Capítulo 3

LA PURA elegancia del exterior de la casa le había dado a Kendall una pista sobre la grandeza que se encontraba dentro de las altas paredes de Claudel.

Papel pintado color crema con rosas dibujadas oro pálido la llevaron hasta un enorme salón donde unos suelos de roble tenían insertadas grecas de mármol también con forma de rosa. El techo era tan alto que tuvo que estirar el cuello para poder ver la segunda planta, completamente bordeada por una galería. A través de entradas en forma de arco vio pasillos que llevaban a habitaciones y alas en todas las direcciones con escaleras de caracol que daban a alcobas escondidas. Era inmensa. Preciosa. Elegante. Como sacada de un libro de Historia del Arte.

Pero, a pesar de todo ello, no pudo apreciar un ápice de calidez. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas como si la casa hubiera sido cerrada y la familia siguiera fuera. El regreso de Hud no había dejado que entrara aire nuevo en aquel lugar.

—Kendall —dijo una voz desde algún punto a su derecha. Ella caminó lentamente para que sus enormes botas no resonaran por el majestuoso vestíbulo.

Pronto encontró a Hud en una gran habitación, iluminado por una luz que atravesaba varias ventanas en forma de arco con sus cortinas de terciopelo dorado. Afortunadamente se había puesto una camiseta limpia con la que cubrirse. De no ser así, habría tenido que sentarse allí con él con el torso desnudo y no estaba muy segura de que hubiera podido aguantar la mañana entera sin sufrir la rotura de algún vaso sanguíneo.

Kendall observó su bolsa de cáñamo a los pies de Hud justo antes de que él le bloqueara esa imagen al quitar una gran sábana blanca de un mueble que había entre ellos dos. La tela levantó una nube de polvo que lo envolvió en una brumosa luz dorada y rodeó con un halo sus rizos morenos.

—No necesitamos todo esto —dijo ella con una voz algo rasgada, para nada producida por el efecto del polvo—. Estoy acostumbrada a unas condiciones de trabajo mucho más sencillas. Suelo trabajar en un escritorio de formica de segunda mano junto a la cocina. O, si Taffy me echa del ordenador grande, entonces utilizo el portátil apoyado en mi regazo y sentada enfrente de la tele.

Hud enrolló la sábana en una bola y la dejó junto al sofá.

—Pues esa mesa también es de segunda mano —dijo él, que de pronto se giró hacia ella y la encontró mirándolo.

Rápidamente, Kendall apartó los ojos y miró hacia la mesa a la que se estaba refiriendo. Bordes biselados, patas estilo Reina Ana, una auténtica pieza de anticuario. Volvió a mirarlo con una ceja arqueada.

—Estoy segura de que mi mesa de formica no ha recibido su nombre de un miembro de la realeza y de que jamás habrá estado en manos de uno de ellos.

—Ahí me has pillado —la observó durante unos segundos con una cálida sonrisa.

Ella sintió una repentina necesidad de respirar profundamente. Se tambaleó y se desplomó sobre la silla con respaldo de terciopelo que había detrás del improvisado escritorio. Juntó las rodillas, mantuvo la espalda erguida y siguió aferrada a su bolsa de baño, sin estar muy segura de qué hacer mientras él seguía quitando sábanas de los muebles de la habitación. Cuando terminó, la sala parecía un lugar más acogedor y la hizo dejar de sentirse como si fueran dos niños que habían entrado en una casa sin permiso.

Después, Hud se quedó analizando la habitación, con las manos en las caderas, el pecho hacia fuera y esos ojos oscuros oscilando de detalle a detalle como un soldado reconociendo el terreno de un campo enemigo.

—Y Taffy... —dijo él tomándola por sorpresa—. No puede ser la pequeña Taffy Henderson, ¿verdad?

Ella parpadeó y dejó caer la bolsa de la piscina sobre el suelo de madera pulido.

—Sí, pero ya no es tan pequeña.

—Estaba seguro de que ya estaría viviendo en Nueva York, pisando los escenarios de Broadway. Siempre fue una pequeña reina del drama.

