5

Olvidar… ¿O qué?

Justo antes de amanecer, Derec se marchó a dormir, preguntándose qué sentiría cuando supiese quién era. Sabía que soñaría. Y que, como siempre, recordaría el sueño. A menudo buscaba entre las imágenes de sus sueños una pista de su identidad, figurándose que el subconsciente le estaba indudablemente señalando una información acerca del más personal de todos sus problemas. A menudo, soñaba que era un robot. En conjunto, esos sueños eran todos muy parecidos. Podían empezar estando él en una cápsula de supervivencia, o en la sala de diagnósticos de un hospital, o incluso en el dormitorio de la casa que poseía en Robot City para él y sus amigos. A menudo, descubría casualmente la Llave de Perihelion; abría el panel de una consola, o una alacena, y allí la hallaba, o incluso en su traje, y siempre la utilizaba.

El lugar a donde iba invariablemente, le dejaba desanimado, o incluso desesperado, puesto que siempre se trataba de un sitio donde había estado las últimas semanas; sutilmente alterado, más amenazador, quizá, pero siempre fresco en su memoria. Jamás soñaba en un lugar donde hubiese estado antes de perder la memoria. Soñaba un accidente; caía por un abismo abierto a sus pies, o un robot obrero funcionaba mal y lo rajaba por la mitad, o sucedía algo terriblemente espantoso.

Pero no sentía dolor. No había sangre. Examinaba su cuerpo lesionado y veía el esqueleto a través de una herida. Pero no los huesos, sino sólo la estructura esquelética. Y allí residía el verdadero mal.

No tenía ningún hueso roto, ninguna carne desgarrada. Su piel era de plástico y su esqueleto de metal. En el lugar de los músculos había luces parpadeantes, y cables en vez de arterias.

Y no sentía dolor, ni la ansiedad de vida o muerte por la herida, sino solamente un apremio, calmosamente todopoderoso, de reparar su cuerpo lo antes posible.

Era aquí donde el sueño terminaba siempre, y Derec se despertaba, presa de un sudor frío, contemplándose la mano y preguntándose si no estaría programado que temblara por aquellos temores irracionales, temores que siempre había experimentado, a intervalos irregulares.

Después, con algún esfuerzo, siempre volvía a dormirse, y, aunque no era un ser meditativo por naturaleza, invariablemente se preguntaba, sólo por un momento, después de pasar por ese sueño, si existía alguna diferencia entre sentir como un humano o como un robot.

A veces volvía a repetir el mismo sueño con alguna variación.

Esta noche, no obstante, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, el sueño fue algo diferente.

No fue sorprendente que empezase en la plaza.

Era de noche, y Derec estaba solo. No había nadie a la vista. Y, mientras miraba las versiones ligeramente más elevadas y levemente más atroces de los edificios en torno a la plaza, dudó de que hubiese nadie, ni siquiera en la ciudad.

Pero algo faltaba. Intuía que, si bien la plaza estaba desierta, en realidad estaba más vacía de lo que debía estar.

«Ahí debía de haber algo más». ¡El Disyuntor! ¿Dónde estaba el Disyuntor?

Derec contempló la plasticreta que se levantaba a sus pies y le inmovilizaba en el sitio. Experimentaba una sensación muy clara, de que sus pies se fundían con la plasticreta, y que las metacélulas comenzaban a funcionar en armonía con sus células biológicas. Derec logró contener el pánico, con un gran esfuerzo. No sabía qué temía más, si la conclusión del sueño, o el despertar antes de saber de qué se trataba.

En cuestión de segundos, las metacélulas inundaron a Derec. Tan por completo se habían mezclado con las suyas que no sabía ya donde empezaban unas y terminaban otras.

De manera extraña, se sentía más ancho, más alto, más sustancial, físicamente, en todos los aspectos. No podía ver ni moverse, pero descubrió que tampoco tenía ganas de hacerlo. Se había convertido en el Disyuntor, extrayendo energía de la luz estelar, transformándola, amplificándola y reflejándola. Ahora era más fuerte, más recio y más sólido que antes.

Pero había perdido la mente. De pronto, había pasado de ser alguien a no ser nadie. Ni siquiera echaba en falta su sentido de identidad. No comprendía por qué había deseado recuperar la memoria. ¿De qué le serviría pensar y saber, si era tan fuerte y podía resistir a las mareas atmosféricas?

Derec se despertó gradualmente, y su profunda sensación de desplazamiento mental se agravó por unos momentos, aquéllos en que su mente permaneció entre las regiones del despertar y el sueño. En realidad, aquellos momentos se alargaron durante un tiempo anormalmente largo. Tanto su futuro inmediato como su pasado estaban fuera de su alcance.

