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¿Puedes sentir algo cuando hago esto?
—Mandelbrot, ¿qué se siente siendo un robot?
—Perdóname, máster Derec, pero esta pregunta no tiene sentido. Aunque sea cierto que los robots pueden experimentar sensaciones vagamente análogas en algunos aspectos a las específicas emociones humanas, carecemos de sentimientos en el sentido exacto de la palabra.
—Lo siento, viejo amigo, pero creo que me estás engañando.
—Esto sería imposible. Los verdaderos fundamentos del programa positrónico insisten en que los robots, invariablemente, expresen los hechos de manera exacta.
—Vamos, vamos, ¿no crees posible que las diferencias entre la percepción humana y la robótica puedan ser un problema de semántica? Estarás de acuerdo, ¿verdad?, en que muchas emociones humanas son simplemente los subproductos de las reacciones químicas que finalmente afectan a la mente, influyen en los cambios de humor y en las percepciones… Debes admitir que los humanos no son nada, si no disponen de sus cuerpos.
—Esto ha quedado demostrado, al menos a satisfacción de autoridades muy respetables.
—Entonces, por analogía, tus sensaciones no son más que subproductos de unos circuitos que funcionan perfectamente y del ensamblaje de una máquina. Una nave espacial puede sentir lo mismo cuando sus diversas partes funcionan con la máxima eficiencia y penetra en el hiperespacio. La única diferencia entre tú y una nave, supongo, es que tú posees una mente que percibe precisamente dicha diferencia.
Mandelbrot no respondió, preocupados sus circuitos en deslindar en su memoria las proposiciones de Derec sobre esos asuntos en diversas categorías.
—Nunca había analizado el problema de esta manera, máster Derec —confesó al fin—. Pero opino que, en muchos aspectos la comparación entre humano y robot, y entre robot y nave espacial, puede ser tremendamente apta.
—Mirémoslo de este modo, Mandelbrot. Como humano, yo soy una forma de vida basada en el carbono, el resultado superior de eones de evolución de formas de vida biológicamente inferiores. Sé lo que eso significa porque tengo una mente que percibe el abismo existente entre el hombre y otras especies de vida animal. Y, haciendo una comparación cuidadosa y selectiva, puedo imaginarme, aunque sea mínimamente, lo que podría experimentar una forma de vida más inferior al abrirse paso a través de la luz. Además, yo puedo comunicar a los otros lo que creo que siente.
—Mis circuitos lógicos pueden aceptar esto.
—De acuerdo, pues. Mediante la analogía, la metáfora o a través de una historia, yo puedo explicarles a los demás lo que un gusano, una rata, un gato o incluso un dinosaurio deben sentir cuando atrapan comida, se disponen a dormir, huelen las flores o cualquier otra cosa que hagan.
—Jamás he visto a una de esas criaturas y, ciertamente, no puedo saber qué se siente siendo una de ellas.
—Ah, pero sí podrías saber, por medio de una apropiada analogía, cómo debe sentirse una nave espacial.
—Es posible, pero no me han proporcionado el programa necesario para obtener esta información. Además, no veo cómo este conocimiento podría ayudarme a cumplir las normas de conducta implícitas en las Tres Leyes de la Robótica.
—Pero fuiste programado para obtener esa información, y tu cuerpo a menudo reacciona de acuerdo con dicha programación, aunque a veces adversamente, respecto a tus percepciones.
—¿Hablas teóricamente?
—Sí.
—¿Me estás presentando formalmente un problema?
—Sí.
—Naturalmente, debo hacer cuanto pueda por complacerte, Derec, pero mi curiosidad y mis circuitos lógicos sólo se hallan equipados para tratar cierta clase de problemas. El que ahora me presentas puede resultar demasiado subjetivo para mis potenciales programados.
—¿No se trata de una lógica abstracta y, por tanto, un poco subjetiva, al menos en su abordamiento? Debes conceder que, aunque estemos mutuamente de acuerdo en los senderos de la lógica, y precisamente a través de los mismos, puedes utilizar el conocimiento exacto de dos hechos irrefutables para conocer un tercero, igualmente irrefutable.
—Claro.
—Entonces, ¿no puedes usar tal lógica para razonar y saber lo que siente una nave espacial o cualquier otra pieza de una maquinaria suficientemente avanzada?
