Capítulo 1
HUD SE colgó al hombro su destartalada mochila mientras observaba la fachada de Claudel, la gran casa antigua que se alzaba ante él. La hiedra trepaba sobre los muros externos de mampostería; los escalones de mármol estaban cubiertos de moho; los ventanales delicadamente enmarcados estaban salpicados del fango que se había acumulado con las tormentas a lo largo de los años; al tejado gris a dos aguas le faltaban tejas y las canaletas estaban cubiertas de hojas.
Pero ni siquiera una década, reflejada en el abandonado estado de la casa, podía acabar con los recuerdos de los días de sol que había pasado con su tía en la casa grande durante los incontables veranos en los que sus padres se habían marchado, dejándolo atrás, a vivir aventuras por tierras lejanas para autentificar nuevos descubrimientos sobre civilizaciones perdidas. Podía verse tumbado sobre la fresca hierba a un lado de la casa leyendo las ediciones originales de la Tía Fay de Las Crónicas de Narnia e imaginándose que era un fauno o un león o, aún mejor, uno de los cuatro hermanos Pevensie que tomaban parte en aquellas aventuras. Juntos.
Respiró hondo decidiendo dejar la casa y el aluvión de recuerdos que ésta le despertaba para más tarde y así giró a la izquierda para adentrarse en el colosal jardín de Claudel y encontrarlo en un estado todavía más lamentable.
Lo que una vez había sido un césped verde y perfecto, abarrotado de mazos de croquet y bordeado por un impresionante jardín que exhibía esculturas de mármol dignas de una galería de arte, se había convertido en un caos infestado de maleza y de hierba. Las coníferas, que tan delicadamente habían sido cuidadas y cortadas, ahora crecían indómitas y mostraban ramas partidas por la fuerza de las tormentas. Las álsines, las moras y las rosas avanzaban salvajemente. Cualquier parte de césped aún visible a través de los arbustos estaba plagado de margaritas salvajes. Si la Tía Fay viviera y hubiera visto el modo en que él había echado a perder aquel lugar, habría puesto el grito en el cielo.
Pero después de que el impacto inicial se hubiera ido, Hud comenzó a notar que el fuerte aroma floral había sobrecargado el aire; ese brumoso aire de verano en el que flotaban las abejas y el polvo de acacia. Como fotógrafo de Voyager Enterprises, tanto para sus documentales televisivos como para sus revistas, había fotografiado jardines de reinas, selvas tropicales y marismas protegidas por sureños armados. Pero aquel lugar estaba tan fuera de control, tan libre de contaminación y era tan locamente bello, que a Hud se le hizo un nudo en la garganta por la inesperada emoción al contemplarlo.
Se aclaró la garganta y empujó hasta lo más profundo de su ser esa sensación; hasta el mismo lugar en el que había estado guardando todos los otros sentimientos que habían estado amenazándolo con salir durante los últimos meses. Así, había continuado en dirección a la maleza, sin importarle demasiado si las ramas le arañaban las manos o si sus pantalones iban recogiendo punzantes espinas. Todo aquello sólo le trajo más recuerdos de cuando seguía al loco perro lobo irlandés de la Tía Fay a través de aquellos mismos jardines por los que el perro, a su vez, iba persiguiendo duendes del aire invisibles.
Un puntito de luz que se coló por un agujero de aquella jungla que parecía no tener fin cegó a Hud. Alzó una mano para protegerse los ojos y atravesó la maleza hasta encontrarse cara a cara con la vieja casa de la piscina.
Una media sonrisa se le marcó en las comisuras de los labios y arrugó el contornó de sus cansados ojos cuando más recuerdos de momentos inolvidables le asaltaron la mente. Tirarse al agua a bomba, hacer rocambolescas volteretas hacia atrás desde el trampolín, tumbarse durante horas y observar cómo cambiaban las nubes mientras se preguntaba si sus padres verían las mismas nubes al otro lado del mundo.