Pero el futuro ya le llamaba. Derec comprendió, durante unos instantes, que oía unos golpes en la puerta. Recordó la cita con enfado. Era una lástima. Casi deseaba poder volver a dormirse. Sabía que haría buen uso del sueño.

«Bueno, no puedo hacer nada por impedirlo».

Se frotó los ojos.

—¡Un momento! ¡No tardaré!

Pero los golpes prosiguieron sin cesar, cada vez más insistentes. Derec acabó por enfadarse de veras. La persistente llamada, si procedía de un humano, resultaba descortés. Y los robots no tenían más remedio que ser corteses, fuesen cuales fuesen las circunstancias. ¿Qué clase de robot estaría dispuesto a golpear de un modo tan innecesario?

«¡Oh, no! Me olvidé de Harry…».

Se vistió apresuradamente, abrió la puerta y allí estaba Harry, de pie en el umbral.

—Supongo que no habré llamado demasiado —se disculpó el robot—. Tengo cientos de preguntas que hacerte.

—Y yo también he de formularte varias —replicó Derec, dejándole entrar—, aunque temo que nuestro tiempo será demasiado limitado.

—Por tanto, supongo que interrogaste a Lucius hasta muy tarde, ¿verdad? —opinó Harry—. ¿Por qué conversar con ese genio, teniéndome a mí? —Una pausa y preguntó de nuevo—. ¿Fue bueno el interrogatorio? ¿Estaba de humor?

Derec intentó ocultar la sonrisa. No deseaba alentar al robot, el cual no lo necesitaba, dicho sea de paso.

—Creo que los dos sois muy importantes para mis estudios acerca de lo que les ha estado ocurriendo a los robots de este planeta. ¿Has traído a tus amigos?

—¿M334 y Benny? No. Trabajan en un proyecto, y creo que desean que la naturaleza del mismo sea una sorpresa.

—Y probablemente lo será —exclamó Derec, sarcásticamente—. Al menos —añadió—, sí los sucesos de estos últimos días han sido un indicio de ello.

—Perdóname por anticipado, pero ¿ha sido un intento de humor, esa observación?

—No, en realidad no.

—Comprendo. Debes entender que, a menudo, es difícil que un robot comprenda lo que significa el matiz de una voz humana —explicó Harry, con gran cortesía.

—Fue una observación casual, un comentario pronunciado con cierta ligereza, actitud que frecuentemente da lugar al humor.

—Sonaba sarcástica, al menos dentro de lo que yo entiendo de estas cosas.

—¿De veras? Tal vez M334 debería estar aquí, al fin y al cabo. Nuestra charla de anoche fue vuestro primer contacto real con la raza humana, ¿no es cierto? —inquirió Derec, sacando una taza de café del suministrador.

—Sí, y realmente fue muy venturosa.

—¿De quién es ahora ese tono evasivo, Harry? ¿Cuánto tiempo han tardado tus circuitos en lograr el humor?

—Desde la catástrofe de la réplica incontrolable que casi destruyó Robot City, y de la que tú nos salvaste. Muchas gracias.

—¿Y desde entonces has estado persiguiendo ese objetivo, con la persistencia única que caracteriza a los robots?

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—Sí, claro, qué otra cosa… ¿No se te ha ocurrido jamás pensar que incluso el humor tiene su tiempo y su lugar, que el ser humano normal no soporta que alguien responda siempre a una pregunta con una observación fuera de tono? Esto no tarda mucho en ser predecible, y puede provocar que una agradable situación social acuse rápidamente cierto deterioro. Lo cual es otra forma de decir que llega a aburrir, que es monótono, mundano, predecible.

—No dar nunca la respuesta apropiada.

—Los robots no pueden reír —replicó Derec, en tono misterioso, sorbiendo el café. Estaba amargo como la bilis, y era exactamente lo que sus nervios necesitaban.

—Ya veo que has deducido el acertijo básico en que me encontré desde el momento de embarcarme en mi pequeño proyecto.

—Créeme, es obvio. Pero, en serio, Harry, ¿cómo reaccionarías si yendo por una calle, súbitamente se abriese a tus pies un orificio humano y cayeras en él?

—¿Qué es un orificio humano? ¿Alguna clase de referencia sexual?

—Ah, no, un orificio humano es un agujero abierto en la calle, usualmente tapado, a través del cual alguien puede entrar en una alcantarilla o un sótano.

