7. EL DIOS SALVAJE
Al hablar del derrumbe de los valores y de la alienación que lo acompaña invariablemente, es fácil asumir cierto tono falso de crisis y desesperación que tiene poca relación con la experiencia y mucho con la teoría. Al fin y al cabo, por más que arrecien las inseguridades, la vida sigue, empírica y lo más racionalmente posible. Al contrario que para el metafísico, para el artista el caos no es un estado por enfrentar a todas horas —ni siquiera todos los días o todos los años— con matizado dolor. Más bien lo vive como una ausencia, con la necesidad proporcionalmente urgente de crear cierto orden para sí y desde los restos; más que frustrar la obra, pues, es probable que la inspire.
Creo que tras el gran período modernista que siguió a la Primera Guerra Mundial encontramos un ímpetu así. En ese espíritu, por ejemplo, T.S. Eliot escribió en Zurich La tierra baldía, mientras se reponía de una especie de depresión y posiblemente tratado por un psicoterapeuta. En el poema, el caos interior se proyecta sobre la sociedad como el colapso de todas las formas y valores tradicionales; pero para expresar su sentimiento de desintegración universal, el poeta crea del caos mismo un orden formal de nuevo tipo: distanciado, erudito, sutil.
Mientras que los dadaístas respondieron a la acuciante sensación de delicuescencia como niños malcriados —como tenían las maletas vacías de creencias decidieron desprenderse también del arte—, figuras más creativas reaccionaron con una especie de pasión formal: cuanto mayores las incertidumbres, mayor el esfuerzo artístico. Pero, al mismo tiempo, cuanto mayor era el empeño de que el arte no tergiversara la experiencia, mayores los riesgos implícitos.
Dicho de la manera más simple: uno de los rasgos más notables de los artistas de este siglo ha sido el ascenso súbito y pronunciado del número de bajas en el campo del arte. De los grandes prevanguardistas, Rimbaud abandonó la poesía a los veinte años, Van Gogh se mató y Strindberg se volvió loco. Desde entonces, la frecuencia no ha dejado de crecer. En el primer gran florecimiento del modernismo, Kafka, ordenando que destruyeran sus manuscritos, quiso convertir en suicidio una muerte prematura por tuberculosis. Virginia Woolf se ahogó, víctima de una sensibilidad excesiva. Hart Crane dedicó energías prodigiosas a estetizar una vida caótica —compuesto desesperado de homosexualidad y alcoholismo—, y al fin, considerándose un fracasado, se tiró de un barco al mar Caribe. Dylan Thomas y Brendan Behan bebieron hasta matarse. Artaud pasó años enteros en manicomios. A Delmore Schwartz lo encontraron muerto en un roñoso hotel de Manhattan. Malcolm Lowry y John Berryman eran alcohólicos que acabaron suicidándose. También se mataron Cesare Pavese, Paul Celan, Randall Jarrell, Sylvia Plath, Mayakovski, Esenin y Tsvetáieva. Entre los pintores fueron suicidas Modigliani, Arshile Gorki, Mark Gertler, Jackson Pollock y Mark Rothko. También está Hemingway, que modeló su prosa sobre una suerte de ética física del coraje y el control necesario en las situaciones límites. Despojó su estilo hasta el hueso para lograr un corolario artístico a la gracia física, algo que demandaba gran economía, gran precisión y gran tensión bajo un aspecto de soltura. En una perspectiva tal, las erosiones naturales de la vejez —debilidad, incertidumbre, imprecisión, el aflojamiento general de una máquina otrora altamente afinada— habrían sido tan insoportables como perder la capacidad de escribir. Al final siguió el ejemplo de su padre y se pegó un tiro.
En cada una de estas muertes hay una lógica interior propia y una desesperación irrepetible, y hacerles justicia exige un grado de detalle que supera mis posibilidades. Pero surge una cuestión sencilla: antes del siglo xx es posible discutir los casos individualmente, porque los artistas que se mataban o tenían seria inclinación suicida eran excepciones raras. En el siglo xx, el equilibrio cambia de golpe: cuanto mejor un artista, más vulnerable parece. Evidentemente, no es en absoluto una regla firme. Los grandes de la literatura han sido numerosos y muy grandes: Eliot, Joyce, Valéry, Pound, Mann, Forster, Frost, Stevens, Ungaretti, Montale, Marianne Moore. Aun así, el índice de bajas entre los talentos parece del todo desproporcionado, como si se hubiera alterado radicalmente la naturaleza de la empresa artística y las demandas que formula.
Me parece que hay una cantidad de razones. La primera es la continua, incesante urgencia de experimentar, la necesidad constante de cambiar, innovar y destruir los estilos aceptados. «Si marcha bien», dice Marshall McLuhan, «está obsoleto». Pero lo experimental tiene una lógica propia que lo aparta una y otra vez de las cuestiones técnico-formales para lanzarlo hacia un campo donde se altera el papel del artista. Como el arte cambia cuando las formas a mano ya no se adecuan a lo que debe expresarse, toda resolución técnica genuina es paralela a un profundo cambio interno (los cambios superficiales no nos conciernen porque son mera cuestión de moda y, como tales, vienen dictados no por necesidades internas sino por la industria del arte y las demandas de los consumidores). Así, para los poetas románticos, un ademán capital de la nueva libertad emotiva fue abandonar el corsé del dístico rimado clásico. De manera similar, los primeros modernistas se deshicieron de las rimas y metros tradicionales en favor de un verso libre que les permitiera seguir precisamente y sin desvíos el movimiento de la sensibilidad. La exploración técnica, en suma, implica un grado de exploración física; cuanto más radical el experimento, más profundas las respuestas suscitadas. Debe de ser por esto que la compulsión a experimentar se apagó en la década de 1930, cuando pareció que la política de izquierda aportaba todas las respuestas, y otra vez en la Inglaterra de los cincuenta, cuando los poetas del Movement (Amis, Larkin) se entregaron a inmortalizar las seguridades y complacencias de la vida en los suburbios. No es que la aparición de una vanguardia experimental garantice nada; bien puede ser asimilada como ropa de fantasía, y más fácilmente que otras estéticas se vuelve embarazosa para los tímidos y los convencionales, porque su diseño trasparente delata la falta de originalidad del usuario: ahí están tantos seguidores insulsos que Pound y William Carlos Williams tuvieron a ambos lados del Atlántico.
