Capítulo 6

HUD TIRÓ de Kendall y la llevó hasta la cocina. Allí tomó una pequeña bolsa nevera que, obviamente, tenía preparada. De modo que aquella excursión no resultó ser algo tan repentino como él había hecho parecer en un principio.

Kendall se agarró fuerte a la mano de Hud mientras juntos rodeaban la casa. O tal vez, era él el que la estaba agarrando fuerte a ella. De cualquier forma, ambas manos encajaban a la perfección.

—¿Es demasiado pronto para volver a preguntarte adónde me llevas?

—Confía en mí, te encantará.

Cuando llegaron a un cobertizo que había en el jardín, Hud la soltó y abrió la puerta de metal. Kendall estornudó unas ocho veces ante la polvareda que pareció ver su primera oportunidad de escapar en diez años. Permaneció junto al umbral de la puerta mientras Hud buscaba algo entre una pila de trastos. Así pudo observar la impresionante piel morena que asomó por debajo de la camiseta de él. «No es más que piel», se dijo a sí misma mientras una oleada de puro placer femenino emanaba desde el centro de su estómago.

Entonces él se giró.

—Una bici —dijo ella.

—Una bici —repitió él con una sonrisa de oreja a oreja.

—Y...

—Y tú y yo vamos a ir a dar un paseo.

—Me dijiste que confiara en ti. Me prometiste que me encantaría tu sorpresa, pero creo que no, gracias. No es lo mío —salió del cobertizo caminando hacia atrás con tanta prisa que casi se cayó sobre un banco de hierro forjado del jardín.

Hud la miró con gesto desconcertado.

—Yo... —¿cómo podía arreglar eso y no quedar como una idiota? Su pierna izquierda... ella no podía No puedo montar en bici, Hud. No sé.

—Oh, bueno, no pasa nada. No tienes por qué hacerlo. He montado en esta bici más veces con una chica subida en el manillar que solo, así que no pasará nada.

—¿Se supone que con eso me tengo que sentir mejor? ¿Que seré la chica número ciento uno a la que has dejado subirse al manillar de tu bici?

Hud la observó durante unos segundos y en silencio fue acercándose a ella con la bicicleta en las manos.

—Eso no es lo que intentaba decir. Tenemos sol, tenemos aire fresco, tenemos comida para hacer un picnic. Podemos utilizar la bicicleta y pasar un día estupendo. No pretendía darte la oportunidad de ponerme una excusa tan infantil y aniñada para decirme que no.

En ese momento Hud se encontraba tan cerca que Kendall podía ver los reflejos dorados en sus ojos; tan cerca que podía oler su amaderado aroma; tan cerca que podía oír los distintos matices de su voz: madurez, humor y coqueteo.

—¿Aniñada? Tengo veintitrés años, soy una mujer adulta y hace años que no he hecho nada aniñado. Hud se sonrió.

—Pues a mí me lo ha parecido.

La bici se sostenía fácilmente sobre esos fuertes brazos y colgaba de ellos como un escudo. La tensión se podía apreciar en el aire cubierto de polvo; era una tensión sexual. Pura tensión sexual.

Y mientras se embriagaba con esa sensación, Kendall sacó una cadera hacia fuera y tamborileó los dedos sobre ella. Él no lo sabía, pero aquél fue el movimiento más aniñado que ella había hecho en mucho tiempo.

—Está claro que no me has comprendido.

—Lo único que he visto es que te has mostrado celosa.

—¿Celosa de las chicas que se subirían al manillar de la bici de un chico? En absoluto.

—No lo subestimes hasta que no lo pruebes.

—¿Mirabella no probó a subirse? —en el instante en que esas palabras salieron de su boca, Kendall deseó no haberlas pronunciado.

—¿Quién?

—No te hagas el tonto, ayer vi tu tatuaje —y le señaló el brazo derecho.

Una enorme sonrisa atravesó el rostro de Hud.

—Mirabella es mi cámara, la misma que tengo desde hace cinco años, y forma parte de mi éxito tanto como el mucho o poco talento que yo pueda tener. Por eso me hice el tatuaje.

