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Movimiento sosegado

Ariel y Derec encontraron a Wolruf y Mandelbrot en el vestíbulo, de pie delante de uno de los autómatas que Derec había programado en el ordenador central para que se situaran en al menos un diez por ciento de los edificios. Lo había hecho para asegurarse de que los tres individuos del planeta que necesitaban sustento tuviesen acceso al mismo de forma más o menos conveniente.

Cuando él y Ariel salieron del ascensor, Derec observó que Wolruf estaba a cuatro patas, inclinada sobre una bandeja de comida sintética. Por su poderosa gola iba desapareciendo algo semejante a una berza colorada. Mandelbrot estaba pulsando los botones del autómata a ritmo uniforme, asegurando así un suministro constante. Los dos estaban tan absortos en sus respectivas tareas que no parecieron oír el ruido del ascensor ni el susurro de las puertas al abrirse.

—Perdona, ya sé que mis conocimientos de tus necesidades nutritivas son limitados, puesto que los robots sólo nos ocupamos de comida por motivos diplomáticos —se disculpaba Mandelbrot—, pero ¿no es vagamente presumible que el exceso de consumición pueda provocar la regurgitación de una parte significativa de lo que comes?

—Yo ser quien deber juzgarlo —exclamó Wolruf, eructando fuertemente antes de tomar otro bocado—. Yo olvidar comer hoy.

—¿Lo estoy imaginando —murmuró Derec al oído de Ariel, poniéndose de puntillas, ya que ella era unos centímetros más alta que él—, o Wolruf come lo suficiente como para hundir el piso?

—Tiene mucho apetito a causa de su colosal metabolismo —le susurró Ariel, en contestación.

Derec enarcó una ceja.

—Espero que Wolruf no esté comiendo de esta manera desde que subiste al tejado. Si continúa ingiriendo materias primas de esta forma, tal vez vuelva a tener una de sus crisis de energía.

—Su raza está acostumbrada a las grandes comilonas. Tal vez sea una sublimación de sus otras urgencias animales.

—¿Quieres decir que su raza pudo iniciar su historia evolutiva como comedores de carne, y luego tornarse vegetariana porque las grandes comilonas les eliminaban su necesidad de matar para alimentarse?

—La inclinación hacia la violencia no es exactamente lo que estaba pensando.

—Huuummm… Por lo que he visto de su actividad subliminal, no me extraña que su raza no se enterase de los viajes espaciales hasta que los alienígenas visitaron su planeta. Simplemente, estaban demasiado ocupados en masticar para tener tiempo que perder en investigaciones científicas.

Derec había intentado que la observación fuese totalmente inocente, pero Ariel se mostró genuinamente sorprendida.

—¿Sabes una cosa, Derec? Tu sentido del humor jamás deja de asombrarme.

—Bueno —intercaló Wolruf, sin dejar de masticar, y levantando finalmente la vista del plato de plástico—, yo oí la conversación. Nuestra raza acostumbrar comer hasta atiborrar, y atiborrar más y más la panza cuando haber mucha comida. Ser el instinto heredado de las tribulaciones y miserias de innumerables siglos de cazar.

Mandelbrot dejó de pulsar los botones, dio media vuelta y miró a la caninoide.

—Perdona, Wolruf, tal vez no debería hacer esta observación, pero opino que, una vez restaurada y almacenada la energía en tus células orgánicas, puedes perder la totalidad de tu velocidad natural, disminuyendo de este modo las habilidades y capacidades que tendrías si sólo tomases la cantidad de nutrientes que realmente necesitas. Y, si tu próxima comida es tan abundante como ésta, el daño será mucho mayor.

—Si no puede correr, estoy seguro de que puede rodar —manifestó Derec, cruzando el vestíbulo hacia la alienígena y el robot.

El lado izquierdo de la boca de Wolruf se estremeció al gruñir. Luego, ladeó una oreja hacia los humanos y la otra hacia el robot que tenía detrás.

—Yo estar segura de que a los humanos faltar huesos fuertes.

Derec recordó lo clareado que el pellejo marrón y dorado de Wolruf le había parecido cuando la conoció, cuando él era prisionero del alienígena Aranimas. Ahora, su piel era suave y lisa al tacto, debido sin duda a las mejoras dietéticas que los robots habían preparado para ellos. En algunos aspectos, Wolruf parecía un lobo, con su rostro achatado, sus orejas desmesuradamente largas y puntiagudas, y sus aguzados colmillos. Una feroz inteligencia ardía detrás de sus pupilas amarillas, recordándole a Derec que era una alienígena de una civilización de la que él no sabía nada, una criatura que hubiera sido nueva, extraña y prodigiosa, incluso tal vez peligrosa, en un mundo donde ella fuese el único misterio.

Por otra parte, Mandelbrot era de fiar, anticuado y previsible, y por eso más maravilloso, al haberlo fabricado el propio Derec con las piezas de recambio proporcionadas por Aranimas, que también le había cedido a Wolruf como ayudante. Mandelbrot estaba programado para servir primero a Derec antes que a los demás seres humanos. Los otros robots de Robot City lo estaban para servir primero al doctor Avery, por lo que Derec jamás podría confiar totalmente en ellos, ni esperar que cumpliesen sus órdenes al pie de la letra. A veces, cuando las cumplían, violaban el espíritu de sus instrucciones. Mandelbrot, incluso, se atenía a dicho espíritu.

Derec no censuraba a los robots de la ciudad por sus frecuentes evasivas. Al fin y al cabo, ¿qué se podía esperar razonablemente de un robot, mientras su conducta no violase las Tres Leyes?

—¿Te sirvió de algo tu meditación? —se interesó Mandelbrot—. ¿Llegaste a alguna conclusión que puedas compartir con nosotros, máster Derec?

—No, pero sí conseguí que se me cruzaran algunos cables.

Antes de que Mandelbrot, que tendía a interpretar literalmente muchas de las frases de Derec, pudiera preguntarle qué cables eran aquéllos y dónde estaban, Derec habló del espectacular edificio nacido en la ciudad.

—No encaja en absoluto con el carácter ni el contexto de la ingeniería minimalista de la ciudad, como si fuese el producto de una mente completamente diferente.

—No, aquí haber células —protestó Wolruf—. Poder ser resultado de un desarrollo evolutivo imprevisto.

Derec se frotó la barbilla, como meditando las palabras de Wolruf. Tenían sentido. Los códigos ADN de la ciudad podían estar mutando y desarrollándose por si mismos, como las bacterias y los virus se desarrollan sin que lo observe la humanidad ni lo aprueben los mundos civilizados.

Mandelbrot asintió, sumido en profundos pensamientos. Lo cierto era, no obstante, que sus potenciales positrónicos iban procesando toda la información obtenida desde el momento en que fue activado para servir a Derec, eligiendo los puntos más convenientes a la situación del momento, con la esperanza de que, cuando estuviesen yuxtapuestos en una sola observación, arrojarían nueva luz sobre el asunto. Por desgracia, la conclusión resultante de toda esta actividad micromagnética dejaba mucho que desear.

—Es demasiado pronto para especular acerca de lo que creó ese edificio, quién lo hizo o por qué. De todos modos, la verdad me obliga a admitir que mis conversaciones privadas con los robots nativos de esta ciudad indican que sus esfuerzos creadores podrían permitir a ciertos individuos hacer lo que los sabios califican de «ruptura conceptual».

—¿Por qué no me dijiste antes todo esto? —inquirió Derec, en tono exasperado.

—No me lo preguntaste, ni yo pensé que esto se relacionara con ninguna de las conversaciones de los últimos días —respondió Mandelbrot, sosegadamente.

—Ah —exclamó Ariel, abriendo más los ojos—, quizá los robots hayan decidido observar la conducta humana con la esperanza de obtener una evidencia empírica.

—Espero que no sea así —la atajó Derec, lacónicamente—. Me molesta pensar que, para ellos, soy una especie de curiosidad científica.

—¿Por qué tú pensar que ellos estudiarnos? —intercaló Wolruf, tímidamente.

—Vámonos —les apremió Derec—. ¡Estamos perdiendo el tiempo!

Fuera, las nubes bajas y espesas que procedían del horizonte empezaban a reflejar la incandescencia que, a su vez, espejeaba en los edificios tembleteantes de múltiples lados que rodeaban a Derec y sus amigos. El joven tenía la sensación de que, a toda Robot City, la había rodeado un fuego helado. Y el origen de aquel resplandor se hallaba en el centro de la ciudad, girando con aquellos variados matices de color, como si un holocausto industrial de enormes proporciones hubiese roto la tela de la realidad, dejando al descubierto el dinamismo centelleante que yacía oculto bajo la superficie de toda la alegría de la ociosa especulación, a medida que el resplandor se iba expandiendo y absorbiendo gradualmente al resto de la ciudad en su frialdad.