Para el artista serio, sin embargo, la experimentación no ha sido mero asunto de martillar la máquina. Le ha proporcionado un contexto donde explorar la pregunta eterna, «¿Qué soy?», sin beneficio de seguridad moral, cultural ni técnica. Puesto que parte de su talento consiste en un extraño don para percibir y expresar las tensiones de su tiempo antes que otra gente, el creador —con continuos desvíos menores— ha ido moviendo el arte moderno hacia una respuesta cada vez más interior a una sensación de desastre cada vez más intolerable. Es como si, llevando al límite el adagio de Conrad («Inmerso en el elemento destructivo»), hubiera cambiado totalmente de papel social; en vez de héroe y liberador romántico se ha vuelto víctima, chivo expiatorio.
Una de las manifestaciones más hermosas y sin duda más tristes de este nuevo destino es Wilfred Owen, que murió antes de que la gran transformación modernista empezara cabalmente. El 31 de diciembre de 1917 le escribió a su madre:
No estoy insatisfecho con mis años. Todo se ha hecho en arrebatos:
Arrebatos de esfuerzo espantoso en Shrewsbury y Burdeos; arrebatos de increíble placer en los Pirineos, de juego en Craiglockhart; arrebatos de religión en Dunsden; arrebatos de horrible peligro en el Soma; siempre arrebatos de poesía; siempre de tu afecto; siempre de simpatía por los oprimidos.
De este año salgo Poeta, querida madre, cosa que no era cuando entré. Los georgianos me consideran su igual; soy un poeta de poetas.
Estoy en marcha. He soltado amarras; siento que los grandes oleajes de alta mar transportan mi galeón.
El año pasado, en este momento (es casi medianoche, y ahora llega el instante intolerable del cambio), el año pasado estaba despierto en una tienda ventosa en medio de un campamento vasto y horrible. Aquello no parecía Francia ni Inglaterra sino una especie de corral en donde se tienen unos días las bestias antes de enviarlas al matadero. Yo escuchaba cómo se divertían los soldados escoceses, que ahora están muertos, y que sabían que iban a morir. Pensé en esta noche de hoy, y si realmente debería pensar —si deberíamos, si en verdad deberías tú—, pero no lo pensé mucho ni muy profundamente, porque soy un maestro del esquive.
Pero sobre todo pensé en la mirada extraña de todas las caras del campamento; una mirada incomprensible, que en Inglaterra nadie verá nunca por mucho que haya guerras; ni se ve en ninguna batalla. Sólo en Étaples.
No era de desesperación, ni de terror; era de algo más terrible que el terror, porque era una mirada ciega y sin expresión, como de conejo muerto.
Nunca la pintará nadie ni la captará ningún actor. Y para describirla tengo que regresar junto a ellos.109
Nueve meses más tarde, Owen estaba de vuelta en Francia. Dos meses después lo mataron en combate, exactamente una semana antes de que acabara la guerra.
La carta está trabajada por dos fuerzas que tiran en direcciones diferentes: la crianza y la naturaleza, la formación y el instinto, o para decirlo como Eliot, «la tradición y el talento individual». Aunque las dos son personales, las dos corresponden a elementos vitales en la poesía de Owen. La primera es tradicional, algo inevitable dado que, en muchos sentidos, Owen seguía siendo un georgiano cómodo sin trato alguno con los cambios poéticos que ya se habían iniciado a su alrededor. En cuanto tal respondía como «hombre valiente, y caballero inglés» a la línea heroica de sir Philip Sidney y, digamos, el capitán Oates. Volvería a Francia para cumplir con su deber de soldado; puesto que invariablemente deber significaba sacrificio, había que aceptar sin alboroto incluso la eventualidad del sacrificio último.
Pero más intensa aún es la presencia de una fuerza antiheroica, correspondiente a los elementos de su estilo que harían de él uno de los pioneros británicos del modernismo; correspondiente, es decir, a su visión dura y desengañada de la guerra, y en lo técnico a un uso decisivo de las asonancias que contribuyó eficazmente a acabar con el tintineo dulzón de mucha poesía georgiana. Fue esta segunda fuerza la que lo impulsó a volver a Francia, no como «oficial y caballero» sino como escritor. La carta, al fin y al cabo, anuncia la mayoría de edad de un poeta; en el contexto de ese poder recién madurado, Owen eligió regresar al frente. Al parecer fue literalmente una decisión: ya había prestado mucho servicio activo y lo habían hospitalizado con neurosis de combate. Por lo demás, su poesía le había procurado amigos poderosos, uno de los cuales —Scott-Moncrieff, traductor de Proust— trabajaba en el Departamento de Guerra y había movido influencias para conseguirle un puesto seguro en Inglaterra. De modo que acaso volver al frente requiriese tanto esfuerzo como quedarse lejos. Pienso que el regreso no tuvo nada que ver con el heroísmo y mucho con la poesía. Es como si los nuevos poderes que sentía en él hubiesen estado inextricablemente unidos a la visión sin precedentes que había tenido en Francia:
Pero sobre todo pensé en la mirada extraña de todas las caras del campamento; una mirada incomprensible, que en Inglaterra nadie verá nunca por mucho que haya guerras; ni se ve en ninguna batalla. Sólo en Étaples.
No era de desesperación, ni de terror; era de algo más terrible que el terror, porque era una mirada ciega y sin expresión, como de conejo muerto.
