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El disyuntor[4]

Ahora que pasaba a pie por las mismas calles por las que antes pasara en moto, Derec se aprovechó de aquella marcha más lenta para intentar deducir hasta qué punto había cambiado la ciudad, mientras tanto. Para complicar sus deducciones, había el hecho de que su veloz marcha anterior no resultó demasiado cómoda. Sólo había vislumbrado las cosas, y no estaba seguro de recordarlo todo correctamente.

Pero, después de hacer ciertas concesiones, por los fallos que hubiese podido cometer la vez anterior, quedó convencido de que todos los edificios habían sido reemplazados por otros nuevos, en un verdadero surtido de diseños geométricos que, pese a todas las variaciones, poseían una semejanza sorprendente. Sin embargo, las calles conservaban las antiguas direcciones, a pesar de la adición de muchas curvas casi en ángulo recto.

Cuanto más se alejaban del edificio de Lucius, más distracciones inesperadas surgían en forma de construcciones metálicas, canales vallados, puentes, y estaciones de energía. Derec se consideró afortunado de que sus talentos incluyesen un gran sentido de la orientación; de lo contrario, siempre se habría visto obligado a confiar en los robots durante sus salidas. No había nada malo en esto, ya que los robots poseían un excelente sentido de la dirección, pero no siempre podía contar con que hubiese un robot cerca, si su supervivencia dependía de ello.

De todos modos, estuviese donde estuviese, siempre divisaba el resplandor del edificio de Lucius. Sus rayos, como puñales etéreos surgidos de un pozo, emergían por entre las tinieblas circundantes, como espadas que cortaban los bancos de nubes muy alto en el cielo. Las nubes marchaban y se retorcían, cubriendo nuevas secciones del cielo, como si aquella luz avivase un fuego interior.

El grupo de Derec, formado por Ariel, Mandelbrot, Wolruf y Lucius, caminaba en silencio desde hacía algún tiempo. Derec sospechaba que todos ellos, incluso Mandelbrot, necesitaban unos minutos para estar sumidos en sus pensamientos y digerir lo que acababan de presenciar esta noche.

Derec deseó que no fuese tan difícil recordar una parte de su conocimiento de las historias y costumbres de la galaxia, pero había olvidado los métodos que se usaban para recordar las cosas. Había perdido todo su sistema mental de archivo, y tenía que dedicarse a hacer algo, como por ejemplo recomponer un robot, antes de que dicho método refluyese a él.

No le gustaban esta clase de asuntos, porque no le gustaba pensar que él y Ariel, que por el momento estaban obstaculizados mentalmente, fuesen los únicos que habían hallado unos robots capaces de tener ideas creadoras, de investigación. Se preguntó si la originalidad de los humanos era el resultado del pensamiento lógico en el mismo grado que la inspiración transcendental.

Además, ¿quién podía decir que los robots no poseyesen unas mentes subconscientes propias, unas mentes capaces de generar sus propias marcas de inspiración, ni superior ni inferior a las del género humano, y sí solamente separadas? Al fin y al cabo, los humanos no habían sabido nada de la mente subconsciente hasta que fue definida por los científicos y los médicos antiguos, antes de la era de la colonización. ¿Se había molestado nadie en realizar exploraciones similares en las mentes de los robots? A Derec le asustaba pensar que él tenía la tremenda responsabilidad de contemplar a los robots, y posiblemente ayudarles, durante sus dolores mentales de nacimiento. Apenas se sentía calificado para esto.

«Claro que yo no soy un hombre que pierda una oportunidad —pensó—. Los robots creadores pueden tener la capacidad de ejecutar la modificación que necesito para encontrar un tratamiento que cure la dolencia de Ariel».

La enfermedad de la joven era el motivo de haberse desterrado ella de Aurora, cuya población temía toda clase de enfermedades. Habían conseguido librarse de casi todas, pero la que había contraído Ariel se hallaba más allá de las capacidades clínicas de los médicos del planeta Aurora. Los mejores doctores no habían conseguido ni diagnosticar ni curar aquella dolencia. Y los robots de diagnósticos de Robot City también estaban atónitos. El mismo Derec estaba en la ignorancia más supina respecto a aquel mal. Tal vez un equipo de robots creadores, cuyo talento inspirador se inclinase más a la ciencia que al arte, podría triunfar donde él había fracasado.

Pero Derec tenía antes que comprender cuanto pudiese de lo que sucedía ahora… a Lucius, a Harry y a los otros, con la inclusión del robot de ebonita. Ya hacía un rato que pensaba esto, pero había decidido aguardar porque le repugnaba interrumpir el silencio absoluto que se había posesionado de los miembros del grupo.