—Si lo planteas de esta manera, sí, pero lo que no entiendo es qué beneficio me aportaría tal cosa… ni a ti tampoco.
Derec se encogió de hombros. Era de noche en Robot City. Él y Mandelbrot habían salido a pasear. Derec experimentaba la necesidad de estirar los músculos tras un largo día estudiando algunos de los problemas que impedían su huida de este planeta tan aislado. Por el momento, ambos se hallaban sentados en lo alto de una torre rectangular, contemplando las estrellas.
—Oh, ignoro si ello aportaría algún beneficio, salvo quizá satisfacer mi curiosidad. A mí me parece que debes tener alguna idea de lo que es ser un robot, aunque carezcas de los medios de expresarlo.
—Este conocimiento requeriría un lenguaje, y tal lenguaje todavía no se ha inventado.
—Huuummm… Supongo.
—Sin embargo, acabo de hacer una asociación que puede tener algún valor.
—¿Cuál?
—Cuando tú o mistress Ariel no tenéis necesidad de mi ayuda, suelo ponerme en comunicación con los robots de esta ciudad. No les preocupa saber qué se siente siendo un robot, pero sí han dedicado una tremenda cantidad de energía al dilema de lo que debe sentir un humano.
—Sí, en cierto modo, esto tiene sentido. El objetivo robótico de determinar las Leyes de la Humánica siempre me ha parecido un fenómeno único.
—Tal vez no lo sea, máster Derec. Al fin y al cabo, si me permites recordártelo, tú no recuerdas más que las experiencias de las últimas semanas, y mis conocimientos de historia son más bien limitados. Aun así, jamás habría pensado en realizar las conexiones que tú haces, y que conducen a mis circuitos a la conclusión de que tu subconsciente dirige nuestra charla, con el fin de lograr alguna orientación para resolver tu mayor problema.
Derec rio con cierta inquietud. Esto no lo había pensado nunca. Era extraño que sí lo hubiese pensado un robot.
—¿Mi subconsciente? Tal vez. Supongo que pienso que, si consigo entender mejor el mundo en que vivo, acabaré por entenderme mejor a mí mismo.
—Creo que actúo de acuerdo con las Tres Leyes si ayudo a un humano a conocerse mejor. Por este motivo, mis circuitos zumban continuamente con una sensación que tú definirías como placer.
—Lo cual es estupendo. Y ahora, perdóname, pero me gustaría estar solo.
Por un momento, Derec experimentó una punzada de ansiedad y temió estar insultando a Mandelbrot, un robot que, después de todo lo que habían pasado juntos, debía considerar como un buen amigo.
Pero si Mandelbrot se había enojado no lo dio a entender. Como siempre, era inescrutable.
—Oh, claro. Aguardaré en el vestíbulo.
Derec vio cómo Mandelbrot se iba hacia el ascensor y descendía lentamente. Claro que Mandelbrot no estaba enojado. Era imposible que se sintiera insultado.
Cruzando las piernas para estar más cómodo, Derec volvió a contemplar las estrellas y el paisaje de la ciudad extendido ante él y más allá, pero sus pensamientos continuaron bullendo en su interior. Normalmente, no pertenecía al tipo meditativo, pero esta noche se sentía triste, y se entregaba fácilmente a la inseguridad y ansiedad que normalmente reprimía mientras intentaba solucionar sus diversos problemas más lógicamente.
Sonrió ante esta comprobación de lo que sentía. Quizá se tomaba demasiado en serio a sí mismo, como resultado de haber leído últimamente demasiado a Shakespeare. Había descubierto las obras del antiguo «Bardo inmortal» como un medio de escape mental, de relajación. Y ahora aprendía que, cuanto más profundizaba en aquellos textos, más conocía respecto a sí mismo. Era como si los sucesos y los personajes retratados en dichas obras le hablaran directamente, y tuviesen un significado inmediato en la situación en la que se había hallado al despertar, falto de memoria, en aquella cápsula de supervivencia, no hacía mucho tiempo.
Se preguntaba por qué aquellas obras influían tanto en él. Era como si, a través de ellas, empezase a definirse de nuevo.