Por aquel entonces, él había estado lleno de esperanza y de planes; aunque cuando había crecido, cuando había sido lo suficientemente mayor como para adentrarse en la aventura de su propia vida, se había dado cuenta de lo complicado que era todo. Se preguntó cuándo toda esa impenetrable esperanza se había convertido en frustración. Cuándo sus expectativas se habían convertido en un frío conocimiento. Cuándo había crecido, después de todo.
¿Habría sucedido cuando, con apenas veintiún años, había estado escondido detrás de un arbusto con la única compañía de su cámara durante dieciocho horas en medio de un tiroteo en Bosnia? ¿Al despertarse y descubrir que el guía los había abandonado a su equipo y a él en el Campo Base del K-2 el día de su veintiséis cumpleaños? ¿O habría sido cuando se había despertado en un hospital londinense menos de dos meses atrás, sin apenas fuerzas para pedir un vaso de agua?
Dejó la pesada mochila sobre el suelo. Claude se encontraba a cincuenta metros de la carretera, tras un muro de tres metros y a un paseo de diez minutos a través de un pinar hasta el cercano pueblo de Saffron.
Se crujió el cuello, unió las manos, estiró los brazos por detrás de la espalda y miró hacia arriba para ver que unas enredaderas de color rojo brillante parecían haberse tragado la mitad de la edificación, dejando los restantes paneles de cristal enmarcados en blanco, que habían sobrevivido al paso del tiempo, cubiertos de polvo y moho. No podía más que aventurarse a adivinar cómo estaría el interior después de no haber sido bendecido por una mano humana en diez años.
—Si la memoria no me falla... —dijo en alto y el sonido de esa intensa voz resultó profundo y áspero en sus oídos, que no habían percibido nada en horas. Entonces, rodeó la parte trasera de la casa y encontró la puerta entreabierta, torcida sobre unas bisagras oxidadas.
Con un instinto desarrollado tras años colándose en lugares secretos y oscuros, caminó despacio, de puntillas, sobre una pequeña pila de cristales rotos, y entró en la casa de la piscina donde sus pies se detuvieron en seco sobre unas baldosas francesas de mosaico.
La casa de la piscina estaba limpia. Las baldosas color verde moteado brillaban y las docenas de bancos de mármol blanco estaban impecables. Unas palmeras diminutas en macetas que adornaban la habitación se veían lustrosas. Y el agua de la piscina resplandecía y resultaba atrayente sobre el suelo negro de hormigón.
Un sonido rompió el ensueño de Hud. Un suave oleaje producido por el agua que golpeaba delicadamente el borde de la piscina le dijo que algo estaba a punto de romper esa superficie negra. Contuvo el aliento, se puso en guardia y escuchó en absoluto silencio mientras...
Una sirena emergía de las profundidades.
A partir de ese momento, todo pareció ralentizarse: su respiración, los latidos de su corazón, el polvillo que flotaba a través de los rayos de sol, mientras la sirena surcaba el agua, alejándose de él y dejando tras de sí un rastro de pausadas y pequeñas olas.
El agua caía sobre ese pelo color brandy. Se deslizaba sobre unos brazos claros, delgados y juveniles embelleciéndolos. Y, mientras subía los escalones contoneándose, el agua se adhirió a sus esbeltas formas tanto como pudo antes de que la cruel gravedad la reclamara de vuelta a las oscuras profundidades de la piscina.
Hud sintió que debía apartar la vista, como si él fuera demasiado mayor, demasiado cínico y estuviera demasiado hastiado para que se le permitiera contemplar tal visión. Pero su curiosidad lo sobrepasaba y sus ojos permanecieron clavados en la espalda de la exquisita extraña.
Una vez que ella se encontró en tierra, su pelo brotó en forma de ondas que le alcanzaron la región baja de la espalda, cubriendo así la extensión de piel que su sencillo traje de baño dejaba visible. Era funcional. Negro. De una pieza. Pero con su corte de cadera alta y muy bajo por la espalda, resultaba tan sexy que las pulsaciones de Hud se aceleraron y éste temió que la chica pudiera oírlas tanto como las estaba oyendo él.