Kendall no pudo evitar reírse a carcajadas.

—Ah, no. Trabaja como recepcionista para los contables del pueblo —y tras una pausa añadió—: Hace de reina del drama cuando está en casa.

La miró y le sonrió. Ella sintió una sacudida en el estómago tan fuerte que pareció resonar en todo su cuerpo.

—Qué suerte tienes —dijo él.

—Ni te imaginas.

—Así que es tu...

—Amiga. Tengo una habitación alquilada en su casa. Nos conocemos desde que fuimos juntas al instituto. Ella iba dos cursos por encima y el resto es una larga historia.

—Pues a mí me sobra tiempo —dijo dirigiéndose con paso tranquilo hacia ella.

—Salí con su primo —dijo ella, tan distraída por la presencia de Hud que ni siquiera sintió las palabras hasta que no estuvieron fuera de su boca.

—¿También es de por aquí? ¿Lo conozco?

—No —respondió Kendall, pasándose una mano sobre la nuca para intentar aliviar la tensión que le comprimía los músculos—. Todos estudiamos en Melbourne. Taffy estaba con la familia de George durante la semana y vivían cerca de la mía. Pero ¿sabes?, tengo que entregar unos artículos en el periódico a las tres y además tengo un baño pendiente...

—Claro. Disculpa, he olvidado completamente que ésa es la razón por la que estás aquí.

Sacó su viejo portátil de la funda y junto a él, su omnipresente libreta roja. Miró hacia el ordenador, colocó los dedos sobre las teclas, la mitad de las cuales hacía tiempo que estaban borradas, y se decidió a no volver a mirar a Hud.

Pero después de varios momentos interminables, no pudo resistirse. Alzó la mirada y se encontró a Hud de pie en medio de la habitación, con una mano en la cadera, la otra sobre la nuca como si también hubiera algo que le estuviera incomodando. Sus bíceps se marcaban bajo el algodón de la camiseta y los vaqueros le colgaban demasiado por debajo de las caderas. La miró. Peor todavía, miró dentro de ella.

Como si las paredes protectoras que solían mantenerla a salvo de cualquier desorden emocional fueran transparentes ante él. Como si él supiera que los artículos que tenía que entregar a The Northern News no fueran la razón por la que ella quería centrarse rápidamente en la tarea que habían acordado.

Estaba allí porque se sentía atraída por él, aunque no sabía si era por sus ojos tristes o por su hermosa cara.

Apoyó las muñecas sobre la mesa y el aire que soltó al expirar fue un aire caliente, como si hubiera estado encerrado dentro de ella durante una eternidad; la piel le ardía mientras esperaba a que él dijera algo, que le dijera lo que estaba viendo.

—Si ahí estás cómoda, yo prefiero caminar mientras hablo. ¿Te parece bien?

Kendall habría estado mucho más cómoda en el sofá, con los pies sobre la mesa de café y el portátil sobre los muslos, pero eso la habría situado más cerca de Hud y de su aroma a sándalo y le habría hecho más fácil tirar abajo esas paredes que la protegían.

—Por mí está bien.

—Bien, entonces vamos a empezar con esto.

«Esto», se repitió Hud en su cabeza, como si contar la historia de los dos últimos meses de su vida y plasmarlos en el papel fuera una distracción que impedía otras cosas que ellos dos podrían estar haciendo juntos en aquel momento.

Pero «esto» era la razón por la que él estaba allí, mientras que esa joven era la auténtica distracción. De eso no había duda. Esa piel que parecía estar cubierta de rocío, esos enormes ojos y aquella personalidad compleja eran suficientes para hacer que un tipo como él, un tipo famoso por cansarse pronto de todo, se mostrara interesado.

Con el paso de los años, había encontrado mujeres por todo el mundo que eran felices siendo la distracción de un hombre que sentía una resistencia innata a asentarse en un mismo sitio. De algún modo, eran ellas las que lo buscaban a él y no al revés. Pero su instinto le decía que esa mujer no era como las demás.