Volvió a encogerse de hombros y volvió a mirar a las estrellas. No las miraba solamente para analizarlas en busca de una pista, o con el fin de saber en donde estaba ubicado el mundo en que se hallaba, sino también para interrogarlas, como creía que habían hecho innumerables hombres y mujeres en el transcurso de la historia. Trató de imaginarse cómo habrían mirado las estrellas los hombres de la época de Shakespeare, antes de que la humanidad supiera qué era en realidad el Universo, dónde estaba la Tierra en relación con el mismo, o cómo fabricar un impulsor hiperespacial. Sus mentes analizadoras, pero científicamente ignorantes, debían de haber percibido en las estrellas una belleza heladamente salvaje, más allá del alcance de su empatía[1].
Una estrella de aquel cielo tal vez fuese el sol de su mundo natal. Allí fuera, pensó, alguien conocía las respuestas a sus preguntas; alguien que sabía quién era él realmente y cómo había llegado a aquella cápsula de supervivencia.
A sus pies se extendía la ciudad de las torres, las pirámides, los cubos, las espirales y los tetraedros, algunos de los cuales, mientras los miraba, iban cambiando de acuerdo con el programa de la ciudad. De vez en cuando, algunos robots, ayudando con su actividad a las alteraciones y adiciones, se deslizaban bajo los destellos de la luz estelar reflejada a su vez por los muros de la ciudad. Los robots nunca dormían, la ciudad nunca dormía. Cambiaba constantemente, imprevisiblemente.
La ciudad era como un robot gigantesco, compuesto por millones y millones de células metálicas, que funcionaran de acuerdo con la acción y reacción de los núcleos codificados del DNA. Aunque formada por materia inorgánica, la ciudad era una cosa viva, el triunfo de un diseño filosófico que Derec llamaba «ingeniería minimalista».
Derec se había sentido parcialmente inspirado para subir a lo alto de esta torre, a través de una puerta y un ascensor que aparecieron cuando los necesitó, precisamente porque su estructura básica, enroscada como una serpiente, desde la calle le había parecido una gigantesca cinta, siempre en crecimiento. Y una vez la cinta había alcanzado la altura preordenada, las células se habían enlazado para formar una estructura sólida. Tal vez también se hubiesen multiplicado.
Dos torres situadas directamente frente a él se fundieron y se hundieron en la calle, como cayendo en un increíble pozo. A un kilómetro a su derecha, una serie de edificios de distintas alturas se tornaban gradualmente uniformes, para luego fundirse en una sola construcción, muy vasta y cuadrada. Así se quedó aproximadamente unos tres minutos, y después, metódicamente, empezó a metamorfosearse en una fila de cristales.
Unos días antes, esta visión le habría inspirado una sensación de asombro. Ahora era una cosa normal. No era extraño que hubiera querido divertirse con lo que había pensado que era una ligera distracción mental.
De pronto, apareció un tremendo resplandor en la neblina de la ciudad. Derec se tapó los ojos, presa de pánico, suponiendo que era una explosión.
Pero, a medida que transcurrían los segundos y el resplandor continuaba allí, se dio cuenta de que su presencia no había ido acompañada por ningún ruido ni sensación de violencia. Fuese cual fuese su naturaleza, su presencia parecía deberse a la presión de un pulsador.
Recobrando un poco su autocontrol, Derec apartó lentamente los dedos de sus ojos y aventuró una ojeada. El resplandor se estaba transformando en una serie de colores fácilmente definibles, con diversos matices carmesí, ocre y azul. Los colores cambiaban a medida que cambiaba la pirámide tetragonal de la que surgían.
La pirámide estaba situada cerca del límite de la ciudad. La construcción, de ocho lados, se hallaba precisamente equilibrada sobre la estrecha punta de su vértice y giraba como un trompo, lentamente. Desde el lugar donde estaba Derec, parecía una enorme joyel, gracias a las luces brillantes que cambiaban constantemente.
Al contemplar aquella visión, sintió que, de modo gradual, iban desapareciendo sus ansiedades. Sus problemas parecían reducirse a algo insignificante, en comparación con el esplendor de aquellas luces. ¡De cuánta belleza era capaz esta ciudad!
Muy pronto, no obstante, la sensación de calma se vio destruida por su creciente curiosidad, por la necesidad de saber más sobre aquel fenómeno, una necesidad que rápidamente llegó a ser abrumadora, terriblemente acuciante. Tenía que examinar aquel edificio de cerca y después regresar a su «cubil», donde tenía sus terminales de acceso, y sumirse en el estudio de la misteriosa programación de la ciudad.