Sus pisadas húmedas produjeron un suave sonido cuando caminó hasta una toalla color melocotón con estampado de cachemir extendida sobre uno de los bancos de mármol y bajo la que se encontraba una pila de ropa.
Entonces ella alzó un pie y se agachó para recorrer una de sus piernas con la suave toalla. Una pierna larga y esbelta. Una gota de sudor se deslizó lentamente por la mejilla de Hud.
Cuando la chica repitió la acción con la otra pierna con actitud relajada y reposada, él cerró los ojos y tragó saliva para calmar la garganta, que repentinamente se le había quedado seca.
La joven alzó la toalla y se la pasó por el pelo; escurrió la mayor parte del agua mientras sacaba hacia afuera la cadera derecha. Varios rayos dorados de luz que se colaban por las ventanas realzaron el vivo color de su cabello rojo oscuro. Ese brillo de sol jugaba sobre su lechosa piel a modo de caricia. Y todo lo que Hud podía pensar era que si aquél no era un momento digno de ser grabado para la eternidad, ningún otro lo era.
Estaba tan concentrado en el aspecto estético, calculando mentalmente la distancia focal y la sensibilidad de la película, que no se fijó en que ella había comenzado a girarse en su dirección hasta que ya fue demasiado tarde.
Se dio la vuelta. Lo vio. Y gritó.
Y él no podía culparla. No se había afeitado en quince días y llevaba una ropa más propia de un invierno en Londres que de un día de calor en Melbourne.
Kendall tiró de la toalla para cubrirse las piernas con un movimiento que fue puramente instintivo y su grito resonó por toda la sala.
Desafortunadamente, aquel grito no había hecho que el intruso saliera huyendo. El sencillamente se quedó mirándola. Alto, piel morena, completamente vestido y muy masculino.
Cuando sus ojos fueron de un lado a otro del cuerpo de la joven, ella se dio cuenta de que aferrarse simplemente a la toalla no la ayudaría en nada. Se giró hacia la izquierda, alejándose de él, y se rodeó el cuerpo con la toalla logrando cubrir aquellas zonas que necesitaban ser cubiertas.
Después, tomó aire profundamente antes de informar al hombre con calma:
—Sal de aquí inmediatamente o volveré a gritar y lo haré tan alto que el pueblo entero vendrá corriendo.
Los ojos oscuros de él se alzaron hacia ella. Se conectaron a través de quince metros de un agua oscura y fría. Cada centímetro de piel que su mirada acariciaba vibró como si él hubiera establecido contacto físico. Ella decidió que se trataba únicamente de un efecto secundario del impacto por encontrarse medio desnuda frente a un extraño. Nada más.
—No vuelvas a gritar, por favor —dijo él con una agradable sonrisa—. Un tímpano perforado al día ya es suficiente diversión.
—Entonces márchate, ahora, y así podrás salvar el otro —respondió ella y escupió un mechón de pelo mojado que se le había metido en la boca—. Si te has perdido, puedo indicarte el camino hasta la carretera principal o hasta el pueblo por el bosque —miró sobre su hombro en esa dirección y cuando volvió la cabeza habría jurado que él se había acercado a ella.
—No me he perdido —dijo.
—Bueno, lo que está claro es que no estás donde deberías estar. Todo lo que hay en cien metros en cada dirección de este lugar es propiedad privada.
Sonrió un poco más haciéndole preguntarse si él ya sabría eso. Todo el mundo en Saffron lo sabía. Claudel era propiedad de los descendientes de lady Fay Bennington, que no se habían molestado en mantener aquel hermoso lugar desde que Fay había muerto diez años atrás. Pero en Saffron todos se conocían y ella jamás había visto a ese tipo antes. Era la clase de hombre que no se olvidaría fácilmente.
Alto y fuerte, con un físico que podría eclipsar al sol. Ropas oscuras. Ojos oscuros. Pelo ondulado y oscuro. Barba oscura y descuidada. A juzgar por eso y por los vaqueros hechos jirones y las botas arañadas, ella podría haber pensado que se trataba de un indigente, pero había algo en su elegante porte y en el brillo de sus ojos que la hacía dudar.
