2. TEORÍAS
Paciente y meticulosamente la investigación ha refutado todas las falacias consoladoras. Pero en el proceso éstas han sido reemplazadas por otras distorsiones. Es como si los procedimientos necesarios para la comprensión científica del suicidio hayan vuelto irreal el tema.
Todo esto se debe en parte al gran sociólogo Émile Durkheim. En su batalla por derribar el muro de la indignación moral que rodeaba el suicidio, haciéndolo inmoral e incontrastable, insistió en que podía incluirse científicamente todo suicidio dentro de uno de los tres tipos generales —egoísta, altruista, anómico—, y que cada tipo era producto de una situación social específica. Así, el suicidio egoísta ocurre cuando el individuo, no integrado adecuadamente a la sociedad, queda librado a sus propios recursos. Por eso el protestantismo —con su insistencia en el libre albedrío y gracia— tiende a alentar el suicidio más que la Iglesia cristiana que, mucho más apegada a su ritual y su doctrina, envuelve a los creyentes en una vida religiosa colectiva y circunscrita. De manera similar, el ascenso de la ciencia, que socavó la creencia simple de que un Dios más o menos benévolo y omnisciente presidía el origen y la estructura del mundo natural, acarreó un aumento del número de suicidios. Por lo demás, si el antiguo modelo de vida familiar —abuelos, padres e hijos viviendo juntos e intensamente bajo el mismo techo— protegía a cada miembro de los impulsos autodestructivos, la desintegración de la familia, hijos dispersos y padres divorciados, los alimenta. Así se explica también el descenso de los índices de suicidio durante las guerras y otras crisis nacionales, en que literalmente todo el mundo se aglomera en torno a la bandera.
Exactamente al otro lado tenemos el «suicidio altruista». Ocurre cuando un individuo se compenetra tanto con el grupo que adopta su identidad y sus metas. La tribu, la religión o el grupo presentan tal «cohesión masiva» que cada miembro está dispuesto a sacrificarse por las creencias (como los hindúes que se arrojaban bajo las ruedas del Juggernaut); o por el bien de la causa (como los comunistas que en los juicios montados en Moscú en los años treinta confesaban crímenes imaginarios); o simplemente para salvar la vida de los amigos (como el capitán Oates). El suicidio altruista, pensaba Durkheim, es característico de las sociedades primitivas y de las cofradías de estructura rígida y primitiva que sobreviven hoy, como el ejército. Camus lo resumió claramente en un paréntesis: «Todo lo que se llama buena razón para vivir también es una excelente razón para morir».
Tanto el suicidio egoísta como el altruista se relacionan con el grado de integración del individuo en la sociedad. El suicidio anómico, por otro lado, es resultado de un cambio tan repentino en la posición social del hombre que lo incapacita para enfrentarse con la nueva situación. Una riqueza grande e inesperada, una caída imprevista en la pobreza —un acierto en la lotería o un derrumbe de acciones—, un divorcio lacerante o hasta la muerte de un familiar pueden lanzar a una persona a un mundo donde ya no le sirven los hábitos ni ve satisfechas sus necesidades. No se trata ya de que la sociedad tenga una estructura o demasiado floja o muy rígida, sino que parece totalmente desestructurada. Esa persona se mata porque, para bien o mal, ve destruido su mundo habitual y está extraviada. T.S. Eliot habló una vez de «dislocar el lenguaje en significado». Pero el mismo proceso que en la esfera de las palabras acaso produzca poesía, aplicado a las costumbres de toda una vida puede desembocar en caos y muerte.
En otras palabras, hay entre el suicidio egoísta y el altruista una diferencia similar a la existente entre el mundo de Trampa 22 y el de los pilotos kamikazes. Más allá de ambos está la anomia de, digamos, La metamorfosis de Kafka.