Kendall intentó encontrar un comentario inteligente que no la hiciera parecer, más todavía, una mujer que había admitido estar celosa de un aparato electrónico, pero las únicas palabras que salieron por su boca fueron:

—Entonces está bien. Lo haré. Me subiré en el estúpido manillar de tu bici.

—Bueno, ha sido más fácil de lo que esperaba.

—Pues no te acostumbres.

—La verdad es que podría acostumbrarme a esto, ¿sabes?

—Seguro que sí —se apartó para dejarles espacio a Hud y a su bici, pero también para poder respirar hondo sin embriagarse con su aroma—. Bueno, ¿adónde vas a llevarme?

—Dejemos que eso también sea una sorpresa.

—¿Debería ponerme una falda estilo años 50 y dos coletas como las chicas de tu época? Porque desde que tú fuiste joven han pasado muchos, pero que muchos, años, ¿no? ¿O acaso te ibas con las chicas malas? ¿Las de pantalones negros ajustados y camisetas rasgadas? ¿Debería comprarme un paquete de cigarrillos y enrollarlo en la manga de la camiseta?

—La verdad es que no necesitas complicarte tanto. Yo siempre fui detrás de las chicas elegantes y finas, así que puedes venir tal como estás.

—Otro claro ejemplo de tu sutileza.

—Bueno, prepárate, cielo —se colgó la bici de un hombro como si fuera un superhombre y le sonrió una vez más.

—Venga, vamos a subirnos a tu bici antes de que me arrepienta.

 

El cálido aire de verano se deslizaba por el pelo de Kendall mientras Hud pedaleaba por el sucio camino lleno de baches que los llevaba a las Cataratas Saffron, las mismas que le habían dado su nombre al pueblo.

Ella tenía las manos fuertemente agarradas al manillar; le estaba empezando a doler el trasero por llevar veinte minutos sentada en esa diminuta pieza de metal, pero cerró los ojos y se dejó invadir por el aroma a polvo, musgo y hierba.

El sol le caía sobre los hombros y los párpados. El silbido del aire le llenó los oídos hasta hacerle sentir que estaba volando.

Ingrávida. Como cuando estaba nadando, pero aún mejor. Había salido al mundo y se sentía libre, llena de posibilidades. No quería que aquello acabara.

La bici aminoró la marcha y giró a la derecha. Los ojos de Kendall se abrieron y se encontraron bajo la sombra de decenas de sauces.

—Casi hemos llegado —dijo Hud y su voz pareció acariciar la nuca de Kendall.

—Gracias a Dios. Cinco minutos más y no me habría vuelto a sentir el trasero.

La bicicleta fue más y más despacio. Una exuberante hierba verde cubría un terreno ligeramente ondulado por todo el camino que conducía a un riachuelo lleno de rocas y bordeado por árboles de caucho altos y delgados y sauces cuyas ramas se mojaban en el agua cristalina. El sonido de una catarata cercana susurraba en el aire.

El pie de Hud se posó en el suelo y él rodeó a Kendall por la cintura para evitar que se cayera. Ella, instintivamente, lo agarró del brazo con fuerza y se quedó apoyada en él unos instantes, acompasando su respiración a la de él mientras un masculino aroma la rodeaba y se iba filtrando bajo sus cada vez más debilitadas defensas.

—Vaya, buenas noticias —le dijo Hud, casi con un susurro, a su oído izquierdo—. Hacía tanto tiempo que no venía por aquí que creí que acabaríamos en algún páramo perdido en el que jamás podrían encontrarnos. ¿Qué tal se te da cazar?

—Nunca lo he probado, aunque después de ver lo magníficamente bien que se me ha dado montar en el manillar, creo que también lo haría de maravilla.

Pudo sentir la delicada carcajada de Hud vibrar en su propio pecho.

Él posó el otro pie en el suelo y la ayudó a bajar. Entonces apoyó la bicicleta en un árbol y, mientras Kendall se dirigía al riachuelo, se descolgó la bolsa nevera de la espalda.

—¿Tienes hambre? —preguntó Hud.

—Estoy famélica.

—No me extraña, te habrás cansado mucho ahí sentada mientras yo no hacía más que pedalear.

—¿Es que esperas que te diga lo grande y fuerte que eres por haber cargado con mi peso? —le preguntó ella.

