6

El mundo de la comedia

Canute tenía razón en una cosa: las noticias viajaban muy de prisa por los intercomunicadores. Al volver a su casa desde la plaza del Disyuntor, apenas Derec traspuso el umbral de la puerta, Mandelbrot empezó a hablar.

—Máster Derec, ¿dónde estabas? Me han asaltado a peticiones de que te ayude en tu último proyecto. Temo que, a falta de información suficiente, me vi obligado a decirle a todo el mundo que se espere. Supongo que hice bien.

—Sí —asintió Derec, tendiéndose en el diván—. ¿Dónde está Ariel?

—Se fue a su habitación. Murmuró algo acerca de soñar con su Shakespeare.

—Supongo que diría meditar en Shakespeare.

—Si tú lo dices…

—No estás muy fuerte en idiomas humanos, ¿verdad, Mandelbrot?

—No estoy ni fuerte ni débil cuando converso con vosotros. Pero supongo que te refieres a que me resulta difícil a veces traducir los peculiares matices superficiales en términos prácticos. Por ejemplo, ¿cómo puede alguien meditar en una persona que es historia pasada? A este respecto, a veces tengo problemas de comunicación. Pero, respecto a ese proyecto tuyo…

—De acuerdo, te lo contaré. Aguarda… ¿Dónde está Wolruf?

—Con Ariel. Creo que Wolruf está realizando alguna tarea. Perdona si me equivoco en los términos, pero Wolruf es la entrenadora de Ariel.

—Chist… calla y escucha.

Derec oyó, muy débilmente, a través de la puerta cerrada, cómo Ariel recitaba un parlamento de Ofelia.

—«¡Oh, qué noble mente está aquí! El ojo, la lengua, la espada del cortesano, del soldado, del sabio; la expectación y el despertar del Estado justo, el cristal de la moda y el molde de la forma, el observador de todos los observadores está… está…».

—Destruido —le apuntó Wolruf en voz alta, en nada parecido al susurro de un apuntador teatral.

—¡Destruido, completamente destruido! —terminó Ariel entusiasmada.

—Bueno —comentó Derec—, creo que el segundo papel del reparto queda adjudicado.

—¿Reparto, máster Derec? —se extrañó Mandelbrot—. ¿Tienes que dar algo a otros?

—No, nada de eso —negó Derec, riendo ante la confusión del fiel robot.

—Ignoraba que fueses tan dadivoso —insistió Mandelbrot.

—Es otra cosa. Escucha, dime ahora qué le harías al robot que desmembró a Lucius.

La súbita imagen del robot tendido detrás de la puerta cerrada envió un trémolo de pérdida y pesar a las venas del joven. Y también de terror. Nunca había pensado que los robots pudieran morir. Siempre supuso que eran inmortales, más que la vida misma.

—Perdona, máster Derec, pero no haría nada por mi cuenta. Me limitaría a seguir tus instrucciones.

—¿Y si yo no estaba presente para dártelas? ¿Y si tuvieras que decidir por ti mismo?

—Primero solicitaría una explicación al robot, y me enteraría de las justificaciones de sus actos, si es que las tenía; especialmente en lo referente a su relación con las Tres Leyes.

—Pero no existe ninguna ley en contra de que un robot perjudique a otro robot.

—Naturalmente, y el robot en cuestión tal vez haya actuado obedeciendo a su amo. Aunque sospecho que no es éste el caso, ahora.

—Bueno, sí…

—Después de obtener las explicaciones, adoptaría el curso más seguro, encerraría al robot hasta poder realizar las reparaciones más convenientes, o hasta recibir instrucciones de procedencia humana.

—Lo cual tomaría mucho tiempo, particularmente aquí, en Robot City.

—Pero no haría mal alguno. Tras la reactivación, si fuera esto lo que se decidiese, el robot se comportaría como si se le hubiese desconectado para una limpieza el día anterior.

—Huuummmm… Pero ¿y si había algo que necesitases del robot?

—Dependería de lo que necesitase, y hasta qué punto lo necesitase.

—Me alegro de que opines así… aunque ya sé que no puedes opinar; pero saber que tus circuitos de lógica concuerdan en cierto modo conmigo… creo que hace que me sienta mejor.

Acto seguido, le explicó a Mandelbrot su teoría, según la cual un robot creativo, con inclinación científica, tal vez fuese capaz de trazar un diagnóstico que ayudase a curar la enfermedad de Ariel.

—¿Cómo sabes que Canute posee talentos científicos?

—No lo sé. Pero podría utilizar su mente para conseguir saber más respecto a lo que sucede a los robots en este lugar. Y necesito hacerlo, lograr que Canute admita su error sin que se trastorne en el proceso. Éste es uno de los motivos por los que voy a presentar esta obra.

—¿Qué obra?

Hamlet, de William Shakespeare. Calla y escucha.

La voz de Ariel surgía a través de la puerta, amortiguada pero bastante clara, al repetir y continuar el discurso que había ensayado antes, esta vez más alto, con cadencias más confiadas.

—«Y yo, entre las damas la más abyecta y más desazonada, que succionó la miel de sus juramentos musicales, ahora veo que la razón más noble y soberana, como el tañer de dulces campanas, están fuera de tono, suenan con dureza».

—Hermoso, ¿eh? —ponderó Derec.

—¿Las palabras, o cómo las pronuncia Ariel?

—¿Has hablado con Harry?

—Máster Derec, no entiendo tu implicación.

—No importa. Bien, usaré esta tragedia como una varita mágica, a fin de atraer a todos los robots con tendencias creadoras al mismo sitio, para trabajar en un proyecto de grupo y ver cómo se desarrolla. No sé qué ocurre aquí, en la ciudad, pero, sea lo que sea, lo pondré debidamente en claro.

Alguien llamó a la puerta.

—Abre, ¿quieres? —se volvió hacia el aposento de Ariel—. ¡Ariel! ¡Te habla tu director escénico! Sal de ahí, ¿quieres?