En realidad, eran tan brillantes los reflejos de los otros edificios y las nubes del cielo que, ocasionalmente, las luces de las calles quedaban desactivadas y se encendían y apagaban automáticamente cuando las calles eran transitadas. Los cuatro se encontraron viajando por las calles resplandecientes con matices azules o carmesíes, como si de pronto estuviesen inmersos en los fuegos semihospitalarios de un submundo mitológico.

Por consiguiente, fue natural para Derec suponer que ni Mandelbrot ni Wolruf comentasen nada respecto a aquella incandescencia inusitada, por tener la mente ocupada por otro asunto. Éste era la velocidad de las motocicletas que él y Ariel conducían por las calles. El zumbido de los motores eléctricos resonaba entre los edificios como una nube de saltamontes arrasando un campo, y el chirrido de los neumáticos, al tomar las curvas, era como el ruido de la explosión de un fotón que enviaba sus restos a un universo de antimateria.

Ariel era quien iba en cabeza. Había diseñado las motos ella misma, mientras Derec se hallaba ocupado en otras actividades, y hasta había convencido a los robots de ingeniería de que los caballos de fuerza extras de las motos eran excelentes para el conductor, puesto que podían aliviar parte del «ansia de muerte» que los humanos suelen llevar consigo.

—¿Por qué creéis que necesitamos programarles una Primera Ley, sea robótica o humana? —había preguntado.

Los ingenieros, que se hallaban adecuados mentalmente para solucionar problemas prácticos, no estaban preparados para tratar con esa clase de lógica, de modo que no tuvieron más remedio que acceder a sus demandas.

—¡Máster Derec! ¿No podríamos avanzar a menos velocidad? —imploró Mandelbrot, que iba al lado de Derec, en el sidecar, cuando el vehículo de tres ruedas, teóricamente estable, se inclinó fuertemente a la izquierda, para compensar el giro efectuado por el joven hacia un bulevar—. ¿Acaso este asunto tiene una urgencia que yo no vislumbro?

—No. Sólo intento mantenerme a la altura de Ariel —replicó Derec, sin poder reprimir una sonrisa al ver los gestos de espanto de Wolruf, que iba en el sidecar de la moto de Ariel, casi medio kilómetro por delante.

—Tal vez me perdonarás si observo que intentar avanzar a la señorita Burgess es una pérdida de tiempo. No, tú jamás lo conseguirás. Y entonces, ¿por qué malgastar una preciosa energía intentándolo a cada posible oportunidad?

—Eh, no quiero que ella haga algún descubrimiento importante antes de que yo tenga la oportunidad de hacerlo por mi mismo.

—¿Quieres decir, pues, que todavía iremos a más velocidad? —se asustó Mandelbrot. Tras una pausa, añadió—. Máster Derec, debo confesar que tal propósito no se aviene con la visión del mundo inherente a mi programación micromagnética.

—No… deseo emparejarme con ella, pero no soy ningún suicida. Además, me apuesto cualquier cosa a que, si acelerase más esta moto, las Tres Leyes de la Robótica combinadas te impulsarían a hacerme parar.

—Sólo a hacerte aflojar la marcha —replicó Mandelbrot—. Sin embargo, puedo hacerte una sugerencia que, si la sigues, tal vez sea ventajosa para ambos.

—Oh, ¿de qué se trata?

—A requerimiento tuyo, estuve estudiando las sutiles combinaciones de las rutas que van de un sitio a otro de Robot City. Naturalmente, la tarea resultó difícil, puesto que todas las vías cambian constantemente, pero logré detectar algunas pautas discernibles que parecen fijas, pese a las mutaciones que sufre la ciudad en sus detalles…

—¿Quieres decir —le interrumpió Derec con impaciencia— que conoces algunos atajos?

—Sí, si entiendo correctamente tu lenguaje. Creo que es esto lo que intentaba decir.

—Entonces, guíame, MacDuff[2].

—¿Quién? ¿Por qué me llamas así?

—No importa, es un personaje de una obra de Shakespeare, una alusión literaria. Sólo quería decirte que me muestres por donde tenemos que ir… como un buen navegante. ¡De prisa! ¡Ariel nos está dejando atrás!

—Entendido, máster Derec. ¿Divisas ese edificio que va cambiando a nuestra izquierda?

En tanto seguía las instrucciones del robot, Derec, que consideraba la experiencia como algo extraordinario, empezó a trazar una complicada serie de virajes y giros a través de las calles de la compleja ciudad, hasta el punto de que muy pronto temió no poder de ninguna manera atrapar a Ariel y Wolruf, a pesar de que Mandelbrot le aseguraba lo contrario. En consecuencia, corrió algunos riesgos que el robot consideró innecesarios, como conducir el vehículo directamente por encima de los cimientos de edificios nuevos, o saltar por encima de fosos, como un especialista del cine, o bien viajar a través de puentes apenas lo bastante anchos para las ruedas de la moto. Más de una vez, sólo la destreza de Derec como conductor, una improvisada habilidad que Ariel le desafió prácticamente a cultivar, les salvó de no llegar a la cita en toda su vida.

Aún así, pronto quedó en claro que sus esfuerzos tal vez no les sirvieran de nada. Unos bloques antes de llegar al edificio resplandeciente, varias filas de robots se iban juntando y formaban una riada que abarrotaba la calle, impidiendo dramáticamente el avance de la moto. Habría sido sumamente fácil para Derec pasar a través de aquella multitud, provocando toda clase de daños y perjuicios, sin que nadie, ni Mandelbrot ni ninguno de los robots supervisores de la ciudad, protestara por ello, y menos todavía hiciera algún comentario crítico en el fondo de su cerebro positrónico. Tal incidente tampoco habría significado nada en sus relaciones futuras. Los robots no podían albergar rencores.

Pero Derec no tenía estómago para causar daños a un ser artificialmente inteligente. Desde su despertar en el asteroide minado, tal vez antes, había supuesto que había más implicaciones en los potenciales de la inteligencia positrónica de lo que habían imaginado Susan Calvin, la pionera legendaria de la ciencia robótica, o el misterioso doctor Avery, que había programado Robot City. Quizás ello fuese porque los circuitos de los robots estaban formulados con tanta rigurosidad, a fin de imitar los resultados del comportamiento humano, que Derec, en realidad, pensaba en los robots como en unos hermanos intelectuales de la humanidad. Quizá porque los secretos de la inteligencia humana no habían sido descubiertos por completo, Derec no se sentía cómodo haciendo distinciones definitivas entre la sustancia gris de su propio cacumen y la variedad pulverulenta que llenaba los cascos de los robots con tres libras de iridio y platino.

—Ya puedes enfriar tus condensadores, Mandelbrot —observó el joven, desacelerando la moto a sólo diez kilómetros por hora, lo que le permitió abrirse paso por entre los robots con relativa facilidad—. Nos tomaremos un poco más de tiempo.

—Si puedo permitirme una pregunta, ¿qué pasa con la señorita Burgess? Pensé que querías llegar antes que ella.

—Oh, sí, pero estamos ya tan cerca que no importa. Además podemos realizar otros descubrimientos —exclamó, parando en seco, de manera impulsiva delante de un trío de robots de piel color cobre que le cedían el paso—. Perdonadme —les dijo, hablando más directamente al más alto que estaba en el centro, que a los otros dos—, pero me gustaría formularos unas preguntas.

—Ciertamente, señor. Nos sentiremos muy honrados de ayudar a un ser humano lo mejor que podamos, especialmente porque mis sensores me indican que eres uno de los dos humanos que recientemente salvaron a nuestra ciudad del fallo autodestructor de su programación.

—Ah, ¿os gusta que haya sido salvada?

—Naturalmente. Las respuestas de mis circuitos positrónicos a los acontecimientos del universo corresponden, de manera vagamente análoga, a las emociones humanas.

Derec no pudo resistir el deseo de mirar a Mandelbrot, enarcando las cejas, para darle a entender hasta qué punto eran significativas las palabras de aquel otro robot. Le palmeó el hombro, indicando que debía permanecer sentado, y luego saltó de la moto. Parecía descortés estar sentado y hablar con los robots que estaban de pie.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al del centro.

—Mi número de designación es el M334.

—¿Y tus camaradas?

—Nosotros no tenemos número. Yo me llamo Benny —se presentó el que estaba a la derecha de M334.

