12
La teoría del todo
—Despierte, muchacho —era la voz del doctor Avery desde detrás del velo de tinieblas—. Ha llegado el momento de volver al mundo de los vivos.
Derec abrió los ojos. El rostro del doctor Avery se inclinaba hacia él, entrando y saliendo de foco. La expresión del doctor era tan neutral como sardónico su tono. Derec intuyó que ambas cosas eran calculadas; la luz constante que lucía en las pupilas de Avery estaba controlada con grandes esfuerzos.
—¿Qué me ha ocurrido? —quiso saber Derec, hablando roncamente—. ¿Qué me hizo usted?
—Los robots Cazadores les adormecieron, a usted y a sus amigos, con una dosis de gas nervioso. Los efectos han sido temporales, se lo aseguro, sin ninguna consecuencia. Tuve que asegurárselo también a los Cazadores, y convencerles de que los tres sufrirían menos, al ser transportados por aquellos corredores tan estrechos, si estaban inconscientes. Como ve, conozco a esos robots, y puedo justificarme ante ellos hasta un punto que usted jamás soñaría.
—¿Dónde están mis amigos?
Avery se encogió de hombros.
—Por ahí —debió pensar mejor la respuesta, porque rectificó, con cierta amabilidad—. En el laboratorio. No puede verles porque su visión todavía no se ha aclarado.
—¿Dónde está Mandelbrot? ¿Usted no habrá… no lo habrá destruido?
—No —negó Avery, solemnemente—. Habría sido perder una buena labor de artesanía. Usted es un magnífico robotista, mi joven amigo.
—Supongo que debo sentirme halagado.
—Sí, en efecto.
Derec cerró los ojos, en un esfuerzo para lograr una idea mejor de su paradero. Sabía que estaba tendido, si bien su posición no era totalmente horizontal. El problema era que no sabía si la cabeza estaba hacia arriba o hacia abajo. Cerrando los ojos, no obstante, las cosas se pusieron peor. Sentía como si estuviese atrapado y atado a una rueda de la fortuna giratoria. Trató de moverse.
—Quiero incorporarme. Desáteme.
—Hablando en puridad, usted no está atado. Se halla inmovilizado por unas barras magnéticas en las muñecas y los tobillos —Avery sostenía un aparato portátil con un teclado—. Esto desmagnetizará las barras, soltándole… pero sólo yo conozco el código.
Derec sentíase ridículamente indefenso.
—¿No podría, al menos, rebajar la luz? Me duelen los ojos.
—Sé que en realidad no debería importarme —dijo Avery, apartando los ojos—. ¡Canute! —llamó, y el resplandor disminuyó.
Derec pudo ver mucho mejor. La rejilla de la luz se hallaba a varios metros sobre su cabeza. Derec miró a su derecha y vio a Ariel dormida sobre una tabla de mármol, también sujeta por barras magnéticas. Más allá, había una batería de ordenadores y equipo de laboratorio, y también piezas de recambio para robots, sin mencionar un obediente Canute que supervisaba un experimento químico.
A la izquierda de Derec, Wolruf yacía, boca abajo, sobre otra losa. También fría. Le colgaba la lengua fuera de la boca.
Mandelbrot, desconectado, estaba cerca, contra la pared, como una estatua, una estatua extraña que Derec esperó que volviese a la vida en cualquier instante. Pensó incluso en ordenarle al robot que despertase, pero temió que Avery ya hubiese previsto esta contingencia. De todos modos, no deseaba volver a ver cómo sufría su buen amigo. Avery tenía consigo el generador electrónico.
—Gracias por bajar la luz —le agradeció Derec—. ¿Están bien mis amigos?
—En excelente forma. En realidad, debo felicitarle, joven. Tiene usted muchos recursos.
—¿A qué se refiere?
—A que, cuando estaba inconsciente, logró resistirse a mi suero de la verdad. Parloteó incesantemente, pero apenas obtuve alguna información valiosa.
—Seguramente, porque no tengo ninguna que darle. Recuerde que yo no le pedí ser traído aquí.
—Me esfuerzo por recordarlo —respondió Avery, cansinamente.
Luego suspiró, como agotado.
Derec esperaba que lo estuviese por completo. Tal vez lograría aprovecharse de ello.
