CAPÍTULO III
El lunes me desperté más pronto de lo habitual y ya no conseguí conciliar el sueño, de modo que me levanté y me asomé a la ventana para ver el paisaje. Había una ligera neblina que ascendía desde el suelo y envolvía los troncos de los árboles, dando un aspecto misterioso y fantasmagórico al bosque. Sentí un escalofrío y busqué a tientas mi chaqueta de lana para ponérmela sobre el camisón. Abrí la ventana para respirar el aire puro y fresco de la mañana. El bosque se extendía hasta donde abarcaba mi vista y me sentí ansiosa por explorarlo.
Me di una ducha y pasé más tiempo del habitual frente al espejo, incluso me sequé el pelo mechón a mechón y decidí llevarlo suelto. Ya me llegaba hasta la mitad de la espalda, tenía que pensar en cortármelo. Mi pelo era tan oscuro como el de mi padre, casi negro, pero a pleno sol sin embargo parecía rojizo, como el de mi madre. Intuía que algunos de los genes pelirrojos de mi madre yacían ocultos en mi ADN, pero sin lugar a dudas predominaban los de mi padre. Yo era pálida como él y no tenía pecas como mi madre, sino que mi rostro era pálido y liso como el mármol. Tenía un rostro hermoso, pero no era bonito como el de una muñeca, sino más duro. Mis ojos verdes, también una réplica de los de mi padre, eran enormes y penetrantes, pero siempre me habían parecido fríos. No tenía un rostro cálido, lo sabía, pero iba bien conmigo, yo tampoco era una persona cálida, sino arisca; todo lo contrario a mi madre, por supuesto, ella era cariñosa y simpática y su aspecto era angelical: pelo rojo ondulado, enormes ojos azules, graciosas pecas por todo su rostro y sonrisa de anuncio. También era más alta que ella, aunque no alcanzaba la estatura de mi padre, que había sido un tipo alto y fuerte. Era delgada, pero tenía músculo y últimamente mi cuerpo estaba en pleno cambio y empezaba a adquirir formas más redondeadas.
No solía dedicar tanto tiempo en arreglarme, pero hoy era mi primer día en un lugar nuevo y quería pasar desapercibida, pero ¿cuál sería el aspecto que pasaba desapercibido en este instituto?
Cuando bajé a la cocina me sorprendió comprobar que mi madre se me había adelantado y que ya estaba terminando de preparar el café y las tostadas.
–¿Qué?, tú tampoco has conseguido dormir demasiado hoy, ¿no?–me preguntó.
–Así es–admití.
–Es normal que estemos nerviosas, hoy nos espera un día difícil–admitió con una sonrisa–. Pero tranquila, estoy segura de que todo nos irá bien–.
–¡Seguro!–respondí con escepticismo.
–Hoy estás muy guapa–puntualizó, dedicándome una sonrisa.
El comentario de mi madre me preocupó, quizás me había excedido con mi indumentaria. Repasé mentalmente, me había puesto unos simples vaqueros azul marino, pero había elegido para combinarlos una blusa entallada de color verde musgo que quizás vestía demasiado para ir al instituto y me había atrevido a conjuntarla con una gargantilla y unos pendientes con piedrecitas del mismo tono. Sí, quizás me había preocupado demasiado por mi aspecto.
–Creo que debería ir a cambiarme–dije, preocupada.
–No lo hagas, realmente estás genial. Ese color hace destacar muchísimo tus ojos–me aseguró ella.
No estaba muy convencida con mi atuendo, pero comprendí que hoy nada de lo que me pusiera me parecería adecuado y me sentí estúpida por preocuparme de algo tan superficial como mi aspecto. Eso no iba conmigo, siempre había pasado de las opiniones de los demás respecto a mi indumentaria, seguía mi propio criterio en lo referente a mi estilo. Mis padres me habían enseñado que lo importante era que fuera yo misma y siempre me había sentido orgullosa de ser lo que era y de no dejarme influenciar por las opiniones ni las críticas de los demás. Además, si nunca antes me había preocupado lo que pensaran mis antiguos compañeros de clase sobre mi imagen o mi forma de ser, no debería importarme en absoluto lo que pensaran de mí unos completos desconocidos.