—Y yo, Harry —añadió el de la izquierda.

—Todos vosotros parecéis robots constructores sofisticados. ¿Me equivoco?

—No —replicó M334.

—Entonces, ¿por qué vosotros dos tenéis unos nombres tan tontos?

Los robots se miraron uno al otro. Derec hubiese jurado que las luces de sus sensores registraban algo semejante a la confusión…

—El nombre de Benny y el mío no son cosa de broma —respondió finalmente M334—. Gastamos una considerable cantidad de energía mental buscando entre los nombres más corrientes del siglo XX, hasta que cada uno de nosotros encontró uno del que pudiésemos estar seguros que encajaba en los parámetros individuales de nuestras personalidades positrónicas; aunque, eso si, de una manera que no pudimos, y aún no podemos, comprobar a nuestra satisfacción.

—Os sentís cómodos con ellos —contestó Derec.

—Bueno, poniéndolo de este modo… —murmuró M334, dejando la frase sin terminar, lo que sugería que la observación de Derec acababa de iniciar una línea de pensamientos que se hallaba más allá de los límites de su programación. El efecto fue tremendamente humano.

—Seguro que no somos nosotros el motivo de que te hayas detenido —intervino Harry, en un tono casi desafiante.

Éste era el robot más bajo de los tres, observó Derec, pero al mismo tiempo, intuyó que era el que poseía los módulos más poderosos de personalidad. Ciertamente, su tono de voz era más valiente, más esforzado que el de todos los robots que había conocido desde su despertar.

—¿Podría pedirte humildemente que nos hagas partícipes de los pensamientos que tienes en tu mente? Mis camaradas y yo tenemos tareas que cumplir, sitios adonde ir.

Derec volvió a pensar que era un robot bastante atrevido. Aunque fuese posible interpretar sus palabras como altaneras, la expresión había sido tan cortés y tan refrenada como una petición de ayuda.

—¿Tu prisa tiene algo que ver con tus estudios de las Leyes de la Humánica, verdad? —inquirió Derec.

—Hasta donde nos lo han permitido los humanos —fue la respuesta de Harry, como acusando a Derec de ser responsable personalmente de ello.

—Hemos leído las historias y novelas a las que el ordenador central nos ha permitido acceder en nuestro tiempo libre —agregó Benny.

—¿Dijiste «permitido»? —recalcó Derec.

—Sí. El ordenador central juzga qué parte del material es demasiado revolucionario para lo que se supone que son las limitaciones de nuestra programación —aclaró M334—. Pero, si puedo hablar por mi mismo, señor, éste es precisamente parte del material que más me interesaría. Supongo que me ayudaría a aclarar algunas de las cuestiones que tengo respecto a la humanidad a la que todos serviremos algún día.

—Veré qué puedo hacer para modificar esa parte de la programación del ordenador central —se ofreció Derec.

—Esto sería maravilloso —repuso Harry—, y estoy seguro de que, en el futuro, recordaremos este encuentro con corrientes renovadas, entre las que surgen a través de nuestros suministros de energía.

Derec decidió que ya estaba bien de charla.

—Bien, ¿por qué estáis tan impacientes, ahora?

—¿No es acaso obvio? —replicó Harry—. Lo estamos tanto como todos los demás. Queremos echar una ojeada a aquel edificio iluminado. Nunca vimos cosa semejante. Como es natural, sentimos curiosidad.

—¿Por qué? —preguntó Derec.

—Porque nuestros circuitos responden a ello de una manera que todavía no podemos comprender —contestó Benny—. Si, el efecto es vagamente análogo al que el gran arte ejerce sobre los humanos inteligentes. Tú, señor, eres humano y, por tanto, teóricamente, has tenido algunas experiencias artísticas. ¿Eres tú el responsable de eso?

—No, ni tampoco mi compañera humana.

—Y en la ciudad no hay más humanos —reflexionó M334.

—No, a menos que exista un intruso no detectado —intervino Mandelbrot desde el sidecar—, lo cual es una posibilidad extremadamente improbable, ahora que el ordenador central ha quedado restaurado y es capaz de operaciones eficientes.

—¿Y el alienígena, el no humano al que nos pediste obedecer, además de los humanos? —preguntó Benny.

—No, en absoluto —negó Derec, más preocupado por escrutar sus acciones que por el contenido de sus propias palabras.

M334 le miraba intensamente. Benny se comportaba de manera casual, con las manos a la espalda. Harry jugaba con las manos, casi como un niño superactivo que se ve obligado a estar donde no le gusta; miraba constantemente más allá de los tejados más próximos, al cielo iluminado, y sólo volvía la vista hacia Derec cuando era absolutamente necesario.

—¿Y si os dijese que creo que el responsable es un robot?

—¡Imposible! —gritó Benny.

—¡Los robots no soñamos! —adujo M334—. Nuestra programación no nos lo permite. Nos falta capacidad para tomar las decisiones ilógicas de las que, al parecer, se deriva toda obra artística.

—¡Abyectamente suplico no estar de acuerdo! —protestó Harry, al momento—. Muy en el fondo de mis ideas más lógicas, siempre he sospechado que los robots poseen un potencial ilimitado, que tal vez puede surgir en alguna ocasión.

»Señor, si puedo hablar con franqueza, siempre me ha parecido lógico que ha de haber algo más en la estructura ética del universo que sirve a otros. Una vena inmortal ignorada debe correr a través de toda la vida y de todas las expresiones creadas por ella.

—De las cuales los robots puede considerarse que forman parte —concluyó Derec, con una sonrisa—. Es posible que haya aspectos válidos en tu tesis, aspectos que deberían ser analizados de manera lógica y ordenada, siempre que todos estemos de acuerdo en la semántica involucrada.

—Exactamente —asintió Harry—. Y expongo a tu atención el antiguo filósofo de la Tierra, Emerson, quien formuló varias teorías interesantes acerca del significado de la vida, teorías que podrían dar cierta orientación a las relaciones existentes entre las diversas formas de existencia en los diferentes planetas.

—Leeré sus obras en la pantalla del ordenador central en la primera ocasión que se me presente —gritó Derec, volviendo a saltar sobre la moto—. Gracias por vuestro tiempo. Tal vez nos veamos más tarde.

—Será una experiencia próxima al placer —le aseguró M334, agitando tímidamente la mano cuando Derec puso en marcha la moto y empezó a pasar por entre el gentío de robots, cuya densidad había aumentado más de tres veces desde el comienzo de la conversación. Mandelbrot se agachó en el sidecar, como temeroso de verse arrojado fuera en el primer viraje.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Derec—. ¿Temes violar la Tercera Ley? —añadió, refiriéndose a la cláusula según la cual un robot no debe, por omisión, resultar dañado.

—Aunque inadvertidamente, sí —confesó Mandelbrot—. Mi naturaleza no me permite ignorar las medidas preventivas, y a mi me parece que tomas las curvas de manera excesivamente cerrada, tanto que no derrapas por el grosor de un alambre.

—Se dice por el grosor de un pelo —le corrigió Derec—, y además, no tienes nada que temer. Hay demasiada gente como para correr. Cuando sugerí que fuésemos a echar una ojeada, no me imaginé que todos querrían hacer lo mismo.

En realidad, su avance hacia el edificio resultaba muy difícil, y Derec se veía constantemente obligado a detenerse y esperar mientras grupos de robots les abrían paso, usualmente sólo para hallar otro grupo que les cerraba el camino. Era una experiencia definitivamente frustrante. Por fin, Derec no pudo contenerse más y gritó:

—¡Está bien! ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! ¡Todo el mundo a un lado!

—Máster Derec, ¿hay alguna razón para tanta prisa? —inquirió Mandelbrot, con una paciencia tímida que Derec, en su malhumor, halló irritante—. Ese edificio no parece transitorio, por lo que poco importa que lleguemos a él antes o después.

Derec apretó los labios. Como estaban programados para obedecer las órdenes de cualquier humano, mientras las mismas no contradijesen la Primera Ley o las órdenes anteriores de sus verdaderos amos, los robots estaban abriéndole paso con más rapidez que antes, aunque no con la premura necesaria. Derec, de todos modos, pudo conducir ya la moto un poco más de prisa, si bien teniendo que gritar una y otra vez.

Los subsiguientes grupos de robots reaccionaban con distraído asentimiento a la orden de Derec, pero jamás un grupo abría paso con la diligencia que a él le hubiese gustado.

—Máster Derec, ¿estás enfermo? —se interesó Mandelbrot, con súbita preocupación.

