MONSIEUR RIVIÈRE
Aquí lo tenéis. Monsieur Rivière. Año de 1805. Era un funcionario de la administración pública. El pintor de nuevo es Ingres: pero en sus inicios, aún prudente y sobriamente didáctico. El retrato de la burguesía en su debut. Monsieur Bertin cuando todavía tenía que triunfar. Por eso la luz es más extensa, porque tiene que iluminarlo todo, y explicarlo bien. Ya aparece el reloj (y además un anillo valioso), certificando cierta riqueza segura. Pero el cuerpo está tenso, mostrando al animal que todavía tiene que sostener la lucha. Y la ropa (elegante y costosa) no es el arrogante marco de un rebosante bienestar, sino la diligente ejecución del imperativo de clase.
El rostro sonríe, seguro, escondiendo cualquier clase de pensamiento oculto: lo único que busca es inspirar confianza. La pose es clásica, reposada, aristocrática: los tres cuartos de rigor. El pelo, peinado: todavía no había aparecido Beethoven para abrirle las puertas al adiós al peine, y el corte remite, de una manera sutil, junto a esa mano escondida y al mobiliario, al modelo napoleónico: bien o mal, un precedente rutilante para las aspiraciones burguesas de dominio. Inmortalizado de esta manera, monsieur Rivière parece tener todos los papeles en regla para salir a la conquista del mundo. Pero a su alrededor no hay blasones heráldicos, ni símbolos áulicos: era su talón de Aquiles. Era un don nadie. Y de ahí, por tanto, la necesidad de exhibir sus armas. Él mismo, su mobiliario, su reloj, seguro; pero también algo más: su nobleza intelectual, su superioridad espiritual. Y así vemos aparecer, sobre el escritorio, a su lado, los certificados de su aristocracia de ánimo: algunos libros, Rousseau; una partitura, Mozart; y un cuadro, Rafael. Sólo treinta años después, monsieur Bertin podrá permitirse dejarlos en el cajón, tal vez hasta ignorarlos. Pero en 1805 no. Eran uno y lo mismo con el cuerpo del burgués, eran sus cuartos de nobleza, eran la aristocracia de su sangre.
Todo esto para ayudaros a entender que lo necesitaban. Esa determinada idea de alma y de espiritualidad fue, en un contexto histórico determinado, una necesidad. Nosotros la heredamos, y la pregunta que hoy tendríamos que hacernos es: ¿heredamos también esa necesidad? ¿O nos la hemos imaginado? No sé si vosotros tendréis una respuesta, y la verdad es que yo tampoco sé si la tengo. Pero algo sí sé: los bárbaros, ellos, sí la tienen.