LIBROS 3
Más o menos lo que yo quería decir es esto: los bárbaros no destruyen la ciudadela de la calidad literaria (la yema del huevo, la hemos llamado), pero es indudable que la han contagiado. Algo de su concepción del libro ha llegado hasta ahí. Me ayudó a comprenderlo el hecho de haber dado, hace tiempo y por azar, con una página de Goffredo Parise[31]. Mirad lo que dice. Es un artículo sobre Guido Piovene[32]. Y empieza así:
«(Piovene) es el tercer gran amigo de la last generation. El primero fue Giovanni Comisso; después, Gadda. He dicho “last generation” porque, en realidad, la generación literaria a la que pertenece Guido Piovene, junto con Comisso y Gadda, y a la que hoy pertenecen Montale y Moravia, es realmente la última. La nuestra, la mía, la de Pasolini y la de Calvino, es algo híbrido, después de la última: porque con ese veneno (la literatura, la poesía) fuimos alimentados en nuestra juventud creyendo en su larga y fascinante vida».
Era algo interesante. Parecía desplazar los términos de la cuestión hacia muy atrás: ¡Parise escribía cosas de este tipo en 1974! ¿Y de qué iba esa historia en la que ya Calvino y Pasolini eran post? Esto es lo que decía un poco más adelante:
«(La llamo) última generación porque tuvo tiempo de disfrutar de esa belleza estilística, y de ver y vivir los frutos creativos y destructivos de ese ánimo, vida, guerras y arte, que pertenecen hoy a la programación de los mercados industrial y político».
Aquí tenemos a alguien que me dice que todo empezó hace treinta años, cuando aún no existían ni las macrotiendas ni tampoco los libros de los cómicos. En un momento dado, dice, algo se rompió. Me habría gustado que me dijera qué fue exactamente. Pero el artículo luego se iba por las ramas, no sin antes haber dejado, casi de paso, una frasecita que se me grabó en la memoria:
«Piovene, como Montale y Moravia, al contrario que nosotros, había vivido cierto número de años en los que la palabra escrita fue expresión mucho antes que comunicación».
Expresión mucho antes que comunicación. Ésta es la clave. La fractura. El principio del fin. Son palabras vagas (expresión, comunicación), pero yo encontré ahí el sabor de una valiosa intuición. Probablemente la entendí mal, pero para mí señalaba muy bien la dirección de un movimiento. No lo explicaba, pero identificaba muy bien su rumbo: un rumbo horizontal en vez de vertical. De repente, la palabra escrita desplazaba su centro de gravedad desde la voz que la pronunciaba hasta el oído que la escuchaba. Por decirlo de algún modo, volvía a salir a la superficie, e iba en busca del tránsito del mundo: a costa de perder, al despedirse de sus raíces, todo su valor.
Como intuyó Parise, no se trataba de una mera variación en el estatuto de un arte: era el final del mismo. Last generation. Lo que vino después es ya contagio bárbaro, si bien muy prudente, gradual, reformista. Lo percibimos como un apocalipsis, porque mina de hecho los fundamentos de la civilización de la palabra escrita, y no le deja perspectivas de supervivencia. Pero en realidad, sin llamar demasiado la atención, no destruye únicamente, sino que va en busca de otra idea de civilización y de calidad literaria. Es una idea que hemos visto manifestarse en la basura que llena las clasificaciones de ventas, pero que aquí la vemos en acción en un contexto más elevado, incluso en la yema del huevo. Nos llega de la frasecita de Parise, pero va bastante más allá. Dicho esto, privilegiar la comunicación no quiere decir escribir cosas banales de la manera más simple para hacerse entender, significa convertirse en teselas de experiencias más amplias, que no nacen, ni mueren, en la lectura. Para los bárbaros, la calidad de un libro reside en la cantidad de energía que ese libro es capaz de recibir desde las otras narraciones y de verter después en otras narraciones. Si por un libro pasan cantidades de mundo, ése es un libro que hay que leer: sin embargo, aunque todo el mundo estuviera ahí dentro pero inmóvil, carente de comunicación con el exterior, sería un libro inútil. Sé que produce cierta impresión, pero os pido que asumáis que éste es, para bien o para mal, su principio. Y que entendáis las consecuencias.
Quiero decirlo sin medias tintas: ningún libro puede llegar a ser algo como lo descrito si no adopta la lengua del mundo. Si no se alinea con la lógica, con las convenciones, con los principios de la lengua más fuerte producida por el mundo. Si no es un libro cuyas instrucciones de uso se hallan en lugares que NO son únicamente libros. No resulta fácil decir de qué lugares se trata, pero la lengua del mundo, hoy en día, sin duda alguna se gesta en la televisión, en el cine, en la publicidad, en la música ligera, tal vez en el periodismo. Es una especie de lengua del Imperio, una especie de latín hablado en todo Occidente. Está formada por un léxico, por una determinada idea de ritmo, por una colección de secuencias emotivas, por algunos tabúes, por una idea concreta de velocidad, por una geografía de caracteres. Los bárbaros van hacia los libros, y van de buena gana, pero para ellos tienen valor únicamente los escritos en esa lengua, porque de esta forma no son libros, sino segmentos de una secuencia más amplia, escrita con los caracteres del Imperio, que a lo mejor se ha generado en el cine, ha pasado por una cancioncita, ha desembarcado en televisión y se ha difundido en Internet. El libro, en sí mismo, no es un valor: el valor es la secuencia.