Con la misma prontitud, el robot se inclinó para echar un vistazo al rostro de Derec, a través de sus sensores. Aquel movimiento asustó a Derec que, instintivamente, retrocedió el cuerpo, casi desequilibrando la moto en el proceso. Mandelbrot no pareció darse cuenta, y simplemente continuó su inspección.

—Mis sensores registran una elevación de temperatura en tu epidermis, y percibo un fulgor muy rojo en tus mejillas y tus orejas. ¿Debo concluir que te hallas físicamente enfermo?

—No, Mandelbrot —negó Derec, casi mordiendo las palabras—. Simplemente, me siento frustrado por no poder acercarme a ese edificio tan de prisa como quería. Es obvio que tu circuito de la curiosidad no funciona con la misma intensidad que la curiosidad humana.

—Esto se debe a que tú no posees ningún circuito. Tú estás gobernado por tus emociones, en tanto que yo puedo ver lógicamente por qué tantos robots, la mayoría supervisores de la clase constructora, como seguramente ya habrás observado, están interesados en este fenómeno.

—¿Sí? Bueno, yo puedo comprender que algunos de los más sofisticados, como tú mismo…

—Gracias, máster Derec. Siempre recalienta mis condensadores, recibir un cumplido.

—… y M334 y sus camaradas, os halléis interesados en esto. Pero ¿por qué tantos?

—Podría resultar instructivo mencionar que los principales supervisores de Robot City, Rydberg y Euler, me han presentado, en cuanto han podido, varias cuestiones sobre una amplia gama de temas, respecto a qué se siente cuando se vive algún tiempo con un humano. En realidad, me interrogaron extensamente acerca de este asunto. Si, me cosieron a preguntas.

—¿Qué dices que te hicieron?

—Coserme a preguntas. Es una frase que aprendí y que procede de la jerga hablada en los diálogos de las películas antiguas, según creo, las películas que ellos suelen ver para saber algo de los seres a los que tienen que servir, según su programación implícita.

—Oh… ¿Y qué les dijiste de mi?

—Muy poca cosa, en particular. Su línea de preguntas fue más general…

—No estoy seguro de si debo sentirme aliviado o no…

—Estoy convencido de que, sea cual sea la decisión que adoptes, será la mejor para ti. De todos modos, les dije que uno de los aspectos más interesantes de la existencia humana es cómo varían las cosas de un día para el otro; que, cuando cambian las circunstancias y el ambiente, también cambia el aspecto personal de los humanos en cuestión. Todos los días ocurre algo inesperado, por pequeño e insignificante que sea; no hay un solo día aburrido. Evidentemente, una continua fuente de novedades es importante para que el individuo humano siga gozando de buena salud mental y de bienestar físico. El grado de interés que los robots sienten por ese edificio podría deberse al hecho de que es nuevo, y que desean averiguar por si mismos qué es ese concepto de «novedad».

—Entiendo —murmuró Derec, asintiendo para si.

Se había detenido para que otro grupo les abriese paso, pero, en lugar de soltar el freno y acelerar, apartó la moto hacia el costado de una casa y la aparcó.

—Vamos, Mandelbrot, daremos un paseo.

—Perdona, máster Derec, pero pensé que tenías prisa.

—Bueno, o los conocimientos que he obtenido gracias a tus respuestas me han capacitado para captar las circunstancias… o he decidido que iremos más de prisa si nos unimos a esa multitud. Puedes elegir entre las dos opciones.

Pero, después de dar unos pasos, Derec se paró, al sentir una curiosa sensación de vacío a su lado. En efecto, Mandelbrot todavía no le había alcanzado. El robot se hallaba al lado del sidecar, con la cabeza ladeada en un ángulo extraño, como sumido en sus pensamientos.

—Mandelbrot, ¿qué haces ahí?

El robot sacudió la cabeza, como saliendo de un sueño.

—Perdona, máster Derec, no quería detenerte. Es que, como me falta información suficiente, no puedo elegir la opción del paseo.

Derec levantó los OJOS al cielo, exasperado. Las nubes resplandecían en rojo, como si el planeta estuviese cayendo de manera inexorable hacia una estrella.

—Las dos opciones son válidas, Mandelbrot. No era más que una broma… Intentaba ser irónico, humorista, si quieres.

—El humor y la ironía son dos cualidades subjetivas de la experiencia humana que jamás dejan de confundirme. Tendrás que explicarme mucho más acerca de ello.

—Un chiste es la forma más baja del humor… y pienso inventar algunos para castigarte si no te apresuras. ¡Vámonos!

Derec estaba un poco angustiado. Su observación había resultado desagradable sin querer, y a él no le gustaba mostrarse malhumorado con los robots. Jamás lograba ahuyentar la sensación de que era una descortesía. No obstante, tuvo que reconocer que sus duras palabras habían ejercido dos efectos en Mandelbrot, uno bueno y otro malo. El bueno era que, durante los minutos siguientes, Mandelbrot no se apartó de Derec ni por un instante. El malo era que el robot continuó formulando preguntas acerca de las sutilezas del humor, hasta que Derec se vio obligado a prohibirle formalmente que le hiciese más observaciones sobre el asunto hasta más tarde.

Claro que no especificó cuándo sería ese «más tarde», lo que significaba que Mandelbrot podía sacar a relucir el tema cuando quisiese. Derec confió en que la programación perceptiva del robot le haría aguardar hasta que las desviaciones del asunto que tenían ahora entre manos fuesen menos exasperantes.

El gentío que había en la plaza donde se alzaba el edificio en cuestión formaba un grupo denso, tal como Derec no recordaba haber visto jamás. Naturalmente, esto no lo tenía en su mente, puesto que no podía recordar haber visto o haber estado entre una muchedumbre, en su pasado oscuro y olvidado. En cambio, sí intuía ese conocimiento por la tirantez de su pecho, por la sensación desconocida de cosquilleo en su piel, y por un apremio repentino, muy difícil de dominar, de salir de allí, de huir de aquella plaza lo antes posible y hallar un sitio donde poder respirar con más libertad.

«Los robots no necesitan respirar», se dijo, tratando lo más sensatamente posible, de recobrar la calma. «Aquí, tú eres el único que usa el aire».

Al cabo de un momento, comprendió que era lo inesperado de verse apretujado por todas partes lo que le mantenía tan agitado. En su mente se había formulado, insensiblemente, una observación, y la dificultad de captarla era otro factor inaprensible de su angustia. Porque ni siquiera en la Estación Rockliffe, donde Derec desvió el tráfico normal de robots en un cruce importante, con el fin de poder apoderarse de la Llave de Perihelion (llave que todavía necesitaban para escapar del planeta), se habían reunido tantos robots cerca de él.

«Hummm… seguro que, cuando recobre mí memoria, sabré que no estoy acostumbrado a las multitudes», pensó.

—Mandelbrot —susurró, pues, por un motivo ignorado, no deseaba ser oído por los demás—, dame un cálculo rápidamente. ¿Cuántos robots hay aquí?

—El sensor visual indica que la plaza mide seis mil metros cuadrados. Cada robot ocupa una área muy pequeña, pero su cortesía natural hace que mantengan cierta distancia de uno a otro. Yo diría que, aproximadamente, aquí hay diez mil robots.

—¿Contando los que se hallan de pie en los bajos del edificio?

—Diez mil cuatrocientos treinta y dos.

—No diviso a Ariel ni a Wolruf. ¿Los ves tú?

—No. A pesar de mi espectro visual, más amplio que el tuyo, no los veo. ¿He de intentarlo con mi sensor olfativo?

—No, supongo que habrán quedado bloqueados entre la multitud.

—¿Es éste un ejemplo de ansia de justicia poética? Estoy seguro de que no tardarán en llegar.

Tras respirar profundamente, Derec asió a Mandelbrot por el codo y ambos se abrieron paso, afanosamente. Ahora que iban a pie, los robots les abrían paso casi sin notar su presencia. Sin excepción, todos contemplaban como fascinados el edificio giratorio, cuyo constante movimiento enviaba cambiantes oleadas de incandescencia a cada punto de la plaza. Robots de todos los colores resplandecían de manera poco natural, como si estuviesen en un estado perpetuo de combustión interna. Los distintos tegumentos de cobre, tungsteno, hierro, oro, plata, cromo y aluminio, que reflejaban los colores en cada plano, contribuían a añadir sutiles matices a la escena.

Derec pensó que los robots debían estar quemándose, o, al menos, hallarse al borde de fundirse como cera, pero el brazo de Mandelbrot continuaba frío cuando lo tocó, más frío que la brisa que soplaba por entre los demás edificios de la plaza.