–¿Quieres que hoy vayamos juntas en coche por ser el primer día?–me propuso–. Sé que no te gusta que sepan que eres la hija de la profe, pero puedo dejarte a la puerta del instituto y continuar sola hasta el parking de profesores, ¿te parece bien?–.
Había conseguido encontrar una bicicleta de montaña de segunda mano en muy buenas condiciones el día anterior en una tienda especializada y por supuesto la había comprado. En Oxford siempre había usado una bicicleta de paseo, pero cuando llegamos a nuestra nueva casa y descubrí el maravilloso bosque que nos rodeaba, supe que era un lugar perfecto para practicar ciclismo de montaña. También la usaría para ir y venir de clase a diario, pero tratándose del primer día, en cierto modo me daba más seguridad ir con mi madre.
–¡Vale!–accedí.
De todos modos en pocos días todo el instituto sabría que era la hija de la nueva profesora, ¡ya había pasado por eso antes! En general no me importaba, salvo por los comentarios malintencionados de algunos alumnos que intentaban asociar mis buenas calificaciones con el cargo que ocupaba mi madre…
–Me llevaré la bicicleta en el maletero por si salgo antes que tú–le dije.
–¡Buena idea!–admitió–. ¡Vámonos ya!, no vaya a ser que después del madrugón lleguemos tarde–.
La neblina casi había desaparecido cuando aparcamos en el recinto de Saint Edward. Habíamos llegado con tiempo suficiente y aún no había mucha gente en el instituto. Mi madre se despidió y entró en el edificio principal mientras que yo decidí esperar un poco más fuera, inspeccionando el lugar, mientras llegaba la hora de entrada. Poco a poco los estudiantes fueron haciendo acto de presencia, algunos venían en la ruta escolar, a otros les traían sus padres en sus automóviles y los más afortunados venían en sus propios vehículos. El parking comenzó a llenarse de coches y motocicletas y me di cuenta de que el poder adquisitivo de esta gente era bastante elevado. Ante mí había toda una variedad de modelos de deportivos, crossovers y motocicletas y supuse que en este colegio me encontraría con muchos niños ricos.
Algunos estudiantes montaban pequeños tenderetes junto a la entrada que despertaron mi interés. Pronto comprendí que estaban promocionando las actividades complementarias para los nuevos ingresos porque desplegaron carteles promocionando el equipo de ajedrez, el equipo de fútbol, el coro, el equipo de debate... No presté mucha atención a las actividades, los temas en equipo no iban demasiado conmigo y cuando faltaban cinco minutos para las ocho y media, la hora de inicio de las clases, decidí entrar en el edificio y buscar mi primera aula.
Estaba en el último curso y había elegido mis clases continuando con mis estudios del curso anterior. Aunque era evidente que lo mío eran las letras, no por eso había descuidado mis asignaturas de ciencias. Mis padres siempre habían insistido en que no había que cerrarse puertas y que era mejor no especializarse en algo concreto, sino tener una formación más general, dando especial importancia a las matemáticas. Mi madre impartía clases de matemáticas y ciencias y para ella las matemáticas eran la base de todo y, ¡claro!, yo no iba a contradecirla. A pesar de todo, tenía que admitir que me gustaban y que las estudiaba de buena gana, de modo que mi curso se componía de una mezcla de asignaturas de ciencias y letras que no era muy habitual en los planes de estudios de otros alumnos.
Cuando entré en mi primera clase, Francés, los alumnos se quedaron mirándome y empezaron a cuchichear entre ellos. Me acomodé en un pupitre vacío de las primeras filas y saqué papel y bolígrafo, aislándome en mi burbuja privada... Entonces entró la profesora, la señorita Beauvais, que según me había dicho mi madre era francesa.
–¡Bonjour à tous ! ¡Bienvenus de nouveau au Lycée !–nos saludó en un perfecto francés, lo que me confirmó que era nativa–. Cette année nous aurons parmi nous à une nouvelle élève. Mademoiselle Dillen, s´il vous plaît?– preguntó, recorriendo los pupitres con la mirada.
¡No podía creerlo!, ¡me iba a poner en evidencia delante de todos los alumnos!
