VINO 1
Los bárbaros llegan de todas partes. Y esto es algo que nos confunde un poco, porque no podemos aprehender la unidad del asunto, una imagen coherente de la invasión en su globalidad. Uno se pone a discutir acerca de las grandes librerías, de los fast food, de los reality shows, de la política en televisión, de los chicos que no leen y de un montón de cosas de este tipo, pero lo que no conseguimos hacer es mirar desde arriba y captar la figura que las innumerables aldeas saqueadas dibujan sobre la superficie del mundo. Vemos los saqueos, pero no conseguimos ver la invasión. Ni, en consecuencia, comprenderla.
Creedme: desde arriba es desde donde tendríamos que mirar.
Desde arriba es desde donde, tal vez, pueda reconocerse la mutación genética, es decir, los movimientos profundos que más tarde, en la superficie, crean los desperfectos que conocemos. Voy a intentar hacerlo tratando de aislar algunos de los movimientos que me parece que son comunes a muchos de los actos bárbaros que observamos en estos tiempos. Movimientos que aluden a una lógica precisa, por difícil que sea descubrirla, Y a una estrategia clara, por inédita que sea. Me gustaría estudiar los saqueos no tanto para explicar cómo han ocurrido y qué se puede hacer para retirarse de pie, sino para llegar a leer dentro de ellos el modo de pensar de los bárbaros. Y me gustaría estudiar a los mutantes con branquias para ver, reflejada en ellos, el agua con la que sueñan y que están buscando.
Empecemos partiendo de una impresión, bastante difundida, que tal vez sea hasta superficial, pero legítima: existen hoy en día muchos gestos, pertenecientes a las costumbres más elevadas de la humanidad, que, lejos de agonizar, se multiplican con sorprendente vitalidad: el problema es que en este fértil regenerarse parecen ir perdiendo el rasgo más profundo que tenían, la riqueza a la que habían llegado en el pasado, tal vez incluso su más íntima razón de ser. Se diría que viven prescindiendo de su sentido: el que tenían, y bien definido, pero que parece haberse convertido en algo inútil. Una pérdida de sentido.
No tienen alma los mutantes. No la tienen los bárbaros. Es lo que se dice. Es lo que declara el sheriff de Cormac McCarthy, pensando en su killer. «¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma?».
¿Os apetece estudiar el asunto más de cerca? He elegido tres ámbitos específicos en los que este fenómeno parece haberse manifestado en los últimos años: el vino, el fútbol y los libros. Me doy cuenta de que, sobre todo en los dos primeros casos, no nos encontramos frente a gestos neurálgicos de nuestra civilización: pero es esto precisamente lo que me atrae: estudiar a los bárbaros en el saqueo de aldeas periféricas, no en su asalto a la capital. Es posible que ahí, donde la batalla es más simple, circunscrita, sea más fácil discernir la estrategia de la invasión, y los movimientos fundacionales de la mutación.
Comencemos, pues, con el vino. Ya sé que quien sabe de vinos (no quiero decir quien apesta a vino) va a encontrar aquí cosas que ya conoce y que, por el contrario, quien no bebe se preguntará por qué tendría que interesarse por algo que no le importa lo más mínimo. Pero, de todas formas, os pido que escuchéis.
Ésta es la historia. Durante años el vino ha sido un hábito de algunos países, de pocos: era una bebida con la que uno saciaba su sed y con la que se alimentaba. Tenía un uso extendidísimo y unas estadísticas de consumo impresionantes. Producían ríos de vinito de mesa y también, por pasión y por cultura, se dedicaban al arte verdadero y auténtico: era entonces cuando se hacían los grandes vinos. Lo hacían, casi exclusivamente, franceses e italianos. En el resto del mundo, hay que recordarlo, se bebían otras cosas: cerveza, bebidas de alta graduación e incluso cosas más raras. Del vino no sabían nada.
Esto es lo que sucedió después de la Segunda Guerra Mundial: los americanos que regresaron desde los campos de batalla franceses e italianos se llevaron para casa (aparte de un montón de cosas más) el placer y el recuerdo del vino. Era algo que les había impresionado. Nosotros empezamos a mascar chicle y ellos empezaron a tomar vino. Mejor dicho, les habría gustado beberlo. Pero ¿dónde iban a encontrarlo?
