Capítulo 11

 

 

 

Nadia parpadea al sentir mi respiración en su rostro. Llevo un buen rato mirándola, y la verdad es que no me canso de hacerlo. Acaricio su mejilla con la yema del dedo índice, y ella da un manotazo en el aire para apartar lo que sea que la está molestando. La risa burbujea en mi garganta, pero la aguanto y continúo martirizándola, ahora con un roce en el hombro.

—¡Malditos mosquitos! —gime ella antes de taparse con la sábana hasta la cabeza.

Me echo a reír sin poder evitarlo, y ella abre los ojos y me mira como si tuviese tres cabezas antes de tirarme de la cama de un empujón.

—¿Te diviertes? —protesta.

—Mucho. Vamos, levántate, nos vamos a la playa.

Nadia mira el reloj y vuelve a taparse la cabeza.

—¡Son las nueve de la mañana! ¡Y es sábado! ¿No puedo quedarme a dormir un poco más?

—No, no puedes.

De un tirón, aparto las sábanas para descubrir que mi mujer está completamente desnuda. La diversión se desvanece, y me quedo sin palabras cuando ella se estira con toda la poca vergüenza del mundo. Mi polla se despierta en segundos, y tengo que apretar las manos a ambos costados para no lanzarme sobre ella y follármela hasta perder el sentido.

—Hacía mucho calor y… —ronronea.

—Te espero en el salón, voy a pedir el desayuno.

Huyo hasta la seguridad del sofá e intento distraerme llamando al servicio de habitaciones. No quiero caer, no pienso acostarme con ella hasta que me lo pida, pero es tan atrevida y seductora que me va a costar un mundo no caer en la tentación. Diez minutos después, Nadia se sienta junto a mí con un vestido playero y coge de la fuente una taza de café.

—Necesito cafeína, vas a matarme con tanto madrugar.

—Si tienes intención de ejercer tu oficio, deberás levantarte temprano igualmente.

—¿Voy a poder hacerlo? —pregunta sorprendida.

—Si es lo que quieres… Aunque con tu disposición a levantarte temprano no sé yo…

—Me gusta la medicina, no sería un esfuerzo levantarme para ir a trabajar, pero odio ser la mujer florero de un millonario, y eso es lo que soy ahora mismo.

—Hoy solo eres mi mujer, Nadia. Vamos a pasar el día en la playa, disfrutando del mar y del sol.

—¿Con qué importante ejecutivo?

—Con ninguno. Tú y yo solos. Yo también necesito dejar de ser Dylan Fisher por un momento.

—Está bien —suspira—, disfrutemos de la playa.

En veinte minutos estamos en Palm Beach (sí, aunque parezca ridículo la playa se llama igual que la de Florida). He cogido un chalet de una habitación en el resort, porque estoy dispuesto a pasar un par de días en este pequeño paraíso de arenas blancas y mar azul. Cuando entramos en él, Nadia me mira con reproche.

—¿Acaso no te gusta? —pregunto sin comprender.

—Podrías haberme avisado de que íbamos a pasar aquí unos días, no he traído nada de topa.

—No te preocupes, podemos comprar algo en la tienda del resort. ¿Te gusta el apartamento?

—Es muy bonito… y con una sola cama —comenta intentando disimular la alegría que eso le produce.

—Tranquila, el sofá se convierte en cama también.

—No estaba preocupada —protesta visiblemente contrariada—. Voy al cuarto de baño y nos vamos a la playa.

Espero pacientemente a mi mujer, que sale del aseo con un minúsculo biquini blanco que deja muy poco a la imaginación. Sus pechos amenazan con salirse de los pequeños triángulos de tela, y las braguitas tapan lo estrictamente necesario por delante… aunque nada por detrás.

—¿No había otro más pequeño? —protesto.

—Es una monada. Lo compré antes de volver de Nueva York.

—Van a meterte presa si sales ahí con eso puesto.

