GOOGLE 2
Los dos chicos americanos que, en contra del sentido común, estaban descargando en su garaje toda la red se llamaban Larry Page y Sergey Brin. Por entonces tenían veintitrés años. Formaban parte de la primera generación crecida entre ordenadores: gente que ya desde la escuela primaria vivía con una única mano, porque la otra la tenían agarrada al ratón. Además, procedían ambos de familias de profesores o investigadores informáticos. Además, estudiaban en Silicon Valley[41]. Además, tenían dos cerebros letales (quiero decir uno por cabeza, claro). Ahora nos sorprendemos por el hecho de que después, en cinco años, llegaran a ganar algo así como 20 millones de dólares: pero es importante entender que, al principio, no era dinero lo que buscaban.
Lo que tenían en la cabeza era un objetivo tan ingenuamente desaforado como simplemente filantrópico: hacer accesible toda la sabiduría del mundo: accesible a cualquiera, de una manera fácil, rápida y gratuita. Lo bonito es que lo lograron. Su criatura, Google, es de hecho lo más parecido a la invención de la imprenta que nos ha tocado vivir. Ellos son los únicos Gutenberg venidos después de Gutenberg. No cargo las tintas: es importante que os deis cuenta de que es cierto, profundamente cierto. Hoy, utilizando Google, se necesitan un puñado de segundos y una decena de clics[42] para que un ser humano con un ordenador acceda a cualquier ámbito del saber. ¿Sabéis cuántas veces los habitantes del planeta Tierra harán esa operación hoy, precisamente hoy? Mil millones de veces. Más o menos cien mil búsquedas por segundo. ¿Sabéis lo que eso significa? ¿No percibís el inmenso sentido de «todos libres», no oís los gritos apocalípticos de los sacerdotes que se ven destronados y repentinamente inútiles?
Lo sé, la objeción es: lo que está en la red[43], por muy grande que sea la red, no es el saber. O, por lo menos, no es todo el saber. Por mucho que esto derive, con frecuencia, de una determinada incapacidad para utilizar Google, se trata de una objeción sensata: pero no os hagáis demasiadas ilusiones. ¿Pensáis que no ocurrió lo mismo con la imprenta y con Gutenberg? ¿Tenéis idea de las toneladas de cultura oral, irracional, esotérica, que ningún libro impreso ha podido contener en su interior? ¿Sabéis todo lo que se ha perdido porque no entraba en los libros? ¿O en todo lo que ha tenido que simplificarse e incluso degradarse para poder llegar a ser escritura, y texto, y libro? Pese a todo, no hemos llorado mucho por ello, y nos hemos acostumbrado a este principio: la imprenta, como la red, no es un inocente receptáculo que cobija el saber, sino una forma que modifica el saber a su propia imagen. Es un embudo por donde pasan los líquidos, y adiós muy, buenas, yo qué sé, a una pelota de tenis, a un melocotón, o a un sombrero. Nos guste o no, eso ya sucedió con Gutenberg, volverá a suceder con Page y Brin.
Digo esto para explicar que si hablamos aquí de Google no estamos hablando únicamente de una cosita curiosa o de una experiencia como otra, tipo el vino o el fútbol. Google no tiene diez años de vida siquiera y se encuentra ya en el corazón de nuestra civilización: si uno lo observa, no está visitando una aldea saqueada por los bárbaros: está en su campamento, en su capital, en el palacio imperial. ¿Me explico? Es en este lugar donde, si existe un secreto, uno puede hallarlo.
Por ello se vuelve algo importante comprender qué hizo, con exactitud, ese par, eso que nunca a nadie se le había pasado antes por la cabeza. La respuesta apropiada sería: muchas cosas. Pero existe una, en particular, que para este libro parece reveladora. Voy a intentar explicarla. Por extraño que pueda parecer, el verdadero problema, si alguien quiere inventar un buscador perfecto, no es tanto el hecho de tener que descargar una base de datos de trece mil millones de páginas web (son tantas, hoy en día). En el fondo, si amontonas miles de ordenadores en un hangar y eres de los que nacieron con Windows[44], con paciencia puedes conseguirlo. El verdadero problema es otro: una vez que has aislado en medio de ese océano los 3 millones y pico de páginas web donde aparece la palabra lasaña, ¿cómo te las arreglas para ponerlas en un orden, el que sea, que facilite la búsqueda? Está claro que si las vuelcas ahí al azar, todo tu trabajo es baldío: sería como dejar entrar a un pobrecito en una biblioteca en la que hay 3 millones de volúmenes (sobre lasaña) y luego decirle: ya te las apañarás. Si no resuelves ese problema, el saber sigue siendo inaccesible; y los motores de búsqueda, inútiles.
Cuando Brin y Page empezaron a buscar una solución, tenían muy clara la idea de que los demás, los que ya lo estaban intentando, estaban lejos de haberla encontrado. Por regla general, trabajaban partiendo de un principio muy lógico, mejor dicho, demasiado lógico, y, pensándolo bien ahora, típicamente prebárbaro y, por tanto, antiguo. En la práctica, confiaban en las repeticiones. Cuantas más veces apareciera en una página la palabra requerida, más subía a las primeras posiciones[45] esa página. Conceptualmente, se trataba de una solución que remite a una forma clásica de pensar: el saber se encuentra donde el estudio es más profundo y articulado. Si uno ha escrito un ensayo sobre la lasaña, es probable que el término lasaña aparezca muchas veces, y por tanto es ahí adonde es llevado el investigador. Naturalmente, aparte de ser obsoleto, el sistema hacía aguas por todas partes. Un estúpido ensayo sobre la lasaña, de ese modo, figuraba mucho antes que una simple pero útil receta. Además, ¿cómo podía uno defenderse de la página personal del señor Mario Lasaña? Era un infierno. En AltaVista (el mejor motor de búsqueda de esa época) reaccionaron con una operación que dice mucho sobre el carácter conservador de esas primeras soluciones: pensaron en poner a trabajar a algunos editors que estudiaran los 3 millones de páginas sobre la lasaña, y que luego las pusieran en orden de relevancia. Hasta un niño se habría dado cuenta de que aquello no podía funcionar. No obstante, lo intentaron y para nosotros esto constituye una piedra miliar: es el último intento desesperado de encomendar a la inteligencia y a la cultura un juicio sobre la relevancia de los lugares del saber. De ahí en adelante, todo iba a ser distinto. De ahí en adelante, estaban las tierras de los bárbaros.