—¿Oh…? ¿El director? —repitió Ariel, saliendo rápidamente, seguida por Wolruf—. Entonces, ¿quién será el protagonista?

—Oye, cuando te enteraste de esta producción, ¿cómo supiste que tú serías Ofelia?

—Porque está claro que poseo las calificaciones físicas y mentales requeridas. ¿Quién mejor que una chica que se está volviendo loca para interpretar a Ofelia, que en la obra pierde la razón? Naturalmente, ignoro quién será la madre de Hamlet, pero éste no es mi problema, ¿verdad?

«Al menos, conserva el sentido del humor…», pensó Derec.

—Bueno —dijo, en voz alta—, yo soy tu director… y el protagonista.

Ariel sonrió e inclinó la cabeza.

—A su servicio, señor director.

—Máster Derec…

—Sí, Mandelbrot.

—Perdona la intromisión, y tú también mistress Ariel, pero Harry, Benny y M334 están en la puerta. Dicen que tienen que ofrecerte unas tunas

—¿Unas tunas? —intervino Wolruf—. No es una palabra bonita, en mi mundo.

—Ya, pero quién sabe qué significa aquí —respondió Ariel—. Que pasen, Mandelbrot.

—Sí, supongo que, cuanto antes empiece a buscar el reparto y los tramoyistas, tanto mejor —agregó Derec.

Entraron los tres robots, cada cual llevando un objeto, al parecer de latón. A Derec le parecieron sumamente raros tales objetos. M334 sostenía una especie de tubo con dos docenas de clavijas, y lo que parecía ser una boquilla en un extremo. Evidentemente, era un instrumento de viento, aunque resultase muy difícil adivinar qué sonidos dejaría oír. Derec no podía imaginárselo.

Tampoco sabía qué clase de sonidos cabía esperar de los instrumentos que llevaban los otros dos robots, más pequeño el de Benny que el de M334, pues podía ser fácilmente sostenido con una sola mano; en lo alto había tres espitas, o algo por el estilo, seguramente para modular la contextura sónica. El aparato de Harry era el más recto y más largo de los tres, y poseía un mecanismo deslizante, evidentemente para acortar o alargar el tubo a voluntad del músico, y también, presumiblemente, para modular los sonidos.

—Buenos días, señor —saludó Benny—. Suponemos que interrumpimos tus preparativos…

—Diantre —exclamó Ariel—, aquí viajan de prisa las noticias…

—Tú lo descubriste, ¿no es cierto? —preguntó Derec.

Ariel se encogió de hombros.

—Lo supe por Wolruf.

—¿Y cómo te enteraste tú, Wolruf? —quiso saber Derec.

Wolruf se limitó también a encogerse de hombros, lo que hizo que le temblase todo el cuerpo.

—… y hemos pensado que podíamos mostrarte, señor, el resultado de un proyecto que hemos estado desarrollando, en vez de relajarnos durante nuestro tiempo libre —acabó Benny, como si nadie hubiese dicho nada.

—Ah, ¿y cuál es la naturaleza de ese proyecto? —inquirió Derec, suspicazmente.

—Originalmente, era tan sólo musical —aclaró Benny.

—Pero, cuando nos enteramos de que planeabas hacernos colaborar en una representación en forma de arte humano, investigamos y descubrimos que la música solía ser una parte importante de tales funciones —finalizó Harry.

—Lo cual resulta particularmente afortunado —añadió M334—. Pensamos, tal vez presuntuosamente… pero ¿cómo podríamos saber que nuestra música podría contribuir eficazmente a la empresa si nos absteníamos de preguntarlo?

—Hum… ¿Qué clase de música intentáis tocar con estos instrumentos? —quiso saber Ariel—. ¿Nuevas fugas aurorianas? ¿O ectovariaciones trantorianas?

—Algo parecido al estilo terráqueo —respondió Harry.

—¿Queréis decir de la Tierra? —exclamó Ariel, con incredulidad.

La cultura terráquea no estaba muy bien considerada en los círculos espaciales.

—Shakespeare era de la Tierra —aclaró Derec.

—Sí, pero tuvo la suerte de poseer talento —objetó Ariel—. No es posible decir lo mismo de casi todos los demás artistas terráqueos.

—Tal vez juzgáis nuestras aspiraciones con demasiada dureza —manifestó Benny.

—Sí, deberías juzgarnos después de oírnos tocar —agregó M334.

—Y entonces tendríais motivos para criticarnos —adujo Harry.

Ariel miró a Derec.

—Era una broma —dijo éste.

—¡Y creo que muy buena! —exclamó Wolruf.

Acto seguido, los tres robots aplicaron magnéticamente los labios artificiales, computarizados y flexibles, a sus rejillas del habla. Los labios estaban conectados por cables eléctricos a las cavidades positrónicas, y Derec se dio cuenta, al instante, por la forma cómo los robots movían los labios y soplaban por ellos, que éstos respondían directamente al control del pensamiento.

«Igual que labios reales», pensó Derec, mordiéndose el suyo inferior, como para asegurarse de ello.

—Perdonadme, pero, antes de que empecéis a tocar, quiero saber cuál es el nombre de esos instrumentos.

—Esto es una trompeta —indicó Benny.

—Un saxofón —señaló M334.

—Y un trombón —terminó Harry.

—Y, a guisa de introducción —continuó Benny—, la pieza que ahora nos gustaría interpretar es una antigua composición que data de menos de cuatrocientos años después de Shakespeare. En realidad, data de la época de la música grabada, si bien no existen cintas disponibles a través de la central; por ello, sólo podemos presumir la forma en que tocaban estos instrumentos examinando los papeles de música.

—Lo que queda de ellos —concluyó Harry—. Casi toda la pieza será improvisada.

—¡Oh! ¡Ah! —exclamó Ariel. Luego, llevándose una mano a la frente, pensó: «Debo estar delirando».