—No seas tonto. Ahora soy la mujer de Dylan Fisher… soy norteamericana. ¿O acaso estás celoso?

La aprisiono contra las cristaleras que dan a la playa con una sonrisa en la boca.

—Pretendes provocarme, ¿verdad, preciosa?

—¿En qué lo has notado?

—Puedo ver tu pulso latir en tu cuello —ronroneo lamiendo el punto en cuestión.

—¿Y qué más? —pregunta con voz ronca.

Introduzco la mano en las braguitas y hundo un dedo entre sus labios, húmedos y calientes.

—Y te has excitado… Te gusta que aprisione contra la pared, ¿verdad, preciosa?

—Me gusta más que actúes.

Uno mi boca a la suya para acallar sus protestas, y sus brazos se enredan en mi cuello como siempre que la beso. Nadia se pone de puntillas y pega su sexo a mi erección, para restregarse disimuladamente contra ella, así que me aparto y abro la puerta de cristal.

—¿Nos vamos?

—Tengo la sensación de que va a ser un fin de semana muy largo —suspira.

Me alejo con una carcajada hasta la playa, donde dos tumbonas y una mesa nos dan la bienvenida bajo una pérgola de palmera. Me tumbo en una de ellas y pido un par de cócteles, y observo cómo Nadia se lanza de cabeza al agua y nada hasta casi llegar al horizonte. Debo reconocer que el numerito de hace un momento también me ha puesto cachondo, y no estaría de más echar un buen polvo en el agua, con la excitación de saber que cualquiera puede vernos. Tras un par de sorbos a mi bebida, voy en busca de mi mujer, que ya está en una zona donde hace pie.

—¿Querías llegar a Estados Unidos nadando? —bromeo.

—No es mala idea —me sorprende continuando mi broma—, pero he pensado que mejor me quedo aquí, con mi marido.

—Así que ahora soy tu marido… 

—Al menos hasta que volvamos a Estados Unidos y pidamos el divorcio.

—¿Eso es lo que crees, Nadia?

Me acerco a ella y la levanto en peso, instándola a enredar sus piernas en mi cintura. Sé que puede sentir mi erección aprisionada bajo su trasero, y sonrío cuando ella inspira profundamente.

—No tengo intención de dejarte marchar, nena. Eres mía, que no se te olvide.

—No soy de tu propiedad, Dylan. Yo no pertenezco a nadie.

—¿Ah, no? Creo recordar que hay unos documentos firmados en los que dice que eres mi mujer.

—Tu mujer sí, pero no un objeto. Si quieres que me quede contigo tendrás que ganártelo.

—Preciosa… ya me lo he ganado. —Aparto su biquini y coloco mi glande en la entrada de su sexo—. Cada vez que te toco te pones cachonda. —Me hundo unos centímetros en ella—. Te quedas sin respiración cuando sientes mi polla rozarte, ¿no es cierto?

Nadia se hunde por completo en mi miembro y gime con los ojos cerrados.

—Me perteneces, Nadia. Mírate… deseando que te folle aquí mismo, a pesar de que cualquiera puede vernos.

—Cállate y muévete, maldita sea.

Con una risa, salgo de su cuerpo y me alejo unos pasos de ella.

—Ni hablar, cariño. Te dije que no iba a follarte hasta que me lo pidieras, y soy un tipo de palabra.

—Espera, ¿cuándo demonios fue eso?

—En una de nuestras discusiones.

—Yo no lo recuerdo —protesta cruzándose de brazos.

—Lástima que tengas tan mala memoria, cielo. Pero te aseguro que así fue.

