LIBROS 1

Me produce cierta impresión, porque con esta idea de ir a ver las aldeas saqueadas por los bárbaros para entender cómo luchan y vencen los bárbaros, he llegado hasta aquí, y aquí es la aldea de los libros. Y esta aldea es la mía. Vamos a ver si soy capaz de hablar de ella olvidándome de que es aquí donde crecí.

La idea de que el mundo de los libros actualmente se encuentra asediado por los bárbaros está tan difundida hoy en día que se ha vuelto casi un tópico. En su versión más extendida, yo diría que se apoya sobre dos pilares: 1) la gente ya no lee; 2) quien hace libros sólo piensa en el beneficio y lo obtiene. Expresado así, suena paradójico: está claro que si fuera verdadero el primero, no existiría el segundo. Por tanto, hay algo aquí que requiere ser comprendido. Para la economía de este libro el tema resulta útil porque nos obliga a mirar por dentro la genérica palabra «comercialización»: si, como hemos visto, un aumento de las ventas y un claro predominio de la lógica mercantil son típicas de las invasiones bárbaras, ésta es una buena ocasión para comprender mejor en qué consiste realmente, esa sospechosa vocación por los beneficios. Y cuáles pueden ser sus consecuencias.

Partamos de un dato cierto: es un hecho que, desde hace unas décadas, la industria editorial de Occidente aumenta de manera constante y significativa su volumen de negocio. No me gustan los números, pero, para entendernos: en los Estados Unidos, el número de libros producidos ha aumentado, sólo en los últimos diez años, un 60%. En Italia, la facturación de la industria editorial, en los últimos veinte años, se ha cuadriplicado (hay que tener en cuenta que el cambio al euro ha hecho aumentar mucho los ingresos, pero el dato sigue siendo bastante impresionante). Fin de los números, y sintetizo: esa gente vende que es una maravilla.

Resultados como ésos no se obtienen por azar. Son el efecto de una mutación genética. Los que se muestran contrarios lo han descrito así: donde antes había empresas casi familiares en las que la pasión se conjugaba con beneficios modestos, hay ahora enormes grupos editoriales que como objetivo se proponen unos beneficios más propios de la industria de la alimentación (¿pongamos sobre el 15%?); donde antes había la librería en la que el dependiente sabía y leía, hay ahora macrotiendas de varios pisos donde uno también encuentra CD, películas y ordenadores, donde antes estaba el editor que trabajaba en busca de belleza y de talento, hay ahora un hombre-marketing que mira con un ojo al autor y con dos al mercado; donde antes había una distribución que funcionaba como una cinta transportadora casi neutral, hay ahora un paso angosto por donde sólo pasan los productos más aptos para el mercado; donde antes había páginas de reseñas, hay ahora clasificaciones y entrevistas; donde antes había la sobria comunicación de un trabajo realizado, hay ahora una publicidad desbordante y agresiva. Sumadlo todo, y os haréis una idea de un sistema que, en todos y cada uno de sus aspectos, ha optado por privilegiar el lado comercial que cualquier otro.

Por lo que yo conozco, un cuadro como ése describe con bastante fidelidad el estado de las cosas. Hay muchas excepciones y cabría hacer muchas distinciones, pero en efecto la tendencia parece ser ésa. El aspecto que me interesa, no obstante, es éste: ¿qué clase de mundo ha sido generado por una mutación de ese tipo? ¿La equivalencia entre comercialización en auge y destrucción es real? ¿La idea de que se trata de un genocidio en el que estamos aniquilando una civilización valiosísima es una idea inteligente o falsamente inteligente? No se trata de que me importe en particular el destino de los libros, es que ahí se está disputando un interesante partido: ¿es verdad que el énfasis mercantil mata el rasgo más noble y elevado de los gestos a los que se aplica? ¿Están matando a Flaubert de la misma manera que han dejado en el banquillo a Baggio y eliminado de nuestras mesas el barbaresco? Y si es que sí, ¿por qué demonios lo están haciendo? ¿Por codicia pura y dura?

