4
Ariel y las hormigas
Ariel vagaba sola por la ciudad. Aburrida por la conversación que mantenían Derec y Lucius, acababa de descubrir que le importaba muy poco el razonamiento robótico que subyacía detrás de la creación de aquel edificio. Ya lo había visto, se había emocionado al verlo, y esto era suficiente para ella. Suponía que ello entraba en la categoría del «sé lo que me gusta», pensó, al internarse por un callejón lateral.
Fue unos momentos más tarde, cuando pasaba junto a un canal bastante ancho —en aquel momento seco, puesto que hacía muchos días que no llovía—, que en su cerebro volvieron a presentarse aquellas cosas tan extrañas. Bueno, no era en su cerebro exactamente —decidió tras cierta reflexión—, sino en los ojos de su mente. Jamás había tenido dudas acerca de quién era ella, o cuáles eran sus verdaderas circunstancias y, no obstante, veía sombras amenazadoras que destellaban entre los edificios de enfrente, en sitios tan oscuros que, en primer lugar, no hubiera debido divisarlas siquiera.
Y las sombras se movían hacia ella. Alargaban unos dedos largos, bidimensionales, a través del conducto, y desaparecían en las luces de la acera. Los faroles callejeros se encendían y apagaban, señalando su avance. Ariel se hallaba bañada constantemente por su luz, siempre más allá del alcance de los dedos, a pesar de que seguía adelantándose hacia la oscuridad, donde residía el peligro. Ariel no estaba segura de lo que sentía respecto a esta situación, pero ciertamente, su sensación de inseguridad aumentaba.
En Aurora, la existencia de una casa sólida era algo en que confiar. Allí, los cambios se producían muy pocas veces, y aún de manera gradual.
Su vida, desde que se había exiliado de Aurora, le ofrecía un definido contraste. Como le pasaba a Derec con su Shakespeare, Ariel también había leído un poco, últimamente, sobre temas de su elección. En los aforismos de Settler había leído una antigua premonición «Tal vez vivas en tiempos interesantes».
Bien, tiempos interesantes eran los que ella siempre había deseado vivir en Aurora, donde algo moderadamente sugestivo solía ocurrir una vez al año, si tenías suerte. Desde sus más antiguos recuerdos, había ansiado liberarse del aburrimiento e inutilidad.
Y ahora que lo había logrado, más allá de sus esperanzas, no deseaba más que un poco de paz y sosiego, nada más que un corto periodo de aburrimiento en que no tuviese nada que hacer, nada de que ocuparse, ni siquiera de sí misma. En parte a causa de la enfermedad que la consumía, hallaba difícil saber cómo debía actuar y qué tenía que hacer, problema que Jamás tuvo en Aurora, donde las costumbres y la ética proporcionaban una guía para todas las situaciones sociales.
Se imaginaba a si misma, no en Robot City, sino en los campos de Aurora, andando de noche, sola pero no sola, seguida por unos robots invisibles y leales que asegurarían, con el más alto nivel de sus capacidades, que no le ocurriese el menor daño.
En vez de edificios que la rodeaban estrechamente, había allí campos de hierbas y árboles, llanuras cuya consistencia sólo quedaba interrumpida por algunos edificios ocasionales, de un estilo familiar y arquitectónico más seguro. Las nubes le recordaban las terribles tormentas de Aurora, cuando el trueno resonaba como un terremoto y los relámpagos estallaban en el cielo en forma de tridentes.
Durante tales tormentas, la lluvia caía como si hubiesen pinchado un embalse en el cielo. Y aquellos aguaceros anegaban los campos, lavaban los árboles, y ella podía caminar por ellos y sentir el agua rociándola todo el día, si tal era su gusto… bueno, al menos hasta que sus robots invisibles temían que pillase un resfriado e insistían en que se refugiase en algún sitio.
Aquí, la lluvia sólo hacía que las alcantarillas se desbordasen. Aquí, la lluvia podía ser un instrumento de muerte y destrucción, más que de vida.
«Ah, ¿dónde está Derec ahora que lo necesito? —pensó súbitamente—. Oh, claro, hablando con Lucius. Así es él, absorto en sus cosas, cosas que no tienen importancia, cuando debería buscar la manera de huir de este planeta. ¿No comprende hasta qué punto necesitamos ayuda? Él para su amnesia, yo… para mi locura».
