una parte de él quería ser su guía personal, mientras que la otra parte quería evitar por todos los medios que pusiera un pie en aquel lugar.

Pero se guardó todo esos sentimientos dentro añadiendo así más presión a la cuerda psicológica que le estaba rodeando el pecho.

—Entonces, ¿puedo llevarme algo de esto? —preguntó ella mientras se enroscaba su espesa mata de pelo en un moño alto para a continuación soltarlo y dejarlo caer sobre los hombros. Él se preguntó cómo sería sentir ese cabello contra las ásperas palmas de sus manos y qué aroma tendría si hundiera la cabeza en él.

—¿Algo de qué?

—Me refiero al trato del libro. Creo que me llevo la peor parte del trato.

Hud sintió ganas de sonreír.

—¿Pero qué tenías en mente? ¿Acceso libre a micancha de tenis? ¿Un baño en la enorme bañera de mi habitación tres noches a la semana?

Los ojos de Kendall se abrieron de par en par.

—¡A1 diablo con el porcentaje! Si me dejas usar la bañera, soy toda tuya.

Esas palabras se quedaron colgadas en el aire, entre los dos, como si estuvieran sobre una telaraña invisible. Resultaban tentadoras.

Ella movía los pulgares y los apretaba contra las palmas de las manos.

Hud la miró a las manos.

—Te duelen los dedos. Creo que ya es suficiente por hoy.

—Estoy bien.

—No. Aún nos queda mucho camino por recorrer, así que vamos a empezar bien y dejemos que esta mañana haya sido simplemente un calentamiento. Vete a dar tu baño mientras yo...

«¿Qué? ¿Camino en círculos? ¿Pienso en demasiadas cosas? ¿Rezo para que mañana por la mañana me despierte sintiendo que soy el mismo de antes?».

Respiró profundamente por la nariz.

—... mientras vuelvo a familiarizarme con todos los rincones y escondites de Claudel.

Kendall se levantó lentamente. Tenía los músculos agarrotados por haber estado sentada en el mismo sitio durante tanto rato. Mientras recogía sus cosas, preguntó:

—Tú siempre eres muy aventurero, ¿no?

Esa chica tenía mucha energía y un espíritu animado, además de una curiosidad exagerada.

Rodeó el escritorio y se detuvo delante de Hud. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, y lo obsequió con un diminuto regalo en forma rectangular.

—Es una tarjeta de memoria —dijo ella—. Todos los días te iré guardando aquí lo que escribamos. Así estará a buen recaudo.

—Gracias —él alargó la mano y tomó el diminuto objeto negro mientras rozaba delicadamente su dedo con la suave palma de la mano de Kendall—. Nos vemos mañana a la misma hora.

—Vale —dijo ella antes de darse la vuelta y marcharse por donde había entrado.

Hud fue hacia la ventana del enorme salón y miró el camino de gravilla blanca y el jardín delantero lleno de maleza; tenía la tarjeta de memoria en la mano e intentaba convencerse una y otra vez de que lo más sensato sería no ir tras ella.

A pesar de que ello significaba que durante la siguiente hora su cuerpo bulliría ante la acumulación de tensión sexual por saber que ella sólo se encontraba a cincuenta metros, engalanada con lycra negra, con su pelo cayendo como seda mojada y el agua acariciándola la piel exactamente como él quería haber hecho desde el momento en que la había encontrado esperándolo en la puerta trasera.

 

Veinte minutos más tarde, Kendall se encontraba de pie en un extremo de la casa de la piscina.

Rayos de sol brillaban a través de la buganvilla y el agua se reflejaba en las paredes haciendo que todo pareciera estar en constante movimiento. Era como un remanso de frescura y paz; resultaba algo perfecto alejado del loco mundo que se movía a toda prisa y del calor abrasador que azotaba afuera.

Ya despojada de sus botas y de su ropa y con su bañador puesto, fue hacia el borde de la piscina; los dedos de sus pies se curvaron alrededor de las suaves y desgastadas baldosas y su piel se tensó mientras se preparaba para sumergirse en el frío agua.

A Kendall siempre le gustaba sumergirse con gracia, con refinamiento, sin hacer demasiado ruido y sin salpicar porque la piscina era el único lugar en el que podía ser elegante, donde no podría resultar torpe ni perder el equilibrio.

Aunque en aquella ocasión todo era distinto porque sabía que no estaba sola.

De todos modos, Hud seguía dentro de la casa y estaba segura de que no la molestaría. Era un caballero; un caballero al que en más de una ocasión había encontrado mirándola con unos ojos que mostraban algo más que caballerosidad; un caballero que podía ser prepotente y audaz. Pero uno que respetaría sus deseos. De eso no tenía duda.

Pero él, por su parte, sabía que ella estaba allí cubierta únicamente por un pedazo de lycra negra. Sabía que estaría flotando, boca arriba, relajada, con su cuerpo húmedo, brillante y resbaladizo, con los oídos llenos de agua hasta no dejarle oír nada más que el golpeteo de pequeñas olas contra las paredes de hormigón de la piscina.

Del mismo modo que Kendall sabía que él estaría caminando de un lado a otro de aquella inmensa casa con la mente ocupada por todo tipo de guerras y preocupaciones que ella no tenía esperanza de poder llegar a descifrar.

Solos con sus pensamientos, estaban pensando el uno en el otro. De eso ella tampoco tenía duda. Las dudas que la invadían en todo momento eran de una naturaleza completamente diferente. Eran dudas en torno a si debería o no permitirle a ese hombre calar más dentro de ella.

Respiró hondo y se relajó con el ligero aroma del cloro y de las hojas de palma porque la razón por la que se había enamorado de aquella piscina, y no tenía ninguna intención de perder, no tenía nada que ver con los electrolitos ni con el deseo de ganar ninguna competición. Tenía que ver con el entumecimiento, con el dolor y con el cansancio de su malherida pierna izquierda.

Sin embargo, no había ninguna razón para que el guapo Hud Bennington lo supiera. Sólo pensar en empezar a ver lástima reflejada en esos ojos hacía que el corazón le doliera tanto como la pierna.

Un hombre como Hud podía tener a la mujer que quisiera. Tal vez a él le habría dado igual tener en su casa a cualquier otra chica, pero para Kendall tener su atención era como una droga a la que se estaba haciendo adicta demasiado deprisa.

Tenía que detener todo aquello. Él no significaba nada para ella, era prácticamente un extraño, alguien con quien había hecho un trato. Un viajante que estaba haciendo escala allí. Un barco que pasaba en la noche y algo mucho más dañino para su salud que la falta de terapia en el agua.

Sin pensar más, se alzó sobre los dedos los pies y saltó al agua.