—¿Es que esperas que te diga que eres tan ligera como una pluma?

Ella, que había estado agachada tocando el agua, se levantó y lo miró por encima del hombro.

—¿Estás diciéndome que no lo soy?

—Sí, ¡pesas muchísimo!

Se giró completamente.

—También podría ser que estás bastante más viejo y débil que la última vez que hiciste esto. No olvides que yo no tengo trece años.

—No, eso no puede ser.

—Vale, tú eres un tipo grande y fuerte y yo peso un quintal.

—Eso me gusta más.

Kendall se apartó y caminó por el borde del riachuelo; necesitaba despejarse después de ese momento de flirteo en el que se habían visto inmersos.

Pasó por delante de un matorral en forma de media luna y se topó con un escarpado acantilado, cubierto de helechos y musgo y salpicado por una pequeña, pero pintoresca, catarata. Era algo precioso, incluso mágico. Respiró profundamente y en silencio le dio las gracias a Hud por haberle dado ese día.

—¿Una sorpresa agradable?

—Hud, esto es... —no logró encontrar las palabras para describirlo.

—Sí, ¿verdad? —se agachó y hundió las manos en el agua donde unas piedras redondas y diminutas desaparecían en la profunda oscuridad de un pequeño, pero perfecto lago.

Después se levantó, metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros y la miró. Simplemente la miró. —¿Solías traer aquí a las chicas?

—Algunos de los chicos del pueblo y yo veníamos aquí a nadar, creíamos que nadie más en el mundo conocía este lugar. Y ahora aquí me tienes, me he convertido en uno de esos adultos de los que queríamos alejamos viniendo aquí. Y seguro que los chicos de esta generación creen que son los únicos que conocen este lugar.

—Así es como gira el mundo.

—Sí. Y cada vez más deprisa, a medida que pasan los años. Tan deprisa que siento que tengo que correr más y más para no quedarme atrás.

Kendall sintió un nudo en la garganta porque aquélla fue una sincera revelación del hombre que ella misma había creído estar carente de emociones.

—Yo también me he sentido así.

—¿Sí?

—Durante un tiempo corrí tan deprisa que perdí el sentido de mi vida.

—¿Quieres contarme qué te hizo correr tan deprisa? —le preguntó con una voz tan sexy que le hizo querer contárselo todo sobre su salvaje adolescencia sin la influencia de unos padres, sobre la calmada presencia y el apoyo de George y sobre cómo, al final, su naturaleza se había impuesto y ella lo había arruinado todo. Pero no podía soportar la expresión de los ojos de Hud con esa mezcla de compasión y de crítica.

—¿Quieres tú contarme lo que te pasó realmente en Colombia?

Él se rió suavemente.

—¿Por qué no comemos antes de que los rugidos de mi estómago destrocen el precioso sonido de la catarata?

«¿O antes de que uno de los dos tropiece y cruce la delgada línea que nos mantiene a salvo al uno del otro?», pensó Kendall.

 

Después de almorzar pollo frío y una ensalada que Hud había improvisado, Kendall se tumbó sobre la hierba decidida a relajarse.

—¿Tuviste algún apodo en el colegio? —preguntó él.

Kendall giró la cabeza y lo encontró tumbado a su lado, con la mano apoyada en la barbilla.

—Eso no te lo pienso decir.

—¿Y por qué no?

—Porque lo utilizarías en mi contra.

—El mío era un bonito derivado de mi «tercer» nombre.

—Muy bien. El mío era Muñeco Ken.

—Vaya, los niños sí que tienen imaginación.

—Pues el tuyo era mucho peor.

—Qué va, me lo he inventado para que tú me dijeras el tuyo.

Kendall se rió.

—Eres un idiota.

—Lo soy. ¿Te apetece darte un baño? —le preguntó moviendo las cejas al estilo de Groucho Marx.

—Ah, no.

—¿Por qué no? Jamás he conocido a nadie al que le guste tanto nadar. Seguro que los electrolitos de un lago son mucho mejores que los de una piscina.

—La verdad es que también me inventé eso.

—Noooo —dijo con una cómica expresión en los ojos—. No me lo creo.