Nunca la pintará nadie ni la captará ningún actor. Y para describirla tengo que regresar junto a ellos.109
Creo que ese estupor —más allá de la esperanza, la desesperación, el terror y, sin duda, más allá del heroísmo— es el cuanto final al cual se reducen todas las formas de alienación de moda en el siglo xx. Bajo la energía, el apetito y la diversidad constante de los artistas modernos está ese obstinado hueso de oquedad insensibilizada que no se puede quebrar ni eliminar por mucho optimismo creativo y esfuerzo que se ponga. Es como si el creyente tuviera la iluminación definitiva, irrefutable, de que Dios no es bueno. En términos contemporáneos, un psiquiatra lo ha definido como el «aturdimiento psíquico» que se sucede a un encuentro abrumador con la muerte. Es decir: cuando la muerte prolifera a una escala tan vasta que se vuelve indiferente, impersonal, inevitable y en última instancia carente de significado, la única manera de sobrevivir, aunque sea por un tiempo, es cerrarse a todo sentimiento para volverse invulnerable, no como un animal acorazado sino como una piedra:
… la cerrazón psicológica puede cumplir una función altamente adaptativa. En parte lo consigue mediante un proceso de negación (si no siento nada no está habiendo muerte)… Luego protege al sobreviviente del sentimiento de desamparo total, de la sensación de que la fuerza invasora de su medio lo ha desactivado por completo. Encerrándose, se resiste a «ser actuado» o alterado… Podemos decir, pues, que en principio el sobreviviente obra una disminución radical pero pasajera del sentido de la realidad para no perderlo completa y permanentemente; atraviesa una forma reversible de muerte simbólica para evitar la muerte física o psíquica permanente.110
El doctor Lifton, es este caso, está describiendo los mecanismos de defensa puestos en juego por los sobrevivientes de la bomba atómica de Hiroshima y los campos de concentración nazis. Pero esa conciencia de una muerte ubicua, arbitraria —que sin razón ni advertencia cae como una plaga medieval sobre justos e injustos— es, me parece, central a nuestra experiencia del siglo xx. Empezó con las inconducentes carnicerías de la Primera Guerra Mundial, siguió con los campos de exterminio nazis y estalinistas, con una segunda guerra mundial coronada por dos explosiones atómicas, y ha sobrevivido con los genocidios del Tibet y Biafra, una guerra absurda en Vietnam, y los ensayos atómicos que envenenan la atmósfera y el desarrollo más o menos descontrolado de unas armas biológicas que matan al azar. Ahora culmina con la posibilidad de que misiles en órbita ensombrezcan todo el planetaL.
Es importante no exagerar; a fin de cuentas, el sentimiento de desastre es más o menos periférico a la vida que lleva la mayoría de nosotros. Insistir en la cuestión a lo Casandra es tan necio, y en última instancia aburrido, como pasarla totalmente por alto. Pero sigue siendo cierto que el contexto en que se crean nuestras artes, nuestras morales y nuestras seguridades ha cambiado por completo. Dice el doctor Lifton:
Después de Hiroshima es imposible concebir una caballería guerrera, y tampoco una gloria. De hecho no alcanzamos a percibir relación alguna —ni distinción— entre el victimario y la víctima; sólo vemos que comparten una especie de aniquilación… En todas las épocas, el hombre se enfrenta a cuestiones porfiadas que conmueven sus compromisos pero que le exigen comprometerse. En tiempos de Freud eran la sexualidad y el moralismo. Ahora son la ilimitada violencia tecnológica y la muerte absurda.
En otras palabras, el sentido de caos que —he sugerido— procede del experimentalismo incesante del siglo xx tiene dos fuentes: una proviene del período anterior a 1914; la otra surge con la segunda guerra mundial y con el correr del siglo se vuelve cada vez más caudalosa e inevitable. Ambas son consecuencias de la industrialización: la primera está ligada a la destrucción de las antiguas relaciones sociales y las estructuras de creencias anexas ocurridas durante la Revolución Industrial; la segunda es producto de la tecnología misma, que, en el proceso de crear los medios para hacer la vida más fácil que nunca, ha perfeccionado, como una especie de derivado demencial, instrumentos capaces de aniquilar totalmente la vida. Dicho con más sencillez: así como en el siglo xix la decadencia de la autoridad religiosa dio a la vida un cariz absurdo al privarla de toda coherencia última, el crecimiento de la tecnología moderna ha vuelto absurda la propia muerte, reduciéndola a un suceso fortuito del todo desvinculado del ritmo interno y la lógica de las vidas destruidas.
Éste es, pues, el Dios Salvaje que previó Yeats y cuya presencia intolerable, perentoria, percibió Wilfred Owen en el frente. Para ser fiel a su vocación de poeta, Owen debía describir esa «mirada ciega y sin expresión, como de conejo muerto»; lo cual significaba volver a Francia y arriesgar la vida. Creo que esa doble tarea —forjar un lenguaje que en cierto modo absolviera de la muerte absurda o la convalidara y aceptar los riesgos existenciales implícitos— es el modelo de todo cuanto vendría a continuación. «En ningún idioma humano hay palabras», escribió un sobreviviente de Hiroshima, «para consolar a los conejillos de Indias que desconocen la causa de su muerte».111 Es justamente el apremio por descubrir un lenguaje adecuado a esta tarea en apariencia imposible lo que está detrás de la rara tensión característica de casi todas las obras más importantes y ambiciosas de este siglo.
Hay, claro, otras presiones más evidentes, algunas de las cuales ya he tocado: el derrumbe de los valores tradicionales, la impaciencia frente a convenciones gastadas, los placeres menores de ser iconoclasta y la experimentación por sí mismas. También está el impacto por lo que Marshall McLuhan llama «cultura electrónica», que con tan poco esfuerzo ha usurpado tanto el público como muchas funciones de la alta cultura «formal». Pero más allá de esto, y cada vez más insistente a medida que las atrocidades crecían en tamaño y frecuencia, ha estado la necesidad absoluta de encontrar un lenguaje artístico para aprehender en la imaginación los hechos históricos del siglo; un lenguaje, es decir, para «el elemento destructivo», de dimensión de la muerte antinatural y prematura.
Inevitablemente, ese lenguaje es el del duelo. En todo caso, las artes asumen la función del duelo, y quiebran ese «aturdimiento físico» que sigue a la inmersión masiva en la muerte:
Los libros que necesitamos [escribió Kafka en una carta a su amigo Oscar Pollack] son de los que obran sobre nosotros como una desgracia, que nos hacen sufrir como la muerte de alguien más querido que nosotros mismos, que nos dan la sensación de estar al borde del suicidio o perdidos en un bosque alejado de cualquier morada humana. Un libro debe partir como una hacha el mar helado que tenemos dentro.112
Está claro que libros así no se escribirán por el simple expediente de invocar las atrocidades; es un gesto que no suele aportar más que retórica y el abaratamiento de esas millones de muertes. Lo que se requiere es algo mucho más difícil e individual: el acto creativo en sí, que da forma, coherencia y una suerte de belleza gratuita a las vagas depresiones y paranoias que el arte ha heredado. Freud respondió a la Primera Guerra Mundial postulando un instinto de muerte que él veía más allá del principio del placer; para el artista, el problema consiste en crear un lenguaje situado más allá del principio del placer y a la vez placentero.