—La pieza que nos gustaría interpretar es lo que las cintas de referencia mencionan según el lenguaje de la época, como una balada. Su compositor fue un humano llamado Duke Ellington, y la canción se llamaba Bouncing Buoyancy.

«Creo que no me gustará», pensó Derec.

—¡Adelante, MacDuffs! —gritó, agitando la mano.

Los robots empezaron a tocar. Al menos, esto fue lo que los dos humanos y la alienígena pensaron que intentaban hacer. La forma musical era tan radicalmente diferente de todo cuanto habían experimentado, la melodía tan irregular y extraña, tan llena de tonos casuales, de tartamudeos y vacilaciones, que sigue siendo objeto de conjetura lo que los robots intentaban exactamente.

La trompeta de Benny llevaba la parte de tenor, con una sucesión de notas que, ocasionalmente, llegaban al oído como perfectas. El ruido que hacía el instrumento parecía el ulular de una sirena, grabado al revés. Tan alta era su frecuencia que Derec llegó a temer que sus orejas empezaran a sangrar. Las notas, por otra parte, parecían poseer cierta lógica interna, como si Benny supiese adónde iba, pero sin saber cómo llegar al sitio.

Harry, en el trombón, y M334, en el saxofón, intentaban darle a Benny un fondo sólido; torpemente, tocaban ocho octavas más altas de una armonía monótona, una y otra vez. Casi lo conseguían, y tal vez sus fallos no habrían sido tan claros si, circunstancialmente, hubiesen logrado iniciar y terminar la octava al mismo tiempo.

El trombón tendía a sonar como una frambuesa exquisitamente artificial surgida surrealísticamente de la boca de un irritado asno. El sonido del saxofón, mientras tanto, se parecía al gorgoteo de una bandada de gansos bajo el agua. El efecto de los tres instrumentos combinados era tal, que Derec se preguntó por un momento si los robots no habrían efectuado una violación de un tratado interplanetario sobre armamentos.

Derec pasó el primer minuto hallando la música terriblemente atroz, sin el menor valor social. Era un ruido de la peor clase, o sea, un ruido que pretendía ser otra cosa. Pero gradualmente, empezó a percibir de una manera vaga el ideal que los robots perseguían. La música, sin tener en cuenta cómo la interpretaban ellos, poseía una alegría sencilla que rápidamente se tornaba contagiosa. Derec descubrió que su pie iba llevando el ritmo de la música, Ariel movía la cabeza pensativamente, Wolruf había ladeado la suya y Mandelbrot seguía tan inescrutable como siempre.

La mente de Derec se distrajo unos instantes, preguntándose si podría conseguir un espécimen de aquellas boquillas, semejantes a labios, para ayudar a los robots a expresar las emociones humanas durante la producción teatral. El hecho de que la mayoría poseyeran caras inmóviles, incapaces de la expresión más rudimentaria, destruiría la ilusión, a menos que él imaginase algún medio de usar aquella inflexibilidad para obtener un efecto espectacular. Se imaginó una serie de labios retorcidos por la risa en la escena de los actores que actúan ante Hamlet, y para expresar el terror ante el fantasma del padre, y también por la angustia, a la vista de todos los muertos que habían de alfombrar el escenario. «Bueno, es una idea», se dijo, volviendo su atención a la música.

El arreglo musical concluyó con los tres instrumentos tocando simultáneamente el tema principal. Teóricamente. Los robots se quitaron las boquillas de los labios con un floreo y adelantaron los instrumentos hacia el auditorio.

Derec y Ariel se miraron mutuamente.

«Tú eres el director, di algo», expresaba ella, mudamente.

—¿Qué tal te ha sonado el número, señor? —quiso saber Benny.

—Hum… ciertamente, algo fuera de lo común. Creo comprender lo que pretendéis, y tal vez me gustaría, si lo consiguierais. ¿No estás de acuerdo, Ariel?

—Oh, sí, decididamente sí.

Lo que la joven quería decir era «Lo dudo seriamente».

—¿Esto ser Hamlet? —preguntó Wolruf.

—Pues no lo sé —respondió Derec—. Supongo que ese tal Ellington compuso otras piezas, ¿verdad?

—En una gran variedad de modos y estilos —aclaró Benny.

—Todas adaptables a nuestros instrumentos —añadió Harry.

—Lo estaba temiendo —se asustó Derec—. Pero no os preocupéis. Estoy seguro de que mejoraréis con la práctica. Bien, supongo que éste era vuestro proyecto secreto, ¿no es así, Benny?

El aludido se inclinó de una manera harto extraña para un robot.

—Yo, personalmente, construí mi instrumento y los otros dos, y les enseñé a mis colegas los conocimientos que poseía respecto a la manera de soplar en ellos.

—Quitaos esos labios. Os dan un aspecto muy raro.

Los robots obedecieron.

—Máster Derec —dijo entonces Mandelbrot—, ¿dónde podremos hacer la actuación? No creo que la ciudad posea instalaciones teatrales.

—No temas. Ya me he ocupado de eso. Ahora ya conozco al robot que puede diseñar un teatro perfectamente adecuado para los habitantes de Robot City. Sólo que él no lo sabe, todavía.

—¿Cuál es ese robot, máster Derec?

—Canute, ¿quién, si no? —sonrió Derec—. Oh, sí, ve a buscar a Canute. Dile que venga inmediatamente. Deseo que escuche esa murga de rebuznos.

—Cada época tiene terrores y tensiones diferentes —decía Derec, unos días más tarde, en el escenario del Nuevo Globo—, pero todas se enfrentan con el mismo abismo.

Hizo una pausa para observar el efecto que sus palabras causaban a los robots acomodados en las butacas colocadas delante del proscenio. Había creído que eran unas palabras tremendamente profundas, pero los robots se limitaron a mirarle como si él hubiera nombrado los símbolos de una ecuación sin sentido, sólo interesante porque la había pronunciado un humano.

