Cuando me despierto a la mañana siguiente, descubro una nota de Nadia sobre mi pecho en la que me informa muy amablemente (nótese la ironía) de que se ha ido muy temprano a desayunar, y que la encontraré en algún lugar de la playa. Con que esas tenemos, ¿no? Me levanto de un salto y me meto bajo el chorro de la ducha, necesito despejarme porque anoche no pude pegar ojo.
Reconozco que mis juegos me están pasando factura a mí también. El provocarla es un arma con doble filo bastante afilado, y estoy empezando a sentir las abrasiones causadas de tanto usarlo. Tras ponerme un bañador, me acerco a nuestra pequeña parcela de playa particular en busca de mi escurridiza mujer, pero no hay rastro de ella. Decido ir primero a desayunar, así que entro en el edificio principal del hotel para encontrarla apoyada en el mostrador, ligando descaradamente con el recepcionista. La sangre comienza a bullir en mis venas. ¿Acaso se ha vuelto loca? ¡Ella es mía, joder!
—Buenos días, cariño —digo situándome a su espalda—. Espero no haberte hecho esperar demasiado.
Con menos ceremonia de la que acostumbro, pero su cuerpo al mío y la beso con intensidad, recreándome en su boca, acariciando su culo por encima de la tela del vestido que lleva puesto. Ella pasa los brazos por mi cuello y acaricia mi nuca con las uñas, logrando que un escalofrío recorra mi columna vertebral.
—¿No te había dicho que es un amor? —comenta al recepcionista— Gracias por entretenerme mientras mi marido se despertaba, anoche dormimos más bien poco, tú ya me entiendes, y el pobre necesita hacerlo al menos ocho horas seguidas.
—Un placer, señora Fisher. Que tengan un buen día.
Arrastro a Nadia tras de mí hasta el salón de desayunos, pero ella no abre la boca en ningún momento. Su sonrisa socarrona está terminando con mi paciencia, pero no le voy a dar el gusto de montar un espectáculo delante de todo el mundo.
—¿Sé puede saber a qué ha venido eso? —protesto en voz baja cuando el camarero ha tomado nota de nuestro desayuno.
—Donde las dan las toman, querido esposo. He decidido que si tú juegas a dejarme sin sexo, yo jugaré a ponerte celoso.
—¿Crees que he tenido un ataque de celos? He sentido vergüenza, Nadia, no te confundas —miento.
—Claro que sí, por eso me has metido la lengua hasta la campanilla.
—Lo he hecho para que callases la boca y no metieses más la pata.
—Que yo sepa solo estaba charlando con el recepcionista, y de ti, por cierto. Dylan… reconócelo. Estabas celoso, no hay nada malo en ello.
—¿Y crees que así conseguirás que me acueste contigo? Mi prometida se jactaba de aparecer en la prensa del corazón día sí, día también, por hacer precisamente eso, así que no es algo que me pille por sorpresa.
Ella se queda en silencio ante su tremenda metedura de pata, y la miro de reojo para comprobar que me mira con una mezcla de sorpresa… y culpa.
—Lo siento Dylan, yo… —Suspira—. Jamás haría algo así. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo único que sé es que desde que nos casamos te has encargado de convertir mi vida en un infierno.
—¡Oye! ¡Que tú tampoco es que hayas sido un santo!
—Tienes razón, no lo he sido, pero como comprenderás no voy a ser un perrito pegado a tus faldas, no voy a dejar que me manejes a tu antojo.
—Nunca ha sido esa mi intención. No creo que nadie pueda conseguir manejarte, eres un hombre demasiado fuerte para eso.
Hacemos el camino hasta nuestra habitación en silencio, y me siento en el sofá a ver la televisión, porque de repente se me han quitado las ganas de seguir con esto. Nadia intenta dejarme espacio y empieza a leer un libro, pero el silencio es demasiado para ella, así que se sienta frente a mí, sobre la mesa de café.
—Por favor, Dylan, perdóname —susurra—. Empecemos de nuevo, te lo ruego.
Tiene razón. Todo esto se nos está yendo de las manos, y si seguimos así posiblemente terminaremos sin dirigirnos la palabra hasta que un juez nos dé el divorcio. La miro con una ceja arqueada y una sonrisa en los labios.
—¿Estás suplicando?
—¡Claro que no! —protesta cruzándose de brazos.
—¡Oh, sí, preciosa! ¡Has suplicado!
—¡Para ya, Dylan! No he suplicado ni por asomo.
—“Te lo ruego, te lo ruego” —la imito con voz de falsete— ¡Eso en mi pueblo es una súplica!
—Eso es lo que tú quisieras, vaquero.