–¡C´est moi!–dije en un susurro, levantando la mano.
Todas las miradas se centraron en mí. ¡Como tuviera que pasar por una presentación parecida en cada una de mis clases sería un mal día!
–¡Bienvenue, cherie!–dijo la profesora.
–Merci, mademoiselle–respondí intentando no alardear demasiado de mi nivel de francés.
La profesora pareció satisfecha con mi respuesta y comenzó la clase, evitándome el bochorno de tener que contar mi vida al resto de mis compañeros. Yo hablaba perfectamente el francés y el español, los había estudiado desde niña. En general se me daban bien los idiomas, sentía mucha curiosidad por la etimología de las palabras y esto me ayudaba bastante a la hora de memorizar el vocabulario. Además mi padre me había estimulado desde niña inventando nuevas lenguas para mí. Teníamos nuestro propio código secreto de símbolos y mi juego favorito consistía en encontrar un tesoro que él antes había escondido, a través de la resolución de pistas en ese código.
Intenté no llamar demasiado la atención en mis siguientes clases: Matemáticas y Ciencias, que afortunadamente no me impartía mi madre, sino el profesor Harris y conseguí llegar hasta la hora del almuerzo de una pieza. Seguí al tropel de estudiantes hacia el comedor y me puse a la cola con una bandeja, imitando al resto. De pronto alguien me tocó el hombro y me giré sorprendida, puesto que aún no conocía a nadie aquí. Detrás de mí había una chica bajita, con gafas y coleta, que me sonreía.
–Hola, soy Sarah Turner. Estoy en tu clase de Francés–me dijo tendiéndome la mano.
–Hola–dije estrechando su mano–. Soy Rebecca Dillen–.
–Ya lo sé. He estado charlando antes con tu madre y he venido a buscarte por si querías que almorzáramos juntas–me ofreció.
–Gracias, pero no tienes por qué molestarte,… es decir, supongo que ya tendrás tu grupo, no tienes que esforzarte por incluirme, me adapto bien a las circunstancias–dije.
–No lo hacía por incluirte, es que quiero conocerte, ¡eso es todo!–dijo con sinceridad.
–De acuerdo entonces–dije, sorprendida por su naturalidad.
Llenamos nuestras bandejas y seguí a Sarah a una mesa donde ya almorzaba un grupo de chicos y chicas. Todos me miraron cuando me instalé en un extremo de su mesa, frente a Sarah.
–Chicos, ésta es Rebecca Dillen. Rebecca, éste es mi equipo. Dirijo el periódico de Saint Edward este año y estamos buscando nuevos talentos que unir a nuestro grupo. Tu madre me ha dicho que escribes bastante bien y que aspiras a ser periodista, de modo que la redacción podría ser un lugar interesante para ti. Podrías presentarte a las pruebas de admisión–dijo Sarah, hablando a toda velocidad mientras comía, lo cual me dejó impresionada.
¡De modo que era eso!, mi madre ya se estaba metiendo en mis asuntos, arreglándome la vida sin preguntarme mi opinión.
–Todavía no sé si haré alguna actividad complementaria–les aclaré mientras me servía un vaso de agua.
Todos se me quedaron mirando como si hubiera hablado en otro idioma.
–No tendrás que pensarlo demasiado, en Saint Edward es obligatorio para pasar curso hacer un mínimo de horas de actividades complementarias–me informó Sarah–. Te aviso por adelantado de que nosotros solemos doblar las horas mínimas, el periódico exige mucha dedicación y soy bastante exigente con mi trabajo y con el de mi equipo. Hemos ganado varios premios en el estado y este año nos hemos fijado unos objetivos muy ambiciosos, participaremos a nivel interestatal y espero que seamos los vencedores–.
–Y no queda todo ahí, además Sarah aspira a conseguir este año una beca para la universidad. ¡Su ambición no conoce límites!–se burló un chico de pelo castaño que estaba sentado a su derecha.
–Tengo diecisiete años Harry, a esta edad no hay que ponerse límites–protestó ella, haciéndome sonreír.