¿Locura? ¿Así que era esto? ¿No existía otra palabra para definirlo? ¿Una anormalidad o una aberración? ¿Una psiconeurosis? ¿Un estado de manía depresiva? ¿Melancolía?
¿Dónde estaban los campos? Sólo unos momentos antes estaban aquí…
¿De dónde venían esos edificios? ¿Estaban los campos detrás de ellos?
Corrió en torno a las casas, para echar un vistazo. Había sólo más edificios, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, hasta que se fundían en un horizonte aplanado. Un muro de negrura. Más sombras.
Sacudió la cabeza, y parte de su neblina mental se disipó lo suficiente como para que recordara que en este planeta no había campos ni prados, que no había sido más que una roca desolada antes de edificarse la ciudad. Una ciudad que crecía y se desarrollaba como la vida.
Una nueva clase de vida.
Ella, aquí, era como un microorganismo. Un germen o un virus, en el núcleo de una criatura que sólo la dejaba vivir gracias a unos cuantos cables y algunas moléculas de información binaria.
Le dolía la garganta. Se frotó el cuello. ¿Habría enfermado? Si era así, ¿se daría cuenta algún robot y la medicaría? ¿O acaso, la medicación nublaría todavía más su mente? De ser así, ¿sería bueno o malo para ella?
Le picaba el codo. Se lo rascó, y el efecto de sus uñas quedó suavizado por el vestido. El picor continuó.
Dejó de rascarse. Tal vez, si lo ignoraba, el escozor desaparecería.
No fue así. Fue en aumento. Intentó no pensar en ello, pero el resultado fue otro picor. En el pecho. Se rascó el esternón. Ese picor también continuó. Ninguno de ellos daba la menor señal de disminuir.
«¿Dónde estaba Derec?» se preguntó, al tiempo que su miedo de perder el control aumentaba su sensación de desamparo, que, a su vez, aumentaba su miedo a perder el control.
«Oh, sí, todavía está con aquel robot. Yo estoy muy bien. Me hallaba en alguna parte, hace unos segundos, y no podía volver. Pensándolo bien, ¿existe algún otro lugar donde pudiese estar, y no aquí? ¿No debería estar en algún sitio del futuro?».
Trató de recordar su nombre y comprobó que le era imposible. Un nombre era una cosa demasiado básica para olvidarla, ni para que pareciese tan lejana. Pero no estaba donde debía estar en su mente, donde pudiese hallarlo siempre que quisiera. Su nombre estaba enterrado en sus canales corporales.
Conductos. Los robots tenían conductos. ¿Acaso ella se les parecía?
¿Estaba sola, todavía? Y, si no lo estaba, ¿cuál sería la diferencia? Sentía como si su mente estuviese formada por restos de ideas e impresiones que mucho tiempo atrás quizá habían tenido un sentido. Pero ahora no eran más que un montón de chatarra.
Se sentó y trató de concentrar sus pensamientos y su visión. Sin darse cuenta, había caminado hasta el embalse. Un sistema ecológico que había sido creado —pero no cuidado— por el doctor Avery. Un mundo que había sido abandonado a su suerte para que se cuidase a si mismo.
Ariel se preguntó acerca de las plantas comestibles que crecían en las orillas del embalse. Un caso perfecto de evolución en acción. ¿Había contemplado el doctor Avery esta posibilidad?
¿Y si otras formas metacelulares también se desarrollaban?
Ahora le picaban el estómago y la ingle. Dolorosamente. Parecía como si su piel estuviese ardiendo a causa de un ácido corrosivo.
Enterró la cabeza entre sus manos. Le zumbaban las sienes y temía que las arterias del cerebro estallaran de un momento a otro. Era fácil, demasiado fácil para ella, imaginarse una hemorragia, la sangre manando por todas partes, destruyendo sus procesos involuntarios y anegando sus ideas. «¿De verdad deseaba estar sola? ¿Dónde estaba Derec?».
Oh, eso no importaba…
Comprendía que existía una diferencia, normalmente apenas perceptible —si bien en su caso era muy distinto—, entre creer que estás solo y estarlo realmente.