En el fondo, ésta es la presión que empuja al artista al papel de chivo expiatorio. Para desarrollar el lenguaje del duelo que libere las culpas acumuladas y las oscuras hostilidades que comparte con el público se arriesga a explorar su propia vulnerabilidad. Es como si ensayase la muerte en la imaginación: simbólica, tentativamente, y con todas las escotillas de escape abiertas. «El suicidio», dijo Camus, «se prepara en el silencio del corazón, y es una gran obra de arte». Cada vez más el corolario también parece cierto: bajo ciertas condiciones de estrés, una gran obra de arte es una especie de suicidio.
Para entrar en esta dimensión de la muerte hay dos vías opuestas. La primera atraviesa lo que podría llamarse «arte totalitario», que, digámoslo, es de un tipo diferente al del arte tradicional de una sociedad totalitaria. Lidia, con la situación histórica de frente, de modo más o menos brutal, a fin de abrir una perspectiva humana para un proceso deshumanizante. La segunda es la que en otro lugar he llamado «arte extremista»: toda la destrucción se dirige hacia dentro y el artista, deliberadamente, explora en sí esa región violenta situada entre lo viable y lo imposible, lo tolerable y lo intolerable. Ambos abordajes entrañan ciertos cambios en la relación del artista con su material.
Para el arte totalitario, los cambios son inevitables y no deseados. La sencilla razón es que, en las condiciones producidas por el Estado policial y su política de terror, el intenso individualismo en que el arte se basa tradicionalmente —su confianza absoluta en la singularidad de la lucidez personal— deja de ser posible. Cuando se valora al artista sólo en tanto sirve a la política del Estado, como si fuera ingeniero, trabajador fabril o burócrata, su arte se reduce a la propaganda, refinada a veces, aunque la mayoría de las veces no lo es. El artista que rechaza este papel lo rechaza todo; se vuelve superfluo. En estas circunstancias, el precio del arte en sentido tradicional y con valores tradicionales es el suicidio; o el silencio, que viene a ser lo mismo.
Acaso esto explique la fenomenal cifra de bajas en la generación de poetas rusos que había empezado a trabajar antes de las convulsiones de 1917 y que rechazó la alternativa joyceana de «silencio, exilio y astucia». En 1926, cuando se ahorcó Serguei Esenin —luego de cortarse las venas y, en un gran gesto estético final, escribir un poema de despedida con su sangre—, Mayakovski lo condenó en dos versos:
En esta vida morir no es difícil.
Más difícil es vivir.
No obstante, menos de cinco años después el propio Mayakovski, héroe poético de la Revolución y jugador empedernido que practicara dos veces la ruleta rusa, llegó a la conclusión de que los principios políticos le estaban envenenando la poesía en su origen. Dejó una lacónica nota de suicidio: «No se lo recomiendo a otros». Sin embargo, varios más lo siguieron, aparte de aquellos que, como Mandelstam y Babel, desaparecieron en las purgas. Boris Pasternak escribió un epitafio para todos:
Para empezar por lo más importante: no podemos concebir la tortura interior que precede al suicidio. Los que sufren tormento en el potro pierden una y otra vez la conciencia; el sufrimiento es tan grande que su intensidad insoportable acorta el final. Pero el hombre que a merced del verdugo no es aniquilado se desmaya de dolor, pues presencia su propio final, su pasado le pertenece, sus recuerdos son suyos y, si elige, puede usarlos; lo pueden ayudar en la muerte.
Pero el hombre que decide cometer suicidio pone punto final a su ser, vuelve la espalda al pasado, se declara en quiebra y decreta la irrealidad de sus recuerdos. La memoria ya no puede salvarlo; el hombre se ha puesto más allá de su alcance. Se le ha roto la continuidad de la vida interior, la personalidad se le está extinguiendo. Y quizá lo que al fin lo hace matarse no sea una determinación firme sino la calidad insoportable de esa angustia que no pertenece a nadie, de un sufrimiento en ausencia del sufriente, de esa espera que está vacía porque la vida ha cesado y ya no puede llenarla.
Me parece que Mayakovski se mató por orgullo, para condenar algo que había en él, o cerca de él, a lo cual no podía someter su autorrespeto. Que Esenin se ahorcó sin haber pensado estrictamente en las consecuencias del acto, diciendo todavía en el fondo del corazón: «¿Quién sabe? Quizá éste no sea el fin. Aún no hay nada decidido». Que Marina Tsvetáieva siempre puso su obra entre ella y la realidad de la vida cotidiana; y que cuando descubrió que este lujo superaba sus medios, cuando sintió que por su hijo debía abandonar un tiempo la absorción apasionada de la poesía y mirar sobriamente alrededor, vio un caos ya no velado por la pantalla del arte, fijo, infamiliar, inmóvil, y, no sabiendo adónde correr de pánico, se escondió en la muerte, metiendo la cabeza en el lazo como habría podido esconderla bajo la almohada. Me parece que la shigaliovschina de 1937 dejó a Paolo Yashvili totalmente confundido, estupefacto como por un embrujo; y que una noche, mirando dormir a su hija, se imaginó indigno de ella, fue de madrugada a la casa de un amigo y se voló la cabeza con una escopeta de perdigones. Y me parece que Fadeiev, aún con la sonrisa que de algún modo le había durado a través de mil arteros vaivenes políticos, se dijo simplemente: «Bien, se ha acabado. Adiós, Sasha», y apretó el gatillo.