Además, Derec no veía qué utilidad podía reportar meter a Ariel en una conversación, en aquellos instantes. La joven andaba con los miembros alicaídos y las manos a la espalda. Su expresión era pensativa, y había fruncido las cejas. Derec sabía, por amarga experiencia, que, cuando se hallaba de este humor, no debía dirigirle la palabra. No le gustaba que la interrumpiesen cuando estaba malhumorada y deprimida, razonando esta tendencia tan poco saludable al afirmar que sus humores le pertenecían, y que prefería disfrutarlos cuando los tenía.

«Bien, saldrá de su concha cuando esté dispuesta a ello —se dijo el joven—. Sólo deseo que este episodio tan corriente de introversión no sea como resultado de su enfermedad».

Era muy posible, por supuesto, que Ariel necesitase un poco de atención, y que reaccionase mal ante el hecho de no conseguirla. Derec ya había decidido arriesgarse a obtener de ella unas cuantas palabras muy poco amables, con la esperanza de sorprenderla agradablemente, cuando Lucius fue quien le sorprendió, tomando la iniciativa y rompiendo el silencio.

—¿Te gusta mi creación? —preguntó el robot—. Perdona si traspongo el umbral de la urbanidad, pero me hallo interesado en tu reacción humana.

—Sí, estoy muy complacido, me gusta. Incuestionablemente, es uno de los edificios más espectaculares que recuerdo haber visto —no era un cumplido muy bueno, puesto que recordaba muy poco, sólo algunas imágenes sueltas de Aurora, y lo que había visto desde que se despertó con amnesia—. La cuestión es ¿estás tú satisfecho?

—Ese edificio parece adecuado para un primer esfuerzo. Si bien tiene algunos defectos muy claros para mi.

—Pero no para los demás, y espero que tus circuitos se animen al saberlo.

—Sí, tienes toda la razón. Están animados —replicó Lucius—. Y lo están, además, por el hecho de haber encontrado un extraño sentido de propósito, resuelto al ver el producto final. Ahora, mi mente está libre para formular mi próximo diseño. Y ya me parece poco apropiado regocijarme tanto con lo conseguido hasta ahora.

—He descubierto que, al contemplar tu edificio, he experimentado personalmente lo que siempre supuse que los humanos entienden por la emoción estética que sienten hacia un descubrimiento —intervino Mandelbrot, con una mesurada regularidad en sus palabras, una regularidad que no usaba cuando se dirigía a Derec—. Sí, mis canales positrónicos se concentraron fácilmente en ese edificio.

—Entonces, estoy muy satisfecho —afirmó Lucius.

—Yo también —añadió Derec—. Y no creo exagerar si digo que casi creo gozar de un privilegio por haber visto esa estructura.

—De este modo, me siento doblemente satisfecho —exclamó Lucius.

—En realidad, incluso diría que, en la historia de la humanidad, nunca un robot ha producido una composición semejante.

—¿Nunca…? —se admiró Lucius—. Pues yo pensaba que en otros sitios…

El robot sacudió la cabeza, como para asimilar las ramificaciones de aquella idea. El efecto fue desconcertante, y, por un momento, Lucius le recordó a Derec cómo se comporta un ser humano cuando padece un tic nervioso.

—Me gustaría saber —pidió Derec— qué te impulsó a pensar en términos de arte.

Lucius respondió quedándose totalmente rígido y mirando directamente al frente, como contemplando el vacío. Todos, incluso Ariel, dejaron de andar. Algo parecía ir terriblemente mal.

Derec sintió un vuelco en el estómago. No había experimentado tanto miedo desde que se despertó solo y con amnesia en la cápsula de supervivencia.

Porque las palabras de Lucius indicaban, definitivamente, que no sabía que era el primer robot de Robot City que producía arte. Y, ante esto, resultaba irrazonable suponer que en otros lugares, entre las sociedades espaciales, otros robots concibiesen arte rutinariamente y trabajasen para convertirlo en una realidad.

Los robots no están programados para tomar iniciativas, especialmente las que pueden traer consecuencias desconocidas. Por rutina, lo racionalizan todo y justifican con lógica todos sus logros. Ahora, Derec estaba seguro de que la inmovilidad de Lucius era el signo exterior de lo que sucedía en su cerebro, donde los circuitos estaban luchando con el hecho incontrovertible de que él había tomado una iniciativa inaceptable, y que eran incapaces de justificarla rigurosamente.

Como consecuencia de esto, el cerebro de Lucius estaba en peligro de que~dar sobrecargado. Sufriría la muerte robótica a causa de la deriva positrónica, una especie de quemadura psíquica irreparable, gracias a la incapacidad, inherente a su programación, de resolver las contradicciones aparentes.