Se aclaró la garganta. Sentados en unos asientos laterales se hallaban Ariel y Mandelbrot. Ariel tenía un cuaderno en la mano, pero Mandelbrot, a quien Derec había nombrado encargado de guardarropía, no necesitaba ninguna libreta, ya que su inmensa memoria llevaría la lista de todo lo necesario para la obra, sin necesidad de anotarla.

Wolruf estaba sentada en una silla, lamiéndose una pata, detrás de los otros dos. Había insistido en ser el apuntador, o entrenadora, como decía, y como tal había pasado muchas horas apuntando a Derec y Ariel, cuando ambos memorizaban sus versos, tarea que, el joven temía, distaba mucho de ser completa.

Volvió a aclararse la garganta. Se le veía torpe… al menos, si la sonrisa de compasión que Ariel le dedicaba no mentía. Wolruf se limitaba a lamerse el costado y las patas, y Derec tuvo la impresión de que, a un nivel mudo, la alienígena encontraba increíblemente divertidas las tonterías de los humanos y los robots.

—Hummm… Todos estáis familiarizados con los estudios que algunos de vosotros habéis llevado a cabo respecto a las Leyes de la Humánica. Esto significa que también estáis familiarizados, al menos de paso, con las muchas peculiaridades y contradicciones de la comunicación humana. Pasión y locura, obsesión y nihilismo, cosas todas éstas que no existen entre los robots, pero que es algo con lo que nos enfrentamos los humanos, en diversos grados, todos los días.

Derec se aclaró de nuevo la garganta.

—En resumen, nosotros iremos adonde ningún robot ha ido hasta ahora. Descenderemos a los abismos densos, oscuros, profundos, decrépitos, abismos de sed de venganza. Y cuando salgamos de ellos, tendremos algo… algo… algo realmente terrorífico que recordar en el futuro. Y ello crecerá. Ya lo veréis.

—¡Adelante con ello! —gritó Ariel.

—Perdona, máster Derec, pero mi considerada opinión es que deberías concentrarte más en los asuntos realmente teatrales —observó Mandelbrot.

En un esfuerzo por parecer natural, había cruzado las piernas, y apoyaba las manos en las rodillas. Pero sólo había logrado semejar un trozo de madera clavado a otro por medio de clavos oxidados.

—Está bien, Mandelbrot —respondió Derec, sintiendo que la sangre afluía a su cara—, sólo estaba precalentándome.

Concentró su atención en los robots y observó que sus posturas resultaban tan falsas y rígidas como la de su robot Viernes[5]. Por un breve instante, se preguntó «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?», mas pronto se serenó y continuó hablando.

—El teatro es un arte que depende de la labor de muchos colaboradores —empezó a explicar.

Éste era el Teatro Nuevo Globo, diseñado por el robot Canute y construido bajo su supervisión personal. Siguiendo las directrices del ordenador central que Lucius había utilizado cuando el desdichado robot creó sus programas, Canute pudo decirle a la ciudad qué debía construir y cuánto tiempo debía estar en pie lo construido. Y Canute había hecho lo mismo que Lucius, pero actuando bajo las órdenes de un humano. (Mientras supervisaba este aspecto del proyecto, Derec comprendió que era posible que Lucius hubiese seguido, a su vez, pistas sugeridas por el establecimiento, por parte de Derec, de autómatas en uno de cada diez edificios. Claro que esto jamás lo sabría Derec con certeza).

Tal vez la tarea había sido más sencilla, menos pesada, para Canute, porque, al revés que Lucius, podía seguir una pauta la del viejo Teatro Globo de Londres, en el planeta Tierra de los tiempos de Shakespeare. Claro que Canute añadió sus propias especificaciones sin el concurso de Derec. Había intentado solucionar los problemas especiales de forma y funcionamiento, y resolver cómo los mismos aumentaban o entraban en conflicto con su sentido de lo que debía ser estéticamente un teatro, en una ciudad como Robot City.

Derec se había abstenido de decirle a Canute por qué, de entre todos los robots de la ciudad, él había sido nombrado para diseñar el segundo edificio permanente de Robot City. Y había vigilado estrechamente al robot cuando le dio las instrucciones, para ver si éste se hallaba en peligro de una desviación positrónica al hacer —sospechaba Derec— exactamente lo que a él, a Canute, le había impulsado a dañar a otro robot que había hecho lo mismo.

Pero Canute no había dado pruebas de tal cosa. Lo único que necesitó para obrar a satisfacción fue, aparentemente, el impulso procedente de las instrucciones humanas.

Como el viejo Globo, el teatro de Canute era de forma aproximadamente cilíndrica, aunque también estaba deformado y doblado, como una barra de metal que hubiese sido ligeramente fundida con el suelo, y luego torcida bajo un pie gigantesco. Como en el viejo Globo, o al menos según las conjeturas hechas cuando el teatro fue derribado para edificar una hilera de casas, varias décadas después de la muerte de Shakespeare, había tres trampillas en el escenario que conducían a diferentes zonas del sótano del mismo. Un pasadizo trasero también llevaba a los conductos subterráneos de la ciudad, por si se presentaba algún peligro.

Encima del escenario había una galería inferior y otra superior, y en los bastidores varias cámaras ocultas. Las filas de asientos estaban colocadas para que cada espectador pudiese ver lo que sucedía en el escenario sin la menor obstrucción.

Continuando con el esfuerzo de procurar a los asistentes al teatro la mejor visión posible, el suelo hacía pendiente y estaba nivelado con una serie de peldaños graduables. Y, en la tradición del mejor de los modernismos, encima del escenario colgaban unas enormes pantallas para los primeros planos. Por todo el escenario y las galerías había micrófonos bien camuflados.