En un nivel mínimo, como hemos visto, todo esto crea un lector que para prolongar Porta a Porta compra los libros de Vespa[33], o para hacer que Narnia continúe, compra la novela en la que se basaron. Pero en un nivel un poco más refinado crea, por ejemplo, los lectores de los libros de género por encima de los demás, los de intriga, porque los géneros encuentran su fundamento a menudo fuera de la tradición literaria; uno puede incluso no haber leído nunca un libro, pero las reglas de la novela negra las conoce. Están escritos con la lengua del mundo. Están escritos en latín. Para ser más exactos, su ADN está escrito en un código universal, en latín, luego sus rasgos somáticos incluso podrán ser hasta particulares y peregrinos, es más, esto constituye una razón de interés. Una vez asegurada la puerta de entrada de una lengua universal, el bárbaro puede avanzar incluso mucho más lejos en el terreno de la variante o de la exquisitez. Pensad en Camilleri: ¿os parece la suya una lengua globalizada, estándar, mundial? Seguro que no. Y, no obstante, muchos bárbaros no tienen dificultades para apreciarla, porque, en su origen, los de Camilleri son libros escritos en latín, lo son hasta tal punto que cuando el bárbaro, según su instinto característico, los sitúa en una secuencia más amplia y transversal, traduciéndolos a un lenguaje televisivo, esos libros no oponen resistencia, al contrario, están muy bien traducidos. Sin embargo, la lengua de Camilleri es fantástica, exquisita, literaria; si me lo permitís, incluso algo difícil, pero ésa no es la cuestión. A Camilleri es más difícil traducirlo al francés que traducirlo a un lenguaje televisivo, ésta es la cuestión. En libros como los suyos, pienso yo, se encuentran el producto de la vieja y noble civilización literaria y la convulsión de la ideología de los bárbaros: son animales mutantes, y en esto describen bien el contagio a cuyo encuentro ha salido la yema del huevo.
Suele ser una tontería darles una fecha concreta a las revoluciones, pero si pienso en el pequeño huertecillo de la literatura italiana, creo que el primer libro de calidad que intuyó este cambio de rumbo, y que se puso a su cabeza, fue El nombre de la rosa de Umberto Eco (1980, best-seller mundial). Probablemente fue entonces cuando la literatura italiana, en su significado antiguo de civilización de la palabra escrita y de la expresión, llegó a su fin. Y algo distinto, algo bárbaro, nació. No es por casualidad que quien escribió ese libro fuera alguien procedente de zonas limítrofes, no un escritor puro. Ese libro era, en sí mismo, una secuencia, un traslado de una provincia a otra. No surgía del talento de un animal-escritor, sino de la inteligencia de un teórico que, mira por dónde, había estudiado antes que los demás y mejor que los demás, las vías de comunicación transversales del mundo. Para mí es el primer libro bien escrito del que se puede decir con serenidad sus instrucciones de uso aparecen de forma íntegra en lugares que no son libros. Puede parecer paradójico, porque resulta que hablaba de Aristóteles, de teología, de historia, pero lo cierto es que es así si lo pensáis bien, incluso podríais no haber leído ni un libro con anterioridad. Es seguro que El nombre de la rosa os va a gustar. Está escrito en una lengua que habéis aprendido en otra parte. Después de ese libro, ya no ha habido yema de huevo alguna a salvo de esa enfermedad.
Voilà. Ha sido un poco larga, pero la visita a la aldea saqueada de los libros ha terminado. ¿Qué me gustaría que aprendierais de este viajecito? Dos cosas. La primera: los grandes mercaderes no crean necesidades, las satisfacen. Si se dan nuevas necesidades, éstas nacen del hecho de que nueva es la gente que ha tenido acceso al reservado campo del deseo. La segunda: en esa aldea, los bárbaros sacrifican incluso el barrio más alto, noble y hermoso, en favor de una dinamización del sentido, vacían el tabernáculo con tal de que corra el aire. Tienen una buena razón para hacerlo: es el aire que ellos respiran.
Primero el vino, luego el fútbol, al final los libros. Si queríamos comprender de qué forma luchan los bárbaros, ahora ya tenemos algunas herramientas para hacerlo. Termina la primera parte de este libro (Saqueos), y empieza la segunda, la que va dirigida a su objetivo: hacer el retrato del mutante y la fotografía del bárbaro. Título: Respirar con las branquias de Google. Pronto lo entenderéis.