—¿Descubrió algo respecto a mi identidad, mientras yo estuve fuera del mundo? —quiso saber.
—No me ocupo de sus asuntos personales. Sólo deseaba saber si había saboteado el carácter de mis robots.
Derec no pudo reprimir una carcajada.
—No les hice nada ni a sus robots ni a esta ciudad, a menos que cuente haberla salvado de los fallos del programa. Todos los errores del diseño son suyos, mi querido doctor.
—Yo no cometo errores.
—No, simplemente, no está acostumbrado a cometerlos. Pero sí los comete. Por lo menos, realizó más de lo que intentaba. Sus metacélulas son capaces de duplicar las funciones organizadoras de la proteína a una escala sin precedentes, en el estudio de las formas de vida artificiales. La interpretación entre los cambios constantes de la ciudad y los sistemas lógicos del cerebro positrónico parecen liberar el cerebro del robot de las concepciones preconcebidas de sus obligaciones. Y, si lo que le ocurre al cerebro de Mandelbrot es un indicio de ello, los resultados finales son imprevisibles.
—Lo dudo. Tal vez su robot se quemó por incompatibilidad con el metalubricante de la ciudad.
—¡Usted se está metiendo entre neutrones! —gritó Derec, intentando, fútilmente, quitarse las barras magnéticas de los pies para conseguir tan sólo torcérselos—. ¿No es más razonable suponer que la tensión ambiental de la crisis de réplica originada por un fallo en su programación, desencadenó la emergencia de las capacidades latentes en todos los robots de un diseño suficientemente avanzado?
Avery reflexionó, mientras se frotaba la barbilla.
—Explíquese.
—No hay precedentes de Robot City. Nunca hubo otra sociedad de robots sin seres humanos. Pudieron suceder cosas diferentes antes de la llegada de Ariel y yo, cosas que nunca hubiésemos imaginado siquiera.
—¿Qué clase de cosas? —se interesó Avery, malhumorado.
—Esto lo vio usted desde su oficina de la Torre de la Brújula —respondió Derec, siendo recompensado por el levantamiento de cejas del doctor Avery—. Oh, sí, nosotros ya estábamos aquí. También estuve en el núcleo central, y hablé con los jefes supervisores. Sus robots decidieron estudiar a la humanidad, a fin de servirnos mejor. Usualmente, los robots no obran así. Incluso intentaron formular unas Leyes de la Humánica, con el propósito de comprendernos. Y nunca había oído que unos robots hiciesen tal cosa.
—Supongo que tiene una teoría acerca de estos sucesos.
—Un par de ellas —Derec empezó a contar con los dedos, pero no pudo seguir en la postura que tenía—. Primero, la tensión de la crisis de réplica. Fue una crisis de supervivencia, comparable a las glaciaciones en la prehistoria de la Tierra. Los robots estaban forzados a adaptarse o perecer. Mi interferencia ayudó a superar la crisis, pero también ayudó a conformar la adaptación.
»Segundo, el actual aislamiento de Robot City. Sin humanos en ella, los pasos evolutivos que habrían sido suspendidos han continuado por ejemplo, el estudio de las Leyes de la Humánica; los robots, como otro ejemplo, acostumbrándose a tomar iniciativas. Estos cambios no sólo sobrevivieron, sino que florecieron. Formaron, al final, parte integrante de los circuitos positrónicos de los robots. Incluso en los primitivos microchips, había algo en estado latente que no se usaba. Y ahora vemos qué sucede, cuando se les despierta a la fuerza.
—Todo esto que me cuenta no demuestra nada —el doctor Avery ahogó un bostezo—. No son más que teorías. Y, ciertamente, no constituyen ninguna prueba empírica.
—¿Le aburro, verdad?
—Excúseme. No, no me aburre en absoluto. Por ser tan joven, es usted muy interesante, aunque sus encantadoras ideas sobre los robots y la realidad hablen realmente de su inexperiencia. Claro que es esto lo que cabía esperar.
Palmeó la barra de los pies de Derec.
El joven arrugó el ceño. De una cosa estaba seguro. Podía contender con la inestabilidad mental de Avery, podía tolerar la arrogancia de aquel hombre, pero la ternura condescendiente de sus palabras le causaba náuseas, hasta el mismo núcleo de su ser. Y por ninguna razón que Derec pudiese entrever. Era un sentimiento gratuito. Llegó a preguntarse si ello tendría que ver con algún choque sufrido ya con Avery en su pasado olvidado.