El amanecer se aproximaba a Robot City. El resplandor creado por Lucius disminuía rápidamente, a medida que se elevaba el sol, y las aguas del embalse cabrilleaban con destellos irregulares, reflejando los rayos solares.
Rayos que traían vida. Ariel contempló, fascinada, cómo los guijarros a sus pies se movían, dejando sitio a un tallo gris que, al cabo de unos instantes, surgió de la tierra y se desplegó en dos hojas diminutas. Ariel, casualmente, pasó un dedo por el borde de una hoja, y sintió un dolor súbito. Era una herida fina como un corte hecho con un papel afilado. De la epidermis brotó una gota de sangre.
«Diantre, esto escuece», pensó, viendo otros tallos que también salían de la tierra y desplegaban sus hojas. La cabeza continuaba doliéndole. Se puso de pie y casi se tambaleó hacia una roca, contra la que se inclinó, teniendo cuidado de no aplastar los tallos que tenía a los pies. Pero era difícil seguir pensando en ello, incluso sin moverse. Era difícil pensar en las cosas, recordar…
Ahora le picaba toda la piel, en oleadas que subían y bajaban como en cascada, igual que si estuviese inundada por una radiación invisible. Sudaba. Temblaba. Gemía…
Echando la cabeza hacia atrás, miró al cielo y a las espesas nubes. Abrió la boca y respiró profundamente, intentando despejar su cabeza.
Porque aquel picor generalizado había empezado a transformarse en un semicosquilleo, como unas agujetas, que le hicieron recordar una vez que salió en Aurora, a dar un paseo y se sentó a descansar. Fue entonces cuando sintió algo similar, pero más sutil, más tenue. Aquel día había mirado si una hormiga subía por su pierna. Y era una hormiga. Chilló de sorpresa y se la quitó de encima antes de que sus robots acudiesen al grito.
El efecto era angustioso; ser bruscamente tocada por una forma de vida tan inferior, que podía llevar cualquier clase de infección. Ella, claro está, intelectualizó instantáneamente la experiencia, pues hacía tiempo que había decidido que el temor de los habitantes de Aurora a las enfermedades adoptaba unos extremos ridículos. Aún así, se vio asaltada por una involuntaria sensación de repulsión y disgusto ante aquella experiencia; una sensación mucho mayor de lo justificable, que no desapareció hasta que se hubo bañado en medio de un torbellino de desinfectantes. Después, por la noche, había soñado que la invadían millares de hormigas. La pesadilla fue semejante a lo que experimentaba ahora. Pero esta impresión era más vívida.
Trató de convencerse de que no era real, que ni ella ni Derec habían detectado ninguna forma de insecto metálico vivo en el planeta. Sin embargo, los robots daban muestras de unos signos bien definidos de evolución intelectual. Tal vez esto significaba que las células que constituían la ciudad eran capaces de efectuar mutaciones al azar, lo cual, a su vez, significaba que no era irrazonable suponer que podía desarrollarse, asimismo, una forma de insecto con vida.
Ariel estaba como enraizada al suelo por el miedo. Bajó la mirada, casi esperando divisar un ejército de hormigas trepando por sus piernas, por sus botas, y desapareciendo en las perneras del pantalón que llevaba, buscando el sitio exacto donde detenerse y empezar a alimentarse, antes de llevarse diminutos fragmentos de su carne.
Pero, cuando cerró los ojos, le resultó demasiado fácil imaginarse a las hormigas con sus grandes ojos compuestos, relucientes como el estaño a la luz del sol, con sus patas delgadas, impulsadas como émbolos, sus tóraxs, movidos por baterías nucleares, y especialmente los movimientos regulares, mecánicos, de sus mandíbulas, buscando en la epidermis de ella como las manillas de un contador Geiger. Todavía no las sentía mordiendo y desgarrando, pero estaba segura de que el dolor sí lo experimentaría. Que empezaría dentro de un segundo.
¿Dónde estaban los robots cuando los necesitaba? ¿No la veía ninguno? ¿No estaban cerca?
«No, claro que no —pensó con una gran sensación de futilidad—. Estás en el embalse, y los robots se hallaban todos en la ciudad, maravillándose de que en la misma no haya humanos a los que servir. Muy pronto habrá uno menos. Oh, Derec, ¿dónde estás? ¿Por qué no vienes a ayudarme?».
