CAPÍTULO I
Contemplaba llover desde mi habitación en la buhardilla de nuestra casita unifamiliar situada a las afueras de Oxford, Inglaterra. Sobre mi escritorio, el ordenador portátil hacía tiempo que se había suspendido automáticamente, ya que mis dedos no habían conseguido teclear ni una sola frase en toda la tarde. Mi cuaderno de notas estaba en blanco, al igual que mi mente, que no conseguía centrarse en la historia que había empezado hacía meses y que estaba condenada a quedarse inconclusa.
Llevaba más de dos meses en este estado catatónico y no conseguía aún ver el final del túnel. Me preguntaba si alguna vez volvería a ser como había sido, una adolescente alegre y creativa. Si me basaba en la evolución que había experimentado en las últimas semanas, podía casi asegurar que ya nunca más volvería a ser así, al menos en lo referente a la felicidad. No era que hubiera tomado la decisión de no volver a ser feliz, sino que no sabía cómo podría serlo sin mi padre.
Mis padres se trasladaron a Inglaterra desde Norteamérica antes de que yo naciera para trabajar como profesores en la ciudad de Oxford. Mi padre era profesor en la Universidad y mi madre era profesora titular en el instituto al que yo asistía. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte y saludable, hacía deporte regularmente, se cuidaba mucho y su aspecto lo confirmaba. Era un hombre muy guapo: alto, moreno y atractivo y aunque pasaba de los cuarenta no aparentaba ni los treinta. Esta primavera, él de pronto enfermó. Fue extraño ver cómo en pocas semanas una extraña enfermedad le fue consumiendo hasta el punto de convertir su cuerpo en el de un anciano. Además le había afectado a la cabeza, a veces pensaba que ni siquiera nos reconocía y fue muy duro para mi madre y para mí ver su declive. No hubo tratamiento posible, de modo que permaneció las últimas semanas de su vida en casa, aislado de todo y acompañado en todo momento por nosotras, justo lo que él habría deseado. Hasta que una noche de junio nos dejó tan silenciosamente que si no hubiera estallado una terrible tormenta, mi madre y yo, que yacíamos dormidas a su lado, ni siquiera hubiéramos podido despedirnos de él.
Estaba hundida por la muerte de mi padre, pero sobre todo lo estaba porque sentía que él se había rendido, que había dejado vencer a la enfermedad sin oponerle resistencia y mi padre no era así. Él me había enseñado a esforzarme y a no rendirme nunca desde que era niña. En los simples gestos cotidianos se veía que era un luchador innato y había conseguido transmitirme esa tozudez, esa lucha constante por intentar mejorar, alabando siempre mis pequeños logros y motivando nuevas metas. ¡Estaba tan furiosa con él! ¿Cómo había podido ir contra sus principios y rendirse así?
Desde su muerte, la relación con mi madre no había sido fácil. Era evidente que ella estaba destrozada por su pérdida, siempre habían estado muy unidos, demasiado quizás… Habíamos llevado una vida muy familiar, hasta el punto de que casi no nos relacionábamos con nadie más y lo que hasta ahora no había sido ningún problema, ahora lo era. Mi madre se sentía sola e intentaba volcarse en mí y yo por el contrario deseaba estar sola, de modo que la apartaba de mí. Ambas estábamos aisladas en nuestro sufrimiento y aunque ella se esforzaba por acercarse a mí y por consolarme, yo no se lo permitía. Intentaba hacerme la fuerte, deseaba ser una chica dura e insensible o por lo menos deseaba parecerlo, pero en mi interior habitaba un dolor intenso que me acompañaba sin descanso y que me consumía día a día. No conseguía escribir, mi gran pasión, no me relacionaba con nadie, no podía dormir y de continuar así sabía que no pasaría mi último curso en el instituto, que empezaría en menos de dos semanas.
Garabateé en mi cuaderno de notas, intentando encontrar la inspiración. Si al menos consiguiera continuar con mi novela, quizás podría abandonar mis pensamientos a mi obra, vivirla como si estuviera inmersa en ella como hacía antes y dejaría de pensar únicamente en mi dolor. Desde que mi padre enfermó no había vuelto a escribir y aunque cada tarde me sentaba frente a mi escritorio animándome a hacerlo, esforzándome por superar el dolor, el resultado era el mismo: una página en blanco.