—¿Estás seguro de que no hay nada sexual oculto en esa palabra? He estudiado diligentemente el arte del doble sentido, y todavía me queda mucho por captar; todo lo que sé de los temas sexuales de los humanos es el material proporcionado por el ordenador central.

—Debo inspeccionar personalmente ese material lo antes posible. Pero, volviendo a nuestro tema, ¿cómo te sentirías, si cayeses en ese orificio?

Harry casi se encogió de hombros.

—Me sentiría como si cayese en un pozo.

—En serio.

—Mis circuitos de lógica me informarían que el final estaba cerca y, conociéndome, se cerrarían de forma ordenada, antes de sufrir la indignidad de una desmembración al azar.

—Entiendo. ¿Y cómo te sentirías, si fueses andando por la calle y me vieses caer en un orificio artificial?

—Lógicamente, esto me provocaría paroxismo. A menos, claro, que desaparecieses antes de que yo pudiera cumplir con lo ordenado por la Primera Ley.

—Hummm… O sea que, en tal caso, tú te identificarías con mi pérdida de dignidad y, de ser tú humano, aliviarías tu ansiedad, riendo. Eso, antes de intentar salvarme. La cuestión es ¿cómo puedes aliviar tu ansiedad, si no puedes reír?

—Todo el mundo puede encontrarlo divertido. Mis camaradas me lo comunican cuando creen que lo estoy haciendo bien.

—Pero un cómico que cuenta chistes delante de un auditorio de robots no puede interrumpir su actuación, después de cada broma o chiste, para preguntar a los oyentes si lo hace bien o mal.

—Hay otras maneras para conseguirlo. Es costumbre que los robots, en una situación formal, asientan con la cabeza si opinan que una cosa es graciosa. Al menos, esto es lo que intento conseguir que hagan.

Derec apuró su café de un sorbo e, inmediatamente, pulsó el suministrador para una segunda taza.

—Veo que has meditado en todo esto.

—Sí, algunas veces.

—¿Es esto un intento de ironía?

—No, un chiste.

—Creo que, para que otros robots hallen valioso tu sentido del humor, tendrás que inventar otros enfoques que alivien sus ansiedades robóticas. Claro que no sé cuáles pueden ser tales enfoques. Tal vez podrías reírte de sus debilidades. O podrías escribir y representar unos chistes escenificados acerca de un robot tan egocéntrico que, a veces, no comprende qué ocurre a su alrededor. Algunos personajes de Shakespeare poseen este rasgo y son humanos, pero es normal que un robot pueda exagerar las cosas hasta hacerlas risibles.

—Te refieres a un individuo que entienda las letras de las palabras pero no los matices de su significado.

—Pero el auditorio sí los comprendería. En su calidad de robots, tienen ansiedades positrónicas respecto a sus rasgos egocéntricos, más ansiedades que se aliviarían si ellos se identificaran con tu personaje. Este individuo no tiene necesariamente que ser simpático, y hasta puede tener la clase de personalidad que a los robots les gustaría odiar, si fuesen capaces de tal emoción.

—¿Qué clase de ansiedades tienen los humanos?

—Me resulta difícil explicarlo. No me acuerdo de los humanos. Sólo he leído algunos libros. Algunos pasajes jocosos de Shakespeare, muchas de sus situaciones cómicas, poseen un humor ácido que hoy día hallo un poco desfasado, debido a los siglos que nos separan. Por eso supongo que, normalmente, hay cierta cantidad de ansiedad sexual en los seres humanos, y que una de las maneras de aliviarlo, o de aprender cómo hay que tratarlo, es el humor.

Harry asintió, como si entendiese lo que le explicaba Derec.

«Ah, si yo pudiera sentir lo mismo —pensó el joven—. Aquí me muevo en un terreno muy resbaladizo».

—En ese caso, podrías explicarme un viejo chiste espacial, y yo intentaré contarlo en mi actuación.

—¡De acuerdo!… Eh, ¿en tu actuación?

—En mi actuación. Hasta ahora sólo he contado chistes a mis amistades… a camaradas que comprenden lo que intento hacer. Pero he preparado una representación para una próxima reunión.

—¿Cuántos chistes tienes?

—Un par. No he podido generar material original, y por eso he investigado los ritmos vocales de chistes ya existentes.

—¿Para llenar el tiempo?

—Sí, porque entiendo lo que incluye ese talento. No hay cintas que pueda examinar, aunque los textos de referencias contienen frecuentes entradas de este material.

—Está bien, Harry —asintió Derec, sonriendo ante tales explicaciones; cruzando los brazos sobre el pecho, se inclinó contra la mesa—. ¡Adelante!