Como las obras de Shakespeare, la extraña estructura parecía un lugar magnífico para un escape temporal. Además, quizás descubriría algo que les ayudaría a él y a Ariel a salir de tan demencial planeta.
—¡Conque estás aquí! —exclamó una voz muy conocida a su espalda—. ¿Qué estás haciendo?
Al levantar la vista, divisó a Ariel mirándole, con las piernas separadas y las manos en las caderas. La brisa le ponía mechones de su cabellera en la nariz y los ojos. En sus pupilas se veía una expresión maliciosa. De repente, se olvidó de la ciudad y se puso a contemplar en cambio a la joven. Su inesperada aparición casi había dejado a Derec sin aliento. Tenía que recobrar la serenidad.
«De acuerdo —se dijo—, no es sólo su presencia; es ella, es todo lo que la rodea…».
—Hola. Precisamente pensaba en ti —consiguió articular Derec con una nota falsa en su voz, demasiado obvia, al menos para él.
—Embustero —replicó ella, con sarcasmo y cariño a la vez—. Pero no importa. También yo deseaba verte.
—¿Has observado aquel edificio?
—Naturalmente. Llevo aquí ya algunos instantes, mientras tú estabas como alelado. Es asombroso, ¿verdad? Estoy segura de que ya has pensado en analizarlo.
—Oh, sí. ¿Y cómo me has encontrado? —quiso saber el joven.
—Wolruf te husmeó. Ella y Mandelbrot están abajo.
—¿Qué hace Wolruf aquí? ¿Por qué se ha quedado abajo?
—No le gusta el aire de aquí arriba. Dice que le hace añorar los campos silvestres en estas frías noches otoñales.
Ariel se sentó al lado de Derec. Se inclinó hacia atrás sosteniéndose con las palmas de sus manos. Los dedos de la mano derecha casi tocaban los de Derec.
El joven se dio cuenta del calor que desprendían aquellos dedos delicados. Deseaba mover la mano los dos centímetros que le permitirían tocarlos. En cambio, se apoyó en los codos y pegó las manos a sus costados.
—Ante todo ¿qué haces aquí arriba? —inquirió ella.
—Me relajo.
—¿Sí?
El momento de silencio entre ambos fue decididamente enervante. Ariel parpadeó y luego miró hacia el edificio en rotación.
Durante aquel instante, los pensamientos de Derec se barajaron como las cartas y estuvo a punto de soltar muchas cosas. Pero al final decidió no comprometerse.
—Sí, deseaba olvidarme un poco de los problemas.
—Magnífico. Resulta saludable dejar de preocuparse durante algún tiempo. ¿Ya has imaginado la manera de largarnos de aquí?
—No, pero debes admitir que nuestra estancia aquí no es tan mala como alguna de las dificultades en que nos hemos visto.
—Por favor, ahora no quiero acordarme de los hospitales. Si veo otro robot de diagnósticos, será demasiado para mí.
—Pero será mucho peor si no lo ves —exclamó Derec, aunque inmediatamente se arrepintió de sus palabras.
—¿Por qué? —preguntó Ariel, con el rostro congestionado por la cólera—. ¿Porque sufro una enfermedad que me va volviendo loca lentamente?
—Oh… pues sí, por ejemplo.
—Muy gracioso, señor Normal. ¿No se te ha ocurrido pensar que puede gustarme esa enfermedad, que puedo preferir la forma como mi mente funciona ahora a como lo hacía durante la época en que estaba «sana»?
—Hum… no, no se me ha ocurrido, ni creo que se te haya ocurrido a ti. Oye, Ariel, sólo intentaba ser gracioso. No pretendía ofenderte, ni siquiera sacar a relucir ese tema. Bueno, las palabras salieron sin querer.
—¿Por qué será que no me ha sorprendido?
Ariel se apartó de él, tras encogerse de hombros.
—Yo deseo que te encuentres bien. Estoy preocupado por ti.
La joven se enjugó la cara y la frente. ¿Estaría sudando?
Derec no lo veía en la oscuridad.
—Escucha, has de comprender que últimamente he tenido serias dificultades para mantener centradas mis ideas —observó ella—. No siempre es tan malo. Es algo que va y viene. Pese a lo cual, a veces siento como si alguien me sacara el cerebro de la cabeza con unas tenazas. Acabo de superar uno de esos momentos.
—Lo siento, no lo sabía.