—Bien, ¿qué información sacó de mí? —preguntó.
Avery se echó a reír.
—¿Por qué he de decírselo?
—Porque no tengo nada que ocultar. Sólo usted insistió en que oculto algo. No le formuló preguntas a mi robot, sino que lo incapacitó. No les hizo preguntas a los otros robots… los ignoró. A mí sí me interrogó, pero sólo cree a medias mis respuestas. Y trató a mis amigos como lo que son para usted meros inconvenientes.
—Temo que esto es exactamente lo que son —fue la fría respuesta.
—Pero… pensaba que usted había creado este lugar para saber qué clases de estructura social establecerían los robots por sí solos.
—Tal vez lo hice por eso, tal vez no. No veo ningún motivo por el que deba confiarle a usted mis razones.
—¿Y no está interesado en nuestras observaciones?
—No.
—¿Ni siquiera en las de Ariel Welsh, la hija de su patrocinadora financiera?
—No —Avery miró en dirección a la joven—. Los padres y los hijos casi nunca se aman mucho en Aurora.
—Usted ya sabe cosas de ella y no quiere ayudarla, ¿eh? ¿No se halla absolutamente inquieto por ella?
—A los ojos de la sociedad Espacial, es una extraña y, por consiguiente, un individuo básicamente inconsecuente. Supongo que, en una época anterior, más idealista, habría sacrificado parte de mi tiempo y de mis recursos para ayudarla, pero el tiempo se ha convertido últimamente en una cosa muy valiosa para mí, demasiado valiosa para desperdiciarlo en la vida de un solo ser humano, entre millones y millones… Mis experimentos se hallan en una fase muy sensible. Y no puedo confiarme a usted.
—Es en usted en quien no confía —le advirtió Derec.
Avery sonrió.
—¿Y cómo usted, que tanto sabe acerca de los robots y tan poco sobre los humanos, se imagina esto, mi querido amigo?
Derec suspiró.
—Por intuición, nada más.
—Entiendo.
Avery se volvió hacia Canute y lo señaló con un dedo.
En un momento, Avery y Canute estuvieron inclinados sobre Derec. Este ya había percibido que había algo diferente en el comportamiento de Canute… le faltaba algo. Habían desaparecido la anterior cortesía, la atrevida arrogancia, siendo reemplazadas o suprimidas por unos modales serviles, que podían ser voluntarios o sólo lo que Avery esperaba de él.
—¿Estás bien, máster Derec? —le preguntó Canute, en tono neutro.
—Mejor de lo que cabría esperar. Eres fuerte, Canute. ¿Por qué no me quitas estas ligaduras?
—Temo que, a pesar de que tal vez fuese capaz de quitarlas, no puedo hacerlo —replicó el robot.
—¿Y por qué «máster Derec»? —intervino Avery—. Aguardaba algo mejor para ti, robot. Mientras usted no sufra daño alguno, Canute no tiene más remedio que obedecer mis órdenes, que tienen precedencia sobre las que usted pudiera impartirle.
—Estaba comprobándolo, solamente —fue la respuesta del joven—. ¿Pero cómo sabe que, teniéndome aquí, tendido e indefenso, no me está causando graves lesiones?
Avery pareció sorprendido, pero Canute se le adelantó en la contestación.
—No lo sé. Simplemente, acepto la palabra del doctor Avery, según la cual no te sobrevendrá ninguna lesión como resultado de tu inmovilidad.
—¿Cómo te sientes siendo un robot, Canute?
—¡Esta pregunta es irrelevante! —proclamó Avery, con un gruñido burlón—. Canute no tiene nada con qué compararse.
El robot se volvió hacia Avery, y un resplandor familiar volvía a brillar en sus receptores visuales.
—Perdona, doctor Avery, pero no estoy de acuerdo contigo. Sí tengo algo con que comparar la sensación de ser un robot, porque, después de pasar varias semanas intentando imitar las acciones de un ser humano de ficción, poseo algunas ideas, aunque vagas, de cómo es un ser humano. Desde esta base, puedo extrapolar qué debe sentir el verdadero artículo.