Respecto a la pirámide tetragonal, los planos carmesíes, índigos, magentas y ocres aparecían dos veces una en el nivel superior y otra en el inferior. Mientras que las nubes situadas directamente sobre el edificio reflejaban un matiz especial, la plaza donde estaba Derec se hallaba como bañada por otro. Sin embargo, el joven sólo observaba este efecto en el interior de su mente, por estar sumamente preocupado por los matices cambiantes de color de cada plano.

Todos los matices parecían estar formados por campos semitransparentes, superpuestos unos a los otros. Jarrones de color… unos llenos con líquidos rebosantes, otros no… agitados hacia adentro y hacia fuera, y a través de los planos, como serpientes entrelazadas. Aunque los jarrones también poseían vibraciones que aumentaban las contexturas imprevisibles, el número de elementos que producían las variaciones era constante, produciendo el efecto de unas fuerzas inimaginables, mantenidas estricta e irremediablemente bajo control.

Los planos color carmesí eran como infiernos rugientes. Los planos color índigo le recordaban a Derec una representación movediza de aguas de un centenar de mundos, de un millar de mares. El magenta era a la vez fuego y agua, fundidos en la contextura contradictoria de los pétalos de una rosa muy delicada, compuesta por fibras resistentes. Y el ocre tenía el color combinado del trigo reflejando una puesta de sol, con la lava descendiendo por una calcinada ladera montañosa, junto con los destellos solares que surgían, como grandes plumas, de la superficie de una nova fluctuante. Y todo esto y más se hallaba emboscado y atrapado allí, en un espacio que poseían dos masas distintas y separadas la masa semejante a mármol del edificio, y la masa aérea de la eternidad, vista desde el punto de observación de un ojo situado en el límite del universo.

En realidad, la intención no estaba clara; era, en efecto, enigmática. Derec no estaba seguro de lo que significaba la forma de aquella estructura, pero, al escrutarla desde más cerca, quedó convencido más que nunca de que cada centímetro de la pirámide representaba la actividad fija de una sola mente, dedicada a componer un rompecabezas particular, de una manera también particular. Un rompecabezas concebido de forma independiente.

Derec tenía que saber de qué modo se había realizado la construcción. Obviamente, el constructor sabía cómo reprogramar un sector de células metálicas en el ordenador central de Robot City. Quizás había introducido una especie de virus metálico en el sistema, un virus que interpretaba unas especificaciones preconcebidas. Derec no sabía siquiera cómo era posible empezar tal tarea. Lo cual significaba que no sólo un robot había concebido el edificio, sino que también ejecutaba unas cuantas innovaciones científicas en el departamento de construcción.

Esto significaba asimismo que el robot, si en efecto se trataba de un robot, había alcanzado dos niveles de mente superior, teóricamente más allá de los límites mentales de la ciencia positrónica. ¿Cuántos niveles más podría el robot…? ¿No habría ya alcanzado…?

Derec comprendía que, sin darse cuenta, estaba andando por debajo del edificio, viendo cómo giraba por arriba. Su cuerpo reflejaba ahora un color azul sargazo. Miró hacia atrás y divisó a Mandelbrot, cuya superficie metálica se agitaba con el reflejo de cien corrientes.

De nuevo se sorprendió al ver que, ni siquiera estando tan cerca, no sentía calor. Y, cuando alargó el brazo para tocar el edificio, sintió que la superficie estaba fría como el tórax de un insecto iluminado.

—Máster Derec, ¿esto es lo que los humanos llaman belleza? —inquirió Mandelbrot, con una curiosa vacilación entre las sílabas.

—Es una forma de la belleza —asintió Derec, tras meditar un instante. Miró al robot y comprendió que éste tenía más preguntas en la mente—. Un espectador siempre puede hallar la belleza en una cosa, con tal de que la busque.

—¿Será siempre tan bello, este edificio?

—Depende de como lo consideres. Probablemente, esos robots que ves aquí se acostumbrarán a esa vista, si dura el tiempo suficiente. Si es a esto a lo que te refieres, resultará cada vez más difícil percibirlo como una novedad.

—Perdona, máster Derec, si no comprendo exactamente qué quieres decir.

—De acuerdo, ya era de esperar, en estas circunstancias.

—O sea, que yo antes tenía razón la novedad es un factor importante en la respuesta humana a la belleza.

—Sí, pero no hay reglas, sino sólo orientaciones, respecto a lo que constituye la belleza. Probablemente sea ésta una de las razones de por qué los robots halláis a veces a los humanos tan engañosos.

—Eso los robots jamás lo hacemos. Simplemente, nosotros os aceptamos, sin tener en cuenta lo ilógicos que parecéis en algunos momentos. —Mandelbrot volvió de nuevo sus sensores hacia el incandescente edificio—. Opino que siempre me sentiré impresionado por este espectáculo. Con toda seguridad, si es bello una vez, lo será mientras exista.

—Tal vez. También ahora es bello para mi, aunque, por lo que sabemos, vuestros circuitos positrónicos podrían tratarlo de manera totalmente diferente.

—Máster Derec, detecto un cambio en tu posición anterior.

—En absoluto. Sólo estoy aceptando que mañana podemos estar de acuerdo en lo que parece, en los colores que ofrece y en cómo cambian, y, no obstante, percibir todo el espectáculo de manera muy distinta. El condicionamiento cultural también tiene mucho que ver con la respuesta. Un alienígena tan inteligente como tú o como yo podría pensar que esta estructura es la más horrible del universo.

—Por el momento, sólo puedo catalogar este concepto como rebuscado —comentó Mandelbrot—, aunque detrás del mismo hallo un elemento de lógica.

Derec asintió. Y se preguntó si no estaría tratando de intelectualizar la experiencia de manera excesiva. Por el momento también a él le resultaba difícil concebir un organismo inteligente que no creyese que esta estructura era la misma esencia de la sublimidad; y, no obstante, aquí estaba él hablando de tal eventualidad,~sólo por presumir. Bien, tenía que admitir que, hasta cierto punto, el robot estaba en lo cierto, pese a que ello no le resultase agradable.

Asimismo, pensaba que tal vez no todos los robots de la ciudad percibían aquel edificio como algo bello. Los robots, aunque fabricados de acuerdo con los mismos principios positrónicos, poseían en la práctica varios grados de perspicacia, o sea, de agudeza en penetración mental, según la complejidad de sus circuitos. Los robots similarmente inteligentes poseían personalidades similares, y tendían a filtrar las experiencias de la misma manera. Los robots diferentes, sin contacto entre ellos, tendían a responder a los problemas de manera distinta, aunque sacando conclusiones similares.

Pero ahora, los robots de la plaza se hallaban enfrentados con algo que, en su visión del mundo, sólo podían asimilar a través de medios subjetivos, lo cual debía llevarlos a sustentar opiniones divergentes.

Aunque todos estuviesen modelados por los mismos recursos minimalistas.

Especialmente, si ninguno de ellos había valorado antes la belleza estética.

No era extraño que la aparición imprevista del edificio hubiese creado tanta agitación. La intensa alerta interior y la apreciación más profunda de los potenciales de existencia que se apoderaban de Mandelbrot se producían en este momento de la misma forma indudablemente en cada robot de aquella multitud.

Derec tendió la vista y divisó a M334, a Benny y a Harry que se abrían camino entre los demás robots, para juntarse con los que ya se hallaban directamente debajo del edificio.

—Perdón —exclamó Harry, en tono casi pendenciero, al chocar con un robot de cromo que, de haberlo querido, hubiese podido convertir al pequeño robot en un puñado de virutas de metal, gastando para ello apenas la energía de un ergio. En cambio, el forzudo robot se encogió de hombros y devolvió su atención al esplendoroso edificio. Lo mismo hizo Harry, pero, al cabo de una década, volvió la cabeza en dirección al otro robot y enunció con gran claridad—: Perdona que, inadvertidamente, me haya salido de los parámetros de mis circuitos, pero, ciertamente, tengo la evidencia de que tus sensores no están bien ajustados. Deberías sintonizarlos mejor.

Harry mantuvo la mirada fija en el enorme robot, hasta que éste se dignó finalmente contestar.

—Me parece lógico suponer que tienes razón y que has sobrepasado los parámetros de tus circuitos. En ti nada indica el menor grado de capacidad de diagnóstico. Te sugiero que te limites a tus propias tareas.

—Razonable —asintió Harry, desviando la mirada.