Nuestras caras están ahora a un centímetro de distancia, y me acerco para besarla, pero ella se aparta y huye riendo hasta la playa. Corro tras ella divertido al ver cómo lanza su vestido por los aires antes de adentrarse en las aguas cristalinas, y me deshago de mi camiseta para seguirla. La observo nadar mar adentro, y cuando cree que está lo suficientemente lejos de mí como para que la alcance, me lanzo de cabeza al agua y me acerco a ella buceando. Ella mira a su alrededor una y otra vez, cambiando de posición a cada momento, pero tiro de sus piernas y la hundo en el agua antes de alzarla en mis brazos y darle el beso que antes me ha rechazado.
Sus piernas se enredan en mi cintura y sus manos se abren en mi espalda, y la pasión reprimida por tanto tiempo vuelve a salir a la luz.
—Pídemelo, Nadia… Pídemelo y nos iremos al apartamento para pasar el día en la cama.
—Déjalo ya, Dylan. No vas a ser más hombre porque yo te pida que me hagas el amor.
—Tienes razón… pero quiero oírtelo decir.
—De acuerdo… te has salido con la tuya. ¿Puedes centrarte en echarme un buen polvo, por favor?
Nadamos hasta la orilla, y la dejo adelantarme para entrar en el pequeño apartamento. La atrapo en la puerta del dormitorio, y la lanzo a la cama para saltar sobre ella y besarla desesperado. Llevo demasiado tiempo en abstinencia, y necesito enterrarme en ella con una intensidad descontrolada.
—Estamos mojando la cama —gime ella entre mis labios.
—Ya se secará.
Nadia se revuelve entre mis brazos y me deja tumbado en la cama, bocarriba. Se coloca entre mis piernas abiertas y comienza un reguero de besos desde mi pecho hasta el bulto mojado de mi erección. Al sentir sus labios a través de la tela de mi bañador, tengo que reprimir un gemido de placer. Sus manos impacientes se deshacen de mi ropa, y acaricia mi polla con la palma de la mano hasta llegar a mis huevos, antes de metérsela por completo en la boca.
Mientras siento sus lamidas en mi miembro, imagino su dulce coñito sobresalir por ambos lados de la tela del biquini, húmedos y rosados, y un hambre voraz se instala en mis entrañas. Observo a Nadia tragarse mi polla hasta la garganta, lamer mi glande mientras su mano acaricia mis huevos, volver a engullirme de nuevo. Tengo que agarrarme con fuerza a la almohada para no cogerla de la cintura y montarla sobre mi polla. El placer es indescriptible, estoy mareado y a punto de perder la razón. Sentir su lengua es pura ambrosía, y como siga así voy a terminar por correrme antes de empezar.
Sus pechos turgentes han escapado del confinamiento del biquini, y siento cómo sus pezones rozan mi glande cuando ella se acerca para besarme. El gemido involuntario que escapa de mis labios le arranca una sonrisa, y sostiene sus pechos con ambas manos para colocar mi polla entre ellos y masajearla con ímpetu.
—Si sigues así me voy a correr —gimo.
—Córrete, así después aguantarás más tiempo para mí.
Vuelve a introducirse mi polla en la boca, y me succiona cada vez más deprisa, absorbiendo mi carne cada vez más fuerte. Termino sentado en la cama empujando su cabeza con mis manos, gimiendo cada vez que su pelo roza mis testículos, sintiendo el placer serpentear por mi vientre, y con un gemido me corro entre sus labios.
—Ven aquí —susurro atrayéndola a mi cuerpo.
La siento sobre mi miembro calmado y me deshago de la parte de arriba de su biquini.
—Estas dos son muy traviesas… voy a tener que vengarme de ellas.
Succiono uno de sus pezones con la boca, y pellizco el otro con mis dedos. Nadia suspira y deja caer la cabeza hacia atrás, y continúo mi dulce tortura hasta que sus caderas empiezan un vaivén delicioso sobre mis piernas. Siento la humedad de su sexo sobre mi piel, y la tumbo en la cama para deshacerme de la parte de abajo del biquini antes de ponerla bocabajo.
—Ahora me toca a mí darme un festín.
Beso los cachetes de su culo, sus muslos, y por último esa rajita peligrosa que asoma a través de ellos. Le doy la vuelta y hundo la lengua entre sus pliegues, absorbiendo su miel, deleitándome con su sabor ligeramente salado. Mi lengua se adentra en su canal antes de subir hasta su clítoris, y comienza a acariciarlo en pequeños círculos que se van cerrando cada vez más. Nadia gime, me agarra del pelo y arquea la espalda cada vez que un espasmo la atraviesa, y hundo un par de dedos dentro de ella para acariciar lentamente su punto G. Sus gemidos se convierten en gritos, sus caderas se mueven arriba y abajo inconscientemente, en una danza primitiva que es incapaz de controlar. Está a punto de correrse, puedo sentirlo, sus músculos internos se convulsionan alrededor de mis dedos, y los aparto rápidamente para hundirme en ella, y tras un par de envestidas siento su orgasmo reverberar por todo su ser.