Golpearon suavemente en mi puerta y me revolví incómoda en la silla. No me apetecía hablar con mi madre quisiera lo que quisiera, pero ella no esperó a que le diera permiso para entrar y abrió la puerta. Mi madre era muy hermosa, tanto ella como mi padre tenían la apariencia de una pareja de estrellas de cine y yo consecuentemente también tenía buen aspecto, aunque no era de las que se iba jactando de ello. Habían estado muy enamorados, de modo que tenía la fortuna de haber formado parte de una familia perfecta en la que se respiraba el amor y el respeto, cosa extraña hoy en día por lo que se oía en el instituto. Ahora mi madre estaba más delgada y pálida, pero seguía siendo bella y en este instante me contemplaba en silencio desde la puerta de mi habitación.
–Hola, ¿estás escribiendo?–me preguntó con su dulzura habitual.
–Lo intentaba. ¿Qué quieres?–dije con más brusquedad de la que había pretendido.
–Ven a tomar el té conmigo–me pidió.
–No tengo apetito, gracias–dije, girando mi silla de nuevo hacia el ordenador.
–Rebecca, tenemos que hablar–dijo en un tono más autoritario.
Me giré hacia ella, extrañada de que insistiera, y por su expresión parecía que iba en serio. Había entrado en mi habitación y sujetaba la puerta para mí.
–Acompáñame abajo, tengo algo que contarte–me pidió.
Me levanté de mala gana y salí de la habitación. Mi madre cerró la puerta tras de sí y me siguió hasta el piso de abajo. Entré en la cocina y me senté en uno de los taburetes altos que rodeaban la isla central. Mi madre había preparado el té al estilo inglés como cada tarde, una costumbre que había adquirido cuando vino a estudiar a Londres, en la época en la que mi padre y ella se habían conocido. Lo suyo debió ser un flechazo porque él lo dejó todo cuando acabaron los estudios y volvió con ella a los Estados Unidos, donde se casaron muy jóvenes. No regresaron hasta años después, cuando mi padre consiguió una cátedra en la Universidad de Oxford y se establecieron definitivamente en la ciudad.
También había servido pastas en un platito, pero obvié la comida y me quedé con los codos apoyados en la encimera de mármol y mi habitual expresión de fastidio esperando a que hablara. Mi madre comenzó a servirme una taza de té con un chorrito de leche, justo como me gustaba.
–¿Y bien?, ¿qué tenías que contarme?–pregunté, impaciente por acabar con esto y largarme.
–Nos mudamos–dijo mi madre, apoyando la tetera con cuidado sobre la bandeja y encontrándose con mi mirada.
–¿Qué?–me sorprendí.
–La próxima semana nos trasladaremos a los Estados Unidos. He aceptado un trabajo allí y ya he informado al instituto de que nos vamos–dijo.
–Siempre es agradable saber que te interesa mi opinión–dije con sarcasmo.
–Necesitamos salir de ésta y aquí no lo conseguiremos. En esta casa todo nos recuerda a tu padre y al terrible trance que hemos pasado. Tenemos que seguir adelante, es lo que él habría querido, Rebecca–me explicó, aferrándose a la encimera.
–Pero yo no quiero apartarme de su recuerdo, quiero tenerlo bien presente conmigo, día tras día. Por mucho que me arrastres lejos de aquí eso no cambiará–dije, notando cómo las lágrimas se acumulaban en mis ojos.
–¿Crees que quiero que le olvides? Tu padre era un hombre maravilloso e irremplazable y quiero que le lleves siempre en tu corazón, pero no puedo dejar que continúes así, encerrándote cada vez más en ti misma. No comes lo suficiente, no has salido prácticamente de casa desde que enfermó tu padre y ya ni siquiera hablas conmigo. Aquí no tenemos a nadie, sólo estábamos los tres y si empezamos de cero en un sitio nuevo puede que podamos continuar con nuestras vidas. Tenemos que intentarlo, Becca–me explicó con lágrimas en los ojos.
–No me llames así–protesté, ahogada por las lágrimas.