—Seré lo más breve posible. Un día, tres hombres que se hallan en una cápsula de supervivencia están buscando un aterrizaje en el aeropuerto local. Llevan varios días extraviados y aguardan ávidamente su regreso a las comodidades de la civilización. Uno de ellos es un colono, otro un auroriano y el tercero un solario.

Derec disimuló la sonrisa con la palma de la mano. El recitado de Harry era muy torpe, y algunos de sus gestos apenas tenían relación con lo que decía, pero se transparentaba un serio esfuerzo. Asimismo, la improbable combinación de las derivaciones de los tres protagonistas ya prometía una acción interesante. Históricamente, había mucha fricción social entre los tres grupos étnicos. A los aurorianos y a los solarios no les gustaban los colonos; y tampoco había excesivo amor entre los aurorianos y los solarios, especialmente desde que los últimos habían abandonado misteriosamente su mundo, desvaneciéndose no se sabía dónde. Derec tomó nota mental para hablar de esto con Ariel.

—De modo que los tres hombres se hallan ya encima del aeropuerto espacial, cuando, de repente, una avería del radar hace que un carguero gigante se cruce directamente en la ruta de vuelo de aquéllos. Es inevitable un choque, y los tres hombres se preparan para los últimos momentos.

—Una cosa muy lógica —opinó Derec.

Inmediatamente, temió que sus palabras hubieran destruido el ritmo de Harry, y resolvió permanecer callado hasta el final del chiste.

Harry, por su parte, continuó como si nada hubiese oído.

—De repente, unos instantes antes del choque, los tres hombres quedan bañados por una luz amarilla… ¡y desaparecen en el aire! Miran a su alrededor y no divisan la cápsula, el carguero ni el aeropuerto. Se hallan en una especie de masa de luz azulada… frente a frente de un hombre extraño, que lleva una corona de ramitas con hojas en la cabeza. Ese hombre extraño lleva una barba blanca, viste unas prendas de saya y se apoya en un cayado de madera. Los tres hombres comprenden que se hallan delante de algún dios:

—Se me conoce en todas las esferas del tiempo y el espacio como El que Señala con el Dedo Voluble del Destino —dice el viejo—, y he venido para señalaros a vosotros.

Fiel a sus palabras, señala primero al colono.

—Vivirás algunos momentos más, pero sólo si prometes que no volverás a beber nada que contenga alcohol. Nunca. Tan pronto como tomes una sola gota, por muchos años que hayan pasado, sufrirás una muerte instantánea. ¡Lo entiendes!

—Sí, señor —afirma el colono—, aunque, ¿no es demasiado pedirle a un colono que renuncie a las delicias del alcohol por toda una vida?

—Tal vez sí —asiente El que Señala—, sin embargo, ésta es mi exigencia. Repito, tan pronto como un líquido que contenga alcohol toque tus labios, morirás como hubieras muerto en el choque.

—Bien, acepto —concede el colono, a regañadientes.

Y El que Señala apunta al auroriano.

—Tú debes renunciar a toda ambición, a toda avaricia.

—¡Acepto! —exclama ávidamente el auroriano—. Trato hecho.

Y El que Señala mira al solario.

—Por fin, tú debes renunciar a todos los pensamientos sexuales, excepto aquéllos que hayas de mantener estrictamente a consecuencia de una boda socialmente aceptable.

—Perdóname, señor —le interrumpe el solario—, pero esto es imposible. ¿Ignoras que los solarios hemos terminado con todo eso? Debido a nuestros siglos de represión social y personal, que han finalizado hace muy poco, no podemos pensar más que en nuestra nueva libertad.

El que Señala frunce el ceño y sacude la cabeza.

—Esto no me concierne. Los tres sabéis ya mis condiciones. Las aceptáis o morís.

—Acepto —murmura el solario.

Hay otro destello luminoso y los tres hombres se hallan en tierra, al tiempo que, a lo lejos la cápsula de supervivencia choca espectacularmente con el carguero. Los tres experimentan un profundo alivio.

—Estoy encantado de que este episodio haya concluido —exclama el colono, secándose la frente—. Mirad, allí hay un bar. Venid conmigo y tomaremos un poco de licor para celebrar nuestra buena suerte.

El auroriano y el solario se muestran de acuerdo. Ambos desean beber un poco, y quieren ver qué le ocurrirá al colono cuando beba.

En fin, tan pronto como el colono se toma la primera bebida, muere en el acto.

—¡Por todas las galaxias! —exclama el auroriano—. El extraño hombre dijo la verdad. ¡Debemos largarnos de aquí!