Comenzó a caminar lentamente mientras intentaba encontrar el modo de empezar, de pronunciar las palabras con las que sacar de dentro de sí esa gran y oscura sombra que se cernía sobre su futuro como una nube de tormenta esperando a estallar.

Kendall apretó los labios y apoyó las manos sobre el borde del ordenador.

—El «Érase una vez...» ya se ha usado demasiado —dijo ella—. El «Nací...» también se ha utilizado ya, pero cualquier otra cosa nos podría valer.

—Gracias —dijo él dirigiéndole una irónica sonrisa. Y tal vez, tras decidir que eso de estar paseando mientras le dictaba no le servía de ayuda, se sentó en el sofá, agarró un cojín de terciopelo, lo golpeó unas cuantas veces y lo colocó en una esquina del sofá antes de tumbarse y apoyar la cabeza en él. Pero entonces se sintió como si estuviera en la consulta de un psiquiatra.

Se incorporó y se sentó, entrelazó las manos con fuerza y pensó que debería empezar por el día en que todo ocurrió.

—Colombia —dijo y la palabra salió de sus pulmones como si hubiera tenido que atravesar un obstáculo. Cerró los ojos y respiró hondo mientras intentaba controlar todas las imágenes que empezaban a acumularse en su cabeza.

«Mala idea, mala idea», le canturreó el subconsciente para luego decirle: «Sé un hombre y hazlo».

Miró a Kendall y vio que, mientras tenía la pierna derecha cómodamente estirada, estaba masajeándose la izquierda con expresión ausente.

—¿Estás bien? —le preguntó, feliz ante la interrupción.

Ella alzó la vista y él señaló a la pierna.

Entonces, rápidamente se estiró la falda y dobló ambas piernas.

—Muy bien —dijo con una sonrisa—. Continúa, hasta el momento está siendo una historia fascinante. Ojalá el resto también lo sea.

—Listilla —le dijo, pero en el fondo estaba pensando: «Ten cuidado con lo que deseas...».

—Noche —continuó él—. Un cielo azul oscuro. Sombrillas como negros agujeros triangulares apoyadas contra la tierra, construcciones cuadradas de adobe rodeando el centro del poblado. Sus ventanas oscuras como ojos vacíos mirando hacia la ruidosa multitud. Paso por delante de un grupo de jóvenes que están apoyados contra la pared de un edificio fumando, riéndose y contando chistes verdes.

Cuando se detuvo para tomar aire, no oyó el sonido de las teclas. Miró a Kendall y la encontró mirándolo con una mano apoyada en la barbilla. Parecía haberse metido en la historia, pero él sabía que aún no había historia y eso sólo podía indicar que se había quedado absorta por alguna otra razón...

Ella se aclaró la garganta y se ruborizó.

—Lo siento, ¿se supone que ya hemos empezado?

Hud se rió y, al hacerlo, liberó parte de la tensión que se había estado acumulando dentro de él. Ya pocas cosas en el mundo le sorprendían después de haber pasado una década fotografiando cosas que mucha gente se moriría sin ver y, aun así, esa criatura no dejaba de maravillarlo.

Era como una tormenta de verano inesperada, como la energía de un rayo de sol.

—Sí, hemos empezado —dijo.

—Una gran noticia —se humedeció el labio inferior dejando atrás un brillo rosado que él podría haber estado contemplando, felizmente, durante horas.

—Colombia. Ojos cerrados. Chistes verdes —dijo ella mientras tecleaba. Entonces frunció el ceño y lo miró extrañada—. ¿Qué tipo de libro es éste exactamente? Lo pregunto para saber qué clase de tiempos, de estructuras, de fuentes, de gramática y de interlineado debería emplear.

—No es exactamente un libro. Es más una... —«¿un compromiso laboral? ¿Una pérdida de tiempo? ¿Un exorcismo?—. Diría que son unas memorias.

—¿Unas memorias? Eres un poco joven para eso, ¿no te parece? Y tampoco eres ninguna estrella del cine ni un renombrado político que pueda justificar así unas memorias. No te ofendas, pero ¿lo dices en serio?