Mi madre me miró, dolida, y no pude soportar su mirada por más tiempo. Salí veloz por la puerta de la cocina y me apresuré a coger la bicicleta y el chubasquero que guardaba en el garaje. Antes de que ella pudiera salir en mi busca, ya me alejaba de la casa. Llovía a cántaros, pero no me importaba, estaba acostumbrada a pedalear bajo la lluvia e incluso agradecía su presencia porque enmascaraba mis lágrimas. Sabía perfectamente a dónde me dirigía, al mismo lugar al que siempre acababa yendo cuando la angustia me desbordaba y me descontrolaba de este modo. Iba a ver a mi padre, a sentarme junto a su tumba y a hablar con él. Era lo más cerca que ahora podía estar de él y aunque pasar la tarde hablando sola en el cementerio podía parecer siniestro, era lo que más me reconfortaba últimamente.
Me gustaban los cementerios ingleses, siempre me habían parecido lugares misteriosos y románticos y aunque no me iba mucho la movida gótica, tenía que reconocer que a veces había pasado la tarde escribiendo en sus jardines porque eran un remanso de paz dentro de la ciudad. Pero si buscaba verdadera inspiración, sin duda prefería los bosques porque no sólo me ofrecían tranquilidad, sino que me hacían sentir libre. Fue mi padre quien me transmitió su amor por la naturaleza, él también era feliz en el bosque y por eso le sugerí a mi madre que esparciéramos sus cenizas por las montañas escocesas, de donde él era originario, pero a ella le pareció una idea horrible y en su lugar se decidió por la sepultura tradicional. Me senté sobre la losa de piedra de su tumba, apoyando mi espalda contra la lápida y pasé la tarde contemplando llover. Junto a la tumba crecía un roble centenario que me guarecía con sus ramas en días de lluvia, aunque hoy no me importaba mojarme, estaba insensibilizada a causa del shock en el que me encontraba tras descubrir que nos íbamos de allí. Conocía bien a mi madre y sabía que estaba decidida a trasladarse, pero ¿cómo podía alejarse así de nuestro hogar? Mi padre estaba aquí en cierto modo, al menos le habíamos enterrado aquí y si nos íbamos, no podría visitar más su tumba. No éramos devotos religiosos, pero mi padre siempre me había dicho que el alma humana era inmortal y que cuando nuestro cuerpo moría, nuestro alma iba a un lugar mejor donde era libre por completo de ataduras. Enfocándolo desde su punto de vista, el hecho de buscar su compañía en su sepultura era ridículo, él ya no estaba ahí, pero cuando habías sufrido una pérdida necesitabas aferrarte a cosas materiales que te unieran a tu ser querido y eso era lo que llevaba haciendo yo cada tarde desde su muerte. Sin embargo mi madre no parecía entenderlo…
Caía la tarde y ni siquiera la quietud del lugar conseguía tranquilizarme hoy. De pronto me sentí observada y me invadió una sensación de desasosiego, como si estuviera en peligro. Me incorporé y miré alrededor a través de la fina cortina de lluvia que me rodeaba. No había ni un alma allí, estaba casi segura de ello, pero aun así decidí volver a casa.
Mi madre me esperaba de pie en el porche, abrigada con su chaqueta de lana. Subí los tres escalones que me separaban de ella y me detuve, imaginando que me sermonearía por volver tan tarde a casa. Sin embargo me rodeó con sus brazos y me apretó con fuerza contra ella. Me sentí mal por haberme ido así. Sabía que ella también estaba mal y reconocía que mi comportamiento estaba siendo muy egoísta, ¡yo no era la única que estaba sufriendo!
–¡Estás empapada!, vas a ponerte enferma–susurró mientras intentaba calentarme con su abrazo.
–Estoy bien–le aseguré, apartándome y sacudiéndome como lo haría un perro mojado.
–¡Vamos dentro!, te esperaba para cenar–me propuso, cogiéndome del brazo y llevándome con ella.
Mi madre estaba intentando obviar mi enfado y acercarse a mí y me obligué a intentarlo yo también y a no empeorar las cosas. Tras cambiarme de ropa, nos sentamos en la mesa del salón que ahora se veía enorme sólo para nosotras dos y cenamos la ensalada de pollo que ella había preparado.
–¿Y a dónde vamos a mudarnos exactamente?– pregunté para sacar de nuevo la conversación que habíamos dejado a medias.
–A Portland–respondió, alzando la vista y esperando para ver mi reacción.
–¿Oregón?–me aseguré.