El solario acepta, entusiasmado. Al salir, el auroriano percibe una joya muy valiosa debajo de una mesa vacía. El auroriano no puede resistirlo. Y, cuando se inclina para apoderarse de la joya… ¡el solario muere!

Harry calló y, por más que Derec aguardó la continuación, era evidente que el chiste había terminado. Al principio no lo entendió y tuvo que visualizar la escena y lo sucedido «El auroriano se inclina… y el solario quebranta su palabra…».

De repente, Derec estalló en una carcajada.

—¡Ja, ja! ¡Muy bueno! ¡Muy sorprendente!

—Lo entiendo, señor —asintió Harry—. Comprendo que la explicación induzca a creer que el auroriano será la próxima víctima, pero lo que no entiendo es lo que estaba pensando el solario para provocarle la muerte. El ordenador central no ha podido suministrarme material para que lo captase. ¿Puedes explicármelo?

—No, no. Realmente creo que hay cosas que un robot no debe saber.

—¿Me concedes permiso para hacerle a Ariel la misma pregunta?

—No, no antes de que yo le haga una pregunta bastante parecida —cogió a Harry por el brazo y empezó a llevarle hacia la puerta—. Ahora quiero que te marches. Ha de venir Lucius y me gustaría charlar con él a solas, si no te importa.

—Encantado de servirte, señor —accedió Harry.

Cuando Derec iba a abrir la puerta, ésta se abrió por sí misma desde el otro lado.

Ariel, con el cabello mojado y el vestido pegado a su cuerpo, entró corriendo en la casa.

—¡Ah, estás aquí! —exclamó.

—¿Por qué no llamas nunca? —se irritó Derec. Luego se calmó, al comprender que se trataba de algo grave. Además, claro que no tenía que llamar. También vivía en la casa—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, claro. Wolruf y yo hemos encontrado…

—Bueno, ¡dispara ya!

—Esta mañana estuve en el embalse —explicó ella, de prisa—. Hum… si, estuve en el embalse y encontré algo extraño. Era Lucius. Su cerebro positrónico está parcialmente destrozado.

—¿Qué dices? —gritó Derec, notando que la habitación le empezaba a girar.

—Han saboteado deliberadamente a Lucius. En el más alto grado. Casi podría decirse que ha sido asesinado.

—Ridículo —murmuró Harry, tranquilamente—. Sólo un forastero podría haber cometido este crimen, y eso es imposible. La ciudad habría respondido a una presencia extraña.

—No necesariamente —retrucó Derec, pensando en el doctor Avery, que tenía una oficina en el planeta y cuya llegada, con toda seguridad, no activaba los aparatos de alarma de la ciudad.

—No fue un accidente —aseguró Ariel, tajantemente—. Creo que tú, Derec, estarás de acuerdo en ello. Wolruf supervisa a los robots que traen el… ah… el cadáver. Así lo veréis por vosotros mismos.

—Vosotros debéis saber —manifestó Harry— que un robot jamás hará daño a sabiendas a otro robot. Sólo vosotros dos y la alienígena sois sospechosos.

Derec se frotó la barbilla pensativamente.

—No, no existe ninguna ley que prohíba que un robot le haga daño a otro. En realidad, un robot no tendría elección si creyese realmente que un humano va a quedar perjudicado, como resultado de su falta de acción. ¿Dónde está Mandelbrot? —preguntó mirando a Ariel—. ¿Y Wolruf?

—Supervisando a los robots que traen a Lucius.

—Por favor, Harry, márchate inmediatamente. Más tarde terminaremos nuestra conversación.

—Está bien —convino el robot, dirigiéndose hacia la puerta—. Pero me siento obligado a hacerte una advertencia: ¡No has visto mi presencia por última vez!

—¿Es real ese robot? —preguntó Ariel, cuando Harry hubo desaparecido.

—Eso temo —asintió Derec—. ¿Estás segura de que tratamos con un caso deliberado de desactivación… y no de un accidente?

—No… pero, Derec, el rostro de Lucius estaba machacado en varios sitios. A mí me parece un caso deliberado, como si alguien hubiese intentado que no fuese identificado.

—Lo cual es imposible, porque la mayor parte de las piezas tienen números de serie, que pueden ser comprobados.

—Exacto. Por consiguiente, quien haya ejecutado esa locura, arrojando después a Lucius al embalse, debió hacerlo con la esperanza de que no fuese encontrado. O, si lo era, que estuviese tan oxidado que los números de serie estuvieran parcialmente borrados.

—Y, a menos que hallemos a un intruso no identificado, lo cual parece muy improbable, el responsable fue un robot.

—Muy extraño, ¿verdad?

Derec asintió.

—Completamente. Y tú, ¿qué hacías en el embalse?