El vasto efecto de la obra maestra de Durkheim fue la nueva consideración de que el suicidio no era un acto moral irredimible sino un hecho social, como la tasa de nacimiento o la productividad; sus causas podían objetivarse en leyes discernibles, discutirse y analizarse racionalmente. En el peor de los casos era una enfermedad social, como el desempleo, posible de ser curada por medios también sociales. Se da por descontado que Durkheim escribió antes de Freud. La sutil amplitud de su alcance y de sus intereses indica que, de haberle sido accesibles en su época, sin duda habría utilizado las percepciones del psicoanálisis. Sin embargo, la influencia que ejerció en sus pocos seguidores fue curiosamente atrofiante. Quizá por el peso inmenso de su autoridad sus discípulos dan la impresión de haber aceptado más la letra de la ley que el espíritu. En consecuencia, cuanto más se ha escrito, más se ha estrechado el campo. Vadear incluso la parte menos honda del torrente de libros y artículos de sociología del suicidio es una experiencia extraña. Es claro que los investigadores son personas serias, estudiosas e informadas, a veces talentosas y perspicaces. Pero en cierto sentido lo que escriben no parece del todo real. O, más bien, cuando vierten sus observaciones en una prosa discretamente científica ocurre una transformación inquietante: como si en vez de los seres humanos, ahora sólo les preocuparan las historias clínicas anónimas y las estadísticas, y los hechos y aspectos raros que pueden dar base a teorías. Aunque el cúmulo de información es prodigioso, no nos dice casi nada. Tomemos, por ejemplo, este pasaje singularmente suelto y coloquial de un exhaustivo estudio de un sociólogo estadounidense:
Decir que el acto suicida posee una dirección general de significado al efecto de que algo anda mal en la situación del actor cuando comete suicidio suena casi como una broma. Es éste un significado tan fundamental de casi cualquier acto suicida que resulta difícil pensarlo con seriedad. Pero es precisamente el hecho de dar lo evidente por sentado lo que, es de presumir, ha propiciado la imposibilidad de ver las muchas implicaciones del significado fundamental de los actos suicidas.
Si los actos suicidas son armas sociales tan eficaces es por la dimensión reflexiva del significado que poseen.43
Según infiero, esto quiere decir: «Nadie se mata a menos que tenga algún problema. El hecho es tan evidente que a veces se pasa por alto. Así se deja escapar un significado vital del acto: el suicida desea mostrarles a los sobrevivientes qué mal están las cosas». Imagínense. Y para decir esto han hecho falta diez líneas, varias cacofonías y repetir cuatro veces la expresión «acto suicida».
Ni el sociólogo ni su bizantina prosa son en modo alguno insólitos; de hecho, el profesor ha leído más y con mayor amplitud que la mayoría de sus colegas. Vistas las pruebas no puedo sino concluir que —como sin duda diría él— «la dimensión reflexiva de los significados de la prosa sociológica consiste en la reducción del nivel comunicativo de la prosa sociológica, privándose así a sujeto en cuestión de todo significado, reflexivo o no». En otras palabras, ante la plétora de abstracciones, teorías y cifras, un explorador de un planeta lejano, aun si lograra penetrar la jerga, nunca imaginaría que el suicida era una persona que se quitó la vida. ¿Para qué tanta angustia, la lenta tensión que lleva a un acto final e irreversible? Para convertirse en una estadística. Dudosa inmortalidad ésta. Desde luego que todo procedimiento científico correcto exige controles, cálculos y un tajante objetivo; de lo contrario sólo tendríamos falacias, prejuicios, caos. Pero con todo esto también se pierde algo, quizá tanto como lo que se perdía con la distorsión moral de los enfoques anteriores.
