LIBROS 2

¿Cuál es la idea de calidad que han impuesto los bárbaros de la última oleada, los que han venido a invadir las aldeas del libro en estos últimos diez años, haciendo saltar por los aires la facturación? ¿Qué demonios quieren leer? ¿Qué es, para ellos, un libro? ¿Y qué nexo existe entre lo que ellos tienen en la cabeza y lo que nosotros identificamos aún como industria editorial de calidad? Las preguntas a las que habíamos llegado eran éstas. ¿Hay respuesta para ellas?

Voy a intentarlo. Creo que lo primero que puedo decir es que los bárbaros no han barrido la civilización del libro que encontraron: si alguien teme un genocidio más o menos consciente de esa tradición, es probable que identifique un riesgo posible, pero no una realidad ya en curso. Me he limitado a preguntar por ahí qué pasa con esa literatura, por ejemplo, que nosotros los viejos seguimos considerando de «calidad». El dictamen de los técnicos, incluso de los más escépticos respecto a la orientación que está tomando el mercado de los libros, es que esa literatura se ha beneficiado de la ampliación del mercado: vende un poco más, a veces mucho más, en la práctica nunca mucho menos. Ni las grandes superficies, ni el cinismo de las editoriales y de las distribuidoras han conseguido minarla. No me extiendo, porque éste no es un libro sobre los libros, pero las cosas son así. Hoy en día, un escritor de calidad como Tabucchi vende más de lo que lo podría hacer, objetivamente, un Fenoglio en su época. Lo que nos lleva a pensar lo contrario es la perspectiva, el juego de las proporciones: mientras que el Tabucchi de este contexto ha aumentado de manera discreta sus ventas, todos los demás libros, los que a nosotros los viejos no nos parecen de calidad, han ampliado su campo de influencia enormemente. Así que el mercado de los libros acaba pareciéndonos un enorme huevo al paletto[30], en el que la yema, más grande que en el pasado, es la industria editorial de calidad, y la clara, extendida en enormes proporciones, es todo lo demás. En este sentido, si queremos comprender a los bárbaros, lo que deberíamos hacer es comprender la clara: es el campo en el que se han asentado, sin molestar en exceso a la yema. ¿Nos apetece intentar comprender de qué está hecha?

Yo tengo mi propia idea. La clara está hecha de libros que no son libros. La mayoría de quienes compran libros actualmente no son lectores. Dicho así, parece la habitual letanía del reaccionario que, moviendo la cabeza, reconviene (en la práctica, se trata de la traducción del eslogan: «la gente ya no lee»). Pero os ruego que miréis el asunto con inteligencia: ahí dentro se encuentra escondida una de las jugadas que construyen la genialidad de los bárbaros, su peregrina idea de calidad. Voy a intentar explicarlo partiendo del indicio más evidente y vulgar: si observáis una clasificación de las ventas, encontraréis un número increíble de libros que no existirían si no surgieran, digamos, de un lugar externo al mundo de los libros: son libros de los que se ha hecho una película, novelas escritas por personajes televisivos, relatos escritos por gente más o menos famosa; cuentan historias que ya han sido contadas en otra parte, o explican hechos que ya sucedieron en otro momento o de otra manera. Naturalmente, esto molesta y provoca esa difundida sensación imperante de basura: pero también es cierto que allí, en su forma más vulgar, chisporrotea un principio que, por el contrario, no es vulgar: la idea de que el valor del libro reside en ofrecerse como un abono para una experiencia más amplia: como segmento de una secuencia que empezó en otro lugar y que, a lo mejor, terminará en otra parte. La hipótesis que podemos aprehender es ésta: los bárbaros utilizan el libro para completar secuencias de sentido que se han generado en otra parte. Lo que rechazan, lo que no les interesa, es el libro que remite, por completo, a la gramática, a la historia, al gusto de la civilización del libro: todo esto lo consideran algo pobre de sentido. No puede insertarse en ninguna secuencia transversal, y por tanto debe de parecerles terriblemente apagado. O por lo menos, no es ése el juego que saben hacer.

Para comprenderlo bien tenéis que pensar, no sé, pongamos, en Faulkner. Para sumergirse con Faulkner en uno de sus libros, ¿qué se necesita? Haber leído otros muchos libros. En cierto sentido, uno necesita ser dueño de toda la historia literaria: necesita ser dueño de la lengua literaria, estar habituado al tiempo anómalo de la lectura, ser partidario de un determinado gusto y de una determinada idea de belleza que en su momento fueron construidos en el seno de la tradición literaria. ¿Hay algo ajeno a la civilización de los libros que necesite uno para hacer ese viaje? Casi nada. Si no existieran nada más que los libros, los libros de Faulkner en el fondo serían del todo comprensibles. Ahí, el bárbaro se detiene. ¿Qué sentido tiene, debe de preguntarse, hacer un esfuerzo sobrehumano para aprender una lengua menor, cuando existe todo el mundo por descubrir, y es un mundo que habla una lengua que yo conozco?