Sujetó la toalla con más fuerza.
El metió las manos en los bolsillos de un excesivamente pesado abrigo marrón y se acercó a ella.
—Estoy pensando que tú eres la que no deberías estar aquí, señorita...
—Mi nombre no es asunto tuyo, tío.
Había hecho un curso de defensa personal desde que había llegado al pueblo y se había mudado con
Taffy. Eran dos chicas solas, de modo que más valía prevenir que curar. Por esa razón sabía que era mejor correr que intentar hacer entrar en razón a un asaltante.
Tiró la toalla para recoger sus ropas y entonces se dio cuenta de que estaba desnuda a excepción de una tela de lycra que no la cubría demasiado. De modo que recuperó la toalla y la empleó como una pantalla improvisada mientras, a toda prisa, se ponía su vestido de tirantes rojo sobre el bañador.
Hasta que su cabeza no asomó por la apertura del cuello y el vestido se deslizó con dificultad sobre el bañador mojado no se dio cuenta de que se lo había puesto del revés. Mala suerte. Demasiado tarde. Él se estaba acercando.
—No te acerques —insistió ella mientras recogía su par de botas Doc Marten y las sostenía delante de ella como si fueran alguna especie de arma letal.
Por alguna razón, pareció funcionar. El chico se detuvo y extendió las manos. Unas manos con unos dedos largos. Unas manos limpias. Las manos de un caballero, no las de un vagabundo.
—Nada de esto es necesario —dijo él—. Antes de que me golpees con un zapato volante, deberías saber algo.
Ella se preguntó si tal vez él no sabría nadar y le preocupaba caer inconsciente a la piscina. No quería que se acercara más, no quería que la engañara contándole cualquier historia, pero tampoco quería matarlo. Era demasiado guapo para morir.
Sintiéndose ridícula por pensar tal cosa, alzó las botas unos centímetros más y preguntó:
—¿Qué es todo esto?
—Esto —dijo él, ondeando su mano hacia la izquierda y dando un par de pasos hacia ella— es todo mío.
Las botas descendieron unos centímetros.
—¿Tuyo?
Él asintió y se acercó más. Estaba lo suficientemente cerca como para que ella pudiera ver una delgada cicatriz que le llegaba desde la punta de la nariz hasta el labio superior. Ella sabía de cicatrices y el hecho de que aún estuviera de color rosa significaba que era prácticamente reciente.
Aparte de esa imperfección, resultó que tenía una bonita nariz recta y una mandíbula angulosa, como esas estatuas que podían encontrarse bajo el denso follaje en los jardines de Claudel. De cerca, su pelo oscuro se rizaba con un peinado estilo «recién salido de la cama». Era una especie de Lord Byron moderno.
Pero todo aquello quedó a un lado cuando lo miró a los ojos. Eran color avellana; un color avellana profundo y enigmático que destacaba sobre el más blanco de los blancos que había visto en su vida y enmarcado por unas largas pestañas oscuras.
Aquel tipo necesitaba un afeitado, un corte de pelo y una sesión de compras, pero era absolutamente guapo. Tan guapo que ella se dio cuenta de que había pasado los últimos veinte segundos mirándolo y citando a Byron como si nunca antes hubiera visto un hombre así. De cerca. En carne y hueso.
«No», pensó muy nerviosa. «Ahora no. Así no. No estoy preparada».
Parpadeó y pensó en lo que se habían dicho. ¿De verdad había él sugerido que...?
Volvió a poner las botas en guardia.
—¿Qué quieres decir con eso de que todo es tuyo?
—Me llamo Hudson Bennington 111, pero todo el mundo me llama Hud —dijo extendiendo la mano derecha—. Mi tía Fay vivió aquí. Yo venía a pasar el verano cuando era niño y luego ella me lo dejó todo cuando murió. Puedes preguntar por el pueblo, si no me crees. Estoy seguro de que muchos lo recordarán.