Derec tenía que pensar de prisa. El cuerpo podría repararse después de la catástrofe, pero el cerebro, ya inútil, tendría que ir a parar al reciclador. Y las circunstancias especiales que habían despertado las capacidades de Lucius para dar los saltos intuitivos no volverían a repetirse.

«¡Un nuevo enfoque! ¡Necesito un nuevo enfoque para penetrar en la mente de Lucius! —exclamó Derec, interiormente—. ¿Pero cuál?».

—Lucius, óyeme con atención —ordenó, por entre sus apretados labios—. Tu mente está en peligro. Quiero que dejes de pensar en varias cosas. Sé que en tu mente hay preguntas. Es esencial para tu supervivencia que, deliberadamente, cierres los circuitos de la lógica que se preocupan por dichas preguntas. ¿Lo entiendes? ¡Rápido, pues! Recuerda… que haces esto por una razón. Lo haces a causa de la Tercera Ley, que ordena que debes protegerte en todo momento. ¿Entendido?

Al principio, mientras Derec hablaba, Lucius no se movió. El joven dudaba de que sus palabras penetrasen a través de la bruma positrónica. Pero, cuando Lucius se enderezó y, titubeando, miró alrededor, Derec comprendió que había recobrado un tenue control de sus facultades, aunque todavía estaba en peligro.

—Muchas gracias, señor. Tus palabras han puesto orden en mis vacilaciones mentales, y te estoy muy agradecido por esto. Es difícil servir a la humanidad cuando te hallas completamente incapacitado. Pero no lo entiendo. Me siento tan raro… ¿Es esto lo que los humanos llaman torbellino de ideas?

—No pienses en tu eficiencia física —respondió Derec, con ansiedad—. En realidad, quiero que dirijas tus circuitos lógicos sólo a los temas exactos que yo te sugiera.

—Señor, debo indicarte respetuosamente que esto es imposible —objetó Lucius.

—Tal vez yo pueda impartirle cierta información que te ayudará, máster Derec —se ofreció Mandelbrot.

Derec asintió a ello, y Mandelbrot se acercó a Lucius.

—Permite que me presente, camarada. Me llamo Mandelbrot y soy un robot. Pero no un robot como tú. Tú fuiste construido en una factoría aquí, en Robot City, y, en cambio, máster Derec me construyó personalmente. Me fabricó con piezas ya usadas a las que tuvo acceso gracias a un alienígena que le mantenía prisionero, en contra de su voluntad. Tal vez máster Derec ignore los detalles de su vida pasada, pero es un robotista de primera categoría. Y él puede ayudarte a que razones y soluciones tu problema.

—Razonar ahora… es muy difícil —se quejó Lucius.

Iba deslizándose rápidamente hacia un pozo insondable, abierto por él mismo. Sus sensores iban disminuyendo progresivamente y unos ruidos extraños, irrazonables, emanaban del interior de su cuerpo.

—Está bien, Lucius —intervino Derec—. Quiero que medites cuidadosamente. Quiero que recuerdes todo lo que puedas acerca de lo que te ocurrió… oh… unas horas antes de que concibieras ese edificio. Quiero que, lenta y escrupulosamente, me digas toda la verdad. No te preocupes por las discrepancias aparentes. Si algo te parece peligroso para ti, ya nos ocuparemos de ello antes de continuar. Bien, ahora recuerda una cosa, sólo una cosa. ¿De acuerdo?

Lucius no se movió.

—¿De acuerdo? —insistió Derec.

Lucius asintió.

—Excelente. Recuerda que, por regla general, las contradicciones del momento quedan eventualmente borradas a la fría luz de la sublime reflexión. ¿Puedes recordar esto?

Lucius no respondió ni se movió.

—¡Respóndeme!

Frustrado, Derec golpeó la cubierta de la sien del robot, y el ruido resonó en los edificios colindantes.

Finalmente, Lucius asintió.

—Entiendo —dijo simplemente.

—¿Una sugerencia, máster Derec? —inquirió Mandelbrot.

—Sí, y muy de prisa…

—El problema de Lucius se deriva de su creencia de que, al programar su edificio en la ciudad, no se ha ajustado a las Tres Leyes, y que con ello se ha apartado del camino legal. Su conversación con el robot de ebonita, en la plaza, puede haber contribuido a los desequilibrios positrónicos, pero las meras palabras no habrían tenido el menor efecto si Lucius no hubiese estado ya subliminalmente alerta, ante tal posibilidad.

—¿Esto es una sugerencia? —exclamó Derec, con impaciencia—. ¿Cuál sería el resultado?

—Perdona, un robot puede entender las paradojas existentes en las aplicaciones de las Tres Leyes mejor que cualquier humano, pero, hasta ahora, solamente los humanos han dado saltos intuitivos de imaginación. Y ahora debo preguntarte, máster Derec, a fin de que puedas preguntárselo a Lucius ¿por qué sucede esto?