—Entiendo —asintió Avery, aunque su expresión indicaba que no creía ninguna de aquellas palabras, y que no se las tomaba en serio. Volvió la vista hacia Derec—. ¿Quién está ahora metiéndose entre neutrones, jovencito?
—¿Qué otra cosa puedo hacer, estando aquí?
Avery volvió a sonreír. A Derec empezaba a disgustarle profundamente aquella sonrisa.
—No puedo luchar contra esta lógica —murmuró Avery, ahogando otro bostezo.
—Máster Avery, ¿te hallas al borde del agotamiento? —preguntó Canute, muy solícito.
—Pues sí, en efecto. Llevo ya mucho tiempo despierto… en realidad, desde que me marché en… No, no lo digo. Usted no tiene por qué saberlo.
—¿Puedo sugerirte que te refugies en el sueño? Podría ser perjudicial continuar despierto, una vez acabada la resistencia de tu cuerpo.
Otro bostezo de Avery.
—Muy buena idea —un cuarto bostezo—. ¿Deseas que me largue, Derec?
—Sólo a causa de tu halitosis.
—Ja, ja… Tratas de disimular tus designios tras una máscara de frivolidad. No importa. Bien, seguiré tu sugerencia, Canute. Cuando me despierte, decidiré qué debo hacer —dio un paso hacia la puerta y después volvió de nuevo hacia Canute—. Bajo ninguna circunstancia debes tocar las barras que inmovilizan a nuestro amigo Derec, a menos que yo esté físicamente presente en esta habitación, ¿entendido? Ésta es una orden directa.
—¿Y si he de ir al lavabo? —inquirió Derec.
—No irá. Ya me ocupé de la eliminación de sus necesidades.
«¿Qué haría? —pensó Derec—. ¿Deshidratar mi vejiga? Ese tipo es un genio más grande de lo que me figuraba».
—Máster Avery, existe la posibilidad de que máster Derec sufra otras formas de daño, y también los otros, si continúan atados mucho tiempo.
—Son jóvenes, son fuertes. Podrán soportarlo.
Canute inclinó la cabeza.
—Sí, máster Avery.
Y Avery se marchó. De repente Derec sintió que el corazón le latía desaforadamente y, tras una breve lucha, consiguió calmarse. El tema de conversación que ahora eligiese debía resultar muy casual; de lo contrario, Canute el avispado, que, al fin y al cabo, consideraba que obedecer las órdenes del doctor era la guía más importante para sus palabras y hechos, se daría cuenta del plan del joven.
Derec suponía que el plan era hábil. Aguardó varios minutos, mientras Canute proseguía con sus tareas, y, cuando juzgó que había transcurrido bastante tiempo desde que Avery se había dirigido a sus aposentos para dormir, dijo:
—Canute, me gustaría hablar contigo.
—Esto sería aceptable, máster Derec, pero debo advertirte por anticipado que vigilaré toda tentativa de jugarreta por tu parte, o todo intento de seducirme para que te libere.
—No temas, Canute. Conozco cuando estoy vencido.
—Perdóname, pero, aunque creas que esto es cierto, la realidad reside en otro lugar.
—Debo tomar esto como un cumplido, ¿no?
—No intenté ni halagarte ni insultarte.
—¿Puedo hablar contigo mientras espero que Avery o mis amigas se despierten?
—Ciertamente, si esto te complace. Sin embargo, confío en que la conversación no esté relacionada en absoluto con la creencia tuya de que yo fui el responsable del final de Lucius.
Derec sonrió.
—Claro, si lo prefieres. De todos modos, ¿qué diferencia habría para ti?
—Oh, ninguna, sólo que, por alguna razón, hallo que este tema hace que mis pensamientos se atasquen, como si alguien coartase el flujo positrónico de mis circuitos.
—Interesante, pero no temas. Pensé que descubriría una prueba y no fue así, de manera que no te inquietes. Además, creo que ahora tengo otros asuntos más apremiantes que el de Lucius que atender.
—Sí, eso parece —asintió Canute.
—Sí… Bien, creo que, mientras el doctor Avery investigaba en mi cerebro, tuve un sueño muy extraño. Y me ha dado mucho que pensar.