Me gustaría que intentarais plantearlo así: el énfasis comercial, antes de ser una causa, es un efecto: es la secreción casi automática de un gesto en un campo que se ha abierto de par en par y de manera repentina. Primero hay un hundimiento del terreno de juego; luego, la conquista de ese nuevo espacio: y el business es el motor de esa conquista. Voy a intentar explicarme mediante los libros. Como me ha recordado un amigo al que suelo deberle una parte de mis pensamientos, hasta mediados del siglo XVIII quienes leían libros eran, sobre todo, los que los escribían: o a lo mejor no los escribían pero habrían podido hacerlo, o eran hermanos de alguien que los escribía; en fin, que se encontraban en esa misma zona. Era una pequeña comunidad escrita, cuyos límites venían determinados por la posesión de la educación y por el hecho de verse libres del apremio de un trabajo que fuera rentable. Con el triunfo de la burguesía, se crearon las condiciones objetivas para que muchas más personas tuvieran capacidad, dinero y tiempo de leer: estaban ahí y estaban disponibles. Al gesto con el que se les dio alcance, inventando la idea (que debía de parecer absurda) de un público de lectores que no escribía libros, hoy lo denominamos novela. Fue un gesto genial, y lo fue, de forma simultánea, desde el punto de vista creativo y desde el punto de vista del marketing. La novela es el producto que convirtió en real un público que era únicamente potencial, y que existía únicamente bajo la piel del mundo. El hecho de que la novela haya producido dinero (y mucho) se nos aparece hoy en día casi como un corolario sin interés: nos parece más significativo ese gesto de civilización que reconocemos ahí: el hecho de que, en la novela, una determinada colectividad haya alcanzado una conciencia superior y formalizada de sí misma, y una refinada idea de belleza. Sin embargo, la distancia histórica no debe impedirnos la comprensión de las cosas reales: la novela decimonónica había sido pensada para cubrir el mercado disponible en su totalidad, apuntaba a todos los lectores posibles y, desde Melville hasta Dumas, los alcanzaba a todos de manera fehaciente. Si hoy nos parece un producto elitista es porque, por muy completamente abierto que estuviera, el terreno de juego de esa industria editorial permanecía circunscrito, cerrado por los muros del analfabetismo y de las diferencias sociales. Pero quisiera decirlo con claridad: la novela se quedó con todo el terreno disponible en una de las operaciones comerciales más grandiosas de nuestra historia reciente. Era poco, pero la novela se quedó con todo.

(Ahora, si pensáis en el sistema dieciochesco de los libros, en todos y cada uno de sus engranajes, no os resultará muy difícil imaginaros cómo la irrupción de la novela supuso, en esa época, una violenta sacudida total, imponiendo una nueva lógica. Seguro que aquella vieja familia ensanchada de cultos escritores-lectores miraría con desagrado un comercio y una producción que ponía los libros en las manos de señoras sin preparación y de aprendices que apenas sabían leer. Y de hecho la novela burguesa, en sus inicios, fue percibida como una amenaza y como un objeto esencialmente nocivo -los médicos no por nada la prohibía: seguro que fue percibida como una degradación del rasgo noble del gesto de escribir y leer. Seguro que fue atribuida a una ávida voluntad de éxitos y de ganancias. ¿No es éste un paisaje que os recuerda algo?).

Si nos desplazamos del mundo de los libros a otros limítrofes, me gustaría que intentarais pensar por lo menos un momento que históricamente nunca ha existido una fractura entre un producto de calidad, por un lado, y un producto comercial, por otro: todo lo que nosotros consideramos arte elevado, fuera del alcance de la corrupción mercantil, nació para satisfacer al conjunto de su público, siendo coherente con una lógica comercial que se vio escasamente refrenada por consideraciones artísticas. La ilusión óptica que genera en nosotros la sensación de un objeto sofisticado y elitista nace del hecho de que esos públicos han sido, por lo menos hasta mediados del siglo XX, muy restringidos, efectivamente elitistas: pero lo que los cerraba con respecto al resto del mundo no era tanto su propia elección selectiva de calidad como la realidad social que limitaba su radio de acción a las capas más fuertes de la población. Mozart componía para todo el público de entonces, pagando el precio de irse a buscar a los menos ricos a los teatros de Schikaneder[27]. Y Verdi era conocido por todos los que podían entrar en un teatro, o tener un instrumento en casa: escribía hasta para el más ignorante, rudo e insensible de ellos. Es obvio que en el seno de cualquier trayectoria artística siempre han existido productos más difíciles y productos más fáciles: pero se trata de una oscilación que nos dice poco cuando Rossini o Mark Twain son lo fácil. Eran sistemas que incluso cuando se dirigían al menos preparado de todos sus espectadores conservaban íntegra la nobleza del gesto. Y cuando se deslizaban hacia la chabacanería pura y simple (todo el arte que hemos ido olvidando después), engendraban horrores que, como queda demostrado, no afectaban lo más mínimo a la posibilidad de cultivar exuberantes plantaciones de productos dignísimos. Admitiendo que por codicia comercial de vez en cuando se le daba a la gente lo peor, era un sistema que no impidió el nacimiento de ningún Verdi.

Si intentáis plantearlo de esta forma todavía unos minutos, podemos regresar a los libros e intentar comprender. Fijaos en la Italia de los años cincuenta. Eran los años en que al Premio Strega se presentaba gente como Pavese, Calvino, Gadda, Tomasi di Lampedusa, Moravia, Pasolini (también se habría presentado Fenoglio, ¡pero tuvo que dejarle su sitio a Calvino! En la actualidad, ya no tienen esa clase de problemas). ¡Los editores se llamaban Garzanti, Einaudi, Bompiani, y eran apellidos de personas reales! Si tenemos que pensar en una civilización que haya sido arrasada hoy por los bárbaros, aquí la tenemos. En la calidad de los libros, en la estatura de los encargados del trabajo y hasta en las modalidades del trabajo y de la comercialización (la pequeña librería, los reseñadores insignes, las contracubiertas escritas por Calvino), esos años parecen representar para nosotros el paraíso perdido. Pero ¿qué Italia era aquélla? ¿Cómo era, exactamente, el campo en que jugaban?