Incluso las dimensiones del teatro eran impresionantes. Los ángulos del diseño proporcionaban una gran variedad de posibles efectos dramáticos. Pero fue la elección de los colores por parte de Canute lo que realmente convertía al Nuevo Globo en algo muy por encima de la hipérbola. En el techo, muy negro, brillaban chispazos de focos como estrellas, vistos a través de una bruma de color. Las alfombras y los asientos mostraban unos tonos gris-castaño, variaciones de los colores hallados en los conductos y en la superficie de la ciudad, que eran la versión de Canute de los «tonos de tierra». El telón era de un rojo que centelleaba, y los muros tenían un matiz blanco, muy delicado. Las suaves corrientes del sistema de acondicionamiento de aire ondulaban constantemente las cortinas.

Naturalmente, los robots no necesitaban aire acondicionado, lo que le daba a Derec la impresión de que Canute no sólo había diseñado el teatro para los robots, sino también para los humanos. Como si el robot de ebonita hubiese diseñado el local con la secreta esperanza, tal vez inconfesada, de que algún día se representase allí una comedia para un auditorio formado por seres humanos.

¿Una esperanza subconsciente?

—Como robots, vosotros sois constitucionalmente incapaces de decir una mentira —les dijo Derec a sus oyentes—. Esto sólo pueden hacerlo los humanos, y no siempre demasiado bien. El teatro, no obstante, es un mundo de farsa que provoca la actividad colaboradora de la imaginación de los espectadores. Éstos deben estar dispuestos, con buena voluntad, a creer en el engaño de la ficción con la esperanza de hallar diversión y, quizá, algunos nuevos conocimientos. Nuestra labor consiste en ayudar a los espectadores a que se crean la mentira, el engaño.

Derec hizo una pausa, buscando la aprobación de Ariel.

—En el escenario de Shakespeare se mostraba el título de la obra, y el del lugar de la acción en cada escena, pero todo lo demás era imaginativo. Los diálogos, la acción, el decorado, el ambiente… todo colaboraba, en conjunto, hacia el fin común de proporcionar al espectador una ventana a través de la cual viese el mundo. Y, si todos los esfuerzos de la compañía y los tramoyistas tenían éxito, el espectador, sabiendo que lo que estaba viendo era una farsa, suspendía voluntariamente su incredulidad, eligiendo creer por un momento que lo que veía era real, con el propósito de relacionarlo con el argumento.

Ariel asintió a estas palabras.

—Nuestro propósito, aquí, ha de ser distinto. Debemos ayudar, obligar y agitar a los robots a que ejerciten sus circuitos de lógica, de tal manera que también dichos circuitos queden en suspenso. No sólo debemos proporcionar una ventana al mundo, sino también al corazón del hombre.

Derec hizo una pausa, antes de concluir.

—Tal como yo lo entiendo, hay tres mundos que debemos considerar, antes de emprender una obra. El mundo de la comedia, el mundo del engaño y el mundo de la representación. Y supongo que todos estamos de acuerdo en lo que es el mundo de la representación, pero me gustaría decir unas palabras acerca de los otros dos mundos.

—¿Vas a interpretar esta obra… o a hablar hasta la muerte? —se impacientó Ariel, al fin.

Derec rio, nerviosamente. La jornada le había hecho perder el ritmo, y ya había olvidado lo que pensaba añadir.

—El mundo del engaño —le apuntó Mandelbrot.

—De acuerdo. En nuestra época, la humanidad ha conseguido, más o menos, una existencia altamente civilizada. Muy pocos seres quebrantan ya las leyes del hombre. Casi todas las personas gozan de larga vida, muy sana, incluso en la superpoblada Tierra, donde las condiciones no son demasiado terroríficas. Pero, en la época de Shakespeare, la vida era, a menudo, no un don que podía saborearse, sino una espina que se debía soportar. Las condiciones de trabajo eran brutales y difíciles, la educación no existía, excepto para las clases más pudientes y privilegiadas, y la forma científica de pensar basada en el pensamiento lógico, con pruebas empíricas que lo apoyaban, sólo iniciaba su ascenso. Casi todos los individuos morían antes de los treinta y cinco años, gracias a las guerras, las pestes, las persecuciones, la terrible falta de higiene y las demás cosas de esa naturaleza. Al fin y al cabo, la reina Isabel I de Inglaterra, la soberana en los tiempos de Shakespeare, era considerada una mujer extraña porque tomaba un baño una vez al mes, tanto si lo necesitaba como si no. Pero… Eh, ¿qué es esto? —inquirió Derec, al ver que un robot que se sentaba cerca de Canute levantaba la mano.

—Muy humildes, abyectas y lastimosas excusas por esta intempestiva interrupción —dijo el robot—, pero, después de haber leído el texto y meditado su significado durante varias horas, me siento abrumado desdichadamente por un problema de relevante significado, y para mí es razonable creer que sólo un ser humano puede explicarlo adecuadamente.

—Naturalmente. Son bienvenidas todas las preguntas.

—¿Incluso las de carácter subjetivo?

—Sí.

—¿Incluso las que, en ciertos círculos, pueden considerarse descorteses para el normal intercambio social?

—Pues sí. Shakespeare fue un misionero que inauguró los reinos de la discusión terrestre para varios siglos.

—¿Y aunque las preguntas sean personales?

Intentando que no se notase, Derec miró a hurtadillas su ingle, para ver si tenía subida la cremallera del pantalón.

—Bueno… sí, claro. Aquí tendremos que examinar algunas motivaciones complejas de los impulsos humanos.

—¿Aunque una pregunta sea extremadamente personal?

—¿Qué?

—¿Es ésta una orden directa?

—No, es una pregunta directa, pero puedes tomarla como una orden, si al menos sirve para que hables de una vez.

—Excelente. Por un momento, temí que mis circuitos no me permitirían formular la pregunta, si no había de por medio una orden directa.

—¿Quieres decir inmediatamente, por favor, lo que deseas preguntar?