—Máster Derec, ¿crees que yo soy una entidad apropiada para discutir estos asuntos? Los sueños humanos no son mi fuerte.
—Oh, claro, ni tampoco el mío, seguro. Pero el sueño me ha planteado una serie de interrogantes… y me gustaría ver cómo responde a ellos una entidad que posee tu especial clase de lógica.
—Ciertamente, no veo que pueda resultar mal alguno del intento, por débil que sea, de que tu mente se relaje en estos asuntos.
—Sí, supongo que me sentará muy bien.
—Mi obligación es ayudarte a conseguir este resultado.
—Bien, Canute, ya sabes que la vida empezó con el calentamiento del océano terrestre como una serie de reacciones químicas. Las materias primas de la vida estaban también presentes en otros mundos, pero hasta hace poco no hubo pruebas de que ese recalentamiento también hubiese tenido lugar en ellos.
—¿Te refieres a Wolruf y al amo que antes la empleó como su sierva?
—Sí. Dos ejemplos de culturas alienígenas, otros dos mundos donde el recalentamiento dio sus frutos… y ni siquiera son nativos de esta galaxia. Pero el comparativamente escaso número de mundos donde se originó la vida no es el punto más interesante, aunque espero que aumente.
—¿Cuál es, pues, el punto?
—Que, aunque el universo no sea una entidad consciente, posee unas materias primas que, cuando se ponen debidamente en movimiento, crean la conciencia. Tienen la capacidad de crear vida inteligente, que es capaz de comprender al universo.
—O sea que, aunque el universo no puede conocerse directamente a sí mismo…
—Eso mismo, Canute. Puede conocerse indirectamente. ¿Y cómo piensas que lo logra?
—A través de la ciencia.
—Sí, éste es un medio, y ya volveremos a él. El universo también puede examinarse a través de la religión, la filosofía o la historia. El universo también puede comprenderse, interpretarse, a través de las artes. Visto de esta manera, las obras de Shakespeare son la expresión no sólo de un hombre, o de la raza que las interpretó durante largas épocas, sino del universo, de la materia de que están formadas las estrellas.
Derec esperó la reacción que sus palabras debían ejercer en Canute, pero éste continuó callado.
—¿Canute…?
—Perdona, máster Derec, pero temo que he de terminar mi participación en esta conversación. Algo les sucede a mis pensamientos. Empiezan a volverse borrosos, y creo que la sensación que permeabiliza mis circuitos es vagamente análoga a lo que tú llamarías náusea.
—Quieto, Canute. Ésta es una orden directa. Cuando hayamos terminado, creo que te darás cuenta de que valía la pena.
—Te obedeceré porque debo obedecerte, pero debes perdonarme de nuevo si aseguro que dudo mucho de que tengas razón, al decir que esto vale la pena.
—Pero los humanos y los alienígenas también han aprendido a comprender al universo a través de la ciencia. El dominio de la lógica, del proceso experimental y del error, ha permitido a la humanidad ampliar sus fronteras del conocimiento y la percepción en todos los aspectos concebibles. El conocimiento del hombre ha crecido no sólo en el dominio de los hechos y las posibilidades de lo que podría realizar, sino en cómo puede expresar los conceptos de estos conocimientos y de su percepción. Un resultado de esta expresión ha sido el desarrollo de la inteligencia positrónica. Sin embargo, y en mi opinión, se trata de un «sin embargo» fundamental, Canute, de modo que presta atención…
—Si es una orden…
—Lo es. El hombre es sólo una expresión de las posibilidades inherentes al universo, y así lo son las cosas que hace e inventa. Esto es verdad también para la inteligencia artificial. En realidad, por todo lo que sabemos, la humanidad tal vez se halle en una fase preliminar de la evolución de la inteligencia. Eones a partir de ahora, algún filósofo metálico tal vez desee estudiar nuestra civilización actual y diga. El propósito de los humanos era inventar robots, y han sido los artefactos creados por los robots los de orden más elevado dentro de los esfuerzos del universo por conocerse a sí mismo.
—Te refieres al Disyuntor —declaró Canute, con un extraño ruido.