Dicho y hecho. A algún americano loco se le ocurrió intentar hacerlo. Y aquí empieza la parte interesante de la historia. Si queréis una fecha, un nombre y un lugar, aquí están: 1966, Oakville, California. El señor Mondavi decide hacer vino para los americanos. En su mundo, era un genio. Empezó con la idea de copiar los mejores vinos franceses. Pero tampoco se le escapaba la idea de que tenían que adaptarse al público americano: por esos pagos el artista y el encargado de marketing son una misma persona. Era un pionero, no tenía cuatro generaciones de artistas del vino a sus espaldas, y producía vino donde a nadie se le había pasado por la cabeza hacer otra cosa que no fueran melocotones y fresas. En resumen, no tenía tabúes. E hizo, con cierta maestría, lo que quería hacer.
Sabía que el público americano era (en lo referente a los vinos) profundamente ignorante. Eran aspirantes a lectores que no habían abierto nunca un libro. Sabía también que eran gente que comía a menudo de forma muy rudimentaria, y que no tendría la necesidad imperiosa de hallar el bouquet apropiado para combinarlo con un confit de canard[13]. Se los imaginó con su cheeseburger y una botella de barbaresco y se dio cuenta de que aquello no podía funcionar. Se dio cuenta de que si querían tener vino era para beberlo antes de las comidas, como un drink; y también se dio cuenta de que si la alternativa era una bebida de alta graduación, el vino no debería decepcionarlos; y que si la alternativa era una cerveza, el vino no debería amedrentarlos. Era un americano y por tanto sabía, con el mismo instinto con que otros habían hecho prosperar Hollywood, que ese vino tenía que ser simple y espectacular. Una emoción para cualquiera. Sabía todas estas cosas y, evidentemente, tenía cierto talento: quería ese vino, y lo hizo.
Le fue tan bien que esa idea suya de vino se convirtió en un modelo. No tiene nombre, de manera que, para entendernos, le voy a dar uno. Vino hollywoodiense. Éstas son algunas de sus características: color hermosísimo, graduación bastante subida (si uno viene de las bebidas de alta graduación, con un vino dulce no sabe qué hacer), sabor rotundo, muy simple, sin asperezas (sin molestos taninos, ni acidez difícil de domar); en el primer sorbo ya está todo: da una sensación de riqueza inmediata, de plenitud de sabor y de aroma; cuando te lo has bebido el retrogusto dura poco, los efectos se apagan; interfiere poco con la comida, y se puede apreciar por completo aunque uno estimule sus papilas gustativas sólo con algún estúpido snack de bar; está hecho en su mayor parte con uvas que se pueden cultivar en casi todas partes: chardonnay, merlot, cabernet sauvignon. Dado que es manipulado sin excesivos temores reverenciales, tiene una personalidad más bien constante, respecto a la cual las diferencias entre cosechas se vuelven casi irrelevantes. Voilà.
Con esta idea de vino, el señor Mondavi y sus seguidores obtuvieron un resultado sorprendente: los Estados Unidos hoy consumen más vino que Europa. En treinta años han quintuplicado su consumo de vino (es de esperar que se haya reducido el de whisky). Pero esto no es nada: el hecho es que el vino hollywoodiense no sólo es un fenómeno americano sino que, como Hollywood, se ha convertido en un fenómeno planetario: nunca se les habría pasado por la cabeza, pero ahora también beben vino, pongamos, en Camboya, Egipto, México, Yemen, y en lugares todavía más absurdos. ¿Qué vino beben? El hollywoodiense. Ni siquiera Francia e Italia, las dos patrias del vino, han salido indemnes: no sólo beben en grandes cantidades vino hollywoodiense, sino que se han puesto a producirlo. Se han adaptado, han corregido dos o tres cosas, y lo han logrado. Y lo han hecho muy bien, hay que decirlo. Ahora en las enotecas de una ciudad italiana es fácil encontrarse a un italiano que, antes de cenar, comiendo unas patatitas y unos canapés picantes, se bebe su vino hollywoodiense hecho en Sicilia. Y gracias si no se lo bebe directamente de la botella, viendo en la tele el último partido de béisbol.