Ariel se ruborizó, aunque Derec no supo si de furor o de embarazo.

—Fui a… a nadar.

—¿Completamente vestida? Oye, ¿has estado perdiendo peso, eh? —preguntóle Derec, examinándola de arriba abajo.

—Oh, Derec, pensar en esas cosas en estos momentos, cuando Lucius…

—Lo sé, terminó muy pronto su carrera. La galaxia ha perdido a un gran artista. Trágico. Sencillamente trágico. No puedo por menos de reírme, Ariel. Es la única manera de tratar este asunto. Y, por el momento, no me importa entenderlo o no. Por consiguiente, quédate quieta y déjame pensar.

Ariel parpadeó, sorprendida, y echó la cabeza hacia atrás, como si Derec la hubiese amenazado con un golpe. Pero le obedeció y calló.

Derec se dedicó a contemplar la pared, y trató de recordar cuándo él y Mandelbrot se habían separado de Lucius. Quedaban unas horas para que amaneciera. ¿Había dicho algo Lucius acerca de adónde iba, o lo que pensaba hacer? Nada en particular que Derec recordase, sino que iba a relajarse antes de empezar a trabajar en su nuevo proyecto. No, aquí no hay ninguna pista. Lucius, ciertamente, no podía haber profetizado, ni siquiera sospechado, que iban a asesinarle.

«Hum… ¿Acaso puede tildarse de asesinato, la destrucción de un robot? —se preguntó el joven—. ¿O asesinato es un término demasiado fuerte, hablando de una máquina, sea cual sea su grado de sofisticación?».

Unos momentos después, no obstante, Derec comprendió que no reflexionaba sobre el incidente, sino que estaba reprimiendo una profunda sensación de ultraje. En las pocas horas que habían pasado juntos, Lucius había empezado a significar algo muy especial para él. Cierto, cabía la posibilidad de que estuviese reaccionando con exageración, a causa de su bien establecida afinidad con los robots, pero, durante todo el período de su vida que recordaba, siempre había demostrado una apreciación especial por la vida inteligente, en todas sus manifestaciones.

«Lucius era un robot —se dijo—. Pero temo que nunca más volveré a verlo tal como era».

Derec se dio cuenta de que acababa de parafrasear unos versos de Shakespeare Hamlet. Esto le recordó la promesa hecha a Lucius y meditó acerca de las implicaciones de su promesa durante varios minutos, hasta que llegaron Mandelbrot y Wolruf, acompañando a los robots que llevaban los restos de Lucius que dejaron encima de la mesa. Evidentemente, Mandelbrot o Ariel debieron decirles a los otros robots que se marcharan, porque Derec no recordaba haber dado tal orden.

Durante un rato, estuvo contemplando la cabeza machacada y deformada. Derec esperaba descubrir que se trataba de un error, que no se trataba de Lucius en absoluto, sino de otro robot. Pero las dimensiones eran las mismas. El modelo era igual. El color, exacto. Los únicos rasgos de identificación que todos los robots de la ciudad poseían también eran idénticos, hasta cierto punto. Y, por encima de todo, Derec, en lo más profundo de su ser, estaba convencido de que era Lucius.

Sí, Lucius había muerto. Asesinado. Le habían quitado los circuitos de lógica de su cerebro positrónico con suma precisión. Pero habían dejado módulos de personalidad en la cavidad cerebral, a fin de que quedasen permanentemente dañados en el embalse. Por tanto, las grandes capacidades de lógica todavía podían existir, aunque era probable que ya jamás se lograse restablecer la interacción entre cuerpo y cerebro. La personalidad había desaparecido para siempre.

—Perdonadme todos —dijo Derec, en voz alta, dándose cuenta de que sus amigos le estaban mirando y esperando sus reacciones—. Me gustaría estar a solas unos momentos con Lucius.

Fue en cuanto todos se hubieron marchado cuando Derec lloró. Lloró de lástima y remordimientos, no por Lucius, sino por sí mismo. Según recordaba, era la primera vez que lloraba. Cuando terminó, se sintió mucho mejor, aunque no demasiado, pero ya tenía una idea de lo que debía hacer y a quién buscar para obtener una respuesta.

Derec encontró al robot de ebonita en la plaza que mentalmente llamaba del Disyuntor. En torno al edificio había varios robots, de modelos diversos y niveles de inteligencia distintos, observando los colores que reflejaba la luz del sol en variados matices. Ocasionalmente, los reflejos destellados por los planos lisos del edificio relucían sobre los robots y las otras casas. El efecto de conjunto del Disyuntor era más restringido a la luz del sol. Y era indudable que esto también formaba parte del plan de Lucius, para permitir que el edificio fuese controlable y, por consiguiente, más seguro durante el día, mientras que de noche desencadenaba todas sus verdaderas energías. Derec tendría que descubrir con qué principio funcionaban las baterías solares.