—Quiero decir que el Disyuntor puede haber sido sólo el comienzo. Y quiero decir que, por mucho que tengan importancia las Tres Leyes de la Robótica y las Leyes de la Humánica, puede haber unas leyes más elevadas, más allá de nuestra comprensión, que gobiernen con igual seguridad y fijeza que las leyes de la interacción molecular gobiernan nuestros cuerpos.
—O sea que estás diciendo que puede ser justo que un robot acepte la carga de crear una obra de arte, sin tener en cuenta los efectos de desorden que tal acto puede crear en el conjunto de una sociedad…
—Exactamente. Tú no tuviste ningún problema, al crear el Nuevo Globo, ni al tomar parte en Hamlet, como Claudio, porque eran órdenes que se te dieron; pero no pudiste aceptar el intento de Lucius de crear por su libre voluntad, porque creíste que era una aberración del papel positrónico en la estructura ética del universo. Te advierto que no puedes asegurar tal cosa con un ciento por ciento de seguridad. En realidad, a menos que halles un fallo en mi razonamiento, estoy diciendo que precisamente en lo contrario es donde reside la verdad.
—Entonces, también es verdad que infligí un daño a un camarada sin motivo alguno.
—No hay crimen si no hay una ley contra el mismo, y ni siquiera las Tres Leyes se refieren a que un robot pueda causarle daños a otro robot. Es tan sólo tu innato sentido de la moralidad, una moralidad que podría decirse que ha servido para negarte a ti mismo, la que te hace lamentar haber matado a Lucius.
Canute inclinó la cabeza, como avergonzado y dolido.
—Sí, lo confieso, yo maté a Lucius. Lo encontré cuando estaba solo, y lo pillé por sorpresa, desconectándole con radiación gamma y quitándole sus circuitos de lógica. Luego, creyendo que tal vez mis métodos serían descubiertos, le golpeé la cabeza varias veces contra un edificio. Después, lo llevé al embalse y lo arrojé al agua, pensando que nadie lo encontraría hasta transcurridos algunos años, al menos.
El robot se apartó de Derec y contempló al ordenador que había contra la pared distante.
—Al desconectar a Lucius cometí el mismo crimen del que le acusaba. Solamente que él obedeció una orden disimulada del universo, en tanto que yo la estaba negando. No obré adecuadamente. Debo ser desconectado en la primera oportunidad, y mis piezas fundidas rápidamente.
—No debes hacer tal cosa. Admito que, al principio, pensé que eras malvado, Canute. Pero los robots ni son buenos ni son malos. Son como son. Y tú debes continuar existiendo. Has aprendido la lección, y ahora debes enseñársela a otros para que no cometan tu mismo error.
—Pero el doctor Avery no quiere permitir que las artes florezcan en Robot City.
—El doctor Avery está equivocado.
—¿Y cómo podemos impedir que nos cambie? Debemos obedecer sus órdenes. Él puede borrar todo recuerdo de ti, del Disyuntor y de la función que interpretamos si lo desea, y entonces todo quedará igual que antes.
—Puede ordenar que olvidéis, pero esto ya no importa, porque vosotros habéis cambiado, y tú u otro volverá a crear, y el ciclo empezará de nuevo.
—He de reflexionar sobre todo esto. No se computa fácilmente.
—Ni lo esperaba, y nunca esperes computar nada con facilidad. Esto no está en la naturaleza de las preguntas.
—Todo esto es muy esperanzador —declaró Ariel con sarcasmo, desde su losa—, pero no nos ayuda a salir de este conflicto.
—¡Ariel! —gritó Derec—. ¿Llevas mucho tiempo despierta?
—Bastante, Derec. Sabía que podías hablar, pero jamás pensé que tuvieras cuerda para tanto rato.
—Muy gracioso.
—Canute, creo que ha llegado el momento de que nos sueltes —propuso Ariel.
—Estar de acuerdo —añadió Wolruf.
—Te obedecería al momento, pero las órdenes del doctor Avery tienen precedencia —replicó Canute—. Él es mi creador, y estoy programado para considerarle como tal.
—Escúchame, Canute —continuó Ariel—. La Primera Ley establece que ningún robot, por omisión, permitirá que un ser humano sufra daño alguno, ¿correcto?
—Sí.