Buena parte de la desmesura objetivista se justifica por el hecho de que, como a Durkheim, a los investigadores les interesa el suicidio como síntoma, sobre todo de los males de la sociedad: cuanto más alto el índice, mayores la tensión y el malestar generales. Es decir, que el suicidio les importa sólo en tanto enseña algo sobre la naturaleza de la vida social. Por consiguiente, según ellos, el problema se puede resolver mediante la ingeniería, la conciencia, el cuidado y unos servicios sociales auténticamente informados. Con todo, el ejemplo de la calumniada Suecia demuestra por lo menos que ni el aparato de bienestar social más ilustrado del mundo incide mucho en la tasa nacional de suicidios. En breve: la naturaleza de la sociedad —que, si bien lenta y penosamente, cabe esperar sea transformable— choca continuamente con la naturaleza humana, mucho más recalcitrante. El profesor Stengel dio en el punto al afirmar: «A cierta altura de la evolución el hombre debió de descubrir que podía matar no sólo animales y semejantes sino también a sí mismo. Cabe supone que desde entonces la vida no le ha parecido igual».44 Yo pienso que incluso las teorías sociológicas más elegantes y persuasivas entran en cortocircuito ante la sencilla observación de que el suicidio es una característica humana, como el sexo, que no eliminará ni la sociedad más perfecta.
Por ejemplo: en su innovador estudio El suicidio en Londres (1955), Peter Sainsbury probó de modo convincente que el aislamiento social estimula la autodestrucción más poderosamente que lo que él llama «pobreza autóctona». Mostró que en las zonas obreras del East End londinense, donde hay escasez pero también una trama social relativamente firme, el índice era asombrosamente más bajo que en Bloomsbury, un barrio más pudiente, con sus madrigueras de camas solitarias y no tan sórdidos hoteles de paso. Lo que se deduce —aunque Sainsbury se guardó de hacerlo— es que si puede romperse el círculo de la soledad, si puede llevarse al aislado de la habitación sombría al relativo bullicio de un centro comunitario, quizá se empiece a resolver el «problema» del suicidio. Sin duda, es bastante cierto. Sin duda, parte de la culpa es de una sociedad que presta la menor atención posible a los ancianos, los enfermos, los inestables, los extranjeros y los errantes. Pero también es cierto que el suicida crea una sociedad propia: confinarse lejos de los demás en un cuchitril alquilado y, como el Bartleby de Melville, pasarse días enteros mirando por la ventana la pared de enfrente es en sí rechazar al mundo que supuestamente lo rechaza a uno. Es una manera de responder, como Bartlebly, «preferiría no hacerlo» a todas las ofertas y todas las posibilidades, estado éste que no curará toda la ingeniería social del mundo. Lo máximo que le cabe esperar al sociólogo es que sus descubrimientos y sus recomendaciones disminuyan las probabilidades de una íntima solución final.
Es tan evidente, en suma, que la desesperación busca un medio propio como que el agua tiende a nivelarse. Por eso, si hasta cierto punto las teorías sociológicas del suicidio son ciertas —algunas más ciertas que otras, la mayoría enfrentadas— también son parciales y circulares. Vuelven una y otra vez a una negación interior y una desesperanza que acaso afloren debido a las presiones sociales pero probablemente subsistirán cuando esas presiones se hayan eliminado. Tomemos, por ejemplo, los casos estudiados por la psiquiatra vienesa Margharete von Andics, quien creía que «la situación del suicida [es]… un estado experimental único y extremo para observar la conducta humana», como los estados extremos de temperatura y presión bajo los cuales examinan la naturaleza los físicos experimentales. De modo que van Andics visitaba la Clínica Psiquiátrica de Viena para entrevistar a los suicidas fracasados lo más rápido posible, cuando aún tenían las defensas muy bajas y las carencias eran más obvias. Al estudiar las razones que impelían a un individuo a elegir la muerte esperaba arrojar cierta luz sobre el sentido de la vida. Este método tiene dos inconvenientes. El primero está claro: en la confusión siguiente al intento fallido, el suicida, por diestramente que se interrogue, no ofrecerá sino excusas, racionalizaciones típicas que encubran la depresión y la vergüenza. Por eso la doctora Von Andics aprendió algo sobre los mecanismos disparadores de un intento y casi nada sobre la química de los explosivos. El otro inconveniente es la rígida fidelidad de la doctora a la doctrina de Alfred Adler, miembro del círculo original de psicoanalistas vieneses, a quien Freud excomulgó por proponer que el impulso humano primario no era más primitivo que la agresión social. De modo nada sorprendente, Von Andics llegó a la conclusión de que el sentido de la vida y las razones del suicidio eran explicables en términos de éxito o fracaso social con los colegas, los vecinos y la familia.