De pronto en la mesa del fondo se formó barullo y desvié mi atención de la conversación para ver de qué se trataba. La ocupaban un grupo de chicos con un estilo bastante peculiar, vestían de oscuro, pero muy a la moda, con ropas caras y estilosas. Se estaban metiendo con unas chicas que acababan de acercarse a la mesa y que a juzgar por las confianzas con que se trataban, parecían ser sus amigas. Pero pronto comprendí que en esa mesa todo giraba en torno a uno de los chicos. Era rubio, guapo y perfecto. De pronto sus ojos se encontraron con los míos y descubrí que eran verdes, pero de un tono mucho más claro que los míos. Me dedicó una sonrisa torcida que fue motivo suficiente para que apartara mi mirada de él y me centrara de nuevo en lo que ocurría en mi mesa.
–¿Cuál es tu próxima clase, Rebecca?–me preguntaba en ese momento Sarah.
–Creo que es Literatura, con el señor Thomson–dije, intentando recordar.
–Bien, también estamos juntas en esa clase–dijo Sarah–. Te gustará el profesor Thomson, es un experto en Lingüística y ha trabajado en varias editoriales, pero lo suyo es la docencia, te darás cuenta enseguida–.
Sarah parecía simpática, quizás demasiado habladora para mi gusto, pero al menos parecía una persona directa y sincera. De pronto la gente comenzó a levantarse y a abandonar el comedor en tropel y supuse que se acababa nuestro tiempo para almorzar. Dejamos nuestras bandejas en la cadena de rodillos, junto a la salida, y abandonamos la cafetería. Los demás chicos del grupo se dispersaron de camino a sus respectivas aulas y yo me quedé de nuevo a solas con Sarah, que no paraba de parlotear mientras avanzábamos por el pasillo hacia nuestra siguiente clase. Me estaba entrando dolor de cabeza y aunque sabía que ella sólo trataba de ser amable, tanta conversación no me ayudaba.
De pronto observé que el grupo de los chicos estilosos estaba charlando cerca de unos enormes ventanales. No sabía muy bien por qué, pero atrajeron de nuevo mi atención, y no pude evitar mirarles. Lo formaban los tres chicos y las dos chicas que había visto antes en la cafetería. Parecían fuera de lugar en el instituto, resultaban demasiado interesantes incluso para este colegio tan snob y las miradas embobadas del resto del alumnado, entre los cuales ahora mismo me incluía, no hacían más que confirmarlo. El chico rubio estaba recostado contra la pared, con las manos en los bolsillos, contándoles algo a los demás en un tono despreocupado y ellos le prestaban toda su atención. De pronto él levantó la mirada y volvió a pillarme espiándole, con lo que me maldije a mí misma. Bajé la mirada inmediatamente, completamente avergonzada, y simulé que seguía la conversación de Sarah, que seguía parloteando aunque no tenía ni idea sobre qué. Cuando pasábamos junto a ellos, él dejó súbitamente su conversación y avanzó en mi dirección, lo que me puso de los nervios. Deseé que fuera una falsa alarma y que me pasara de largo, pero se detuvo frente a mí, mirándome con una sonrisa de infarto y observé que no sólo había conseguido sorprender a sus amigos, que nos miraban boquiabiertos, sino que también había hecho enmudecer a Sarah. Le observé detenidamente ahora que tenía la ocasión de hacerlo. Era muy guapo, alto y esbelto, pero bajo su camiseta se marcaban bien definidos los músculos de su pecho y de sus brazos y comprendí que tenía un cuerpo bastante trabajado.
–Hola, soy Ethan Darcey. Eres Rebecca Dillen, ¿verdad?–me preguntó con una voz grave y penetrante.
–Sí–me limité a responder.
–¡Bienvenida a Saint Edward! Si necesitas cualquier cosa, una visita guiada, asesoramiento con tus clases o con las actividades complementarias,… lo que sea, no dudes en decírmelo. El consejo escolar me ha pedido que te eche una mano en las primeras semanas de clase, de modo que quiero que sepas que estoy a tu entera disposición–se ofreció mientras me miraba atentamente.
–Gracias, pero no será necesario, me apaño bastante bien sola–dije con un tono más seco del que pretendía, pero muy propio de mí.
Una expresión de desconcierto cruzó el rostro de Ethan por un instante, pero enseguida se recompuso y la sonrisa volvió a su rostro, iluminando su cara y sus ojos. ¡Era deslumbrante!