–Eso es–me confirmó con cautela.
–Por allí llueve bastante, ¿no?–pregunté pensativa.
–¿Desde cuándo te molesta la lluvia?–me preguntó ella a su vez.
La lluvia no me molestaba, en realidad hasta llegaba a gustarme. Me gustaba perderme en la naturaleza y encontraba idílico caminar por el bosque bajo la lluvia, escuchando el crujido de mis pisadas sobre el suelo cubierto de hojas en otoño. Amaba internarme en el bosque y permanecer sentada en silencio oyendo el sonido de la lluvia caer sobre los árboles y sintiendo las gotas chocar contra mi impermeable. Solía ir con mi padre a hacer rutas por el bosque los fines de semana tanto a pie como en bicicleta y disfrutaba mucho de la experiencia, me inspiraba por así decirlo para luego ambientar mis relatos. Mi madre nunca nos acompañaba, ella era cosmopolita y en la naturaleza se encontraba fuera de lugar, por eso justamente me extrañaba que hubiera elegido un lugar como Portland para ir a vivir, no iba con ella, y sospeché que tenía que haber otra razón.
–¿Por qué vamos allí precisamente?–pregunté con curiosidad mientras jugueteaba con los restos de mi ensalada.
–Me ofrecieron un buen puesto de trabajo en un instituto privado donde además podrás asistir sin coste alguno. Es un sitio con bastante renombre y estoy segura de que te permitirá poder optar a una buena universidad–me explicó.
–Ya había elegido una universidad, mamá. Iba a estudiar aquí, en Oxford. Papá ya me había hecho la visita guiada por el campus, ¿recuerdas?–dije a la defensiva.
–Rebecca, tu pasión es el periodismo y no hay cursos de periodismo en la Universidad de Oxford. Tendrías que desplazarte a Londres de todos modos y si nos mudamos a los Estados Unidos tendrás más opciones como Yale o Harvard–me sugirió.
–Con un ligero matiz y es que no podemos permitirnos esas universidades–dije, pensando que deliraba.
–Hija, eres una escritora brillante, estoy segura de que conseguirás una beca para cualquiera de ellas. De hecho el instituto en el que trabajaré otorga una beca anual para el mejor alumno del curso. No lo digo por presionarte, pero la oportunidad estará ahí y sé que lucharás por ella. Y en el caso de que no lo consigas, siempre tendremos la Universidad de Oregón a mano, que también cuenta con una excelente reputación–me dijo, ilusionada.
Sólo había un problema y era que yo ya no escribía, pero eso ella no lo sabía. Me evadía cada tarde, encerrándome en mi habitación con la excusa de escribir sólo para estar sola. Ella aún creía que tendría un futuro prometedor como escritora, pero yo ya no confiaba demasiado en mí misma.
–No tienes que hacer esto sólo por mí, también tendrías que pensar en ti misma–dije, intentando disuadirla.
–Eres todo lo que tengo y lo haré todo por ti. Si tú eres feliz, yo también lo seré y te aseguro que juntas saldremos de esta, Rebecca. Se lo prometí a tu padre, le aseguré que te sobrepondrías y que serías feliz y haré todo lo que esté en mi mano para cumplir esa promesa–dijo con lágrimas en los ojos.
–Está bien–dije para zanjar la conversación.
No quería volver a ver llorar a mi madre, me hacía sentir aún peor conmigo misma por pensar sólo en mí. Tendría que consolarla y darle ánimos como ella hacía conmigo, pero no podía y eso me mataba, me hacía sentir terriblemente egoísta.
–Estoy muy cansada, recogeré la mesa y me iré a acostar–dije, levantándome de la silla.
–Tranquila, ya lo haré yo–se ofreció.
–Vale, me voy a mi habitación entonces–me despedí, dirigiéndome a la escalera.
–Rebecca, se me olvidaba comentarte que ha llamado el profesor Jones, el compañero de tu padre. Le recuerdas, ¿verdad?–me preguntó de pronto.
–Sí, le he visto alguna vez cuando he ido a visitar a papá a su despacho–admití.