¡Los bárbaros!
Si vais a ver a un viejo artesano del vino, uno de esos franceses o italianos que crecieron en familias en las que no ponían agua en la mesa, y que viven en la misma colina en la que desde hace tres generaciones su familia se va a dormir con el olor del mosto, y que conoce su tierra y sus uvas mejor que el contenido de sus calzoncillos; si vais a ver a un maestro en quien conviven una sabiduría secular y una intimidad absoluta con el gesto de hacer el vino; si vais a verle y le dais un vaso de vino hollywoodiense (quizá producido por él mismo) para que se lo beba y le preguntáis qué opina, ésta será su respuesta: bah. A veces dicen algo más, pero, en fin, es necesario interpretarlo un poco.
Yo lo interpreto así: no le interesa, se trata de algo divertido, pero sin ninguna importancia; admiran el ingenio, pero mueven la cabeza pensando en los que se lo van a beber, y que no saben lo que se están perdiendo. Después se van a otra parte para enjuagarse la boca con un barolo reserva. Es como si hicieras subir a Schumacher en un kart, como hacerle escuchar Let It Be a Glenn Gould, como preguntarle a De Gasperi[14] su opinión sobre la UDC, como preguntarle a Luciano Berio[15] qué le parece Philip Glass. A lo mejor no te lo dicen, pero lo piensan: qué simpáticos son estos bárbaros.
Podría pensarse que se trata de la habitual arrogancia de los viejos poderosos, un fútil síndrome de après moi le déluge[16]. Pero el vino es algo relativamente simple, no es la música o la literatura, de manera que podéis hacer la prueba, podéis beber y comprobarlo, si es que estáis algo familiarizados con ese gesto. Coged un barbaresco de alta gama y bebedlo: con facilidad notaréis una serie de sensaciones que si no son desagradables, por lo menos son pesadas. Con facilidad os apetecerá buscar el apoyo de algo para comer que atenúe esas sensaciones. En el siguiente trago todo habrá cambiado ya (habéis puesto de por medio, no sé, pongamos que un asado). Y simultáneamente el primer trago sigue trabajando y entonces os daréis cuenta de que saborear el vino es un asunto que no tiene tanto que ver con el primer trago, o con los instantes en que os lo bebéis, como con todo el tiempo de después, con la historia que el vino os cuenta después. Durante toda la cena hacéis un viaje entre sensaciones que cambian y que os implican, de algún modo, y que os recompensan, pero con mesura y con un extraño y sofisticado sadismo. Cuando os levantáis, os explican que se trataba de un barbaresco de determinada cosecha y de determinada bodega: es una de las muchas posibilidades. Y las otras posibilidades son otros mundos, otros descubrimientos, otros viajes. Es algo como para que uno se vea atrapado y se despierte, tiempo después, con veinte kilos de más y una insidiosa propensión a las vacaciones eno-gastronómicas.
Si luego volvéis al vino hollywoodiense, escogéis uno (a lo mejor exagero, pero son tan parecidos que podéis escoger casi al azar) y tranquilamente vais tomando un vaso, sentados delante de una agradable enoteca, entenderéis muchas cosas. Os gustará, os sentiréis felices por estar ahí y, si no sois bebedores exquisitos y cultos, incluso tendréis la sensación de que habéis encontrado el vino que habíais estado buscando desde siempre. Pero resulta indudable que se trata de otra cosa. De un kart, no sé si entendéis lo que quiero decir. Y esto os lo dice alguien que, en vez de disfrutar de unas vacaciones enogastronómicas, se traga unas vacaciones en un complejo turístico de las Canarias (bueno, exagero: no sería capaz de ello realmente…).
Vino sin alma. En su pequeña escala, el microcosmos del vino describe la llegada, a nivel planetario, de una praxis que, salvando las distancias, parece (he dicho parece) disipar el sentido, la profundidad, la complejidad, la riqueza original, la nobleza, incluso hasta la historia. Una mutación muy parecida a las que estábamos buscando. ¿No nos gustaría intentar estudiarla un poco más a fondo? Se aprenden muchas cosas, si uno tiene la paciencia de hacerlo.