Ariel casi temía respirar. Pensaba que quizás, si permanecía inmóvil por completo, como un muerto, las hormigas pensarían que no era más que una piedra. ¿Pero, cómo podría estar mucho tiempo sin respirar? ¿No oirían las hormigas el ruido del aire al entrar y salir de los pulmones?
Bien, ¿qué importaba? Tenía que hacer alguna cosa, incluso aunque no hubiese peligro. Ahora sentía las hormigas mecánicas por todas partes, correteando por su pecho, agrupándose en sus axilas, inspeccionando su cabello… ¿Por qué no empezaban a morder? ¿No tenían hambre? ¿Qué clase de hormigas eran éstas?
«Son hormigas robot —pensó—. Tal vez tratan de ver si soy un ser humano. Si deciden que sí, tal vez no me harán daño. Si deciden que no…».
Ahora ya sabía por qué el hombre primitivo había adorado a los dioses para ahuyentar el tremendo temor de los últimos momentos de la vida, cuando había que pronunciar los últimos adioses e impartir las resoluciones finales, sin nadie a quien decírselo ni tiempo para ello.
—¡Ariel! —alguien voceó, tímidamente—. ¿Estar dormida?
Si hubiera recibido un shock eléctrico, la joven no habría abierto tanto los ojos, ni más de prisa. Casi saltó de sorpresa a la vista de Wolruf, agachada directamente ante ella. Y se golpeó la cabeza contra la roca.
Mientras la caninoide ladeaba la cabeza todo se tornó borroso. Wolruf sostenía un puñado de tallos en la mano izquierda, y varias hojas colgaban de la piel que rodeaba sus labios.
—¿Estar bien?
—¡Claro que estoy bien! ¿A ti qué te parece?
—Mis antepasados haber dicho que tú estar dormida.
—¿Pero de qué clase son…? —calló. Cerró la boca, con un esfuerzo de voluntad, y trató de serenarse. Lo consiguió sólo en parte—. Has debido ver que estoy completamente sola…
—Haber dos respuestas primero, yo vigilarte continuamente…
—¿Cómo?
—Mandelbrot pedirlo a mi. Pensar él que no gustarte saber que un robot vigilarte y decirme a mi…
—¡Ese bruto cernícalo…!
—Por favor, dejarme terminar. Segunda antepasados habrían dicho que tú no ser la única cosa en mente, por el momento, y yo aguardar, vigilar, pensando cuál ser la mejor manera de no molestar tus reflexiones.
—Entonces, ¿por qué decidiste interrumpir mi extraño interludio?
—Parecer a punto de desmayarte.
—Entiendo.
Wolruf retrocedió sobre sus cuatro patas, y enderezó correctamente su espalda. Su postura recordó a Ariel la de un ser humano enojado, especialmente cuando la caninoide cruzó los brazos y sacudió la cabeza, como sintiéndose defraudada. Se tomaba un gran trabajo para no mirar directamente a los ojos de Ariel, examinando los edificios, la orilla del embalse, las piedras, y después, volviéndose de espaldas a la joven, tal vez para poder contemplar mejor las cabrilleantes aguas.
—Bien, ¿no piensas preguntarme cuál era mi problema? —exclamó Ariel.
Wolruf volvió ligeramente la cabeza.
—¿Por qué he de preguntar eso?
—Pensé… pensé que querrías saberlo, eso es todo.
—No ser asunto mío. No ser mi estilo.
—¿No estás preocupada?
—No.
—¿No te importa?
—¿No tener que vigilarte siempre? Estar muy preocupada… tú muchas veces distraída. Yo haber podido dejarte en cualquier momento, y Mandelbrot no haberlo sabido ni importarle.
De repente, Ariel sintióse más cansada que nunca en su vida. Incluso encogerse de hombros con indolencia le costaba un enorme esfuerzo.
—Muy halagador —rio, con sarcasmo.
Inmediatamente, lamentó sus palabras. Wolruf había querido decirle que se había quedado vigilándola porque se hallaba preocupada por su bienestar.