Derec vio cómo ambos contemplaban el edificio. Luego, revivió la escena de Harry al chocar contra el otro robot. ¿Había algo deliberado en el comportamiento de Harry? ¿O en la forma cómo se había disculpado? La expresión «perdón» y «perdona» resultaba, retrospectivamente, casi excesiva, como si la cortesía de Harry se derivase directamente de una mera costumbre social y no de la compulsión dictada por su programación.

«No. Empiezo a imaginarme cosas, achacando demasiadas suspicacias a lo que no es más que un símple incidente», pensó Derec.

De pronto, mientras Derec lo contemplaba con asombro, Harry se inclinó hacia el gran robot y le preguntó, en un tono que apenas lindaba con la cortesía:

—Mi circuito de curiosidad se ve potenciado. ¿Cuál es tu designación? La verdadera o por la que respondes. Ambas tienen paridad, en mi conocimiento.

Acto seguido, se produjo una larga pausa. Mientras tanto, el robot interrogado no apartó la vista del edificio. Finalmente, respondió.

—Me llamo Robustus.

—Robustus —repitió Harry, como intentando oír las sílabas positrónicamente—. Eres un robot muy grande, ¿lo sabías?

Fue entonces cuando Robustus miró a Harry. De nuevo, tal vez sólo fuese la imaginación de Derec, pero en la postura de Robustus intuyó una especie de desafío. Derec pensó, a su pesar, que Harry buscaba una provocación para iniciar un altercado.

—Sí, eres muy grande —repitió Harry, tras una corta pausa—. ¿Estás seguro de que tus constructores trabajaron a una escala correcta?

—Estoy seguro —replicó Robustus.

—En ese caso, no sé si has elegido un nombre adecuado. ¿Puedo hacerte una sugerencia?

—¿Cómo? —exclamó Robustus.

No había señales de irritación o impaciencia en la voz del robot, aunque sí las detectó Derec en la cualidad del tono.

—Bob —proclamó Harry—. Big Bob.

Derec se puso en tensión. Ignoraba qué sucedería. ¿Estaba en lo cierto al suponer que Harry estaba provocando deliberadamente a Robustus? Y si era así, ¿qué forma adoptaría la confrontación entre los dos? Un combate físico entre robots era algo impensable, completamente sin precedentes en la historia de la robótica; mas, por el momento, sólo se trataba de una discusión verbal.

Por unos instantes, Robustus se limitó a mirar fijamente a Harry. Después, asintió.

—Sí, tiene mérito tu sugerencia. Big Bob está bien. Así me designaré a partir de ahora.

Harry asintió a su vez.

—Haz como gustes —dijo, mientras el robot conocido ya como Big Bob se concentraba de nuevo en el edificio.

Harry levantó la mano y empezó a blandir un dedo como para indicar otra cosa, pero fue detenido por Benny, que le distrajo palmeándole el hombro. El roce de metal contra metal resonó fuertemente en la plaza.

—Trátalo con más simpatía, camarada —aconsejó Benny—, de lo contrario, continuarás experimentando grandes dificultades para solucionar este asunto humano.

—Sí, tienes razón.

Derec meneó la cabeza. Pensó que con ello podía despejar sus oídos, pero no notó ninguna diferencia. ¿Habría oído correctamente? ¿Cuál era ese «asunto humano» del que hablaban? ¿Había otro ser humano en el planeta? ¿O se referían a las Leyes de la Humánica? Contempló unos segundos más a los robots para ver si sucedía algo, pero Benny y Harry se unieron a M334 para seguir contemplando el edificio, y eso fue todo.

Con toda seguridad, el incidente debía tener algún significado, y Derec determinó descubrir de qué se trataba tan pronto tuviera una oportunidad para ello. También resolvió preguntarle a Harry y a Benny por qué hablaban de aquella manera, tan diferente del vocabulario y el ritmo empleados por los demás robots. Derec hallaba en ello algo de afectación, y supuso que otros robots podían considerarlo de igual modo. ¡Vaya, Big Bob!

Derec dejó a Mandelbrot mirando un plano de color rojo, y se agazapó en la base del edificio. Casi una cuarta parte de dicha base se hallaba bajo la superficie. Derec se arrastró hacia el lugar donde empezaba el edificio. Con la punta de los dedos, captó, a través de la plasticreta, el funcionamiento de la maquinaria, pero las vibraciones eran altamente silenciosas.

Volvió a tocar el edificio. Giraba con una rapidez tal que, de haber ejercido alguna presión con sus dedos, la lisa superficie le habría arrancado tiras de piel. La superficie resultaba helada al tacto. Su disposición parecía la misma que la del resto de las células de plasticreta de todo Robot City. El creador, fuese quien fuese, había analizado el código meta-ADN y concebido sus variaciones, calibrándolas para lograr el efecto deseado.

Por sí mismo, esto le demostraba a Derec que el creador había transformado los materiales naturales de la ciudad, además de conseguir otros logros.

¿Había algo que ese robot no pudiera hacer? Derec experimentó un escalofrío al pensar en las implicaciones que podían derivarse de las capacidades de tal criatura. Tal vez sus limitaciones no fuesen más que las Tres Leyes de la Robótica.

El hecho de existir un robot con tales potenciales podía causar un impacto muy hondo en la política social y diplomática de la cultura galáctica, redefiniendo el lugar adecuado de los robots en la mente de la humanidad.

Y el escalofrío de Derec se hizo más severo cuando imaginó la posibilidad remota de unos robots superando al hombre en importancia, al menos por el arte que podían crear y por las emociones y ensueños que podían inspirar, tanto en los otros robots como en los seres humanos.

«Te estás adelantando a los acontecimientos —pensó Derec. Reprímete. No hay nada de que tengáis que inquietaros, ni tú ni tu raza humana. Todavía».

Con una concentración renovada, volvió su atención a lo que estaba inspeccionando.

Pero no pudo hacer otra cosa que atisbar en la oscuridad de la abertura de dos centímetros existente entre el edificio y la plasticreta de la plaza. Sólo oía el zumbido de los poderosos motores, lo cual duró unos segundos, porque le interrumpió una voz familiar que reclamaba su inmediata atención.

—Conque estás aquí. Debí suponer que te estarías arrastrando por donde no es necesario.

Derec asintió a la pregunta y a la presencia de Ariel, reluctante pero de buena gana, como siempre. Pese a sus palabras, Ariel se agachó para examinar la abertura al lado de él.

Derec no pudo decidir si sentirse aliviado o enfadado porque ella finalmente le hubiese encontrado.

Fue Ariel la que lo decidió, ya que no miró ni tocó la abertura ni el edificio. Se limitó a mirar fijamente a Derec.

—¿No hallaste todavía nada interesante? —le preguntó ávidamente, casi sin resuello, desde lo más profundo de su garganta.

Derec sonrió sin querer.

—Sí, he encontrado mucho, pero nada definitivo.

El pelo de Wolruf se le puso de punta, al tiempo que avanzaba para oler la grieta.

—¿Qué estás buscando? —quiso saber Derec.

—Lo que yo poder encontrar —respondió la alienígena—. Olores, ruidos, lo que sea… —Wolruf miró al joven—. Muy interesante, yo no oler nada.

—Sí. El motor eléctrico que funciona y hace girar este edificio lo hace con la máxima eficiencia —comentó Derec.

—Indudablemente, fue diseñado con este fin —observó Ariel.

—Nada —intervino Wolruf— deber ser tomado por indudable.

—¿Detecto una nota de admiración en tu voz? —inquirió el joven.

—Sí. Mi raza decir que este edificio ser tan ingrávido y un juguete tan truquista como nuestros juegos. El efecto ser el mismo, también.

—¿Truquista? —se maravilló Derec.

—Wolruf trató de aclararme este concepto durante los dos últimos días —explicó Ariel—. Antes de que su especie llegase a ser viajera espacial, llevaba lo que a primera vista podría llamarse una existencia primitiva. Pero los suyos poseían unas tradiciones muy sofisticadas, que en parte existían para dar explicaciones metafísicas a los fenómenos de la existencia cotidiana. Los trucos eran algo que empleaban frecuentemente para dichas explicaciones. Eran hijos de los dioses que solían gastar bromas a las tribus y que a veces tenían un papel importante en las aventuras de un héroe mítico.

Derec asintió. En realidad, no sabía qué pensar de todo aquello. Su mente estaba ya bastante ocupada tratando de comprender a los robots, y por el momento no creía poder asimilar la información acerca de la raza de Wolruf.

—Oye —murmuró—, me siento un poco claustrofóbico, y no creo que aquí pueda aprender nada.

—¿Por qué aprender? —preguntó Ariel—. ¿Por qué no simplemente disfrutar?

—Ya he disfrutado.