—Sé que el macho humano y su hembra tienden a diferentes contornos superficiales, y que esta diferencia tiene algo que ver con su frecuentemente compleja interacción social, por lo que mi pregunta es sencillamente ésta ¿qué es lo que el humano macho y su hembra parecen estar haciéndose uno al otro, en todo su tiempo libre?

Un silencio pétreo se apoderó de todo el teatro. El foco de Derec tembló, y el gentil zumbido del aire acondicionado pasó por una progresión de hipnóticos bla… bla… como si se filtrase en un estudio de grabación. Derec le dirigió a Ariel una mirada inquisitiva. La joven sonrió y se encogió de hombros. Derec miró a Wolruf.

La alienígena movió la cabeza.

—No mirarme a mí. Nosotros no poseer costumbres de apareo. Si hacerlo, estar hecho.

—Lo dudo mucho —sonrió Derec.

De repente, miró a la parte izquierda del escenario, donde Harry, sosteniendo el trombón, sacaba la cabeza por entre bastidores. Benny y M334, sosteniendo también sus respectivos instrumentos, estaban detrás de Harry, y hacían gesto como para coger al robot por los hombros y echarlo hacia atrás.

Evidentemente, lo pensaron mejor, y le permitieron a Harry decir lo que tenía en mente.

—Señor director, creo que puedo aportar algún entendimiento a esta situación.

Derec se inclinó y le hizo un gesto para que se acercase.

—Será un placer.

Pero, cuando Harry salió al escenario y se plantó delante de la asamblea de robots, el joven experimentó una sensación de hundimiento en su estómago.

—Eh… Harry, ¿no se tratará de otro de tus chistes?

—Creo que resultará instructivo.

—De acuerdo. Sé cuando estoy vencido.

Derec se situó entre Ariel y Wolruf.

Harry ni siquiera miró hacia los humanos, antes de empezar a hablar. Concentró su mirada en los robots.

—Un axioma de las formas de vida basadas en el carbono es que la naturaleza ha querido que se reprodujesen. No necesariamente según un programa, no necesariamente cuando es conveniente, no necesariamente de manera hermosa, sino bien. Si la forma de vida en cuestión extrae cierta cantidad de satisfacción en el acto de la reproducción, lo cual está muy bien, en lo que toca a esa forma de vida, esto es algo aparte; pero lo que sí es cierto es que lo único que le importa a la naturaleza es el impulso reproductor. Desde el ordenador central tenemos unos datos visuales disponibles, que sugiero que estudiéis en vuestro tiempo libre, a fin de que podáis comprender qué reacciones químicas atraen a Ofelia y a Hamlet, si bien éste deja de lado los placeres del momento para obtener su corona. Como ves —Harry se volvió hacia Derec—, ya he leído la tragedia.

De nuevo, volviéndose hacia el auditorio.

—Y de esta manera podréis comprender las profundidades oscuras, internas y especiales del impulso. Debo dirigir vuestra atención a los primeros días de la colonización de los planetas por parte de la humanidad, a los días anteriores a la aceptación de los robots como sus más fieles compañeros, a los días en que las guerras de la Tierra, con sus misiles nucleares y los sistemas de defensa situados en el espacio, siguieron al hombre a las estrellas. En aquellos días, eran comunes las bases militares en los planetas recién colonizados, y, generalmente, estaban situadas en puntos alejados de las instalaciones civiles.

A Derec empezaban a gustarle las palabras de Harry.

—Y, en aquellos días, los sexos estaban a menudo segregados, por lo que no era raro que un centenar o más de hombres se encontrasen solos en tierras remotas y desoladas, esperando unas batallas que jamás llegaban, aguardando el día en que pudiesen disfrutar nuevamente de la deliciosa compañía de una mujer y liberarse de los impulsos construidos en ellos durante los días de soledad. Construir. Construir. Construir. Siempre construir.

Harry hizo una pausa dramática.

—¿Y qué hicieron los hombres, respecto al sexo? Pensaron en ello, conversaron sobre ello y soñaron sobre ello. Algunos sí hicieron algo sobre ello. La naturaleza exacta de ese algo, como lo quiso el destino, estaba sobre todo en la mente de un tal general Dazelle, puesto que era un problema que también él padecía, en su nuevo puesto de comandante de la base Hoyle. El general era una persona meticulosa, al que gustaba todo en perfecta forma, de modo que, tras su llegada a la remota instalación militar, insistió en que el agregado le llevase a dar una vuelta por la base.

»El general quedó muy complacido con los barracones, los equipos de combate, y la base en conjunto, pero sintióse profundamente disgustado cuando él y el agregado dieron la vuelta a una esquina y vieron, atada a un poste, la yegua más patética, más digna de compasión, más comida por las moscas, de la historia de la humanidad.

—¿Qué… qué es esto? —quiso saber el general.

—Pues esto es una yegua —repuso el agregado.

—¿Y por qué está aquí? ¿Por qué no está ya disecada en el campo, asustando a los halcones y los cuervos?

—Porque los hombres la necesitan, señor.

—¿La necesitan? ¿Para qué pueden necesitarla?

—Bueno, ya sabe, señor… la colonia civilizada más próxima se halla a cien kilómetros de distancia.

—Sí…

—Y usted sabe que, por motivos de seguridad, los únicos medios de transporte permitidos a los hombres alistados en el ejército para ir entre la base y la colonia, son estrictamente bipedal.

—Sí, pero sigo sin comprender qué tiene que ver todo esto con ese fracasado experimento genético.

—Usted ya sabe también que los hombres han de ser hombres, ¿no es así? Tienen necesidades, ya sabe. Necesidades que deben atender.

El general miró horrorizado a la yegua. No daba crédito a lo que oía. Aquella información corría el peligro de causarle un grave daño psicológico.

—¿Quiere decir que los hombres… con esa yegua vieja?

El agregado inclinó la cabeza, con gravedad.

—Sí, los impulsos van en aumento, y ellos no pueden hacer otra cosa.