Me aparto y la coloco de espaldas a mí, y golpeo un par de veces su clítoris con mi glande mientras beso su boca, su cuello, y me hundo en ella otra vez. Me lo voy a tomar con calma, no tenemos ninguna prisa por llegar al final esta vez, así que levanto un poco su pierna y comienzo a moverme despacio, muy despacio. Nadia empieza a respirar entrecortadamente, desde esta postura entro más profundo en ella y las sensaciones son mucho más intensas para los dos. Enreda sus manos en mi pelo, apoya su cabeza en mi hombro y me facilita el acceso un poco más elevando la rodilla hasta el pecho.
—¡Joder, Dylan, sí! ¡Qué rico… por Dios! ¡Qué rico!
Nadia pasa la pierna por mi cintura y queda mucho más abierta, y acaricio su pecho a cada envestida mientras disfruto de su mano traviesa, que acaricia su clítoris para facilitarle el orgasmo. Me pone como una moto verla tocarse, es la escena más erótica que he contemplado en mi vida.
Ahora Nadia se tumba bocabajo y pone su culo en pompa, y me mira por encima del hombro traviesa, animándome a follármela de nuevo.
—Te gusta jugar, ¿verdad, gatita?
—Solo si es contigo.
Acaricio la raja de su culo con mi polla un par de veces antes de entrar de nuevo en su sexo. Es una postura difícil, pero muy placentera para ambos. Me apoyo en las plantas de mis pies para impulsarme dentro de ella, para mecerme dentro y fuera de su cuerpo, y uno mi lengua a la suya, que me incita a lamerla, chuparla, morderla cada vez que Nadia la hunde en mi boca. Sus gemidos me vuelven loco, y las sensaciones a punto están de hacerme perder la cordura, pero empiezan a dolerme los gemelos, así que tiro de ella para ponerla a cuatro patas y lleno su espalda de besos suaves antes de hundir mi lengua en su sexo.
—Qué bien sabes… —susurro—. Podría pasarme todo el día lamiéndote.
—Fóllame, Dylan… ¡Necesito que me folles!
Sin más dilación, me clavo en ella una vez más, y comienzo mi vaivén frenético de nuevo. El placer sube por mi espalda, el orgasmo se acerca peligrosamente y aún necesito ver a mi mujer correrse, así que tiro de ella y la siento sobre mi verga, para poder acceder a su clítoris mientras ella me cabalga como toda una amazona.
—Qué bien te mueves, nena… vamos, sigue así.
Aprieto sus pechos en mis manos, y cuando la noto contraerse a mi alrededor, comienzo a moverme muy deprisa dentro de ella, para arrancarle el grito de placer que tanto necesito escuchar. Con un par de embestidas más, termino corriéndome yo también, y caemos rendidos en la cama, donde tardamos más de media hora en recuperar el aliento.
Horas más tarde, permanecemos tumbados sin mediar palabra. Estoy acariciando inconscientemente su pecho, pero ella no parece tener inconveniente en que continúe haciéndolo. No quiero moverme de aquí, pero tengo hambre, y apuesto a que ella también, así que, de un salto, salgo de la cama y me meto en la ducha. Me deshago de la sal del mar, del sudor y del almizcle del sexo, y cuando salgo del cuarto de baño me encuentro a mi mujer completamente dormida, así que pido al servicio de habitaciones que nos traigan un buen almuerzo a la suite. Intento despertarla para que coma conmigo, pero protesta en sueños y se vuelve de espaldas, haciéndome sonreír, así que me siento en el sofá a ver la tele mientras doy buena cuenta de mi comida. Como la habitación tiene una cocina pequeña, podrá calentarse la suya cuando despierte.
Casi ha terminado la película cuando Nadia aparece en el quicio de la puerta de nuestra habitación ataviada con una de mis camisas.
—¿Llevo durmiendo mucho tiempo? —pregunta con un bostezo.
—Un par de horas. Voy a calentarte la comida.
—No hace falta, yo lo haré.
La observo trastear en la pequeña cocina y pienso que soy un capullo con suerte. Veo asomar los cachetes de su culo a ambos lados de sus braguitas blancas, y no puedo controlar el impulso de acercarme a ella y agarrarlos con fuerza.
—¡Dylan! ¡Voy a tirarlo todo!
—Lo siento, pero estabas tan deseable que no he podido contenerme.
—Tengo que comer, ¿sabes?
—Adelante, yo también tengo hambre.
—Podemos compartir la comida.
—No hace falta, yo tengo la mía muy a mano.
—¿Dónde? No la veo por ningún sitio.
—Siéntate y preocúpate de comer, que verás mi comida muy pronto.
Nos sentamos en el sofá y Nadia come lentamente mientras yo le enseño mi almuerzo: un bocado de su piel y un sorbo de sus dulces labios.