—Dices esto porque siempre te ha gustado presumir de intelectual.

Derec enarcó las cejas en un gesto inquisitivo, y miró fijamente a la joven, con un centenar de preguntas súbitamente bulléndole en el cerebro. ¿Cómo sabía ella que a él le gustaba presumir? ¿Presumir de qué? ¿Se refería, acaso, a su supuesto encuentro casual en el aeropuerto espacial? Seguramente, el encuentro había sido breve… demasiado breve para que ella pudiera inferir un «siempre».

Derec se hallaba abrumado por el afán de saber, pero la manera inocente en que ella había formulado la observación le obligaba a tener cautela. Probablemente, Ariel no estaba enterada de las implicaciones. Si él la apremiaba ahora, la joven podía volverse excesivamente precavida. A la larga, estaba seguro de obtener más información de ella si dejaba que hablase casualmente, por si misma.

—Máster… máster Derec…

Era Mandelbrot quien le hablaba.

—¿Qué ocurre?

—Te recuerdo que has expresado un gran interés por el individuo responsable de esta creación.

—Sí, cierto —confirmó Derec, excitadamente, olvidando de repente el desconcierto que había experimentado por la implicación de Ariel.

Mandelbrot formó con su maleable mano una flecha y señaló el borde de la plaza.

—Entonces, te sugiero que vayas en esa dirección, donde se están agrupando esos robots.

—Gracias, Mandelbrot. Nos veremos dentro de un instante —Derec sonrió débilmente y asintió a la mano maleable—. Un buen tanto —susurró.

Anduvo hacia la zona indicada, al lugar donde los robots se iban reuniendo apretadamente. Los que no hablaban por el circuito comunicador, un medio por el que podían comunicarse más de prisa, lo hacían en voz alta, quizá como deferencia a la presencia de los dos humanos, aunque tal vez no.

Era otra cuestión a la que Derec debería hallar respuesta.

—¡Eh, aguárdame! —le gritó Ariel.

—¡A mi no! —gritó a su vez Wolruf—. ¡No gustarme las muchedumbres!

Derec se volvió para esperar a la muchacha.

—Ésta es la segunda vez que he de aguardarte esta noche. ¿Por qué tardasteis tanto en llegar, antes?

—Oh, tomé un viraje a demasiada velocidad y la moto se volcó. A Wolruf y a mi no nos pasó nada, aparte de ponernos un poco nerviosas. Sin embargo, sospecho que tengo varias magulladuras en el cuerpo.

—Oh, tendré que echarte una ojeada más tarde.

—¿Te gustaría eso, verdad?

—Lo dije en un sentido puramente médico. —A pesar de que no pensaba contenerse demasiado, pensó—. ¿Cómo quedó la moto?

—Destruida, claro —respondió ella, encogiéndose de hombros.

Los robots se iban agrupando en torno a uno solo de ellos. Al principio, Derec y Ariel no pudieron ver cuál era su aspecto.

La joven tocó a un robot constructor en la espalda. El robot dio media vuelta. El destino quiso que fuese Harry.

—Por favor, déjanos pasar —le rogó ella, ni especialmente cortés ni altiva.

—Si es tu gusto… —accedió Harry, apartándose—, aunque te agradecería que te abstuvieses de desplazarme. Desde aquí apenas puedo ya oírlo todo.

Los ojos de Ariel se abrieron, alarmados, pero Derec no pudo reprimir una sonrisa.

—Me encantaría realizar un chequeo exploratorio en ti —le dijo al robot—, a tu entera conveniencia. ¿Podría ser mañana por la mañana?

—Tal vez sea interesante que me hagas un chequeo —asintió Harry—. Sí, mañana por la mañana será conveniente. ¿Pero puedo preguntar por qué deseas hacer de mecánico conmigo tan pronto, o por qué me eliges a mí, entre todos los robots de la ciudad?

—Hum… Los humanos siempre les dicen eso mismo a los médicos de su raza. No te preocupes. No enredaré en los circuitos de tu personalidad.

—Una perspectiva poco tentadora —intercaló M334.

La súbita interrupción sobresaltó a Derec. Casi se había olvidado de los otros dos.

—Perdona —murmuró—, pero ¿es esto un intento de sarcasmo?

—He estado estudiando todos los trucos —replicó M334—. Ridículo, dramático, irónico, hiperbólico… y puedo ponerlos a tu disposición en cualquier momento, señor.

—No, gracias —fue Ariel la que habló, sonriendo—. Derec ya está bien provisto de todo eso.

M334 movió la cabeza.

—Lástima. Aunque sin duda no tardará en llegar a este planeta un humano que necesite mis servicios. Tal vez, algún día, incluso me permitirán ser un servidor del cuerpo diplomático.

Benny levantó una mano y la colocó en la espalda de M334, tal como antes hiciera con Harry.

—Sigue con tus esperanzas, camarada, pero ¿puedo sugerir que es demasiado pronto en el juego, para tan grandiosas metas?

—Los humanos lo hacen —objetó M334—. Y también diseñan sus edificios.

Instintívamente, Derec retrocedió como si temiese ser atrapado en una repentina explosión. Por lo general, las discusiones filosóficas de los robots se referían a cómo servir mejor a los humanos, según las normas dictadas por las Tres Leyes. Pero ahora los dos, Benny y M334, hablaban de sus intereses.

«Hummm… además, con un lenguaje normal —observó—. ¿Lo hacen de manera automática, en mi beneficio, porque estoy junto a ellos? ¿O tienen un propósito más profundo, del que no estoy enterado? Pensándolo bien, ¿cuál es el meollo de su discusión? Todo esto lo hacen por algún motivo».

Derec se inclinó adelante, para poder escuchar con mayor facilidad. Mas, antes de poder oír las palabras siguientes, Harry se situó entre él y los demás. Efectuó aquel movimiento con la máxima cortesía posible, pero no por eso resultó menos irritante para el joven.

—Harry, ¿qué estás haciendo?

—La Tercera Ley de la Robótica ordena que efectúe una investigación —explicó.

La Tercera Ley dice Un robot debe proteger su existencia mientras esa protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

Esto explicaría la acción, pero no la falta de urbanidad.

Derec suspiró, como signo de rendición.

—Sí, Harry, ¿de qué se trata? No, aguarda un segundo. Mandelbrot, ¿estás confundido por todo eso?

—Sí.

—Entonces, supongo que esos tres son muy graciosos.

—Si te refieres a nuestra conversación anterior, sí, lo son. Y sospecho que, al decir graciosos, quieres decir extraños o raros.

—Exacto. Gracias. Harry, ¿qué hay en tu cerebro positrónico?

—Por favor, no me interpretes mal —se defendió Harry—, pero quedaría totalmente desajustado si un chequeo electrónico hecho al azar interrumpiese mi filosofía de la vida, tan cuidadosamente conjuntada.

—Perdona, ¿qué filosofía de la vida? —inquirió Derec, al que le dio un vuelco el estómago al darse cuenta de que, sucediese lo que sucediese a continuación, acababa de hacer una pregunta directa.

—Desde que me pusieron en marcha, me he esforzado por cumplir tres reglas de vida, además de las Tres Leyes.

—Sí… —asintió Derec, con inseguridad, puesto que ya temía la ampliación de la respuesta.

Harry levantó un dedo.

—Asegúrate de estar desconectado durante doce décadas de cada ciclo —levantó otro dedo—. No juegues jamás al ajedrez tridimensional con un robot que tenga como nombre propio el de un planeta —había levantado ya tres dedos—. Y nunca discutas con la lógica de un robot que tenga dieciséis muescas en su impulsor beta.

Derec contempló al robot con ojos llenos de incredulidad.

—En nombre de la galaxia, ¿de qué estás hablando?

—De humor, como opuesto al sarcasmo. Intentaba provocar la risa —alegró el robot, en un tono inequívocamente defensivo—. ¿No es el humor uno de los rasgos de la personalidad que los robots deben conocer y comprender, si han de servir adecuadamente a los humanos?

—Hummm, no necesariamente. En realidad, esto jamás se ha hecho antes, al menos que yo sepa. Claro que no veo que pueda hacer ningún daño… a menos que el humano en cuestión sea uno de esos pájaros raros que carecen de sentido del humor, y que piensan que la risa es algo insano o poco deseable.

—Bueno, mis compañeros robots están convencidos de que yo he tenido éxito en ese indeseable departamento. Me disculpo abyectamente, si hallas que mis bromas carecen de gracia. Te prometo hacerlo mejor la próxima vez; especialmente si me ayudas a corregir mis errores, cosa que, al fin y al cabo, tal vez no tenga nada que ver con la agudeza positrónica, sino con mi servicio. ¿Qué dices? ¿Es posible?