–Me ha informado de que la próxima semana alguien ocupará el despacho de tu padre y que si lo deseamos, podemos pasar por allí antes y llevarnos sus objetos personales. ¿Podrías ir tú en mi lugar? Supongo que querrás quedarte con alguna de sus pertenencias, ¿no? Puedes elegir lo que más te guste y dejar lo que no consideres importante, la Universidad se deshará de lo que no nos llevemos. Yo iría también, pero, francamente, no me siento con fuerzas de pasar por eso–me dijo con los ojos aún humedecidos por las lágrimas.
–Tranquila, yo puedo hacerlo. Iré mañana mismo–dije, decidida–. ¡Que duermas bien, mamá!–.
–Tú también, pequeña–me dijo, acercándose y besándome la frente.
De pronto me sentí como si volviera a mi infancia, cuando cada noche mi madre me deseaba buenas noches con un beso en la frente y mi padre me subía a caballito las escaleras y se sentaba junto a mi cama para contarme una magnífica historia que él mismo se inventaba. Cada noche me contaba un relato increíble mezcla de realidad y fantasía y yo le escuchaba, cautivada por la historia, creyéndola a pies puntillas y deseando poder vivir cosas tan maravillosas algún día, cuando fuera lo suficientemente mayor para poder recorrer el mundo. Había heredado la increíble imaginación de mi padre, aunque yo no tenía ese don para las palabras que poseía él, en mi caso lo plasmaba escribiendo. Algunos de mis relatos habían sido reconocidos y premiados, pero no escribía buscando la celebridad, para mí escribir era una necesidad vital, me sentía feliz escribiendo y creando nuevas historias y personajes. Entendía por qué ahora no podía hacerlo, se debía a que no era feliz. Mi vida estaba en un impasse y no encontraba satisfacción en nada de lo que hacía. Abracé de pronto torpemente a mi madre, pero por primera vez desde hacía mucho tiempo buscando consuelo y ella me apretó con fuerza contra su pecho antes de que me escapara y subiera las escaleras de dos en dos, rumbo a mi habitación.
A la mañana siguiente me levanté temprano y salí con mi bicicleta en dirección al centro de la ciudad. Era uno de esos días típicos aquí, en los que el cielo tenía un color plomizo y no quedaba claro si abriría y luciría el sol o por el contrario caería una tromba de agua de un momento a otro. Estaba siendo un verano muy inestable meteorológicamente hablando en la zona, pero los británicos estábamos acostumbrados a esos cambios bruscos de tiempo y nos adaptábamos con facilidad a las inclemencias. A los turistas siempre les sorprendía comprobar que en cuanto el cielo abría, ya había gente con vestimentas veraniegas tumbada en la hierba en los parques o en las terrazas de las cafeterías para aprovechar cada rayo de sol, aunque instantes antes hubiera estado lloviendo a cántaros.
Pasé frente al Museo Ashmolean, uno de mis lugares favoritos en la ciudad, y continué pedaleando en dirección al centro. Me encantaba vivir en Oxford, era una ciudad universitaria llena de vida y diversidad. En la zona de los colegios universitarios siempre había ajetreo, incluso ahora, cuando aún no había empezado el curso académico, puesto que los cursos de verano que ofrecía la Universidad atraían a estudiantes de todo el mundo. Además era la ciudad ideal para moverse en bicicleta y muchos estudiantes la utilizábamos como medio de transporte habitual. No tenía ni idea de cómo sería vivir en Portland, pero dudaba que pudiera sentirme tan a gusto como me encontraba aquí.
El despacho de mi padre estaba en el New College, en el centro de la ciudad. Se trataba de un edificio precioso, como la mayoría de los colegios universitarios, y a pesar de su nombre era uno de los más antiguos de la ciudad, datando del siglo catorce. Pasé bajo el puente Hertford, conocido como puente de los suspiros por su parecido al famoso puente homónimo de Venecia y continué unos metros más hasta llegar a mi destino. Me dirigí a la entrada principal del edificio, donde encadené mi bici en la zona habilitada para su estacionamiento. Llevaba una mochila vacía a la espalda para guardar las cosas que me interesaran del despacho de mi padre y sin pensármelo demasiado me adentré en el edificio.