—Pues sí. Me daba vergüenza decirte que utilizo tu piscina para que mi piel esté suave como la seda y me haga parecer más joven de lo que soy en realidad.

—Así que no tienes veintitrés años. Interesante novedad...

—Sí. Lo cierto es que soy tan mayor que podrías ser mi hijo.

Hud echó la cabeza hacia atrás mientras se reía a carcajadas.

—Bueno —dijo aún con una sonrisa—, ¿qué me dices entonces de ese baño? Puedes quedarte con la ropa interior, si quieres. Te prometo que no miraré.

Kendall se ruborizó e instintivamente se tiró de la camiseta hacia abajo ante la idea de encontrarse semidesnuda, una vez más, en presencia de Hud. Lo había olvidado, pero ella tenía mucho que esconder.

Él tenía una cicatriz en el labio que lo hacía parecer incluso más sexy y ligeramente peligroso mientras que la cicatriz de su pierna izquierda... no tenía el más mínimo atractivo.

—No me apetece volver a casa con la ropa interior mojada —dijo ella fríamente.

—Peor para ti.

Oyó moverse la hierba sobre la que Hud estaba tumbado. Tal vez Hud había decidido quitarse la camiseta y los pantalones. Se lo imaginó con todo tipo de detalles: sus duros pectorales dorados por miles de soles, su pecho salpicado por un fino vello oscuro y sus piernas largas y esculturales.

Se sentó, abrió un ojo y lo miró de soslayo para encontrarlo completamente vestido y observándola con una pequeña sonrisa. Ella se aclaró la garganta y contempló el maravilloso entorno que la rodeaba.

—Hud, ¿por qué me has traído aquí? —en realidad había pretendido preguntarle por qué estaban allí en lugar de estar en su casa escribiendo el libro—. Quiero decir...

—¿No puedes relajarte y disfrutar de este momento? —Hud se tumbó más cómodamente sobre la hierba y emitió un exagerado gemido de relajación.

El corazón de Kendall se aceleró al ver esos fuertes brazos y esas piernas marcándose en la tela vaquera.

—Al parecer no puedo —murmuró ella.

—¿Sabes? Esta mañana me he acordado de este lugar. No había pensado en él en años y ahora, de repente, he sentido que quería volver y ver si seguía siendo tan espectacular como lo recordaba.

—Deberías haberte traído a Mirabella.

—Tal vez debería haberlo hecho —le respondió con una sonrisa que le arrugó las mejillas.

—Habría pensado que te sería tan difícil estar sin tu cámara como a mí estar sin un bolígrafo y mi libreta.

—¿Has traído tu libreta?

—Lo habría hecho si me hubieras dejado recoger mi bolsa. Lo cierto es que me siento desnuda sin ella.

—Trabajo con gente que más que vivir la vida, la graban. Como los turistas que van por Europa con una videocámara pegada a su ojo derecho. Esa forma de pensar y de actuar no me encaja con lo que sé de ti.

Kendall se rió.

—Lo que crees que sabes de mí después de cuatro días.

—Mira quién fue a hablar.

Y él tenía razón. Lo conocía tan poco como él a ella, pero aun así sentía como si lo conociera desde siempre. Como si hubieran estado encontrándose una y otra vez a lo largo de cientos de vidas sin que ninguno se hubiera atrevido nunca a cruzar el espejo y adentrarse en el mundo del otro. ¿Sería aquélla otra de esas ocasiones? ¿O sería uno de los dos lo suficientemente fuerte como para dar el salto a lo desconocido?

Tenía razón. Y además era un hombre intrigante y tormentosamente guapo. Como una aparición, como algo con lo que ella había soñado en sus momentos de soledad tumbada en la cama por la noche y deseando que su vida hubiera sido distinta.

Pero tener una vida distinta a la que tenía seguramente habría significado que se había acabado casando con George. Con el dulce, tranquilo y divertido George, cuyo color de ojos no lograba recordar, a pesar de haber cerrado los ojos muchas noches y haberlo intentado con todas sus fuerzas.