«Ya lo ves, señorita Burgess —se dijo Ariel—. Realmente, te estás volviendo loca, si no sabes reconocer la bondad de la gente, sean o no humanos».
Se sentó al lado de Wolruf.
—Lo siento. Por favor, trata de comprender que, además de todos los otros problemas, mi condición mental se me escapa a veces de la mano.
—Lo comprendo.
—Y ahora no sé qué hacer… Para empeorarlo todo, mi enfermedad siempre me ofrece una excusa para comportarme mal, aunque no me dé cuenta, muchas veces.
Wolruf frunció los labios, en una especie de sonrisa.
—Y ahora, ¿estar mejor?
—Estoy mejor.
—Entonces, no hay motivos para inquietarse. Ser un mal que hacer ver lo que no existir, ¿eh?
—Tal vez tu raza aceptaría eso fácilmente, pero los humanos no estamos acostumbrados a que seres extraños vivan en nuestras mentes a su conveniencia.
Wolruf asintió, pensativamente.
—A ti, simplemente, faltar perspectiva.
Ariel asintió a su vez. Casi había esperado que, como resultado de sus disculpas, se le levantaría la bruma del cansancio, y ahora, en cambio, se imaginaba que cada una de las células de su cuerpo se iba deteriorando gradualmente. Un poco más y sería sólo una masa temblorosa de protoplasma.
—Un viejo proverbio espacial dice que a todo el mundo le gusta sentirse con pleno control de sus vidas, pero esto es más cierto con los aurorianos —afirmó Ariel—. ¿Y por qué no? No sólo es un efecto de nuestra cultura, sino una extensión de nuestra historia. En nuestra calidad de primeros espaciales, nosotros terraformamos Aurora a semejanza de la Tierra, de acuerdo con nuestros gustos y propósitos. Hicimos cuanto pudimos para que nuestro nuevo planeta fuese un jardín. Incluso llevamos al planeta las especies terráqueas más hermosas, mejores y más útiles, dejando las que podían hacernos desagradable la existencia.
—Si ésta ser la historia de tu planeta, entonces cada individuo reflejarla, ¿verdad?
—Sí, y yo también, hasta que me desterré y me hallé sin recursos. Hasta entonces gocé de una gran independencia. Dentro de los límites socialmente aceptables, que en realidad jamás admití, tuve una completa libertad de acción.
—Tú romper esos límites…
—Y perdí el control de mi vida. Es gracioso que los detalles de mi rebeldía sean ahora tan borrosos. Tal vez esto sea un efecto secundario de mi enfermedad. Bien, es divertido ver cómo una cosa sobre la que siempre pensé tener un control perfecto, mi mente, ahora parece huír de mí…
—Tratar de relajarte. Seguir consejo de quien haber visto muchas cosas raras. Tú no controlarlo, tú aflojarlo.
Ariel no pudo reprimir la risa.
—Quieres decir que, cuando la locura es inevitable, es mejor relajarse y disfrutar…
—No locura. Simplemente, dar a la mente más trabajo. Es lo que hacer Derec. Por esto él tener tantas ideas.
—Ojalá pudiera creer que esto también me daría un gran bienestar —Ariel hizo una pausa para meditar sobre las implicaciones de la observación de Wolruf—. ¿Es eso lo que hace, pasando tanto tiempo con Lucius, cuando en realidad debiera estar planeando la forma de salir de este planeta infernal?
De repente, Ariel se inmovilizó. Abrió más los ojos.
—¿Qué pasar? —se alertó Wolruf.
—No lo sé —replicó ella.
—¿Otra visión?
—Eso… eso espero —Ariel hizo una mueca, cerró los ojos y levantó la cabeza hacia el cielo.
«No es real —pensó—. Sólo es algo que imagino. Pero, si la realidad es una cosa que construimos, ¿cómo es posible tratar con las fuerzas que nos forjan?».
Mas, aunque sabía que sus respuestas neurológicas quedaban fuera de toda razón, su yo físico continuaba respondiendo de manera realista a la sensación de un algo diferente, ancho y de seis patas, distintamente dentro de su vestimenta. Una cosa familiar. Aunque esta vez sólo había una, pero mucho mayor que las que recordaba. Mucho mayor.