El general se hallaba al borde del infarto. Se puso tan mareado que se vio obligado a apoyarse en el agregado.

—Por mi honor de soldado —masculló—, jamás llegaré a estar tan desesperado.

Pero, a medida que su servicio iba transcurriendo en la base, el impulso iba creciendo y creciendo, hasta que un día no tuvo más remedio que reconocer que sí estaba tan desesperado. Finalmente, no pudo soportarlo más, y le dijo al agregado:

—Lleve la yegua, al momento, a mi aposento.

—¿A su aposento? —se maravilló el otro, bastante confuso por la orden.

—Sí, a mi aposento —insistió el general—. ¿Recuerda lo que me contó de los hombres… y la yegua?

—Sí, señor —afirmó el agregado, saludando militarmente.

El agregado obedeció. Pero la yegua ya no era más que una sombra de sí misma, en su decrépito estado. Recientemente había caído por un precipicio, y suerte tuvo de sobrevivir con sólo unas leves lesiones, pero además tenía todo el cuerpo plagado por una enfermedad. De modo que el agregado se quedó horrorizado, estupefacto hasta el mismo meollo de su ser, al ver que el general se quitaba los pantalones y empezaba a solazarse con la patética bestia.

—Señor, ¿qué está haciendo? —gritó el agregado.

—¿No está claro, lo que estoy haciendo? —repuso el general—. ¡Lo mismo que los demás hombres!

—Oh, señor, usted no captó el significado —replicó el digno agregado—. Jamás, jamás había visto algo semejante.

—Pero usted dijo que los hombres… en sus impulsos… con la yegua…

—Oh, señor, que los hombres sienten impulsos es cierto, pero entonces montan en la yegua y se dirigen a la colonia. Harry calló un instante.

—Ya está. ¿Ha quedado todo claro? —preguntó después.

—¿De qué hablar? —murmuró Wolruf.

—Estoy completamente confundido —comentó Derec—. Pero, al menos, está mejorando su técnica narrativa.

Ariel no dejaba de reír.

—Ésta… es… la cosa más tonta… que he oído en mi vida —logró articular.

Harry estaba en el escenario, aguardando el veredicto de los oyentes. Los robots habían recibido el final del chiste con una especie de silencio profundo, un silencio como sólo puede hacerlo el metal. Luego, todos a una, contemplaron a Harry directamente durante varios instantes.

De pronto, el robot que había formulado la pregunta que promovió el chiste se volvió a su camarada de la derecha.

—Sí, esto tiene sentido —exclamó.

—Lo entiendo —asintió el otro.

—Tan transparente como un gongo —adujo un tercero.

—Misterioso, completamente misterioso —gruñó Canute.

Sin embargo, el robot de ebonita estaba en minoría, ya que la mayoría de robots se mostraban satisfechos con la explicación de Harry.

Derec aguardó a que Ariel terminase de reír.

—Bien, ¿qué crees que está pasando aquí?

Ella se volvió hacia el joven, le cogió por el brazo y le susurró, en tono de confabulación:

—Los robots empiezan a enterarse del mundo del hombre lo mismo que nosotros por medio de chistes.

—Esto no se computa —replicó Derec.

—Hum… Deja que lo explique de este modo: cuando los niños crecen en Aurora y van a la escuela, uno de los grandes misterios de la vida es lo comúnmente conocido como los pájaros y las abejas.

—Sí, conozco la frase, si bien no recuerdo dónde ni cómo la aprendí.

—Por culpa de tu amnesia. Bueno, escucha. Mientras recibíamos información, en clase, acerca de la ciencia, experimentábamos ciertas… ansiedades. No te acuerdas de las tuyas, pero probablemente las sientes ahora. Y no es que desee profundizar en tu intimidad, sino sólo establecer un hecho.

—Gracias. Sigue.

—Y una de las maneras como los chiquillos aliviábamos nuestras ansiedades, y averiguábamos algo acerca de la realidad, era a través del vehículo artístico conocido en toda la galaxia como el chiste verde.

—¿Y esto ha sido lo que ha contado Harry? —a Derec, sin saber por qué, se le puso la cara roja como una amapola—. ¡Esto es un insulto! ¿Debo ponerle término?

—Oh, no seas tan mojigato. Claro que no. Forma parte de la experiencia de aprender. Ya conoces el viejo refrán «Nadie aprueba los chistes verdes… salvo cuando hay alguien que sabe contarlos».

—Entonces, ¿por qué me tomo tanto trabajo para poner en marcha esta gran producción? ¿Por qué no te pido que te desnudes delante de los robots?

—A ti te gustaría, pero a ellos les dejarías insensibles. No escuchan esos chistes verdes porque les emocione, sino porque desean saber más de nosotros.

—Realmente es así. Realmente quieren entender qué significa ser humano, ¿verdad?

—Opino que es algo bastante distinto. Personalmente, también pienso que deberías prestar atención a lo que está ocurriendo, porque Harry ha empezado a contar otro chiste.

—El último hombre sobre la Tierra —decía Harry—, estaba sentado, solo, en una habitación. De pronto, llamaron a la puerta…

—De acuerdo, eres un éxito, Harry.

Agitando los brazos, Derec corrió hacia él y puso una mano sobre la rejilla parlante. Un gesto simbólico, claro, mas no por eso menos eficaz.

—Sí, señor director —asintió Harry, marchándose de escena.

—¿Dónde estábamos? Oh, no importa. Hablemos de la comedia. Dice Hamlet que «lo esencial de una comedia es su propósito», y yo entiendo que, en ésta, lo esencial tiene que ser la intención del rey. El tío de Hamlet, Claudio, ha asesinado al padre del joven príncipe, el rey de Dinamarca, y ocupa el trono de su hermano. Para afirmar esta situación, Claudio se ha casado con la madre de Hamlet, Gertrudis. Cuando Hamlet regresa al palacio, procedente de la escuela, halla usurpado el trono que le pertenece y, aunque sospecha que su tío le ha hecho una mala pasada, no tiene pruebas de ello, excepto la palabra de un fantasma que sale de su tumba.