—No se trata de grabar o registrar la vida en lugar de vivirla —dijo ella tras un silencio—. Bueno, olvídalo. Al fin y al cabo hasta los hechos más importantes se acaban desvaneciendo y se pierden. Por eso ahora yo anoto todo tipo de detalles, para no olvidarme de nada, porque hay algunas cosas que debemos recordar.

—¿Como por ejemplo?

Ella dudó, pero luego se convenció de que responder a esa pregunta no supondría nada serio, no sería más que una simple conversación.

—Empecé a escribir cuando tenía ocho años, cuando murió mi madre. Comencé a darme cuenta de que estaba empezando a olvidar cosas sobre ella y por eso me puse a anotar recuerdos. Me ayudó.

El se la quedó mirando un momento antes de decir:

—Mis padres eran antropólogos, estudiaban civilizaciones perdidas. Les habría encantado que en el pasado hubiera habido más gente que, como tú, hubiera anotado cada detalle de su vida diaria.

—¿Viajaban mucho?

—Constantemente. Yo viajé con ellos hasta que llegué a la edad escolar. Entonces entré en un internado y me quedaba con Tía Fay todos los veranos. Tenían planeado llevarme con ellos después de mi graduación, pero murieron en un accidente mientras trabajaban en Guatemala en mi último año de instituto.

—Mi padre no pasaba mucho tiempo conmigo después de que mi madre muriera. Lo intentó, pero no debió de resultarle fácil.

—¿Y ahora estáis unidos?

—No tanto. Nos llamamos por Navidad y nos enviamos tarjetas en los cumpleaños. Se ha vuelto a casar y ahora tiene una nueva familia —sacudió la cabeza y respiró hondo—. ¿Cómo puede todo esto seguir importando tanto si ya somos adultos?

—¿De verdad importa?

Ella lo miró y le dio tiempo suficiente para encontrar él mismo la respuesta.

—Es verdad, sí que importa —admitió y ambos se rieron.

Kendall se echó hacia atrás y se apoyó sobre sus delgados brazos; miró hacia Hud y parpadeó.

Él sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

Ésos serían los detalles que a él se le acabarían escapando de la memoria: el cambio de las expresiones en el rostro de Kendall, la caída de su ceja izquierda cuando fruncía el ceño, la arruguita en su mejilla izquierda cuando sonreía y el sutil cambio de color de sus ojos cuando él decía algo que la hacía reír. No había modo alguno de que un hombre pudiera guardar todo eso en su cabeza y aún tener espacio para acordarse de comer, de beber y de respirar.

Era única. Era alguien a quien él no quería olvidar y tal vez tendría que hacer algo memorable para que, cuando se marchara, ella tampoco pudiera olvidarlo a él.

Tras apenas tres minutos de silencio, ella preguntó: —¿Ves tus fotos como un modo de capturar momentos que no volverán a repetirse?

Lo miró; Kendall tenía unas mejillas sonrosadas y unos labios suaves. ¡Ojalá él hubiera tenido a Mirabella allí...! Pero sólo el pensar en volver a tener ese objeto negro y metálico entre sus manos lo hizo temblar.

Hud se aclaró la garganta.

—Me temo que no es algo tan romántico como eso. Me pagan por presionar los botones emocionales de la gente, aunque creo que voy a utilizar tu definición para ponerla en mi currículum.

—¿Piensas en cambiar de trabajo?

El no respondió.

—¿Piensas hacerlo? —repitió ella.

—No, es lo único que sé hacer —se levantó y se sacudió la hierba de los pantalones—. Ahora que ya no vamos a bañarnos y que no nos queda comida, creo que deberíamos volver.

Le tendió una mano para ayudarla a levantarse y, una vez más, vio en sus ojos esa batalla que Kendall estaba librando en su interior mientras decidía si ése sería o no un movimiento inteligente. Ella se cambió de postura e hizo un gesto de dolor como si tuviera la pierna entumecida, lo cual él interpretó como otra artimaña para no tocarlo.

Sonrió y le dijo:

—Vamos, Kendall. Dame la mano, te prometo que te la devolveré.

Con una mueca cargada de dolor que el ego de Hud no pudo aceptar demasiado bien, hizo lo que le pidió. Y después, él sólo la soltó cuando ya no le quedó más remedio: para subirse en la bici que los llevaría de vuelta a casa.