No resulta fácil responder, pero voy a intentarlo. Era una Italia en la que dos tercios de la población tan sólo hablaba en dialecto. El 13% era analfabeta. Entre los que sabían leer y escribir, casi el 20% carecía de certificado escolar. Era una Italia que acababa de salir de una guerra perdida y era un país en el que había poco tiempo libre, y cuya pequeña burguesía emergente no tenía todavía la plusvalía de beneficios con la que pudiera financiar su propio deleite y una formación cultural propia. Era un país en el que La triología de los antepasados[28] de Calvino, en siete años, vendió 30 000 ejemplares. Digo esto para dibujar los límites del campo, independientemente de lo que quisieran hacer, en esa época los que vendían libros podían hacerlo en un mercado objetivamente pequeño. Hoy sabemos que ese ecosistema más bien angosto generó dedicaciones sublimes, autores geniales y ritos nobilísimos. Pero ¿hay algo que nos autorice a pensar que todo esto nació en virtud de cierto escrúpulo a comercializar ese mundo, privilegiando la calidad de las personas y de los gestos? Yo creo que no. Una vez más, me parece más bien que ellos se dirigían a todo el campo posible, con un corriente instinto comercial, y que lo que hoy reconocemos como calidad era exactamente la expresión de las necesidades de esa reducida comunidad a la que se dirigían: incluso un espejo de sus costumbres, de sus ritos cotidianos (el librero, la tercera página de los periódicos, las estanterías en el salón…). Todo el mercado existente lo abarcaban ellos y le daban a ese mercado precisamente todo lo que pedía, ya en los productos, ya en las maneras con que los ofrecían.

Si tendéis a atribuirles, de todos modos, cierto escrúpulo noble contrario a forzar el mercado y a derribar los límites conocidos con productos más fáciles, entonces tengo algo que deciros: en realidad, escrutaban cualquier mínimo ensanchamiento del horizonte, sabían que llegaría y estaban esperándolo. Debieron de intuir algo a finales de los años cincuenta, cuando un libro como El gatopardo (invisible para buena parte de los intelectuales de la época) llegó a vender 400 000 ejemplares en tres años. Era una señal. Decía que había un público que acababa de entrar en la sala, que todavía se veía obligado a elegir, y compraba poco, pero que muy pronto tendría tiempo y dinero para leer. No se limitaron a esperarlo. Salieron a buscarlo. Y ampliaron la sala. El nacimiento de los Oscar Mondadori y, por tanto, del mercado del libro económico, del libro de bolsillo, es de 1965. Fue un éxito inmediato: Adiós a las armas[29] vendió 210 000 ejemplares en una semana. Al final del primer año, los Oscar habían vendido más de ocho millones de ejemplares. Bum. La Italia pequeñita se había acabado, y el mundo de los libros se había convertido de repente en un campo muy abierto. ¿Pensáis que se quedaron ahí, en los bordes, reflexionando sobre la oportunidad de ir o no a conquistarlo? Se lanzaron y punto. Y la industria editorial se acostumbró a habitar en un campo tan abierto. A partir de ese momento, ya no volvió a detenerse: se ha dejado invadir por cada sucesiva oleada de público nuevo. Hasta ésta, letal, de los últimos veinte años.

Lo que quiero decir es que, pese a las apariencias, comparar una industria editorial de calidad del pasado con otra industria comercial del presente es una forma inexacta de plantear los términos de la cuestión. En realidad, parecería más plausible admitir que la industria editorial siempre ha ido hasta los límites posibles de la comercialización, con el instinto que tiene cualquier gesto de abarcar todo el terreno disponible. Lo que podemos retener es que, en una contingencia histórica determinada, y en un paisaje social determinado, una industria editorial forzada a las pequeñas dimensiones por bloques sociales concretos mostró una calidad (de productos, de modos) que era la expresión exacta de las necesidades de la microcomunidad a la que se dirigía. Pero no elegía la calidad en vez del mercado: encontraban la calidad en el mercado.

Todo esto invitaría a pensar que, en sí misma, la comercialización en auge, como efecto del instinto de apoderarse de todo el mercado posible, no es una causa suficiente para motivar la masacre de la calidad. Nunca lo ha sido. Por tanto, si seguimos percibiendo un aire de apocalipsis y de invasiones bárbaras, tenemos que preguntarnos más bien dónde se han generado realmente, prohibiéndonos esa fácil respuesta de que todo es por culpa de una pandilla de mercaderes. En el fondo, quizá la pregunta correcta que habría que plantearse sería ésta: ¿qué tipo de calidad ha sido generada por el mercado que hoy vemos en auge? ¿Cuál es la idea de calidad que han impuesto los bárbaros de la última oleada, los que han venido a invadir las aldeas del libro en estos últimos diez años? ¿Qué demonios quieren leer? ¿Qué es, para ellos, un libro? ¿Y qué nexo existe entre lo que ellos tienen en la cabeza y lo que nosotros identificamos aún como industria editorial de calidad? En la próxima entrega veremos si es posible acercarse a una respuesta.