Había bastante barullo en el hall y decidí subir directamente a su despacho. Conocía el camino a la perfección, había pasado muchas tardes allí con él, haciendo mis deberes o estudiando para algún examen mientras él preparaba sus clases o alguna de sus conferencias. Cuando llegué a la puerta y vi la placa con su nombre, sentí que el pecho me oprimía. Profesor Dillen, Catedrático en Historia Antigua. Inspiré, puse la mano en el tirador y empujé, pero la puerta no cedió. Tendría que haber imaginado que estaría cerrada con llave. No me apetecía bajar a conserjería porque tendría que dar muchas explicaciones e identificarme de algún modo, de modo que opté por localizar al Profesor Jones, él me reconocería y me facilitaría el acceso al despacho.
Un grupo de jóvenes subía en ese momento por las escaleras y se detuvieron en el rellano a charlar. Me acerqué y me decidí a pedirles ayuda.
–Disculpad, ¿sabríais decirme dónde está el despacho del profesor Jones?– pregunté.
Detuvieron su animada conservación y se volvieron todos a mirarme a la vez con lo que me sentí bastante intimidada. Uno de los chicos me dedicó una sonrisa radiante y se adelantó, acercándose a mí.
–Por supuesto, sólo tienes que seguir hasta el fondo del pasillo y girar a la izquierda. Creo que vas a tener suerte y que le encontrarás allí, le he visto subir hace un cuarto de hora más o menos–me dijo mirándome intensamente.
–Gracias–dije y comencé a alejarme del grupo.
–Espera, por favor–me pidió el chico rubio que me había ayudado.
Me detuve y comprobé que él venía a mi encuentro. Se detuvo a mi lado, dando la espalda a sus amigos, que comenzaron a cuchichear y a reírse.
–¿Estudias aquí?– me preguntó.
Me observaba con esa mirada que te dedican los chicos cuando están interesados en ti. No había salido con nadie aún, pero eso no quería decir que no hubieran flirteado conmigo antes. Sabía que llamaba la atención de los chicos, a veces me dedicaban ese tipo de miradas cuando paseaba por la calle e incluso en el instituto. Podría decirse que yo era guapa: alta, pelo negro y largo, ojos verdes y piel pálida. Tenía una figura esbelta y definida porque hacía bastante deporte, pero no era una víctima de mi aspecto ni de la moda como otras chicas, más bien era un poco desastre en ese aspecto. No me maquillaba demasiado y en lo referente a la ropa, abusaba demasiado de los vaqueros y de las camisetas en cualquier época del año, con lo cual no comprendía muy bien por qué atraía a los chicos. Normalmente ellos se volvían locos con las chicas súper arregladas que llevaban minifaldas o vestiditos ligeros, algo comprensible por la explosión hormonal que les anulaba determinadas zonas del cerebro a estas edades y no por las chicas como yo, con aire antipático y poco preocupadas por su aspecto. De todos modos pronto perdían su interés en mí porque nunca les seguía el juego. No había conocido a ningún chico interesante hasta el momento y muy probablemente no lo haría nunca, porque mi concepto de un chico de verdad era muy particular. Había leído cientos de libros y había escrito muchas historias y mi ideal de chico perfecto era irreal, sabía que no había tipos así de carne y hueso y los niñatos que me cruzaba en el instituto, a los que sólo les preocupaba su aspecto, su nuevo móvil o el número de likes que obtenían en las redes, no hacían más que confirmármelo.
–No– respondí sin darle más explicaciones.
–¡Lástima!, aunque lo imaginaba, si estudiaras aquí te recordaría. Tienes unos ojos difíciles de olvidar–me dijo acercándose más.
Las típicas frases de admiración, uno o dos piropos,… me encontraba ante un clásico.
–Tengo que irme, no quiero que se me escape el profesor–me excusé.
–Podría esperarte e invitarte a un café. Realmente me gustaría conocerte–me dijo con intensidad.
Sus colegas montaron barullo detrás de nosotros y él se volvió y les dedicó una mirada de fastidio, pero sólo consiguió que ellos se partieran de risa.
–Disculpa a mis amigos. Son buenos tíos, pero necesitan madurar–me dijo muy seguro de sí mismo–. Bueno, ¿qué me dices?, ¿tomarías un café conmigo?–me ofreció de nuevo.
–Tardaré bastante–dije para desanimarle.
Él parecía decepcionado.
–De acuerdo, tenía que intentarlo. No te molestaré más, pero dime, ¿cómo te llamas?– me preguntó, torciendo un poco la boca.