Hud soltó los dedos que tenía fuertemente aferrados a las rodillas, se echó hacia atrás y apoyó ambos brazos sobre el respaldo del sofá mientras miraba fijamente a los ojos de Kendall, que brillaban deliciosamente con un marcado escepticismo.

En aquel momento realmente sintió que nada malo podría ocurrir estando en compañía de alguien como ella y en un entorno tan hermoso. Pasara lo que pasara a su alrededor, él no sería tan cruel de empañar unos ojos tan hermosos. De ningún modo.

—Quédate cerca de mí —dijo él en una voz baja que se acercó a un sugerente susurro— y pronto lo descubrirás.

Kendall parpadeó ante el insinuante tono. Eran unas pestañas preciosas y ella era sencillamente la criatura más cautivadora con la que él se había topado en mucho, mucho tiempo.

—Está bien, lo haré —dijo y entonces colocó los dedos sobre las teclas con una expresión en la mirada que parecía reflejar lo preparada que estaba para dejarse cegar por una historia no menos que brillante—. Vamos allá con tus memorias.

Él apoyó un pie sobre la rodilla.

—¿Por dónde iba?

—Fumando, riéndose, contando chistes verdes. Y entonces...

Y entonces...

No quería hacerlo. No estaba de humor para caminar por ese callejón oscuro otra vez y tampoco le gustaba nada la idea de adentrar a esa mujer en semejante lugar.

Se puso en pie y, tras ver la pila de sábanas tiradas por el suelo, dijo:

—¿Te apetece dejar esto y catalogar los muebles de mi tía? No tengo ni idea de por dónde empezar.

La miró esperando que ella se encogiera de hombros y dijera: «Claro». Pero la boca de Kendall se quedó abierta de par en par como la de un niño al que le acabaran de decir que ese año no habría Navidad.

—¿No? Antes parecías muy interesada en la historia de esa mesa. Estoy seguro de que en este viejo lugar hay documentos que te lo dirían todo sobre estos muebles. Piensa en todos los datos que podrías añadir a tu repertorio.

Ella tragó saliva y a continuación dijo:

—Lo cierto era que esperaba que pudieras mencionarme en los agradecimientos del libro por haber participado en tus... memorias. Podría ayudarme a volver a encontrar este tipo de trabajo. Incluso podría trabajar como negro literario.

—¿Te gustaría ser escritora? ¿Además de ser verificadora de datos y coreógrafa de natación sincronizada?

Ella sonrió y sus mejillas se volvieron de un hermoso tono rosa que desentonaba deliciosamente con su pelo rojo oscuro.

—Ah, me temo que eso también fue una mentirijilla.

—Me he quedado atónito. Entonces, ¿a qué se debe esa pasión que sientes por mi piscina?

—Electrolitos —respondió tan deprisa que, en aquella ocasión, él casi la creyó.

—Electrolitos —repitió él.

—Eso es. Hace unos años vi algo en un programa de actualidad. Nadar a diario equilibra tus electrolitos y una cantidad y una distribución adecuadas en el cuerpo son esenciales para gozar de buena salud.

—Por supuesto —Hud se rió y se relajó por completo, como si pudiera sentarse en aquella habitación y conversar con esa mujer hasta que el mundo oscureciera—. Puedo ver que ya eres una consumada cuentista, señorita York. No supondría un gran salto intentar trabajar como escritora.

—No podría esperar convertirme en escritora, leí demasiado en la universidad como para saber que no sería buena. Pero me gusta recopilar historias, supongo —alargó la mano hacia la libreta roja de tapa dura—. Desde que era una niña he anotado en esta especie de

diario frases sacadas de programas y series de la tele, de películas antiguas que me conmovieron, de canciones que quiero descargarme, de lugares que se me han quedado grabados, de momentos de especial importancia. De gente que me ha causado alguna impresión, de recuerdos que puedo sentir que están comenzando a desvanecerse. Más o menos como un documental sobre una vida en lugar de un documental sobre viajes y lugares.