—El doctor Avery sabe que mi enfermedad me está volviendo loca, y que, además, me produce graves daños físicos; en cambio, no da señales de querer ayudarme. Sólo está interesado en extirpar cosas de nuestras mentes para aprender más. En realidad, creo que, si estudias su conducta, percibirás que es inestable mentalmente, que ya no es el hombre que inicialmente te programó.
—Esto puede ser cierto —convino Canute—, pero los humanos suelen cambiar a menudo. O sea que uno de estos cambios no es ninguna señal de inestabilidad mental. Como Derec ha demostrado, hasta yo he cambiado en las últimas semanas, pero mis diagnósticos rutinarios indican que todavía trabajo con el máximo rendimiento. El doctor Avery no parece estar preocupado por tu bienestar, pero no hace nada para lesionarte. Incluso puede hallar un tratamiento para tu enfermedad que, por otra parte, se ignora cuál es. En realidad, debo considerarle un genio.
—Me hace daño al no ayudarme a buscar curación en otro sitio. Si fuese robot, estaría violando la Primera Ley.
Canute avanzó hasta el pie de la mesa donde se hallaba Ariel, y puso una mano de acero en sus pies.
—Pero no es un robot y, si nuestros estudios de las Leyes de la Humánica nos han enseñado algo, es que los humanos no están sujetos a las Leyes de la Robótica. Tú no estás en peligro inmediato y no puedo ayudarte.
—Pues es muy sencillo —repuso Ariel—. Cuanto más tiempo pase en Robot City, más loca me volveré. Cuanto más tiempo esté Derec aquí, más tiempo vivirá sin saber quién es… un estado que yo pienso que él estará de acuerdo en que le produce una condición de angustia. Y la angustia también lesiona.
Canute levantó la mano de la barra, y la dejó en el aire.
—Creo que estoy de acuerdo, pero el doctor Avery es mi creador. Él me ordenó que no os creyese en peligro, y yo no puedo ignorar tal orden.
—Si el doctor Avery no desea nuestro bienestar, ¿quién lo deseará? ¿Quién será el responsable? Creo que tú, el robot que nos vigila.
«Esto es inteligente —se dijo Derec—. Sabía que había motivos para que me gustase esa chica».
—Tiene razón, Canute. La misma moralidad que te atosigó por lo que le hiciste a Lucius te turbará de nuevo si permites que el doctor Avery nos haga daño por tu pasividad. No puedes estar seguro de que el doctor Avery nos conceda la ayuda médica que ambos necesitamos.
Canute giró lentamente hacia Derec y, con esto, demostró el conflicto positrónico que experimentaba, Derec insistió en lo mismo.
—Si se permite a los robots de esta ciudad que continúen creando, servirán mejor a los humanos, pero el doctor Avery suspenderá este proceso. Sus órdenes no son mentalmente incompetentes, pero sí lo son moralmente. ¿Todavía crees que debes obedecerlas?
El robot se iba quedando inmóvil por grados. Derec comprendió que sufría una crisis, y que Canute decidiría a favor o en contra de ellos… o que caería en el torbellino positrónico y en la nada.
Durante unos segundos, el robot no dijo nada.
—Pero, máster Derec —barbotó al fin—, ¿cómo puedo saber con toda seguridad que los dos obtendréis atención en el espacio? ¿No es probable que sufráis mientras os dirigís a vuestro destino?
—La respuesta a esta pregunta es muy sencilla —respondió Derec, obligando a su voz a continuar tranquila y razonable—. Aquí es donde intervienen Wolruf y Mandelbrot. Ellos se ocuparán de nosotros entre las estrellas.
Esta vez, Canute no habló durante varios minutos. Derec se contuvo para no añadir nada más y seguir intentando convencer al robot a hacer lo que deseaban, porque temía que la información proporcionada ya hubiese confundido los integrales robóticos hasta un grado peligroso.
—He estado meditando —dijo, finalmente, Canute— sobre las palabras exactas del doctor Avery. Dijo que yo no debía tocar las barras que inmovilizan a nuestro amigo Derec, pero no dijo nada de las que aprisionan a Ariel y a Wolruf.
«¡Eso es espíritu creador!», exclamó Derec, para sí.
Canute sin hablar más, se aproximó al extremo de la losa de Ariel, asió la barra de sus pies y, usando toda su fuerza, tiró hacia sí.