¿Estaba jugándosela a un último disparo? Pensé en largarme sin más, pero sentía curiosidad por ver qué se guardaba en la manga.
–Kate–mentí.
–¡Kate! Un nombre precioso para una chica preciosa–dijo.
¿Eso era todo? ¡Bastante pobre, a mi parecer! Pero entonces él me pilló por sorpresa, cogiendo mi mano entre las suyas y acariciándola con un beso. Después se alejó, guiñándome un ojo. No lo había visto venir, casi siempre evitaba el contacto físico. Sentí cómo la sangre acudía a mis mejillas y le di la espalda a toda prisa, alejándome por el pasillo. De fondo escuché de nuevo a los chicos jaleando a su amigo y me apresuré a doblar la esquina para apartarme de su vista.
El despacho del profesor Jones era el primero a la izquierda, como me había indicado el chico rubio. Golpeé suavemente la gruesa puerta de madera con mis nudillos y esperé en silencio. En unos instantes la puerta se abrió y el profesor me miró, confuso, aunque pronto vi una expresión de reconocimiento en su rostro. Me dedicó una sonrisa y me tendió su mano, que estreché con fuerza.
–¡Profesor Jones, me alegro de verle! Vengo a recoger las cosas de mi padre–le anuncié.
–¡Señorita Dillen, me alegro de verla! Es increíble cómo ha cambiado desde la última vez que la vi, me ha costado reconocerla–me saludó en respuesta.
El profesor Jones rondaba los cincuenta y había sido compañero de mi padre desde que llegó al New College. Mis padres no tenían amigos íntimos en la ciudad, ni siquiera entre sus colegas. Hasta ahora no había pensado en lo extraño de la situación, pero desde que murió mi padre me hacía preguntas de este tipo. ¿Por qué mis padres no habían hecho amistades aquí? Tanto mi padre como mi madre habían mantenido en su trabajo relaciones estrictamente profesionales y había ocurrido lo mismo en el instituto o en el vecindario, donde sólo nos saludábamos con las demás familias sin entrar en más confianzas. Siempre había pensado que teníamos un carácter reservado y que por eso no entablábamos relaciones fácilmente. A mí me pasaba lo mismo, no tenía amigos íntimos en el instituto, sólo conocidos y creía que no llegaba a intimar con nadie porque no ofrecía mucho de mí misma cuando conocía a la gente y tampoco me interesaba demasiado por la vida de los demás, de modo que la gente tampoco intimaba conmigo. Suponía que el profesor Jones sólo había sido un colega de mi padre y no un amigo, aunque sabía que habían trabajado en varias ocasiones juntos.
–Iré a conserjería a por la llave del despacho de su padre. ¿Quiere esperarme en mi despacho?–preguntó con amabilidad.
–No se preocupe, le esperaré junto al despacho de mi padre–dije.
–De acuerdo, no tardaré–dijo, adelantándose.
Avancé lentamente por el pasillo y giré la esquina con cautela, temiendo que aún siguieran por allí los chicos de antes, pero afortunadamente el rellano de la escalera estaba vacío. Llegué hasta la puerta del despacho y me recosté contra la pared, esperando el retorno del profesor Jones. Volvió en pocos minutos con unas llaves en la mano y me abrió la puerta del despacho.
–¡Adelante!, tómese su tiempo–me indicó–. He avisado al conserje de su presencia y basta con que cuando haya terminado vuelva a cerrar el despacho con llave y se las entregue–.
–Muchas gracias, profesor–dije.
–De nada, hija. Por cierto, ¿qué tal va todo?, ¿cómo está su madre?–se interesó.
–Es duro, aún estamos haciéndonos a la idea–dije.
–Cierto, está muy reciente. ¡Mucho ánimo, les deseo lo mejor!–me dijo, tendiéndome su mano.
La estreché en un movimiento rápido y sujeté la puerta del despacho.
–Gracias de nuevo, profesor–me despedí.
Entré en el despacho y cerré la puerta tras de mí. Cerré los ojos e inspiré profundamente y aunque parecía increíble, aún después de casi tres meses, el despacho mantenía el olor que siempre había asociado a mi padre, una mezcla de limón y cedro. Suspiré y me dejé caer contra la puerta, sintiéndome un poco abatida ¡Revisar sus cosas iba a ser más duro de lo que había imaginado!