Lo cierto es que todos sufrieron indescriptiblemente, hasta el punto en que el sufrimiento se convierte en enfermedad mental. Y al inclinarnos en homenaje a su talento y su recuerdo brillante deberíamos inclinarnos compasivamente hacia su sufrimiento.113
Pasternak escribe, creo, con el patetismo del que ha estado en ese lugar. No estoy diciendo que hubiera pensado en matarse —lo cual no es asunto nuestro—, sino simplemente que había soportado las condiciones en que el suicidio se vuelve un hecho social inocultable. En su descripción son las mismas condiciones que se dan, según Hannah Arendt, cuando un sistema totalitario alcanza poder pleno: como la víctima de un Estado totalitario, el suicida asiste pasivamente a la cancelación de su historia propia, de sus recuerdos, toda su vida interior. En suma, de todo lo que lo define como individuo:
Volviendo anónima la muerte misma (haciendo imposible descubrir si un prisionero está muerto o vivo), los campos de concentración despojaron a la muerte de su significado de final de una vida cumplida. En un sentido le arrebataron la muerte al individuo, probando que en adelante nada le pertenecía y él no pertenecía a nadie. Su muerte sellaba meramente el hecho de que no había existido nunca.114
Las condiciones de terror fueron las mismas para los millones de seres a que alude Arendt que para los suicidas de Pasternak: «un caos ya no velado por la pantalla del arte, fijo, infamiliar, inmóvil». Pero al menos los suicidas conservaban una hebra de libertad: se quitaban la vida. En parte, este tipo de suicidio es un acto político, a la vez gesto de desafío y condena del sistema, como lo fue la autoinmolación del estudiante Jan Palach en la Praga de 1969. También es un acto de afirmación; el artista valora demasiado la vida y las verdades personales como para tolerar esa perversión absoluta. Así, el Estado totalitario regala a sus artistas el suicidio como un don, la obra de arte final que convalida todas las otras.
Negarse a ser cancelado así y, por algún milagro político, seguir escribiendo sus poemas y su novela como si persistieran las improbables verdades personales, fue parte del genio y la singularidad de Pasternak. Sin duda pagó su discernimiento con soledad y depresión, pero hubo muy pocos que salieron tan ilesos. Sin embargo, ni los que sobrevivieron se contaminaron, ni los que cayeron se las arreglaron nunca para poner el espejo frente a esa corrupción total de la naturaleza que es un sistema totalitario. No necesariamente porque no lo intentaron. Pero, pese a los centenares de intentos, el terror policial y los campos de concentración se demostraron temas más o menos inabordables para el artista; como lo que ocurría estaba más allá de la imaginación, también estaba más allá del arte y de los valores humanos en que el arte se había basado por tradición.
La excepción más poderosa es el polaco Tadeusz Borowski. Si los poetas rusos homenajeados por Pasternak siguieron escribiendo hasta sentir que la historia les había cancelado la vida y la obra, el singular Borowski empezó por esa cancelación. En una de sus historias de Auschwitz, «Nazis», observa sardónicamente: «Cierto, también podría mentir, recurriendo a los métodos seculares que la literatura se ha habituado a usar cuando finge expresar la verdad; pero me falta imaginación». A falta de imaginación evitó las artimañas del melodrama, la autocompasión y la propaganda, convenciones literarias que en otros casos permiten eludir la intolerable evidencia de la vida en los campos. En cambio perfeccionó un estilo cortante, helado, desnudo de sentimiento y de adornos, en el cual las monstruosas locuras de Auschwitz hablan por sí mismas, sin comentarios y por lo tanto sin disfraces. «Entre dos saques de banda de un partido de fútbol, justo a mi espalda, habían matado a tres mil personas».115 Después de una descripción casi idílica, casi pastoral de un ocioso partido de fútbol, en un escenario momentáneamente pacífico como un campo de cricket de aldea inglesa, la frase estalla como una bomba. El de Borowski es un arte de la reducción; su prosa y sus relatos son tan despojados como las vidas que describen. Un crítico polaco ha señalado que su idea de la tragedia «no tiene ninguna relación con la concepción clásica basada en la necesidad de elegir entre dos sistemas de valores. El héroe de los relatos de Borowski está privado de toda elección. Se encuentra en una situación de imposible decisión porque cualquier alternativa es ruin». Como la muerte en los hornos les llega a todos, sean inocentes o criminales, a la desindividualización del héroe se suma una desindividualización de la situación.116 Borowski definió sus relatos como «viajes al confín de cierto tipo de moral». Se trata de una moral creada a partir de la ausencia de moral, un lenguaje diestro, mínimo pero elocuente para la forma más extrema de lo que Lifton llamó «aturdimiento psíquico». Reduciendo la prosa a los hechos e imágenes del campo de concentración, negándose a introducir comentarios, Borowski consiguió definir precisamente, como por arte de omisiones y silencios, el estado de ánimo de los prisioneros: brutal, despersonalizado, rapaz, agónico. Moralmente hablando, es una existencia póstuma, como la del suicida que según Pasternak «pone punto final a su ser, vuelve la espalda al pasado, se declara en quiebra y decreta la irrealidad de sus recuerdos».
Éste es pues el arte totalitario. Es un arte del suicidio cumplido en la misma medida en que el arte extremista lo es del intento. Y para realizarlo, el propio Borowski emprendió un suicidio progresivo y triple. Aunque en Auschwitz había mostrado un gran coraje —voluntariamente había dejado un puesto más o menos fácil de ordenanza de hospital para compartir la suerte de los prisioneros comunes— su narrador es taimado, corrupto, estratega de la jerarquía de campo: un artista de la supervivencia que odia a las otras víctimas más que a los guardias porque su debilidad ilumina la de él, y porque cada nueva muerte significa un esfuerzo mayor de negación y una culpa más aguda. Así, la primera autodestrucción de Borowski fue moral: la culpa de haber sobrevivido cuando tantos otros habían caído la pagó identificándose con el mal que describía. La segunda fue después de haber escrito los cuentos: abandonó totalmente la literatura y se sumergió en la política estalinista. Finalmente, tras haber escapado tanto tiempo al Zyklon B de Auschwitz, en 1951 se gaseó en su casa. Tenía veintisiete años.