Derec se volvió hacia Lucius, se puso de puntillas y habló directamente a los sensores auditivos del robot.

—Escúchame, Lucius. Quiero que recuerdes y que me hables del momento en que creíste que eras diferente a los otros robots.

—¿Diferente?

—No hay tiempo para equivocaciones, Lucius. ¡Dímelo! ¿Por qué eres diferente?

Tras una larga pausa, durante la cual Derec oyó su corazón latir con fuerza y el zumbido de sus sienes, Lucius empezó a hablar, como hipnotizado.

—Fue durante el período en que tú y la llamada Ariel llegasteis a la ciudad. El ordenador central ya había respondido defensivamente a la muerte del hombre que tenía tu misma apariencia.

—Sí, mi doble —asintió Derec, cruzando los brazos—. Adelante.

—Llegó a la conclusión errónea de que la ciudad se hallaba bajo el ataque de unos adversarios misteriosos, desconocidos y quizás invisibles. El ordenador se apresuró a acelerar a una velocidad superior, y empezó a rehacer la ciudad a un ritmo sin precedentes, aprobando las modificaciones que se sugería a si misma, antes de que los factores externos, tales como necesidades y compatibilidades, quedaran adecuadamente integrados en los esquemas. El ritmo de tal evolución no tardó en ser suicida. Los recursos fueron utilizados al máximo. Las pautas climáticas fueron agitadas hasta el punto de ebullición. La ciudad se estaba destruyendo a si misma para salvarse.

—Recuerdo muy bien todo eso —asintió Derec.

—Perdona si repito lo obvio, pero opino que esto se relaciona estrechamente con el problema que aquí se debate. —El tono de Lucius no demostraba agitación electrónica ante la impaciencia de Derec. Al menos, a este respecto, el robot no dudaba de que estaba siguiendo órdenes—. Aunque admito que no busqué una evidencia empírica ni para probarlo ni para desaprobarlo, creo que puedo decir que todos los robots de la ciudad estaban tan atentos a seguir las directrices a corto plazo, que ninguno se dio cuenta de que estaba ocurriendo una crisis.

—¿Y qué piensas que habría sucedido, de haberse dado cuenta los robots?

—Pudieran haber deducido que sus directrices a corto plazo eran contraproductivas, al menos en lo concerniente a la Tercera Ley, por lo que hubiesen podido intentar comunicarlo al ordenador central, en un esfuerzo por cancelar sus órdenes.

—Pero el ordenador central no respondía —se irritó Derec—. ¡Habría sido como un callejón sin salida! ¿Por qué crees que hubieran dejado de hacer caso al ordenador central, de haber decidido que estaban en dificultades?

—Porque esto es precisamente lo que yo hice, siguiendo las acciones lógicas dictadas por mis deducciones.

—Y supongo que intentaste la comunicación varias veces.

—Y cada vez, el intercomunicador indicó que los canales sólo estarían abiertos en una dirección. El ordenador central podía hablarme, pero yo no podía hablar al ordenador central. Esto avivó mis circuitos de curiosidad como una cosa muy significativa, pero, como me faltaba más información, no pude determinar el significado más profundo del problema.

—¿Y qué hiciste, entonces? ¿Obedeciste a tus directrices a corto plazo?

—No. Ya había decidido que eran contraproducentes, por lo que no tenía más remedio que tratar de discernir, por todos los medios a mi alcance, una dirección constructiva, justificada por las circunstancias. Vagué por las calles, viendo cómo se metamorfoseaban, estudiando sus cambios, e intentando comprender la pauta general que yo sospechaba que yacía bajo aquellos cambios.

—¿Observaste si otros robots hacían lo mismo… si daban vueltas por las calles?

—No. Los otros robots que vi se dedicaban simplemente a sus actividades asignadas, ejecutando de manera automática sus rutinas, sin tener en cuenta el ritmo superanormal de cambio. No fue tal vez muy cortés pensarlo, pero yo los consideré, al menos en un nivel, como seres sin mentalidad que obedecían las órdenes sin pararse a considerar las consecuencias a largo plazo de sus actos. Toda la situación era inaceptable así, ¿qué podía hacer yo? Únicamente podía llegar a la conclusión de que todas mis opiniones no eran más que eso. Opiniones. Y las mías no eran necesariamente mejores que las de ellos.

—¿Fue entonces cuando pensaste en ello…? ¿Cuándo concebiste tu edificio?

—Si lo recuerdas, por aquel tiempo hubo una serie de aguaceros torrenciales. Los robots, gradualmente, abandonaron sus actividades para contener las mareas ambientales, pero continuaron incapaces de percibir la raíz de la catástrofe. A mí no se me escapó el significado de cómo este giro de los acontecimientos afectaba al modo superficial de aceptar nuestras costumbres, y la ciega aceptación me pareció contraria, en ciertos aspectos, a mi programado propósito del ser.