Sin más dilación, me alejo de ella. Tengo que hacerme bastantes largos antes de poder salir fuera del agua, pero merecerá la pena escucharla suplicar un polvo. Por la noche, vamos a cenar al salón principal del resort. Esta tarde he pedido a Amín que se acerque a nuestro hotel para mandarnos algo de ropa, porque en la tienda del resort solo tienen suvenires y cosas por el estilo, y su chófer apareció hace una hora con dos maletas que bien podrían servirnos para pasar el mes entero aquí. Nadia se ha puesto un vestido plateado de tirantes que se cruza de manera sexy en su espalda, dejando al descubierto el tatuaje que lleva en la base de la espalda, una mariposa a punto de echar a volar.

—Estás preciosa —digo sinceramente.

—Y hambrienta, y cachonda…

—Lo primero vamos a solucionarlo de inmediato. Lo segundo… ya sabes lo que tienes que hacer.

—Ni lo sueñes, Dylan. Antes prefiero masturbarme.

—Mmm… será interesante verte hacerlo.

—Eso es lo que tú quisieras… pero no va a suceder.

—¿Qué significa esa mariposa? —pregunto cambiando de tema.

—Representa mi libertad, esa que me han quitado.

—Nadie dice que no seas libre, Nadia. Para eso me casé contigo.

—También te casarte conmigo para follarme, y sin embargo no me tocas.

—Ahora que lo has propuesto, prefiero verte masturbándote. Será una experiencia muy excitante.

—Sigue soñando, Dylan… sigue soñando.

La macabra idea ronda mi cabeza la mayor parte de la cena, aunque toda mi atención está puesta en mi mujer. He de reconocer que es la más guapa de todo el salón, y disfruto viendo cómo los hombres se la comen con la mirada, sabiendo que me pertenece.

—¿Sabes, Nadia? Todos estos hombres te están mirando, todos quieren meterse entre tus piernas, pero yo soy el único que tiene ese privilegio, y estoy disfrutando mucho de ello.

—Pues podrías hacer uso de ese privilegio esta noche.

—Sabes que solo tienes que pedírmelo. Una palabra tuya y seré tuyo toda la noche.

—¿Para aumentar tu desmesurado ego un poco más? No, gracias, mejor me quedo como estoy.

—Es una lástima, te lo aseguro. Pero si decides masturbarte, espero que me avises para disfrutar del espectáculo.

—Antes se congelará el desierto, Dylan.

—Me encanta esa lengua mordaz que tienes… me pone cachondo.

—Si es así, ya sabes lo que tienes que hacer —me provoca.

—Ven, vamos a bailar —digo cuando suena una canción lenta.

—¿Tú bailas? ¡Vaya! Y yo que creí que solo sabías montar a caballo y gritar “yeehaa”.

—Muy graciosa. Para tu información soy de Austin, una ciudad que nada tiene que envidiarle a tu querida Nueva York.

—Nos hemos picado, ¿eh, vaquero? Parece que he tocado un punto sensible.

—En absoluto, simplemente te informo de un hecho.

—Ajá…

Nadia se pega a mí un poco más, y acaricia con su muslo mi miembro, que empieza a cobrar vida nuevamente.

—Estate quieta —susurro.

—¿Por qué?

—Porque vas a ponernos en evidencia, por eso.

—¿Acaso te estás excitando?

—No juegues con fuego, preciosa.

—¿O si no qué?

Tiro de su muñeca hasta las puertas del ascensor, y la estampo contra la pared para darle un beso hambriento. Nuestros dientes chocan debido al ansia, y nuestras lenguas se enredan con frenesí. Mis manos acarician todas las curvas de su cuerpo, y las suyas se cuelan por debajo de mi chaqueta para arañarme con sus uñas de manicura francesa.

En cuanto entramos en el apartamento, levanto su falda y arranco sus braguitas de un tirón para hundir un dedo en ella.

—Estás cachonda, ¿verdad, gatita?

—Tú me pones cachonda.

—Quieres sentir mi polla dentro de ti, ¿no es así?

—Me muero de ganas.