Ella miro la mano extendida; luego lo miró a los ojos, pero, al encontrarlos demasiado inquietantes, los ignoró y se agachó para ponerse las botas con un movimiento que le produjo un latigazo en su pierna lesionada. Hizo un gesto de dolor y se estiró. No se atrevió a seguir atándolas.
—Pues entonces será mejor que vaya al pueblo ahora mismo y me asegure.
Agarró la toalla y rodeó la piscina en dirección a la salida alejándose de Hudson Bennington 111 y de sus ojos oscuros, de su pelo despeinado, de su ruda elegancia, de sus manos de caballero y de su inquietante belleza al estilo de Byron.
Si aquel joven era quien decía que era, si había regresado para reclamar la tierra que le pertenecía, ella tendría que decir adiós a sus baños diarios. Ya no se deleitaría en la dicha de verse flotando, de sentirse ligera y llena de energía. Y si antes había sentido pánico, eso no era nada comparado con el pavor que la embargó en aquel momento.
—No tienes que ir ahora mismo —le gritó él con esa profunda voz.
Pero Kendall salió a la brillante luz y caminó tan deprisa como se lo permitieron sus temblorosas piernas.
Se adentró en el pinar y miró hacia atrás para ver a Hud de pie, fuera de la casa de la piscina buscándola, con las manos en las caderas y forzando la vista. Pero ella se conocía esa parte del mundo demasiado bien y para entonces ya era una más de las miles de sombras entre los troncos.
A cada paso que daba en dirección al pueblo, su persistente cojera se volvía más pronunciada.
Hud se pasó una mano por la cara y miró hacia los árboles. Le había ido pisando los talones hasta que ella había salido de la casa de la piscina, pero después, de repente... había desaparecido.
Una mujer que vivía en la zona. Una mujer con una verborrea y una actitud más valerosa de lo que habría esperado en una sirena. Una mujer que, de cerca, tenía una piel de porcelana, unos ojos del color del cielo antes de una tormenta y el pelo del color del vino tinto.
Y una mujer que, durante los demasiado pocos minutos que había estado cerca de él, le había sacado de la mente cada una de las cosas que él tenía la intención de olvidar regresando a Claudel.
Kendall salió del pinar y se detuvo para comprobar si había alguien en la carretera principal de Saffron. No quería que nadie la viera saliendo de allí con el vestido del revés, las botas desatadas y el pelo empapado.
Le había costado casi los tres años que llevaba viviendo en Saffron que la gente del lugar comenzara a ignorar su cojera y dejaran de susurrarse al oído cómo había pasado. El accidente de coche. La muerte de un hombre joven. Los meses que ella había perdido después. Pero ahora se había convertido en la formal, sensata y digna de confianza verificadora de datos del periódico local. Y estaba decidida a que nada de ello cambiara.
Miró a la derecha, luego a la izquierda, a la derecha otra vez, antes de salir como una flecha y cruzar Peach Street para a continuación franquear la puerta del jardín y de ahí correr hasta la casita de dos plantas que compartía con Taffy.
El ruido que hizo quitándose las botas de una patada y lanzando la toalla mojada sobre el respaldo de una silla que había en la entrada fue suficiente para que Taffy levantara la vista de la mesa de la cocina. Se le cayó el periódico del domingo, sus ojos verdes se abrieron como platos y tosió mientras masticaba una magdalena cubierta de miel.
—¿Pero qué demonios te ha pasado?
—No quiero hablar de ello —Kendall comenzó a subir las escaleras. Deseaba poder subir los escalones de dos en dos, pero había corrido tanto que aquella maldita pierna no le respondía.
—Ah, no, espera —la voz de Taffy se oyó detrás de Kendall seguida de unas atronadoras y vigorosas pisadas.
Kendall entró en su habitación. Orlando, su perrito Schnauzer sordo, levantó la vista ante el brusco movimiento de la puerta y luego volvió a posar su encantador hocico sobre las patas.
Taffy entró en la habitación de Kendall y se apoyó sobre la jamba de la puerta.
—Bueno, ¿es que de pronto ha habido tormenta? ¿En el supermercado? Porque ahí es adonde me dijiste que ibas, ¿te acuerdas? Al supermercado a comprar carne para la cena de esta noche.