–De todos modos mi oferta sigue en pie, por si cambias de idea–dijo y me guiñó un ojo antes de alejarse.
Se unió de nuevo a su grupo sin dejar de mirarme ni un instante y sentí cómo el corazón se me aceleraba a la vez que la cabeza me palpitaba de dolor. Me obligué a continuar andando y Sarah, que se había quedado paralizada y muda a mi lado durante la conversación, tuvo que correr para alcanzarme de nuevo.
–¿Estoy alucinando o Ethan Darcey acaba de ponerse a tu disposición para lo que quieras?–preguntó bastante alterada.
–¿Quién es Ethan Darcey?–pregunté con interés.
–¿Qué quién es? ¡Dios!, es el tío más guapo de Portland además de inteligente, rico e influyente. Su padre es un hombre muy poderoso, podría decirse que media ciudad le pertenece, incluido Saint Edward–me explicó.
–Ya me había parecido que se trataba de un niño de papá–dije, ocultando una sonrisa.
–¡Y tú has pasado de él!… ¡No puedo creerlo!, has conseguido dejar cortado a Ethan Darcey, ¡algo inédito! ¿Siempre eres así de borde con la gente?–preguntó entusiasmada.
–Sí, no tengo que esforzarme demasiado, ¡me sale natural!–respondí, encogiéndome de hombros.
En realidad me comportaba así por pura timidez. Me costaba mucho relacionarme con los demás, de ahí que no contara con amigos de verdad. Desde niña siempre había sido muy introvertida e inconscientemente me ponía a la defensiva cuando gente extraña intentaba invadir mi privacidad. Ser borde era mi mecanismo de defensa natural y nunca me había propuesto bloquearlo, no me interesaba sociabilizar demasiado, me gustaba mi soledad.
–¡Me encanta!, seremos buenas amigas–me respondió Sarah con una sonrisa.
¡Qué extraña era esa chica! Normalmente los chicos del instituto se extrañaban de mi comportamiento y solían dejarme tranquila, pero ella parecía entusiasmada porque hubiera dejado al chico más guay del instituto con dos palmos de narices. Quizás podríamos llegar a ser amigas…
Aunque me había sido fácil aparentar indiferencia ante Sarah, el encuentro con ese chico me había puesto nerviosa y en consecuencia mi jaqueca había empeorado. No era sólo porque fuera tan guapo, había algo más en él, un magnetismo que me atraía como no me había ocurrido nunca antes con un chico. De todos modos decidí olvidarme de él porque después de mi contestación no creía que él volviera a dirigirme nunca más la palabra. El consejo escolar le había encargado ocuparse de la nueva alumna y él no habría tenido más opción que comprometerse a ayudarla. Lo había intentado y yo había rechazado su ayuda, de modo que a fin de cuentas le había hecho un favor, seguramente estaría muy satisfecho de haberse librado tan fácilmente de mí.
–¿Los demás también son niños bien?–le pregunté a Sarah, intrigada.
–¡Por supuesto! Pertenecen al mismo círculo social, sus padres trabajan para Darcey. Los pelirrojos son los mellizos Gary y Brienne Allister, el alto y fuerte es David Carrick y la chica morena es Keira Brian. Como habrás podido comprobar todos son magníficos, pero no se mezclan con los vulgares mortales, de modo que lo de hoy, Rebecca Dillen, ha sido algo bastante extraño–dijo ella, entrecerrando los ojos.
–El consejo escolar le ha pedido que me tutore, no le habrá quedado más remedio que ofrecerse a hacerlo–dije, encogiéndome de hombros.
–Nadie le dice a Ethan Darcey lo que tiene que hacer, Rebecca, ni siquiera el consejo escolar–dijo ella en un tono enigmático.
Miré mi reloj, faltaban diez minutos para que comenzara la clase de Literatura y la cabeza me estallaba. No solía tener jaquecas ni ningún tipo de dolencias y por esa razón no acostumbraba a llevar conmigo analgésicos, pero hoy necesitaba tomar algo o no podría afrontar las dos clases que me quedaban para terminar la jornada.