De repente, Derec sintió como si también su corazón lo hubiesen sujetado con unas tenazas. Los centímetros que les separaban parecían un abismo insalvable. Se preguntó si no estaría también loco, para desear cruzar dicho abismo y estrecharla entre sus brazos. También se preguntó si ella se relajaría cuando él le obligara a apoyar la cabeza en su pecho.
Decidió cambiar de tema, esperando esquivar también el otro tema que no habían tratado.
—Bueno, aunque todavía ignoro mi identidad, creo que he logrado averiguar muchas cosas de mí mismo desde que me desperté en aquella instalación de minería. He descubierto que poseo buenos instintos. Especialmente, al ser capaz de decidir quiénes son mis amigos.
—¿Sí?
—Sí. Y tras la debida consideración, he llegado a la conclusión de que tú eres uno de ellos.
—¿Sí? —sonrió Ariel—. ¿Lo crees de veras?
Derec le devolvió la sonrisa.
—Eso es algo que yo sé y que tú debes comprobar.
—Bueno, puedo vivir con esto —Ariel frunció los labios—. Dime, señor Genio, ¿cómo encaja ese edificio en el programa de esta ciudad?
—No lo sé. Es una anomalía.
—¿Cómo se llama su forma?
—Pirámide tetragonal.
—Pues a mí me parecen dos pirámides juntas.
—Por esto se llama tetragonal.
—Fíjate cómo brilla, cómo relucen sus colores. ¿Crees que el responsable es el doctor Avery? Es el responsable de todo lo demás…
—Si te refieres a si planeó algo así, no estoy seguro de saberlo.
—Pues ésta sí que es una respuesta directa —exclamó ella, sarcásticamente.
—Perdona, no intento ser oscuro. Quiero decir que esa estructura podría estar implícita en el programa, al menos hasta cierto punto, pero ignoro si Avery lo sabía, cuando puso la ciudad en movimiento.
—Si tuvieras que hacer una suposición…
—Diría que no. He estudiado bastante bien la propagación del sistema central de ordenadores, para no mencionar las células de la ciudad y de diversos robots, y en realidad no he visto nada que sugiera algo semejante… aunque supongo que es posible.
—¿Te has fijado en que los matices del plano carmesí dan la ilusión de profundidad, como capas de lava cristalizadas? ¿Y que el plano azul se parece al cielo de Aurora?
—Lo siento, pero no recuerdo haber visto lava, y tengo sólo un recuerdo muy vago del cielo de Aurora.
—Oh, ahora soy yo la que debe lamentar haber hablado demasiado.
—Olvídalo. Vamos allá. Ese edificio probablemente resultará más bello visto de cerca.
—¡Seguro! Pero ¿y Wolruff y Mandelbrot? Wolruf tal vez se muestre impresionada, pero no comprendo de qué modo un robot como Mandelbrot puede ver aumentada su curiosidad integral reforzada con algo que su programación no le ha preparado para apreciar.
—No te dejes engañar —Derec sacudió la cabeza—. Si mis sospechas son correctas, Mandelbrot es un robot personalmente responsable. Y me interesa averiguar hasta qué punto. Y si a mí me interesa, también le interesa a Mandelbrot.
—Entiendo. Indudablemente, has pasado horas con él, tratando de dilucidar algún detalle oscuro e insignificante, en vez de imaginar la manera de salir de aquí. ¿No te has cansado aún de los robots? —añadió Ariel, burlonamente.
Derec comprendió que aquel súbito cambio de humor no era culpa de ella, pero no pudo abstenerse de decir lo que sentía.
«—Ya veo que no era descarada, sino modesta como una paloma…; y no ardiente, sino atemperada como la mañana».
Ante su sorpresa, Ariel se echó a reír.
Y a su pesar, Derec sintióse insultado. Había querido que el chiste fuese sólo suyo.
—¿Qué hay de gracioso en esto?
—Que esto es de La Fierecilla domada. Leí la comedia anoche y, cuando llegué a esas líneas, me pregunté en voz alta si alguna vez me las dirías.
Derec sentíase ya decididamente consternado.
—¿Quieres decir que también lees a Shakespeare?
—¿Acaso puedo hacer otra cosa? Estuviste dejando papeles de impresora por todas partes. Bien, vamos a bajar. Sé donde hay un par de motocicletas veloces, esperando a que las utilicemos.