Lo miró y él se preguntó si le habría causado suficiente impresión como para poder colarse en las páginas de esa preciada libreta roja, además de pensar en lo mucho que desearía poder echar un vistazo a lo que ella fuera a escribir sobre él en ese caso.

—Parece como si escribieras editoriales. ¿Lo has enseñado en alguno de los periódicos para los que trabajas?

—Oh, no. A nadie le interesaría leer sobre mi deprimente y aburrida existencia. Es sólo uno de esos sueños que tiene toda chica, como querer ser una estrella del pop o una princesa. La verdad es que es estúpido —se llevó las manos a la cara para calmar sus mejillas repentinamente rosadas—. Lo cierto es que jamás le había contado nada de esto a nadie. A nadie. Olvida lo que he dicho.

Sacudió la cabeza sorprendida por habérselo contado a él, por haber compartido sus sueños secretos. Y mientras, allí estaba él, tragándose y ocultando sus pesadillas secretas.

—En ese caso tal vez podríamos continuar un poco más, para que veas qué tal se te da escribir un documental sobre la vida de otra persona.

—Claro, si a ti te parece, yo encantada.

Él se giró y miró por las enormes ventanas salientes que daban a la parte delantera de la casa, sabiendo muy bien que necesitaba dejar de ver el hermoso rostro de Kendall para poder continuar.

—Estábamos allí trabajando en una historia sobre el ascenso del café de Colombia a manos de pequeñas empresas familiares. Nos habíamos retirado al pueblo cercano de Salento. Cenamos y nos tomamos unas copas con la gente de allí, que ya nos conocían después de llevar alojados tres semanas. Era de noche, pero no era tarde. Yo ya iba a retirarme y los demás se quedarían bebiendo. Recuerdo que, mientras me dirigía al hotel, el sendero que había a mis pies parecía hecho de pequeñas piscinas de oro bajo la luz de las antorchas.

—Muy poético —dijo Kendall y él, tras mirar por encima del hombro, la encontró tecleando con expresión de felicidad.

Se giró completamente, atraído; deseaba mirarla en lugar de ver un espacio en blanco lleno únicamente de imágenes violentas.

—Soy fotógrafo. Me quedo con las imágenes. Pregúntame qué canción sonaba en la radio cuando me he despertado esta mañana... No sabría qué decirte. Pregúntame qué cené anoche y tendría que pensarlo mucho. Pero si me preguntas cuál era el color de la falda que llevabas ayer en el pinar, o los estampados de tu toalla o el color exacto de tus ojos, no me equivocaría en nada.

Dejaron de oírse las teclas, tal y como él sabía que pasaría. Ella no lo miró y mantuvo los ojos fijos en la pantalla del portátil, pero su pecho se alzaba y caía como si estuviera respirando aceleradamente.

Tras un momento, cerró los ojos y con un tono de voz fuerte, e incluso desafiante, dijo:

—Pues dímelo.

—Azules —prosiguió él sin dudar—. Bajo esta luz son azules. Bajo las sombras del bosque son mucho más grises. Y en la casa de la piscina, bajo esa extraña media luz, con sombras, rayos del sol y reflejos de ambos, son exactamente del color del cielo antes de una tormenta.

Ella abrió los ojos. Hud se preguntó si podría llegar a decirle que eran los ojos más extraordinarios que había visto en su vida: rebosantes de emoción, brillantes de energía y tan abiertos que cada vez que los veía le resultaba más y más difícil apartar la mirada.

Antes de que él pudiera caer en tal profundo y peligroso agujero negro, fue ella la que apartó la mirada y ladeó la cabeza para pasarse una mano por el pelo.

—Un truco muy bueno para las fiestas —dijo ella fríamente—. Yo sé hacer crujir mis dedos gordos de los pies y siempre es todo un éxito. Bueno, ¿dónde estábamos?

—Piscinas de oro —respondió Hud, aunque lo único que podía visualizar era la brutal belleza de las varias tormentas a las que había sobrevivido mientras corría en busca de un refugio que lo protegiera de la siguiente que ya se aproximaba.