Nadia desanuda mi corbata y la lanza sobre la mesita de café, y desabrocha los botones de mi camisa hasta la cintura. La empujo para que caiga en la cama, y levanto su vestido para deleitarme con la dulce visión de su sexo recién depilado. No puedo evitar lamerlo una vez, dos veces antes de dejarme caer en un sofá a los pies de la cama, mirándola intensamente.

—Quítate el vestido.

Ella obedece impaciente, y lanza los zapatos de tacón al aire antes de quitarse el sujetador y quedar completamente desnuda delante de mí. Se vuelve de espaldas, y gatea sobre la cama, mostrándome su coñito jugoso a través de sus piernas, antes de sentarse con la espalda apoyada en el cabecero y hacerme señales con un dedo juguetón para que me acerque a ella.

—Utiliza ese precioso dedo y mójalo con tu saliva. Quiero ver cómo te masturbas, igual que aquella noche en casa de tu hermano.

—Aquella noche tenía un gran consolador…

—Veremos lo que podemos hacer al respecto.

Nadia chupa sus dedos sin apartar su mirada lasciva de mí, y humedece sus labios vaginales con ellos mientras gime, echando la cabeza hacia atrás. Acaricia una y otra vez su vulva, hacia arriba y hacia abajo, sin rozar su clítoris, sin adentrarse aún en su canal. Estoy cachondo, así que saco mi polla de los bóxers y comienzo a acariciarla despacio, disfrutando de las vistas, y Nadia gime al darse cuenta de ello.

—Eso es trampa… —protesta.

—Calla y sigue masturbándote.

Con una sonrisa, introduce su dedo corazón dentro de su cuerpo, y lo mueve arriba y abajo alcanzando levemente su punto G. Su respiración se vuelve errática, y de su garganta escapan grititos ininteligibles cada vez que su pelvis se contrae.

—Muy bien, preciosa… sigue así.

Mi mano continúa acariciando mi polla lentamente, sin apresurarse, disfrutando del malvado juego que me traigo entre manos. No voy a follármela, desde luego, pero podemos satisfacernos mutuamente. La otra mano de mi mujer viaja hasta su clítoris hinchado, y lo acaricia en movimientos circulares a la vez que continúa con la caricia interior. Poco a poco aumenta el ritmo, sus caricias se vuelven más desesperadas, y tengo que apretarme la polla para no correrme antes que ella. Nadia hinca los talones en la cama cada vez que roza su clítoris hinchado, y se tensa cada vez más. Sus grititos se han convertido en auténticos berridos, y muevo la mano frenéticamente sobre mi verga mientras disfruto de su olor, que llega a mí en pequeñas oleadas.

—¡Me corro! —grita tensando todos los músculos de su cuerpo.

—Vamos, nena, córrete para mí.

Mi semen cae sobre el suelo de mármol cuando el cuerpo de Nadia se arquea recorrido por su orgasmo. Permanecemos así, sin movernos, lo que parece una eternidad. Nadia respira con dificultad, necesita tragar aire a bocanadas, y a mí me tiemblan las piernas tanto que soy incapaz de levantarme. Cuando recupera el aliento, Nadia me mira con deseo y gatea por la cama hacia mí, así que me levanto y me dirijo al salón.

—¿Ves como al final veía cómo te masturbabas? Ha sido una experiencia de lo más excitante.

—Ahora ven aquí.

—Estoy muy cansado —miento—. Me voy a dormir.

—¿¿Ahora??

—¿Por qué? ¿Ocurre algo?

—Eres un cabrón, Dylan. Un auténtico cabrón.

—Solo tienes que decir dos palabras, Nadia. No es tan difícil.

—Pero te saldrías con la tuya, y no estoy dispuesta a consentirlo.

—Está bien, entonces buenas noches.

Dicho esto, me tumbo en el sofá con una sonrisa. Unos cuantos días más, y la tendré de rodillas suplicando por un polvo. Ese orgullo desmedido va a terminar por desaparecer, preciosa, ya lo creo que sí.