MONSIEUR BERTIN
Aquí lo tenéis. Monsieur Bertin. Año de 1833. Hoy diríamos: era el boss de los medios de comunicación. Dueño del Journal des débats, voz de la burguesía de los negocios francesa. Hombre prestigioso, afamado, poderoso. La burguesía del siglo XIX en la época de su triunfo. Sé que, a primera vista, os vais a fijar sobre todo en esas manos que parecen garras, y en la mole satisfecha, la mirada aparentemente cínica, sigilosamente malvada. Pero las cosas no son exactamente así. Ingres[53] (el formidable autor del cuadro) estudió largo tiempo en qué pose iba a retratarlo, y a punto estaba de rendirse cuando un día lo vio, mientras participaba, sentado en una butaca, en una discusión. Aquí lo tenemos, pensó. Y, en efecto, si ahora observáis de nuevo el retrato y lo colocáis en esa discusión, ya veréis como lo entendéis mejor. La mirada es la de alguien que escucha atentamente y, al mismo tiempo, ya tiene en mente lo que va a objetar, y está a punto de hacerlo, casi en los tacos de salida para saltar con la velocidad de su inteligencia, las manos algo nerviosas, esperando el instante para volver a ponerse en movimiento otra vez, la espalda alejada del respaldo, lista para lanzar el cuerpo hasta el corazón de la disputa dialéctica. Parecía un ricachón sin resuello, cuando, por el contrario, se trataba de un luchador, destinado a triunfar. ¿Y la luz? Tres manchas claras, la cabeza y las dos manos: el pensamiento y la acción: ¿se puede ser más sintético aún? La ropa elegante y el reloj de oro certifican una riqueza que la mole del cuerpo confirma, desbordándose con arrogante falta de elegancia por la barriga y los pantalones. Ricos sin vergüenza de serlo. ¿Y el rostro, que si pintáis una línea vertical desde la frente hasta la barbilla, os mira por la derecha hoscamente, y por la izquierda os sonríe, el labio levantado, el ceño fruncido? Y, para finalizar el pelo, despeinado, como de quien no tiene tiempo para semejantes melindres de aristócrata, seguro de sí mismo y de su propio desorden: cabe preguntarse si habría sido igual si la melena leonina de Beethoven no hubiera abierto las puertas para siempre al desaliño arrogante de quien se había liberado de las pelucas (y aquí tiene su momento de importancia el frac verde, ¿os acordáis de él? También era importante el look, oh, qué importante era).
Aquí lo tenéis. El hombre burgués que perfeccionara las ideas de alma y de espiritualidad romántica, ésas que nosotros todavía hoy en día defendemos. No las exhibe abiertamente porque ya no lo necesita: ya ha triunfado, y puede dejarse retratar sin armas. Pero sólo veinte años atrás lo habríais visto mucho más preocupado por sus medios, y con ganas de explicarse, y temeroso de renunciar al peine. ¿Queréis verlo? Mañana, de nuevo en esta página, de nuevo retratado por la mano del formidable Ingres.