—Mañana. Mañana, te lo prometo.

Sin aguardar la respuesta, Derec tomó por el brazo a la también estupefacta Ariel y la condujo por entre la muchedumbre que los separaba del principal objeto de su atención.

—¿Están los circuitos de ese robot en su debido lugar? —preguntó Ariel—. Si lo están, sugiero que desmantelemos toda la ciudad tan pronto nos sea posible.

—Hummm… Tal vez sí —dijo Derec. Y luego, mirando a Harry, añadió—. Y, en tal caso, ya sé por dónde empezar.

Pero Derec ya había olvidado el asunto de Harry y sus dos camaradas, porque finalmente podía ver con claridad el centro sosegado de la conmoción. Aquel centro era un robot supervisor ligero —ligero pese a su superficie de cromo color gris oscuro, que le daba un aspecto pesado a la esbeltez de su cuerpo—. El reflejo de la luz del edificio sobre su superficie era considerablemente más falto de lustre que en el resto de los robots. Su postura indicaba que no sabía exactamente cómo comportarse ante tanta expectación. Tenía los brazos cruzados tímidamente sobre la placa pectoral. Los hombros, abatidos como si su estructura espinal tuviese un grave defecto. Ocasionalmente, se enderezaba o apuntaba con un dedo, pero, por lo general, sus gestos eran vacilantes, frecuentes sus pausas verbales, y su índice de coherencia daba lugar a muchas conjeturas.

—No entiendo cómo podéis llegar a tal conclusión por cualquier clase de lógica, por muy clara que sea —iba diciendo, aparentemente en respuesta a la pregunta formulada por un robot de ebonita, alto, que, con los brazos cruzados, miraba al otro como desde una nube de tormenta—. Mis circuitos nunca han sido más claros. Mi conducta es tan consistente con el espíritu de las Tres Leyes como la de cualquier robot de este planeta. Tal vez más, porque yo creo tener más conocimientos sobre algunas de las contradicciones inherentes a nuestra posición.

El robot de ebonita[3], cuya superficie era muy oscura, y moteada con matices espectaculares de insondables sombras, se estremeció con algo parecido a la indignación. Durante un largo momento, los dos se contemplaron mutuamente, y Derec tuvo la incómoda sensación de que iban a pelearse.

Derec se llevó un dedo a los labios y, cuando Ariel asintió, dándole a entender que lo comprendía, el joven metió las manos en los bolsillos y escuchó con creciente interés.

—Tal vez crees con toda sinceridad que has estado cumpliendo tu deber con la misma perfección que otros robots —masculló el robot de ebonita—, pero no eres tú quien debe decidir cuál es tu deber, ni eres tú quien puede dedicarse a diseñar de nuevo esta ciudad con el fin de adecuarla a tus especificaciones. En tu actitud hay algo peligrosamente anárquico.

—Yo he hecho lo que he hecho —replicó el robot gris, mirando a lo alto con un gesto que, de haber sido humano, Derec habría calificado de desdeñoso—, y no he hecho daño a ningún robot, a ningún humano ni a mí mismo. En realidad, si te dignas abrir tus sensores y buscar una justificación empírica a tus opiniones, verás que yo solamente he expandido los conocimientos de esos robots que nos rodean. Y esa expansión de perspectiva sólo puede ser positiva.

—No puedes demostrarlo —arguyó el otro robot, al momento—. Sólo puedes suponerlo.

—Uno puede suponer que está haciendo un gran bien. Cierto. Pero puede venir algún daño de unas fuerzas que no se han previsto, y esto no será motivo para permanecer inactivo. De todos modos, el asunto está solucionado, por el momento. Lo que está hecho no puede deshacerse.

—¡Se puede ordenar a todos los robots que olviden… y lo harán! —le desafió el robot de ebonita.

—Lo que he dicho es más poderoso que la simple memoria —refutó el robot gris—. Lo que he hecho afectará el funcionamiento positrónico de cada uno de los robots que hayan visto mi edificio. Ordénales que lo olviden… Mira lo poco que me importa —el robot gris dio media vuelta, como para marcharse, pero de pronto se detuvo, y añadió—. Pero te aseguro que se hallarán infinitamente mejor si saben el por qué. La confusión del olvido a menudo conduce a una sobrecarga… y al desastre. Por tanto, ¿cómo se armoniza tu sugerencia con las Tres Leyes?

Durante una larga pausa, el robot de ebonita pareció abrumado por la pregunta. Después, mudó de postura, dio unos pasos al frente y puso una mano sobre el hombro del robot de cromo, mirándole como si estudiase un cristal a través de un microscopio electrónico. Los ojos del robot de ebonita eran tan colorados que parecían estar formados por tantas divisiones de matices superpuestos como los planos del edificio.

—Tu edificio es una proeza muy notable —le dijo al gris—. ¿Está acaso copiado de otro diseño ya existente?

—Perdona, amigo mío —replicó el gris—, pero su concepción se me ocurrió esta tarde. Y yo respondí, convirtiéndola en una realidad. Te informo que el ordenador central habría desoído mis instrucciones, de haber pedido algo en conflicto con la programación de la ciudad.

—Muy interesante —comentó el robot de ebonita, frotándose las manos. Derec casi esperaba ver saltar chispas de aquellas manos—. Entonces, ¿cuánto tiempo estará en pie ese edificio?

—Hasta que se le dé al ordenador central la orden de derribarlo. Sin embargo, sólo yo conozco el código, aunque supongo que sería posible que algún crítico con suficiente determinación pudiera averiguarlo y ordenar tal destrucción.

Los ojos del robot de ebonita se avivaron. Derec se puso en tensión al ver que aquél se erguía en toda su altura.

—¡Esto es una locura! ¡Una cosa totalmente falta de lógica! ¡Tu hazaña ha quebrantado irrevocablemente la norma de nuestra existencia!

—No, en absoluto —negó el robot gris—. Este edificio ha sido el resultado lógico de algo que afectó mis circuitos desde que los humanos llegaron a nuestra ciudad.

Por primera vez dio muestras de advertir la presencia de Ariel y Derec, con un leve saludo.

—Con toda seguridad, si mi visión es el resultado lógico de la compleja interacción de mis circuitos positrónicos, todo lo que yo pueda imaginar, cualquier hazaña que pueda realizar será una actividad apropiada, especialmente si ayuda a los robots a comprender mejor la complicada conducta de los humanos.

—En ese caso —respondió el de ebonita—, deberás reprogramar al ordenador central para que destruya ese edificio, y luego abrir tu almacén cerebral para compartir con nosotros tus extraños circuitos. De esta manera, no necesitarás volver a crear nada más.

—¡No hará semejante cosa! —exclamó Derec—. Óyeme, ebonita, seas quién seas —añadió, casi metiendo un dedo en la cara del robot—. Hasta que otros humanos lleguen aquí, o hasta que el ingeniero que creó esta ciudad revele su presencia, este edificio continuará en pie, mientras su creador lo desee. ¡Ésta es una orden directa, y ni el ordenador central ni nadie puede contradecirla! ¿Has entendido? ¡Una orden directa! ¡Y la aplico a todos los robots de esta ciudad! ¡Sin excepciones!

—Como quieras —asintió el robot de ebonita.

Derec sólo pudo suponer que aquel robot cumpliría la orden al pie de la letra. Sólo una orden dada por alguien anteriormente, el doctor Avery, para ser más precisos, o una orden necesaria dictada por las Tres Leyes, permitiría ahora que el edificio deslumbrante fuese reabsorbido.

Y para subrayar aquel hecho, y para que el robot de ebonita no pudiese señalar ningún fallo de lógica en la orden, Derec ignoró a los demás robots, especialmente al de ebonita en favor del gris. Volvióse, pues, hacia éste.

—¿Cuál es tu designación?

—Lucius.

—¿Lucius? ¿Sin número?

—Como muchos de mis camaradas, decidí recientemente que mi antigua designación no era la más adecuada.

—Sí, por lo visto se han tomado muchas decisiones semejantes, últimamente. De acuerdo, Lucius. Creo que ha llegado el momento de que tú y yo demos un paseo.

—Si es una orden… —se conformó Lucius, con cierta vacilación.

Unos instantes más tarde, Derec y sus tres amigos acompañaban al robot llamado Lucius lejos de la plaza. La gran mayoría de robots habían vuelto su atención al edificio, pero Derec era bien consciente de que dos ojos metálicos rojos le miraban hostilmente, como deseando sondear su alma.