—¿Y cuál fue exactamente tu deducción? —quiso saber Derec.

—Entonces no pude estar seguro; no parecía existir una lógica concreta que sentase un precedente apropiado.

—Por favor, continúa… lo estás haciendo muy bien. Por ahora, no veo ninguna violación de las Leyes. No tienes nada de qué preocuparte… sólo que tú crees que sí.

—Decidí que había obtenido una gran evidencia empírica de la ciudad, vista desde las aceras, que podía ser útil. Necesitaba ver el cielo y la lluvia con claridad, sin la obstrucción de los edificios, lo mismo que habría deseado un humano en una situación semejante.

Derec se encogió de hombros.

—Continúa.

—De repente, tuve una idea, y actué de inmediato. Tan atento estaba a mí objetivo que dejé de apreciar lo que, de lo contrario, mis sensores habrían captado con gran claridad. Las calles de la ciudad empezaban a sufrir una especie de temblor que disimulaba las vibraciones causadas por el viento y la lluvia. Sentía el temblor a través de mis piernas y ciertas vibraciones en mi torso. Y, mientras me dirigía hacia el rascacielos más próximo, las vibraciones hormiguearon en las puntas de mis dedos.

Hizo una pausa como para coordinar sus ideas.

—Una vez dentro del rascacielos, comprendí que mi mente estaba desordenadamente fija en las nubes de tormenta del cielo. Sus sombras de negro y gris giraban más vívidamente en mi cerebro que cuando las había percibido directamente, un poco antes. Tan atento estaba a mantener su imagen que, cuando el primer piso tembló sin previo aviso y casi me hizo caer contra la pared, mi único pensamiento fue llegar al ascensor sin demora.

Lucius hizo otra pausa y trató de asir a Derec por los hombros.

Derec lo esquivó instintivamente, pero, cuando Mandelbrot se movió, como para apartar las manos de Lucius, Derec lo detuvo con un gesto. Los robots no tocaban normalmente a los humanos, pero Derec intuía que Lucius necesitaba ahora una sensación táctil, aunque no fuese más que para asegurarse de que sus problemas estaban aislados en su mente.

Lucius se apoyaba en el hombro de Derec con demasiada fuerza para que ello resultase cómodo, pero el joven robotista trató de no pestañear Siquiera. Si lo hacía, Mandelbrot decidiría que era necesaria una acción rápida por su parte, a fin de que Derec no sufriese ningún daño, y el joven no quería arriesgarse a una interferencia de Mandelbrot en esta fase de la conversación.

—Temo que ésta fue en verdad, mi primera transgresión. El temblor del edificio me hizo comprender todo lo que había aprendido, en mi breve existencia, acerca de cómo los humanos se sustentaban con la comida.

—¿Qué? —gruñó Derec.

—Quiero decir que, una vez dentro de aquel rascacielos, cuando su comportamiento general indicaba que iba a tener lugar un cambio, tuve la noción de cómo debe sentirse un ser vivo devorado por un humano, cuando llega a su destino.

Derec volvió a experimentar un vuelco en el estómago.

—Lucius… esto es-una barbaridad. Nadie hace esto, hoy día… al menos, que yo sepa.

—Oh, tal vez mis informes no sean exactos. Es tan difícil separar la realidad de la ficción, cuando se trata de entender a los humanos…

—Sí, lo comprendo muy bien —asintió Derec, pensando en Ariel por un instante, antes de resolver que debía pensar solamente en el asunto que tenía a mano—. Continúa. Comprendiste que tu existencia estaba en peligro a causa de la forma cómo se comportaba aquel edificio.

—Sí. O estaba cambiando, o estaba siendo reabsorbido por la calle. La Tercera Ley ordenaba que saliese de allí al momento. No tenía otro remedio que obedecer, pero, cosa extraña, no lo hice. La urgencia de irme de allí fue fácilmente reprimida. Porque, durante aquellos breves instantes, era más importante para mi ver las nubes obstruidas por la civilización que me había dado la vida, que asegurar la continuidad de mi supervivencia. Yo actuaba de una manera totalmente contraria al camino trazado por la Tercera Ley y, no obstante, funcionaba con normalidad, al menos en lo superficial. Ha sido sólo ahora… ahora… ahora…

Lucius repetía la última palabra como si su mente estuviese atrapada ante un muro insalvable.

—¡Tonterías! —exclamó Derec—. Si tus acciones te colocaban frente a un peligro físico, que supongo era la dirección general a la que nos encaminábamos, ¿cómo podías saberlo con seguridad? Sí, tal vez lo pareciese, pero tú tenías una misión, una proeza que realizar. Tenías que sopesar los pros y los contras. Tenías otras cosas en tu mente.