Ésta era otra cuestión que Lucius ya no podía contestar personalmente, por muy interesante que fuese a nivel científico; aunque no lo parecía tanto, a la luz de los últimos acontecimientos.

El robot de ebonita estaba al borde del perímetro de la plaza. Su cabeza jamás se volvía hacia el edificio, sino que miraba a los otros robots, como buscando algún significado a su actividad. O quizás a su falta de actividad. El robot se veía muy recto, muy erguido, muy alto, con apenas un matiz que Derec pudiese calificar de remotamente humano. Le resultó fácil imaginárselo con una capa negra colgándole de los hombros, y aún más fácil figurárselo de pie en una colina contemplando, desafiante, el inicio de una tormenta.

«Sopla viento y quiebra tus mejillas», murmuró Derec para sí, recordando unas líneas del Rey Lear, de Shakespeare.

Tratando de parecer casual, como si simplemente estuviera dando un paseo, Derec se acercó al robot de ebonita.

—Perdona —le espetó—, pero ¿no te vi anoche, aquí mismo?

—Es posible, señor —replicó el robot, inclinando la cabeza y los hombros ligeramente, como fijándose en la presencia del humano por primera vez.

—¿Con todos esos otros robots?

—Estuve en la plaza, pero mis circuitos no registran el hecho de que estuviese con los otros robots.

—Veo, por tu insignia y modelo, que eres un robot supervisor.

—Cierto.

—¿Cuáles son tus deberes exactamente? —quiso saber Derec, con tono casual.

Con un giro de su cabeza, el robot miró al Disyuntor y aguardó, dejando como un abismo de silencio entre los dos, buscando, según pensó Derec, un efecto dramático. Habría una respuesta, pero también era necesaria aquella pausa. Derec empezó a sentir seriamente un nudo en el estómago.

—Mis deberes son diversos —respondió por fin el robot de ebonita—. Estoy programado para discernir cuáles son las cosas que hay que hacer y hacerlas o, de lo contrario, impedir que se hagan.

—¿Todo dejado a tu discreción?

—Soy un supervisor especialmente programado. Esta ciudad requiere cierta cantidad de comprobaciones, si se desea dirigirla con plena eficacia. Si una máquina se estropea gradualmente, un supervisor tal vez no lo observe al momento, por suceder tal cosa durante sus rondas diurnas. Se acostumbra quizás a la situación y ni siquiera se fijará en el defecto, mientras que yo, con mis bancos de memoria extra agudos y mis sensores, capaces de percibir los niveles individuales de metacélulas, lo observaría inmediatamente.

—Naturalmente, una vez hayas visto el problema.

—Naturalmente. Dudo que un humano pueda reparar una máquina antes de saber si está estropeada.

—No nos subestimes.

—No pienso hacerlo, señor. Pero no creas que mi única función sea actuar como buscador de fallos mecánicos. Mis tareas varían según cada situación. A menudo, el ordenador central me llama para aportar asistencia visual y cognoscitiva, si hay algún problema en la eficiencia robótica; no porque mis camaradas funcionen a menos eficiencia de la debida, sino porque, a veces, no pueden estar seguros de dirigir sus energías con el máximo aprovechamiento.

—¡O sea que eres un solucionador de problemas! Ayudas a buscar soluciones a los fallos imprevistos del programa del ordenador central.

Derec se recostó contra un inmueble y vio cómo el Disyuntor se balanceaba, como un globo bajo una poderosa brisa. Se sentía como la persona a la que alguien ha golpeado en la nuca con una llave inglesa. Sus pulmones parecían hechos de papel. Los tobillos eran como huesos convertidos en goma elástica. Al principio, estuvo demasiado asombrado para detestar al robot de ebonita, pero ese sentimiento fue creciendo de punto, mientras estaba apoyado y trataba de ordenar sus pensamientos.

«Este robot tiene que tomar decisiones —meditó—. La naturaleza de su trabajo pide una creatividad analítica. Podría haber considerado el Disyuntor tan revolucionario para la psiquis robótica que constituyese un obstáculo para los deberes de los obreros. Y entonces… entonces, este robot de ebonita se habría visto obligado a actuar respecto a Lucius. No hay nada en las Tres Leyes que impida que un robot perjudique a otro. En realidad, las situaciones de la Primera Ley y las órdenes de la Segunda podrían requerirlo. Aunque esto no es ninguna prueba».