—Y... —dijo Kendall enrollando su pelo húmedo en un moño bajo antes de comenzar a buscar desesperadamente una toalla limpia entre la pila de ropa recién lavada que tenía sobre una silla en un rincón de su dormitorio.
—Y... No veo carne por ninguna parte. Lo único que veo es un pelo mojado y un vestido puesto al revés —Taffy entró en la habitación con la mano sobre el corazón—. ¡Oh, Kendall! Por favor dime que la carne...
Kendall levantó los brazos y se apretó los ojos para intentar detener las perturbadoras imágenes que le llenaban la cabeza; imágenes de un brazo bronceado, de una nervuda muñeca con una fina capa de vello negro y un reloj que parecía haber sobrevivido a tres guerras mundiales.
—¡Taffy! ¡Para!
Taffy se sentó en una esquina de la cama de Kendall y se relamió miel de las manos. Luego apretó los labios y esperó a que Kendall hablara.
Dispuesta a no seguir pareciendo un gato empapado, se quitó el vestido y se envolvió en la toalla; al hacerlo se sintió extraña, como si estuviera otra vez en la casa de la piscina. Expuesta. No le gustaba esa sensación. Tiempo atrás eso le había encantado; le había gustado ser el centro de atención, el payaso de la clase.
—¿Puedes salir mientras me cambio? Taffy negó con la cabeza.
—Explícame lo de la carne.
Se trataba de Taffy. Taffy, que la había acogido en el momento de su vida en el que más había necesitado una amiga, cuando la familia que ella había llegado a querer como si fuera la suya propia la había abandonado.
Se dejó caer sobre la cama, junto a su amiga.
—He estado nadando.
—¿En las cascadas?
—No. En Claudel.
—¿En la vieja casa? Pero ¿cómo? Ese lugar está decrépito.
Kendall se encogió de hombros.
—No tanto. Al menos, no la casa de la piscina. Ya no.
Taffy sacudió la cabeza y casi se rió al mismo tiempo.
—¿Qué has hecho ahora?
Kendall se echó hacia delante y hundió la cara en sus manos.
—La encontré durante uno de mis paseos por el bosque. Es un edificio maravilloso, Taff, y resultaba tan triste verlo derrumbándose de ese modo. Me sentí como obligada a dejarlo nuevo. Ahora lo he limpiado, las baldosas del suelo parecen cristal. Y los bancos de mármol parecen sacados de una película de Grace Kelly.
—¡Eh! Espera un segundo. ¿Que has limpiado?
Kendall, aún con la cabeza sobre las manos, se rió.
—Más que eso, Taff. He llenado la piscina, le he echado cloro, la he mantenido impoluta. Perfecta. Y la he visitado todos los días desde hace dos años. En el momento en que la vi, fue como si... no tuve elección.
—Pero eso sigue sin explicar esto —Taffy agarró un mechón del pelo de Kendall y luego lo soltó, echándoselo sobre la espalda.
—Hoy... —dijo antes de respirar hondo mientras intentaba buscar las palabras con las que explicar el inesperado efecto de aquel joven rudo, alto y moreno sin hacerse quedar como una idiota—. Hoy he sido sorprendida... por el propietario de Claudel.
Tras un largo silencio, Taffy dijo:
—¿No me digas que te refieres a Hud?
Kendall miró a su amiga directamente a los ojos por primera vez desde que había entrado en casa.
—Hudson Bennington. Tercero, nada menos.
Taffy le dio una palmadita en el brazo.
—Sal de aquí.
—Me encantaría, pero no me vas a dejar. ¿Lo conoces?
—Dios, sí. Estuve enamoradísima de Hud Bennington cuando él tenía dieciocho años y yo trece. Era su último año en el colegio interno y vino aquí a pasar el verano. Se quedó con Fay mientras sus amigos se marchaban a Letonia en busca de restos de duendes o algo así. Era como mi ídolo de juventud. Bueno, ¿y cómo estaba? ¿Encantador? ¿Descarado? ¿Se comportó como un ligón empedernido? ¿Mordaz? ¿Sigue tan guapo como siempre?