—Pero… todavía… seguía el peligro.

—Y una probabilidad, según creo, de que salieses bien librado del mismo, si usabas debidamente tu inteligencia. ¡Esto es obvio! Vamos, Lucius, ha de ser obvio, de lo contrario no estarías aquí. Vamos, éste no es momento para rendirse. Vive y aprende, ¿recuerdas? ¡Igual que un artista!

Lucius se balanceaba como un beodo, pero fijó sus sistemas ópticos firmemente en Derec. Era difícil saber si estaba mejor, porque su rostro metálico era incapaz de mostrar la más leve emoción o sentimiento, y también porque el apagado brillo de sus lentes continuaba igual. Pero su voz ya sonaba más firme, al decir:

—Nosotros estamos entrenados para reconocer las probabilidades. Tratamos constantemente con ellas. Estamos acostumbrados a acceder a ellas en una fracción de segundo y a actuar de acuerdo con las circunstancias. Pero aquella probabilidad era ciertamente remota.

—Lo que mayormente cuenta es lo que sucedió, no lo que no sucedió. El resto tendrás que sumarlo a tu experiencia, Lucius.

El robot soltó el hombro de Derec. «Justo a tiempo», pensó el joven, frotándoselo suavemente.

—Sí, últimamente he tenido varias experiencias, ¿verdad? —exclamó Lucius, con un tono tan neutro que Derec contuvo la respiración—. ¿Quieres decir que, cuando llega el momento de conseguir un poco de experiencia en la galaxia, puede haber ocasiones en las que evitar un riesgo puede causar más daño que aceptarlo?

—Supongo que, en última instancia, si. En este caso —continuó Derec, aunque realmente poco le importaba comprometerse en aquel punto—, una omisión de experiencia podría haber dirigido tu desarrollo mental en una dirección… que podrías definir como un daño de cierta clase. ¿No es así, Mandelbrot?

«Miente, si has de mentir», pensaba Derec.

—Perdona, máster Derec, pero ya sabes que no puedo mentir. ¿Es esto acaso una muestra más de humor?

—Gracias, Mandelbrot. ¿Qué más ocurrió, Lucius?

—A pesar de la naturaleza poco segura del edificio, corrí al ascensor y lo activé. Por un instante pensé que, si los controles habían cambiado, no me quedaba otro remedio que salir de allí a toda prisa. Pero los controles no mostraron señales de una transmutación, por lo que razoné que las salvaguardas de la ciudad me darían tiempo para ejecutar mi propósito y después salir de allí. Ah, estaba tremendamente equivocado. Debí sufrir algo semejante al shock humano cuando se abatió sobre mi todo el impacto de mis cálculos errados. Porque, cuando el ascensor me hubo llevado aproximadamente a medio camino hacia arriba, el edificio se desmembró. Sus cimientos se disolvieron, sus muros se fundieron en un río caótico, que primero me absorbió hacia arriba y luego hacia abajo, en dirección a la superficie. Lo único que sentía era una fuerte corriente de metacélulas del edificio que envolvían los contornos de mi cuerpo, aunque sin permitirme la menor libertad de movimientos.

—¡Un momento! —le interrumpió Derec—. ¿Intentas decirme que, en la historia de esta ciudad, pese a su brevedad, ningún robot ha quedado sumergido, ni accidentalmente en un edificio, cuando éstos cambian o surgen en la ciudad?

—Naturalmente que no, señor. Hay muchos indicios internos que señalan cuando un edificio va a cambiar, y nuestra adherencia a la Tercera Ley nos impide quedarnos más allá del momento en que un daño accidental es realísticamente posible. Además, la ciudad dejaría de actuar con normalidad, si un robot se quedase dentro de un edificio, por estar inmóvil a causa de un accidente. Pero yo no vislumbré las implicaciones de las circunstancias especiales con las que se enfrentaba la ciudad en aquel instante… o sea, la creencia de estar bajo ataque, la frenética reestructuración, la tremenda catástrofe ambiental…

—Olvídalo. Tú eres un robot, no un vidente. No podías sospechar de qué manera se estaba colapsando el programa de la ciudad. ¿Qué sucedió cuando quedaste sumergido? ¿Qué ideas cruzaron por tu mente?

—Las más claras, las más lógicas que he tenido en mi vida. Cosa extraña, no tenía noción del tiempo. La razón me indicaba que sólo llevaba unas cuantas décadas sumergido, pero, a todos los efectos y propósitos prácticos, mi mente estaba subjetivando fuertemente el concepto del tiempo. Cada momento que pasé en medio de aquella marea se alargaba hacia la eternidad. Y, dentro de esas eternidades, se extendían una infinidad de momentos. Comprendí todo esto, y también que toda mi breve existencia la había vivido en un estado de sueño mortal, viviendo, trabajando, haciendo todo aquello para lo que estaba programado, pero reteniendo la realización de las posibilidades ignoradas. Bien, no sabía absolutamente qué debía hacer, pero resolví explorar las posibilidades más apropiadas, fuesen las que fuesen.