Se arrastraba hacia su estómago. La obligaba a abrir los ojos, esperando ver su vestido pegado normalmente a su torso. Y en cambio vio, con una claridad que tuvo que aceptar como real, la figura de una gigantesca hormiga metálica que se movía por debajo de su traje. El frío contacto de sus seis patas, cada una presionando delicadamente contra su piel, envió escalofríos de terror a través de su frágil mente, encerrada en una débil concha.
La figura se movía distintamente, delicadamente, hacia delante. Ariel sintió el frío roce de una mandíbula contra su pecho, y contempló, en medio de un terror abyecto, como la parte anterior de la figura se movía hacia su seno derecho. Y se quedaba allí.
Ariel chilló con toda la fuerza de sus pulmones, y corrió hacia adelante. Vagamente, sintió a Wolruf gritar a sus espaldas, pero estaba demasiado asustada para prestarle atención. No sabía hacia donde corría, pero si que debía hacerlo en línea recta.
Saltó dentro del embalse.
Permaneció allí unos momentos, conmocionada por la frialdad del agua, antes de recordar por qué se había zambullido. Frenéticamente, se arrancó los botones, los agrafes y las cremalleras de su vestido y empezó a palpar su piel en busca del insecto, a fin de atraparlo y ahogarlo.
Pero no encontró nada. Con respecto a su ansia de venganza, se sintió defraudada. ¡Ah, había anticipado el placer de ver al insecto retorcerse, como tratando de huir de ella! Pero, en otro aspecto, se sentía enormemente aliviada. Podía soportar la demencia, pero el dolor físico le causaba pánico.
Ariel se imaginó que tal vez la hormiga había sido real, al fin y al cabo, y que había saltado fuera de su vestido mientras ella corría. Pero el agua del embalse, sí no completamente clara, si estaba muy quieta. No había ninguna señal de movimiento bajo la superficie. Incluso la arena y la tierra que había removido al correr volvían a estar asentadas.
Se tranquilizó con un esfuerzo visible, volvió a cerrar los ojos y esperó.
Pronto estuvo razonablemente segura de que el insecto no había sido suficientemente real como para atacarla, pero continuó dentro del agua, para estar más segura. El agua le enviaba una especie de agujetas en el espinazo, pero ni siquiera esto podía obligarla a salir del embalse.
Wolruf se sentó pacientemente en la orilla.
—¿Estar bien otra vez? —inquirió la alienígena.
—Creo que sí —fue la respuesta—. Tuve… tuve otra visión.
—Lo suponía.
—Creo que mi visitante ya se ha ido. Juzgo preferible considerar mis episodios en términos de visitantes. Así me resulta más fácil aceptarlos.
—Muy bien. ¿No querer salir del agua? Poder enfriarte.
—No. Es como una rebeldía, hacer una cosa que los robots tal vez desaprobarían.
—Esperar yo contigo.
—Gracias. Sólo tardaré unos instantes. Por muy a salvo que esté mi mente quedándome aquí, no creo que mi cuerpo resista mucho este frío.
Algo la rozó. Ariel miró hacia abajo y vio que algo había agitado el fondo. Algo demasiado grande para ser una hormiga. Algo que era real.
—¿Qué es esto? —exclamó.
—¿El qué? —preguntó Wolruf.
Pero Ariel no tuvo ya coraje para responder. Le castañeteaban demasiado los dientes. Reuniendo todo su valor, que era poco, metió la cabeza dentro del agua esforzándose por mantener los ojos abiertos en el líquido elemento.
Un gran pedazo de metal yacía, medio enterrado, en el fondo del embalse. Las suaves corrientes lo habían extraído a medias de entre la arena, llevándolo hacia la orilla. Su rígida mano chocó contra la pierna de la muchacha.
¿Su mano?
Ariel, sin querer, inhaló cierta cantidad de agua por la nariz. Volvió a la superficie, escupiendo.
—¡Ariel! —gritó Wolruf—. ¿Qué pasar?
—¡Es un robot! ¡Hay un robot aquí abajo!
—¿Y qué hacer ahí? —inquirió la caninoide, dirigiéndose hacia el borde del agua.
—No lo sé. Creo que está muerto.
—¡Los robots no pueden morir!
—Tal vez éste sí. ¡Se parece a Lucius!