–Sarah, ¿sabes dónde podría conseguir un analgésico? Me duele bastante la cabeza–le pregunté.
–En la enfermería. Está en ese edificio de enfrente, ¿quieres que te acompañe?–se ofreció, señalando hacia los ventanales.
–No, no es necesario, no quiero que llegues tarde a clase por mi culpa. Sólo dime cómo llegar hasta allí, por favor–le pedí.
–Si sales por esa puerta y atraviesas el jardín no tardarás en encontrarla–me dijo–. Te cogeré sitio en clase y avisaré al profesor si te retrasas. Recuerda que es el aula al fondo del pasillo–.
Asentí y salí al exterior por la puerta que ella me había indicado. Atravesé el jardín, intentando no pisar las impecables flores que parecían recién plantadas en parterres en el suelo y llegué hasta el edificio que me había indicado Sarah. No veía ningún acceso, de modo que rodeé la fachada hasta que encontré una puerta metálica en un lateral. Me había desviado bastante de las indicaciones, pero no había otro acceso a la vista, de modo que bajé el tirador y empujé la puerta con fuerza.
En cuanto entré en aquel lugar me di cuenta de que no era la enfermería. Me encontraba en una sala enorme, llena de calderas y armarios eléctricos y supuse que se trataba de la sala de mantenimiento. Me disponía a volver sobre mis pasos cuando vi a dos hombres hablando al fondo del cuarto y pensé que se trataría del personal de mantenimiento y que podría pedirles indicaciones sobre cómo llegar a la enfermería.
–Disculpen–les interrumpí.
Inmediatamente uno de los hombres se dio media vuelta y se alejó del lugar, saliendo por una puerta trasera y desapareciendo de mi vista, mientras que el otro vino a mi encuentro. Se trataba de un chico alto y fuerte que se acercó a paso rápido y se detuvo en seco frente a mí. Parecía furioso, de hecho me miraba con una expresión asesina que consiguió asustarme y que me hizo retroceder. Giré sobre mí misma para largarme de allí, pero él me agarró por el brazo y me atrajo hacia sí. Sus dedos abrasaban mi piel y luché por soltarme, pero él me sujeto aún más fuerte.
–¿Qué diablos estabas haciendo aquí?–siseó.
–¡Suéltame!, ¡me haces daño!–respondí, revolviéndome.
–Responde, ¿qué hacías aquí?–exigió.
–¡Suéltame ahora mismo o gritaré!–le amenacé.
–No, no lo harás–dijo él, muy seguro de sí mismo.
–Tienes razón, no será necesario–respondí, furiosa.
Y antes de que pudiera reaccionar le pegué una patada en la espinilla con todas mis fuerzas y cuando se encogió de dolor, le metí un rodillazo en el abductor de modo que se llevó la mano a la pierna y me soltó. Aproveché la oportunidad para echar a correr hacia la salida, pero de algún modo él llegó antes y se puso delante de la puerta para impedir que escapara. Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida, le creía capaz de cualquier cosa…
–¿Me estabas espiando?–me preguntó mientras recobraba el aliento.
–¿Qué? ¡No! Iba a la enfermería y me he equivocado de puerta. Sólo iba a preguntarte que cómo podía llegar allí y tú te comportas así… Ni siquiera sé quién eres, ¿es que estás loco?–grité hecha una furia.
Me miró con detenimiento directamente a los ojos y comprobé que los suyos eran de un color azul intenso, penetrantes e hipnóticos. Tuve que retirar la mirada, intimidada, mientras me preparaba por si tenía que defenderme de él.
–Bien, ¡lárgate! y que sea la última vez que te veo husmeando por aquí o tendrás problemas–me amenazó con esa expresión asesina.
Se apartó de la puerta y me apresuré en salir de allí. Cuando estuve de nuevo en el jardín, sentí cómo las lágrimas se me agolpaban en los ojos, pero las contuve y traté de tranquilizarme. No sabía quién era ese chico ni qué diablos estaba haciendo en la sala de mantenimiento, pero por su comportamiento no podía tratarse de nada bueno. Nadie me había inspirado tanto miedo en toda mi vida y aunque había tenido la sangre fría de esperar el momento adecuado para atacarle y liberarme, ahora estaba hecha un flan. Inspiré con fuerza y en ese momento el timbre del edificio contiguo anunció que empezaba la siguiente clase. Me apresuré a entrar y buscar la clase del fondo del pasillo. No había conseguido llegar a la enfermería, pero ahora que lo advertía ya no me dolía la cabeza, tan sólo estaba asustada y un poco desorientada.