»Hubo un momento en que mis sensores indicaron que ya no me movía. Me había estacionado, pero la marea pasaba por mi lado, cubriéndome a veces como si me hallase atado a una roca, en medio de unos rápidos turbulentos. El peso de mi cuerpo disminuía gradualmente, y comprendí que estaba sujeto a la superficie de las calles, por debajo del edificio que se hundía.

»Y me estaba quedando en la superficie mientras las últimas riadas de metacélulas que paseaban sobre mi dejaban mi cuerpo fresco y limpio. Yo, que había estado inmerso en un edificio, tenía una idea individualizada de la clase de construcción que Robot City debía tener, cuyo diseño y estructura eran inherentes a mi propia experiencia.

—¿Y no te pareció esto muy raro? —preguntó Derec.

—No. En realidad, era lógico. Era tan lógico que para mí tenía un sentido perfecto. Yo ya tenía un propósito, e iba a ponerlo en práctica. Esto aparte, no tenía interés en determinar por qué albergaba tal propósito, ya que esto no me parecía importante. Tras fijarme en la conducta de mis camaradas, observé, no obstante, que no soy el único en expresar algo que hay en mi interior. La ambición parece ir extendiéndose.

—Como una plaga —afirmó Derec.

—Es extraño, pero las estrellas y las nubes que antes me fascinaban ya no me interesaban. Lo único que me importaba era convertir, con los instrumentos y herramientas que tenía a mi alcance, mi idea en una realidad.

—¿No pensaste que tal vez otros se opondrían a tu idea? —inquirió Derec.

—Ni una sola vez se me ocurrió pensar en la opinión de los demás. En mis transistores había demasiada agitación interior para distraerme en cosas más baladís. Mis circuitos tenían destellos de una actividad incontrolable, y efectuaban unas conexiones inesperadas entre ideas que antes creía completamente desconcertadas entre si. Estos destellos continuos de entendimiento se producían sin inhibición alguna, a un ritmo que me pareció superacelerado. Percibía más edificios ocultos en fusión, y lo único que tenía que hacer para encontrarlos era descender a los bancos de datos pseudo-genéticos para darles forma.

Mil ideas distintas se agitaban en el cerebro de Derec. En otros tiempos, había creído comprender a los robots, saber cómo pensaban, porque conocía su oficio; es decir, cómo conjuntar sus cuerpos y sus mentes. Creía poder desmembrar y volver a ensamblar el modelo normal en medio día, incluso con los ojos vendados, y probablemente efectuar algunas mejoras en el proceso. En realidad, se había ufanado de esto ante Ariel varias veces, aunque ella no siempre le creía.

Pese a todo, antes de ahora, siempre se había imaginado que existía un abismo insalvable entre él y los robots. En su mente no había absolutamente nada que tuviese el menor parecido con las mentes de los robots. Derec era un ser de carne, compuesto por células que seguían las pautas complejas ordenadas por los códigos ADN. Carne y células que crecían en un útero o una incubadora (ignoraría dónde hasta que recobrase la memoria). Carne y células que un día dejarían de existir. Su subconsciente sí conocía estos hechos.

Mientras que los robots… mientras que este robot estaba formado de piezas intercambiables. Los potenciales positrónicos de un robot eran capaces, naturalmente, de dotarlo con rasgos sutilmente personales, y siempre podían tomar iniciativas dentro de los límites de las Tres Leyes. Pero incluso dichas iniciativas dependían de mil factores, y no eran apenas individualistas, porque, por lo general, un robot pensaba igual que otro.

Sin embargo, le estaba resultando rápidamente innegable que, al menos en este planeta, la mente robótica se parecía a la humana en que daba una respuesta adaptable a las presiones selectivas. A partir de aquí, las posibilidades eran infinitas.

De manera que Lucius era, a su modo, como el primer pez que había salido del agua para convertirse en animal terrestre. Sus potenciales positrónicos se habían adaptado a la vida de Robot City, dando unos pasos definidamente evolutivos. Y otros robots no le iban muy a la zaga.

—Máster Derec, ¿te encuentras bien? —se inquietó Mandelbrot.

—Sí, estoy bien. Pero me cuesta un poco asimilar todo esto —confesó Derec, en tono distraído, buscando a Ariel con la mirada.

Quería saber qué opinaba ella de lo que acababa de oír, pero la joven no estaba a la vista. Ni tampoco Wolruf. Las dos habían desaparecido mientras él estaba preocupado con Lucius.