Los políticos y economistas del desastre pueden parlotear sobre la necesidad de «pensar lo impensable»; para los escritores, el problema es más cortante, más cercano y considerablemente más arduo. Como el sobreviviente de Hiroshima que mencioné antes, Borowski parece haber desesperado de comunicar adecuadamente lo que sabía. «Yo quería describir mi experiencia, pero ¿quién en el mundo le creerá a un escritor que use un idioma desconocido? Sería como intentar convencer a los árboles o las piedras». La clave resultó ser el despojamiento, un arte totalitario de hechos e imágenes, sin arandelas ni comentarios, falto y despersonalizado como las vidas de las víctimas. De la misma manera creó Peter Weiss su tragedia documental La investigación. No inventó ni agregó nada; se limitó a usar un escenario desnudo, actores sin nombre de vestimenta anónima y fragmentos hábilmente montados de los juicios de Frankfurt sobre Auschwitz. El resultado fue mucho más estremecedor de lo que podría haber sido cualquier «recreación» de los campos.
De manera similar, Samuel Beckett empezó en la otra punta del espectro, con un genio irlandés para las palabras desencadenadas, y terminó creando un mundo de lo que Coleridge llamara «vida en muerte». Sus gentes tienen existencias póstumas, inmóviles, desnudas de toda cualidad personal, apetito, posesión o esperanza. Lo único que les queda es el lenguaje; mitigan su esterilidad presente con débiles invocaciones rituales a un tiempo en que aún sucedían cosas y se les agitaba la emoción. Que la distancia y el impecable tempo de Beckett produjeran comedia a partir de esa impotencia universal sólo sirve, en última instancia, para que la desolación sea más completa. Al rehuir incluso la tentación de la tragedia y estilizar el lenguaje al grado mínimo de la supervivencia, Beckett vuelve su mundo inexpugnable. Es un mundo que Dios ha abandonado, como la vida podría abandonar una estrella extinta. Como vía para esta moral terminal usa un arte mínimo, despojado de cualquier aparato. Ese arte complementa los relatos de campo de concentración de Borowski y es igualmente despojado: el totalitarismo del mundo interior.
Y es aquí donde el arte totalitario se encuentra con el extremista. Cuando Norman Mailer llama «totalitarias» a las democracias modernas, estadísticas, no está diciendo que amordacen y confinen al artista como lo hacen las dictaduras, visión que no justificaría ni la paranoia más denodada. Está diciendo que la democracia de masas, la moralidad de masas y los medios de comunicación de masas medran independientemente del individuo, que se les une al precio, cuando menos, de una perversión parcial de sus instintos y de su perspicacia. El individuo paga la comodidad social con lo que antes se llamaba alma: capacidad de discriminar, singularidad, energía psíquica, self. Añadamos a esto la ubicua violencia que constantemente irrumpe en los bordes de la percepción: guerras locales, disturbios, manifestaciones y magnicidios, todo visto, por así decir, con el rabillo del ojo como si fueran imágenes de un noticiero. Y añadamos por fin la sensación sumergida pero nunca del todo evitable de una posible violencia absoluta, eso que esperanzadamente se denomina balance del terror. El resultado es el totalitarismo, no como fenómeno político, sino como estado mental.
«A males extremos, extremos remedios», dijo Montaigne. En este caso, el remedio ha sido una revolución artística tan radical y profunda como las ocurridas cuando Wordsworth y Coleridge publicaron las Baladas líricas, o cuando Eliot dio a conocer La tierra baldía. En este sentido completa la revolución que empezó con la insistencia de los primeros románticos en la primacía de la visión subjetiva. El ideal de espontaneidad implícito era aceptable en principio pero no del todo en la práctica, porque parecía negar algo a todas luces innegable: la inteligencia del artista —la comprensión realista del valor y los usos prácticos de su inspiración— y la opaca, aburrida labor de su creación. De allí que a los excesos del romanticismo se contrapusiera sin cesar ese criterio del cual tanto provecho sacaron Matthew Arnold, Flaubert, James, Eliot y Joyce: el del artista como creador desencarnado, distante, cuya obra es objetiva, autónoma, «autocontenida»; en palabras de Coleridge, «razón de que sea así y no de otro modo». Los conceptos arnoldianos obraron como un clasicismo sustituto que defendió a los mejores artistas del siglo pasado y el nuestro de las debilidades, del engreimiento y, a menudo, de la crasa necesidad inherente a sus creencias, de la escisión entre sentimiento e inteligencia que ha asolado al romanticismo decadente de Shelley a Ginsberg.
Lo opuesto es el arte posarnoldiano y poseliotiano que tenemos hoy, en el cual la obra, en vez de ser su propio motor, ley de sí misma, se encuentra en continua relación fecundadora con la vida del artista. La existencia de la obra de arte es contingente, provisional; fija la energía, los apetitos, los estados de ánimo y las confusiones de la experiencia en los términos más lúcidos posibles, para crear un espacio pasajero de calma, y luego avanza o retrocede a la autobiografía. El primero que lo apuntó fue Camus, cuando en El mito de Sísifo sugirió que sólo la muerte da «significación definitiva» a las obras: «Es de la vida misma del autor de donde reciben su luz más evidente. En el momento de la muerte, la sucesión de obras no es sino una colección de fracasos. Pero si todos esos fracasos tienen la misma resonancia, el creador se las ha arreglado para repetir la imagen de su condición, para que el aire transporte el eco del estéril secreto que él posee». La idea fue retomada por el poeta estadounidense Hayden Carruth, que la aplicó elocuentemente a la situación actual del arte:
En su autenticidad, [la vida] es la interpretación y reorganización metafóricamente estructurada que hacemos de la experiencia. Es un resultado de sucesivos actos imaginativos: ¡es una obra de arte! Por conversión, una obra de arte es vida, siempre y cuando sea fiel a la médula experiencial. Así, en un siglo los artistas han pasado de la crítica arnoldiana de la vida a una creación existencial de la vida, con beneficios tan inmensos como las pérdidas.
Acaso la mayor pérdida haya sido una buena parte de lo que habíamos sabido sobre el arte. Pues ahora sabemos exactamente en qué sentido el arte es ilimitado. Es ilimitado porque es libre y responsable: es una vida. Su único límite es el corte que sobreviene cuando estalla un corazón, o un sol. Aún así, la «pieza» de arte individual debe ser en cierto modo objetiva; reside en la página, en la tela. En términos prácticos, ¿qué es un objeto ilimitado? Es un fragmento; un fragmento fortuito; un fragmento sin forma intrínseca, que en todas direcciones proyecta su sombra hacia lo que haya más allá. Y en esto se ha convertido nuestro arte en las dos últimas décadas: en algo aleatorio, fragmentario y abierto.