Localicé mi clase justo cuando el profesor entraba por la puerta y me apresuré para no llegar tarde. Sarah me hizo señas para que me sentara en el pupitre libre que había a su derecha y me dirigí hacia allí, rauda y en silencio. El profesor Thomson subió al estrado y se puso sus gafas y justo en ese momento un chico entró en la clase y cerró la puerta tras de sí. Y ese chico era él, el monstruo que me había asustado en el cuarto de calderas.
–¡Señor Darcey, qué honor contar hoy con su presencia! ¿Este año intentará superar su récord de asistencias?–dijo el profesor con sarcasmo.
El chico no dijo nada, miró al fondo de la clase buscando un hueco libre, pero entonces me vio y se me quedó mirando con una expresión hostil. Bajé la mirada y esperé a que él se sentara en las filas de atrás para mirarlo de nuevo. Estaba en la última fila, justo al lado del grupo de los estilosos, y Ethan parecía decirle algo al oído. Me giré inmediatamente hacia el estrado y esperé el momento en que el profesor Thomson nos mandó sacar los libros para hablar con Sarah.
–¿Quién es ese chico, el que ha entrado el último?–me apresuré a preguntarle.
–Es Cayden Darcey–me respondió en voz baja.
–¿Darcey?–pregunté sorprendida.
–Sí, es hermano de Ethan–me respondió como si fuera obvio.
Para mí desde luego no era obvio. Los chicos eran como la noche y el día: uno moreno y el otro rubio, uno un asesino en potencia y el otro un tipo encantador, uno… no, no podía decir que uno era atractivo y el otro no. No me había fijado en Cayden de ese modo dadas las circunstancias de nuestro encuentro, pero el chico desde luego no era feo. Pero eso era lo de menos, lo que me había quedado claro era que era cruel y debería dar testimonio de lo que había pasado en el cuarto de calderas a la dirección del centro para que le sancionaran. Pero si me paraba a pensarlo, ¿de qué serviría? Si Cayden era el hijo del dueño del instituto no habría mucho que hacer.
–No parecen hermanos–me limité a decir.
–Bueno, no lo son realmente. Son hermanastros, el señor Darcey se hizo cargo de Cayden cuando era pequeño. Sus padres eran amigos de Darcey y cuando murieron en un accidente, él le adoptó–me explicó.
Eso explicaba mejor las cosas, al menos en lo referente al nulo parecido físico. De pronto sentí una curiosidad terrible por saber la historia de ese chico y me giré de nuevo para mirarle de reojo. Él también me miraba a mí, por lo que enrojecí violentamente y decidí no arriesgarme más echando miradas hacia la fila del fondo.
De pronto el señor Thomson hizo lo peor que podía hacer en ese momento, se fijó en mí.
–Señorita Dillen, venga al estrado un momento, por favor–me pidió.
Sólo deseé desaparecer, que me tragara la tierra, pero como pude me levanté y me arrastré hasta el estrado.
–Sólo quería presentarla al resto de sus compañeros que quizás no han tenido el honor de coincidir con usted en ninguna otra clase. Su nombre es Rebecca, ¿verdad?–preguntó.
Asentí, barriendo con la mirada al resto de estudiantes y sentí las miradas de todos ellos fijas en mí, incluidas las de los hermanos Darcey, unos ojos hostiles y otros encantadores.
–¡Bienvenida a mi clase! Siempre es un placer tener a un compatriota de Shakespeare rondando por aquí, le da un toque más británico a la materia–dijo el señor Thomson, satisfecho con su ocurrencia.
Los estudiantes no encontraron el punto cómico al comentario del profesor, pero al menos esto le hizo comprender que sería mejor continuar con la clase y me indicó que podía regresar a mi pupitre. Una vez allí me cubrí la cara con mi melena e intenté pasar desapercibida el resto de la clase.