—Parecía... parecía que le hacía falta un buen afeitado —«y más», pensó Kendall. «Parecía que le hacía falta un abrazo».
—¡Ooh! Hud Bennington con barba. Eso tengo que verlo. Ahora date prisa y vístete. Vamos a ir allí y así me lo vuelves a presentar.
—¿Es que no me has oído? Me ha pillado. En su piscina. Sin su permiso. Sin haberle pedido permiso a nadie. Y encima estaba desnuda... de no ser por mi... bañador.
Taffy sonrió y asintió, embobada, pero Kendall sabía muy bien que su amiga era tenaz, ingeniosa y testaruda.
—Ve tú sola si quieres —dijo Kendall—. No voy a detenerte, pero no le digas que me conoces y todo te irá de maravilla.
—No, así parecería que estoy desesperada. Es mucho mejor toparme con él de casualidad por el pueblo. Invitarlo a un café para que podamos recordar viejos tiempos. Y así podrá recordar cómo lo estuve siguiendo por todas partes aquel verano.
Taffy se levantó de la cama y salió de la habitación. Kendall, con el pelo chorreando y el bañador empapado, fue hacia el cuarto de baño, donde pasó la siguiente media hora en la ducha, dejando que el agua caliente le recorriera la piel mientras finalmente se apoderaban de ella los mismos temblores que la habían amenazado en el momento en que había sido descubierta.
Se masajeó su muslo lesionado esperando que el dolor cesara, pero funcionó tanto como lo habría hecho una tirita sobre un corazón partido.
Porque los típicos dolores que sentía a diario parecían haberse extendido hasta su pecho y ése era un dolor intenso y punzante, como el producido por un recuerdo olvidado intentando salir a la superficie. Sabía lo que eran esos dolores. Eran el aguijón agridulce de una inoportuna atracción y le aterrorizaron.
Cerró los ojos, se deleitó bajo el calmante agua e intentó desesperadamente no pensar demasiado en el modo en que la llegada de Hud Bennington había estropeado su tranquila y ordenada vida.
Una hora más tarde, tras presentarse ante su antigua habitación... que seguía tal cual la había dejado doce años atrás, con la cama de matrimonio, el mobiliario de teca y pequeños aviones estampados en el papel de la pared... Hud se encontraba bajo el agua de la ducha de bronce sorprendido de que las cañerías siguieran funcionando. Sorprendido y agradecido. El agua fría, que él mismo había preferido utilizar, lo estaba librando del calor que había arrastrado desde que había salido del aeropuerto.
Cerró los ojos, abrió la boca y saboreó el agua de Melbourne, que caía sobre su cara y le despertaba más recuerdos que había olvidado hacía tiempo.
Con seis años se había escapado la primera noche que sus padres lo habían dejado allí y se había perdido en el pinar antes de que Tía Fay lo encontrara con la ayuda de su perro y de su farol. El roble centenario en el centro del pueblo que él veía distinto cada verano, aunque no sabía decir por qué. El piano en el salón del primer piso con su Mi bemol roto.
Y entonces, de pronto, antes de que si quiera pudiera sentirlos acercarse, unos recuerdos de otra clase lo embargaron e hicieron que el agua que tenía en la boca supiera a polvo. Recuerdos de la falta de agua durante días; sintiéndose tan sediento que no podía dejar de temblar. Y el sonido de un grifo goteando en una habitación cercana. Tan cerca y aun así, tan lejos.
Abrió los ojos. Cerró el grifo. Se le aceleró la respiración. Apoyó la mano en la pared y observó las gotas de agua deslizarse sobre su piel y caer al suelo. Del mismo modo en que lo habían hecho cuando su sirena llena de vida había emergido de las profundidades de la resplandeciente piscina.
Se concentró en el pelo color brandy, en las largas extremidades, en los ojos azul grisáceos. Su respiración se apaciguó. Sus recuerdos se calmaron. Y todo gracias a ella.
Quienquiera que fuera.