Por eso en la literatura toda «obra» particular es lineal más que circular en su estructura, extensible más que terminal en su intención y en cualquier punto dado inclusiva más que asociativa en sustancia; al menos a todo esto tiende. Y es autobiográfica, huelga decirlo. Es un acto de autocreación hecho por el artista en el tumulto de la experiencia.117
La ruptura con el clasicismo ha producido entonces no una nueva forma de romanticismo —que sigue siendo demasiado acogedor, autoindulgente y acrítico para adecuarse a las realidades del período—, sino un arte existencial, tan tenso y riguroso como sus antepasados clásicos pero mucho menos restringido, ya que su tema son justamente las violentas confusiones de las que los augustianos y los neoclásicos de los últimos cien años se apartaron nerviosamente y con disgusto.
Un poema de T.S. Eliot, por ejemplo, es opaco; concentra la luz y sólo devuelve la imagen de su propia perfección. En contraste, un poema de Robert Lowell, aunque construido con no menos cuidado, es como un filtro transparente; permite ver al hombre tal como es. Parecidamente, en Los ejércitos de la noche, Norman Mailer toma un fragmento de historia contemporánea en el cual participó (la marcha sobre el Pentágono de octubre de 1967), y como buen periodista la presenta con toda la farsa, el fango y los manejos políticos anexos, pero al mismo tiempo la transforma en un drama interno en donde los diversos hechos contradictorios, amortiguados, cobran aguda coherencia como reflejos en el ojo algo inyectado en sangre de su conciencia de artista. La política del poder es reemplazada por la política de la experiencia.
Nada de esto absuelve al artista del trabajo del arte; razón ésta, entre otras muchas, de que los poetas confesionales que siguen a Ginsberg sean tan tristes. Al contrario: cuanto más directamente se enfrenta el artista con las confusiones de la experiencia, mayores demandas pesan sobre su inteligencia, su control y cierta vigilancia, y mayores son también las reservas imaginativas que debe aportar para no debilitar o falsificar lo que sabe. Pero la inteligencia requerida en este caso es esencialmente distinta de la del arte clásico. Como dijo D.H. Lawrence de su verso libre, «no tiene final. No tiene estabilidad satisfactoria, al menos para los que gustan de lo inmutable. Nada de esto. Es el instante; lo fugaz».118 Lo que está en juego, pues, es una inteligencia artística que trabaja a plena afinación para producir, no establecidas armonías clásicas, sino el equilibrio vacilante, fluido, continuamente improvisado de la vida misma. Pero como un equilibrio así es siempre precario, este tipo de obra entraña buenas dosis de riesgo. Y como el artista trata con verdades de su vida interior, a menudo al punto de la incomodidad, el riesgo se vuelve todavía mayor.
Es aquí donde el arte posarnoldiano confluye con lo que he llamado dimensión de la muerte absurda. Me parece que la revolución artística de la última década y media ha sido una respuesta al totalitarismo en el sentido maileriano de la palabra: no como un conjunto de hechos aislados en un país lejano y en un sistema político cuyo responsable es otro, sino como parte de la atmósfera insidiosa que respiramos. El nihilismo y la pulsión destructora del self —de las que el psicoanálisis nos ha hecho paulatina y agudamente conscientes— resultan ser un reflejo preciso del nihilismo de nuestras sociedades violentas. Como al parecer no es posible controlarlo desde afuera, políticamente, al menos podemos intentar controlarlo en nosotros, artísticamente.
La palabra operativa es «control». Los poetas extremistas se entregan a explorar psíquicamente ese borde friable que divide lo tolerable de lo intolerable; pero también se entregan a la lucidez, la precisión y cierta sencillez vigilante de la expresión. En esto tienen más en común con las pautas agotadoramente altas establecidas por Eliot y otros grandes maestros de los veinte que con los surrealistas, preocupados por el ingenio o los caprichos del inconsciente. A partir de las asociaciones azarosas, barrocas, de la mente desatada, los surrealistas crearon lo que es esencialmente un arte paisajista. En comparación, a los extremistas los preocupa el estadio inferior, el previo al comienzo de lo que Freud llamó «trabajo del sueño». Es decir, su compromiso es con el material onírico crudo: buscan expresar directa, punzante, hábilmente y a plena conciencia esas penas, culpas y hostilidades que los sueños sólo expresan elípticamente, desplazadas y encubiertas. Los extremistas, para resumir, tienen más que ver con el psicoanálisis que con el surrealismo.
En la poesía en lengua inglesa, los cuatro exponentes del estilo son Robert Lowell, John Berryman, Ted Hughes y Sylvia Plath, los cuales son intensamente disciplinados y conscientes de las demandas y posibilidades formales. Todos empezaron con un estilo textualmente rico, precavido y tensamente inteligente que en última instancia habían heredado de Eliot, y de diferentes maneras avanzaron hacia una poesía en donde los medios, aunque no menos exigentes, se subordinan a cierta urgencia interior que empuja sin cesar los límites de carga de la poesía. Lo cual es inevitable, pues cada uno de ellos está rescatando su verso del filo de algún abismo privado. La obra crucial fueron los Life Studies (Estudios del natural) de Lowell, en los cuales se apartó del intrincado simbolismo católico de su primera poesía para enfrentarse —sin beneficio de clerecía, y con un estilo translúcido, en apariencia más informal— con su caos de hombre sujeto a periódicas crisis nerviosas. Por una extraña lógica creativa compuesta en parte de un gran talento, en parte de una necesidad hasta entonces no reconocida de sus lectores —acaso una impaciencia con ciertos criterios artísticos que no tomaban en cuenta los desconciertos y depresiones de una vida que el arte no redimía—, cuanto más sencilla y personalmente fue escribiendo, más auténtico e influyente se volvió su arte. Transformó lo aparentemente privado en una poesía central a todas nuestras ansiedades.