»Para asegurarse esta prueba, Hamlet contrata a una compañía de actores ambulantes para que representen una comedia que refleja el crimen que él cree que cometió Claudio. Espera que, espiando a su tío durante la representación, leerá en su rostro y sabrá de fijo si es el culpable.

»Claudio, entretanto, supone que Hamlet finge estar loco para conseguir evidencias, y por eso acecha a su sobrino, tal como éste le acecha a él. La comedia trata del duelo de ingenio entre los dos, y los hombres implicados obtendrán lo que desean el trono, la venganza o la justicia.

Derec se volvió hacia Mandelbrot y movió la cabeza significativamente.

—El señor director —dijo el robot, levantándose— quiere daros las gracias por haberos prestado voluntariamente a asistir a la representación. —Mandelbrot hizo un gesto, señalando a Canute—. Y por cumplir las órdenes. No hay duda de que, en los días sucesivos, se os podrán dar otras muchas órdenes, y el señor director también desea daros las gracias por anticipado. Como la mayoría sabéis, el señor director representará el papel de Hamlet, y la señorita Ariel interpretará el de la desdichada y enloquecida Ofelia. Ahora os informaré, por los comunicadores de diferentes longitudes de onda, de vuestras categorías en el reparto de la obra y como espectadores del escenario.

Mandelbrot sólo tardó unos segundos en dar la información, puesto que podía impartirla más rápidamente en alta frecuencia. Derec y Ariel no oyeron nada, y sólo supieron que los robots escuchaban porque a menudo asentían para indicar que lo comprendían.

—Bien, ¿todo entendido? —terminó Mandelbrot, volviendo a su sitio.

Derec repitió la pregunta, y Canute levantó un dedo.

—Sí —murmuró Derec, dirigiéndose al lateral—. Acércate.

Canute se aproximó al joven.

—Señor —preguntó—, ¿debo considerar que es significativo que se me haya adjudicado el papel de Claudio?

—No, ¿por qué?

—Porque es extraño. Cuando me hablaste por primera vez en la plaza, me formulaste unas preguntas de un carácter que sólo puedo describir como sospechoso. Poco después, me asignaste una tarea similar a la que había emprendido Lucius. Y, ahora, me das el papel del asesino, el objetivo de la comedia dentro de la propia comedia. Seguramente, una mente lógica deduciría algo de todo esto.

—No, en absoluto, Canute. Es una coincidencia, pura coincidencia.

—¿Puedo hacerte otra pregunta?

—Naturalmente.

—¿Por qué no me preguntas directamente si soy el responsable de la pérdida de Lucius? Ya sabes que no puedo mentir.

—Canute, me sorprendes. No tengo el menor interés en preguntártelo. Vamos, apártate. Lo mejor viene ahora.

Derec empujó al robot hacia los otros y se frotó las manos como para calentarlas con la ayuda de un fuego cercano. El robot de ebonita se había atrevido a mucho al enfrentarse con Derec. Si éste hubiese aceptado el reto, el juego habría terminado, pero las verdaderas respuestas a todas sus preguntas nunca hubieran sido halladas.

Reflexionando sobre el incidente, poco antes de introducir la mejor parte del programa, Derec descubrió que, a pesar de sí mismo, empezaba a experimentar un gran respeto por Canute. No aprobación, sino respeto. Veía que el robot de ebonita deseaba enfrentarse con las consecuencias de sus actos, si era descubierto, pero de una manera que a Derec le recordaba las emociones humanas, prefería afrontarlas antes que después.

—Muchos de vosotros habréis oído hablar del pasatiempo humano de escuchar música, y de los que han compuesto o han grabado música, pero creo que ninguno la habrá oído… —les dijo Derec a los actores y tramoyistas del teatro—. En realidad, aunque personalmente no recuerdo haber escuchado nunca música, me atrevo a afirmar que nunca pude oírla ejecutada como lo hacen esos tres camaradas vuestros.

Hizo una pausa y añadió:

—Por eso deseo presentaros a los tres camaradas que os proporcionarán la música incidental de nuestra producción: Harry, Benny y M334, ¡Las Tres Mejillas Rotas de Robot City!

Derec llamó a los tres y se situó detrás de Ariel.

—Esto será estupendo —le susurró al oído.

Benny se adelantó al proscenio, mientras Harry y M334 se colocaban los labios artificiales.

—Os saludo, camaradas. Hemos pensado preferible interpretar una antigua melodía de la Tierra llamada «Tootin en el tejado». Espero que estimule vuestros circuitos.

Y Las Tres Mejillas Rotas empezaron a tocar, al principio, un tema en do menor, con un solo de trompeta a cargo de Benny. Luego, siguió un solo de trombón, tocado por Harry, y después le siguió M334, con el saxo. En realidad, poco después, los solos se alternaron de prisa, con los dos bajos siempre apoyando y destacando el tema principal. Los solos empezaron pronto a dar la impresión de que los tres jugaban a bolos entre ellos, y que la bola dependía de los otros dos, que daban el contraste de fondo.

Derec no había oído tocar a los tres desde la primera audición. Lo primero que observó fue la gran confianza que ahora tenían en ellos mismos, la casi matemática precisión de los solos, y la suavidad con que atacaban la melodía. Se miró el pie. Seguía el compás.

Miró a Ariel. Había esperado verla aburrida, ya que su desdén hacia todas las cosas de la Tierra era, al fin y al cabo, el resultado de la historia cultural de varias generaciones. Pero, en lugar de aparecer aburrida, estaba contemplando directamente a los tres músicos con atención extasiada. Y también seguía el compás con el pie.

—¡Esto sí ser Hamlet! —exclamó Wolruf, entusiasmada.