Por un momento, Derec se preguntó si jamás la obtendría. Tendría que observar al robot algún tiempo, hasta comprobar las anomalías, tanto mecánicas como psicológicas. Lo que haría después debería decidirlo una vez conocidos todos los datos. Era posible que el robot de ebonita no hubiese podido obrar de otro modo.

Claro que también era posible que las Tres Leyes hubiesen sido un factor significativo, que, una vez el robot hubiese emprendido un curso lógico, lo hubiese seguido rigurosamente, hasta un final predestinado por la tragedia.

—Dime —le rogó Derec, esforzándose por mantenerse de pie—, ¿tomas alguna vez la iniciativa, cuanto te encuentras con problemas de identificación?

—Si te refieres a si puedo señalar un fallo potencial antes de que el ordenador central se dé cuenta, la respuesta es afirmativa. Estas ocasiones, no obstante, son muy raras, y a menudo muy obvias.

—¿Son obvias, pero tú no eres el ordenador central?

—¿Cómo?

—¿Tomas también la iniciativa en la solución de problemas?

—Sí, y el ordenador central también tiene que sintonizarlos.

—Pero no siempre.

—Ya veo que debo ser exacto en esto. El ordenador central sólo ha sintonizado a la perfección tres de mis cuarenta y siete soluciones. ¿Te he satisfecho con mis respuestas, señor?

—¿Cuarenta y siete? Son muchos problemas, y éstos son tan sólo los que descubriste tú por ti mismo, ¿verdad?

—Robot City es moderna, señor. Indudablemente, habrá muchos fallos en su sistema antes de que funcione con una eficacia absoluta.

—Y, ciertamente, tú piensas contribuir a ello, ¿no es verdad?

—No puedo hacer otra cosa, señor.

—Entiendo —asintió Derec—. A propósito, ¿cómo te llamas?

—Canute.

—Dime, Canute ¿cómo calificarías, según su eficiencia, a un robot que deliberadamente desconectase a un camarada?

—Señor, tendría que ser seriamente examinado. Aunque es posible que, por la Primera o la Segunda Ley, se le permitiese tal acción.

—¿Sabes que alguien, presumiblemente un robot, desconectó anoche a Lucius? ¿Qué le dejó más allá de toda reparación?

—Claro que lo sé. Las noticias viajan muy de prisa por los intercomunicadores.

—O sea que lo supiste por otros robots.

—Señor, ¿por qué no me preguntas directamente si yo fui el robot responsable del hecho? Ya sabes que tengo prohibido mentir.

Las palabras de Canute cayeron como un cubo de agua fría en la cara de Derec. Su forma directa de enfrentarse con el problema le dejó asombrado.

—Yo… ¿cómo sabías que mis preguntas se dirigían a este punto?

—Por tu línea de interrogación, resultaba obvio.

—Ya veo que posees capacidades deductivas muy avanzadas.

—Es un requisito de mi línea de trabajo.

«Hum… creo que éste puede ser la clase de robot que necesito».

Dejando de lado, con una gran fuerza de voluntad, sus sentimientos hacia Lucius, Derec pensó en Ariel y en la posibilidad de que Canute, que realizaba su saltos intuitivos desde un marco de trabajo sólidamente práctico, podría ser el que le ayudase a diagnosticar y a curar la enfermedad de la joven. Es decir, una vez quedasen reajustados sus márgenes mentales de referencia.

Esto sería difícil, porque representaría admitir la gravedad de su error, sin provocar daños positrónicos en el proceso. Ya que, en esta eventualidad, Canute no sería capaz de reparar ni un pedazo de papel.

Por tanto, un abordamiento directo quedaba fuera de causa. Derec tenía que cumplir una promesa.

—Canute, tal vez no lo creas, pero estaba buscando un modelo como tú.

—¿Señor…?

—Sí. Tengo en mente un tipo específico de construcción que me gustaría ver pronto erigida. También quisiera que fuese lo más permanente posible. Creo que su presencia enriquecería la vida de Robot City.

—Entonces, estoy dispuesto a ayudarte en lo que gustes. ¿Qué clase de edificio tienes en tu mente?

—Un teatro al aire libre. Más tarde te daré todos los detalles, pero deseo ver una elaboración funcional en el proyecto. Y quiero que tú generes las opciones de algunos detalles. En realidad, insisto en ello. ¿Entendido?

—Sí —asintió Canute, bajando ligeramente la cabeza—. ¿Puedo preguntarte por qué deseas erigir un teatro?

—¿Has oído hablar de Hamlet?