De modo muy parecido, John Berryman pasó del mundo público, literario de Homage to Mistress Bradstreet (Homenaje a la señora Bradstreet) al ciclo aún estilizado pero mucho más íntimo de Dream Songs (Canciones de sueño). El libro empezaba como un extraño diario poético de faltas, reniegos, resacas y angustia de día siguiente para ir aclarándose y ahondándose en un extenso acto de duelo poético por el suicidio de un padre, muertes prematuras de amigos y la desesperación suicida propia. Berryman había sido siempre un poeta de chispeante energía nerviosa; ahora, el sentimiento de dolor y pérdida añadía a su obra una imperiosa dimensión nueva, propulsándola a un proceso de duelo —culpa, hostilidad, expiación— que concluía con una aceptación bellamente lúcida de su propia mortalidad. El libro concluye con un epitafio del poeta.
Ted Hughes y Sylvia Plath, pertenecientes a una generación más joven, tomaron el camino más adelante y se internaron más en la región del nihilismo. Hughes empezó con una serie de extraordinarios poemas sobre animales, llenos de detalles punzantes e inesperados cambios de foco; en todo un zoológico de criaturas proyectaba las impredecibles violencias que percibía en sí mismo. Luego, gradualmente, como en un caso de posesión demoníaca, los animales empezaron a hacerse cargo de la situación; los retratos se convirtieron en soliloquios que ya no disfrazan ni excusan el asesinato; el poeta se vuelve a la vez depredador y presa de su violencia interior. Siguiendo el ejemplo del poeta yugoslavo Vasco Popa, Hughes ejerce control estricto sobre sus monstruos privados, sometiéndolos a reglas arbitrarias, como en un juego de niño psicótico, pero también se lanza a cazar en la oscuridad con una determinación excepcional. El resultado ha sido la creación de Crowe (Cuervo), antihéroe y antiepopeya cuya única distinción es la supervivencia. Desenfadado y asesino, resurge irreprimiblemente de todos los desastres, inmortal como la esperanza. Claro que es justamente por no tener esperanza que no muere nunca; es inmatable. Sólo ve la destrucción, y su pesimismo es inquebrantable. A todos los demás animales de Hughes, cada uno a su modo, los redimía cierta gracia instintiva. En comparación, Crow es irredimible: puro instinto de muerte.
Pero es con Sylvia Plath que el impulso extremista se vuelve absoluta y literalmente final. Repitámoslo en breve: la insatisfacción que le causaba el estilo elegante y algo artificioso de sus primeros poemas coincidió más o menos con la aparición de Estudios del natural. Lowell demostraba que se podía escribir sobre esas cosas sin hundirse en la ciénaga insensata de la poesía «confesional». Y ésa era la excusa que ella había estado esperando, la llave para liberar las reservas de dolor que había acumulado sostenidamente desde la muerte prematura del padre cuando era niña y su propio intento de suicidio a los diecinueve años. En el cúmulo de poemas brillantes que manaron de ella en los últimos meses de vida llevó el ejemplo de Lowell a su conclusión lógica, explorando sistemáticamente los nexos entre ira, culpa, rechazo, amor y destructividad que al fin la hicieron matarse. Es como si hubiera decidido que, para validarse, su poesía debía encarar sin rodeos nada menos serio que la muerte de ella misma, poniendo en el trance mayor abundancia inventiva y energía sardónica que la que tantos poetas pueden convocar en una vida entera de supuesta afirmación.
Si el camino había parecido intransitable, ella demostró lo contrario. De todos modos era un camino de una sola dirección, y lejos como había llegado ya no pudo regresar. Pero su suicidio real —como el de Berryman, las perturbaciones de Lowell o los horrores privados de Hughes— es accesorio: no agrega nada ni demuestra nada sobre la obra. Fue simplemente un riesgo que Plath corrió al manejar un material tan volátil. De hecho, lo que los extremistas tienen en común no es un estilo sino la creencia en el valor y hasta la necesidad del riesgo. No lo niegan, como nuestros flamantes estetas, no lo ahogan en el mar benigno y cálido pero profundamente barroso del amor hippy y la inarticulación. La decisión de enfrentarse con las premoniciones, no de inmortalidad sino de la mortalidad misma, empleando todos los recursos imaginativos y la pericia técnica posibles para acercarla, comprenderla, aceptarla y dominarla, es en definitiva lo que distingue el arte genuinamente avanzado de la multitud de pseudovanguardias de la moda. En estos términos, un artista incluso puede llegar a viejo como Robert Frost o Ezra Pound y ser en su obra un suicida de la imaginación.
Estoy sugiriendo, en resumen, que los mejores artistas modernos han logrado lo que aquel sobreviviente de Hiroshima creía imposible: a partir de sus tribulaciones privadas han inventado un lenguaje público «para consolar a conejillos de Indias que desconocen la causa de su muerte». Creo que ésta es la justificación última del arte intelectual en una época en la cual ese arte parece cada vez menos convencido de su derecho a la atención e incluso a la existencia. Sobrevive moralmente transformándose, de un modo u otro, en una imitación de la muerte de la cual pueda ser partícipe el público. Para conseguir esa meta, el artista, en su papel de chivo expiatorio, pone la muerte y la vulnerabilidad a prueba en y para él mismo.
Quizá se objete que el arte también trata muchas otras cosas, y a menudo con beligerancia; que, por ejemplo, hoy se preocupa como nunca por el sexo. Pero me pregunto si el sexo explícito no es una diversión, casi una forma de conservadurismo. Al fin y al cabo, esa batalla ya la libraron y ganaron Freud y Lawrence en el primer cuarto de siglo. Puede que de vez en cuando la vieja guardia gruña y enjuicie, pero en una sociedad donde El lamento de Portnoy es una marca de ventas, la permisividad sexual ya no es asunto urgente. Hoy, la verdadera resistencia se ejerce contra un arte que obliga al público a reconocer y aceptar imaginativamente, con los nervios, no los hechos de la vida sino los de la muerte y de una violencia absurda, azarosa, gratuita, injustificada, parte ineludible de la sociedad que hemos creado. «Hay una sola libertad —escribió Camus en sus Carnets—: llegar a un acuerdo con la muerte. Después de lo cual todo es posible».