—Eh… ¿y tú, Lucius, cómo estás?

—Estoy bien… funcionando a toda mi capacidad —respondió el robot—. Es obvio que hablar de todo esto me ha ayudado mucho.

—Me gustaría hacerte más preguntas… respecto a tu edificio y a cómo lo construiste. Especialmente, estoy interesado en saber cómo te comunicaste con el ordenador central y conseguiste alterar algunos de los códigos pseudo-genéticos.

—Ciertamente, máster Derec, mi mente y mis métodos están a tu disposición. Pero cualquier explicación bien razonada sería cuestión de varias horas.

—De acuerdo. He quedado citado con otro robot para mañana por la mañana, pero terminaré con él bastante pronto. Después, me gustaría interrogarte.

—¿No deseas examinarme?

—No. Temo que, al desensamblarte, aunque sólo fuese para echar una rápida ojeada, podría causarte algún daño. No quiero que cambies.

Lucius se inclinó ligeramente.

—Supongo lo mismo, pero aprecio tu información en alto grado.

—De todas maneras, sí quisiera saber una cosa. ¿Tiene un nombre, tu edificio?

—Oh, si. Tú eres el primero en preguntármelo. Se llama «Disyuntor».

—Un nombre interesante —convino Mandelbrot—. ¿Puedo preguntar qué significa?

—Puedes preguntarlo —asintió Lucius, sin añadir nada más.

—Mandelbrot —intervino Derec—, deseo que me hagas un favor.

—Sí, claro.

—Busca a Ariel y vigílala. No dejes que se dé cuenta. Obviamente, desea estar sola, pero no es conveniente en su estado.

—Ya me he ocupado de ello. Comprendí que existía un diez por ciento de probabilidades de que se presentase una situación respecto a la Primera Ley, pero también me di cuenta de que deseaba estar sola. Por tanto, le ordené a Wolruf que la vigilase.

—Muy bien —asintió Derec.

Estaba vagamente avergonzado de no haber estado a la altura de la situación mucho antes. Tal vez se hallaba demasiado involucrado en todo lo ocurrido. Claro que ahora se sentía mejor, sabiendo que Mandelbrot se había hecho cargo de Ariel, protegiendo tanto el cuerpo de la joven como su sentido de auto-identidad. Por lo visto, que un robot sirviese a un ser humano con la máxima eficacia tenía algo que ver con la psicología. O, al menos, un robot que hacía esto debía ser un poco psicólogo, o un estudiante de la naturaleza humana.

—¿Cómo te afecta mi edificio a ti, señor? —se interesó Lucius.

—Oh, me gusta mucho —respondió Derec, distraídamente, todavía pensando en Ariel.

—¿Nada más?

Derec ocultó la sonrisa con su mano.

—Debes recordar que ésta es la primera vez que has creado algo que se aproxima al concepto del arte. Esta noche ha sido la primera vez que tus camaradas han experimentado la fuerza del arte. Nosotros; los humanos, hemos estado siempre rodeados por esa experiencia, que ha influido en todas nuestras vidas, desde los primitivos jardines que vimos, a las primeras reproducciones holográficas de paisajes… a todo lo que vemos ahora, y que ha sido creado o influido por la mano del hombre.

»Pero vosotros, los robots, sois articulados e inteligentes desde el primer momento en que se os pone en marcha. Y ésta es la primera vez, que yo sepa, que un robot ha creado algo en el sentido más profundo de la palabra. De haber yo concebido un proyecto similar, dudo de que hubiese salido tan perfecto.

—Tu talento puede residir en otras especialidades —concedió Lucius.

—Sí, claro… soy muy bueno en matemáticas y programación. También son artes, aunque, normalmente, quienes no las dominan las consideran oficios misteriosos. Pero el momento de inspiración es idéntico y, según afirman, también lo es el nivel de creatividad.

—No era a esto a lo que me refería, y sospecho que lo sabes —arguyó Lucius, agudamente—. Si he de captar la verdadera naturaleza de la creatividad humana, es razonable que mis compañeros y yo nos aprovechemos de ver cómo los humanos crean arte.

—Pero, Lucius, ni siquiera sé si soy un creador en el sentido en que lo eres tú.

—Entonces, en otro sentido —sugirió Lucius.

—Hummm… pensaré en ello, pero ahora tengo otras cosas en mi mente.

—Como gustes. Aunque tal vez resulte innecesario añadir que nuestro estudio de las Leyes de la Humánica se beneficiaría grandemente con cualquier creación que tú intentases.

—Cuando tú lo dices… —replicó Derec, distraídamente, contemplando las nubes que reflejaban los colores del Disyuntor y viendo sólo el contorno del rostro de Ariel, mirándole.