¿Queréis una pequeña reglita que sintetice todo esto? Aquí la tenéis: los bárbaros tienden a leer únicamente los libros cuyas instrucciones de uso se hallan en lugares que NO son libros.

Si todo se redujera a leer los libros de los cantautores en lugar de a Flaubert, o las novelas de ese escritor que te ha parecido simpático o sexy en la televisión, la cosa sonaría más bien deprimente. Pero, repito, ése es el aspecto más vulgar, más simple del fenómeno. Porque también tiene manifestaciones exquisitas. Para mí sigue siendo formidable, por ejemplo, el caso de los libros vendidos junto con los periódicos. Es un fenómeno que con seguridad no os habrá pasado desapercibido. Sin embargo, tal vez no tenéis idea de las dimensiones del asunto. Aquí las tenéis: desde que a alguien se le ocurrió la idea de vender libros selectos, a bajo precio, junto con los periódicos, los italianos han comprado, sólo en los dos primeros años, más de ochenta millones de ejemplares. Creedme, son cifras sin sentido. ¿Y sabéis algo curioso? En opinión de los expertos, una inundación de pasión literaria de ese calibre no ha desplazado ni un milímetro las ventas tradicionales. Podría pensarse que esos mismos libros no volverían a venderse durante mucho tiempo: no ha sucedido así. Podría pensarse que se venderían más: no ha sucedido así. Fantástico, ¿no? ¿Hay alguien que entienda algo?

Explicaciones pueden darse muchas. Pero, para lo que a nosotros nos interesa en este libro, el hecho revelador es uno: esa forma de vender libros daba la impresión de que dichos libros eran un segmento de una secuencia más amplia, que la gente utilizaba con normalidad, con gran confianza y satisfacción: eran una prolongación del mundo de la Repubblica o del Corriere della Sera o de la Gazzetta dello Sport. La promesa implícita era que leer a Flaubert sería un gesto que podía ubicarse perfectamente tras recibir noticias, tener tales gustos culturales, compartir una determinada pasión política o tener un mismo hobby. La promesa, aún más implícita, era que, de alguna manera, quien lea ese periódico tenía las instrucciones de uso para poder hacer funcionar esos extraños objetos-libro. En realidad, no era así porque Faulkner sigue siendo Faulkner, aun cuando lo ponga en vuestras manos, con gesto displicente, Eugenio Scalfari; por ello es probable que quienes los compraron no los hayan leído después, pero fue suficiente que alguien abriera la posibilidad conceptual de que Faulkner podría ser ubicado en una secuencia junto con otras narraciones, para hacer que los bárbaros (o el rasgo bárbaro que hay en nosotros, incluso en los conservadores más empedernidos) respondieran con un entusiasmo instintivo. Resultado: han comprado a Flaubert personas que nunca lo habrían comprado; y lo han comprado de nuevo personas que ya poseían dos ejemplares de él. Hijos todos de una misma ilusión, que, de repente, la autorreferencialidad de la literatura a sí misma como por encanto se habría hecho pedazos. Y, por otra parte, desde un punto de vista simbólico era muy fuerte el hecho de que se pudiesen comprar libros de una manera tan simple. «Deme también éste, venga». Pocos euros. Y marcharnos de ahí con Faulkner dentro del periódico. Era rápido. No subestiméis esto: era rápido: era un gesto que podía ubicarse en una rápida secuencia de otros gestos. No se trataba de ir a la librería, aparcar, charlar un rato con el librero y después elegir, volver a coger el coche y al final poder dedicarse a otra cosa. Era rápido. Y, a pesar de eso, en la mano uno llevaría a Faulkner, no a Dan Brown. ¿Intuís la letal ilusión?

Sintetizo: si uno va a mirar la clara del huevo, se encuentra con muchas actitudes simplistas, pero también ve asomar una idea, extraña y en modo alguno estúpida: el libro como nudo por donde pasan secuencias originadas en otras partes y destinadas a otras partes. Una especie de transmisor nervioso que hace transitar sentido desde zonas limítrofes, colaborando en la construcción de secuencias, de experiencias transversales. Esta idea está tan alejada de ser una estupidez que ha empezado incluso a modificar la yema del huevo, a contagiarlo. Es algo difícil de explicar, pero voy a intentar hacerlo.