En tan limitadas circunstancias, sus casos clínicos son mucho más elocuentes que sus conclusiones. Von Andics propone, por ejemplo, que uno de los motivos fundamentales de suicidio son las «heridas en la autoestima»:
La importancia otorgada a lo que piensan los demás de nosotros se debe a que sólo en la opinión de los otros podemos comprender nuestro valor; pues eso que llamamos nuestro valor sólo puede consistir, en última instancia, en los servicios (emocionales o prácticos) que prestamos a otros… Nuestro valor es el que tenemos para los demás y a ojos de los demás, a quienes, al fin y al cabo, apuntan todos nuestros logros personales y prácticos.45
La insulsa y reductora confianza de esta teoría está a años luz de distancia de los ejemplos:
Fanny, de veintinueve años, trabajaba en la construcción y se había ganado antipatías por aceptar salarios más bajos de lo corriente. En medio de una discusión, un compañero le pegó en la cabeza. «De pronto me harté de vivir». De inmediato tomó la cuerda que usaba para llevar leña a su casa; decidió ahorcarse.
Según la doctora, el caso ilustra la subdivisión tercera del principio antes citado:
En los casos de ocho mujeres estudiadas, el motivo directo para el suicidio fue el hecho de que las hubieran maltratado inmerecidamente y atribuido cualidades negativas. En realidad, la palabra «peleas» como motivo para el suicidio significa mortificación por el maltrato y las humillaciones.
Pobre Fanny. Acaso el último insulto haya sido la explicación trivial con que se despachaba su larga historia de degradación. En la impávida descripción de la doctora Von Andics, ella acaba pareciéndose a un personaje de Zola. Ya no es joven, y presumiblemente es poco atractiva; de lo contrario, los hombres la habrían tratado mejor a despecho de los principios sindicales. Es tan pobre que no sólo trabaja como obrera manual; también acepta salarios menos que irrisorios (pues estamos en la Gran Depresión). Ni siquiera puede pagarse el petróleo para calentar la casa de noche. En suma, se trata aquí de una pobreza tan lacerante que corroe la identidad: ser mujer no la libra de trabajar como un hombre; no la libra de que los compañeros la desprecien ni de cobrar menos que ellos; encima, tampoco la salva de que le peguen como si fuera un hombre de veras. Cuando parece haber tocado fondo, el puñetazo la hunde todavía más. Después no le queda nada, ni lugar alguno adonde ir salvo la muerte. Sea lo que sea, hay en esto algo más que «mortificación» y «autoestima herida».
O quizá menos. Tal vez el significado social que hasta una psiquiatra como la doctora Von Andics extrapola del acto suicida explique algo sobre las causas locales e inmediatas; pero nada dicen del largo, lento y oculto proceso anterior. «Un acto así», dijo Camus, «se prepara en el silencio del corazón, como las grandes obras de arte». Quizá por eso cuanto más convincentes son las teorías sociales, más independientes parecen del material de base. Son superestructuras, a menudo elegantes y amorosamente detalladas, pero construidas sobre una desdicha sencilla, una soledad interior terminal que no aliviará ninguna dosis de ingeniería social. Lo cual vale tanto para la pobre Fanny como para Marilyn Monroe, para el sórdido Stephen Ward, el rufián del escándalo Profumo, como para el gran y exitoso Mark Rothko. Todos ellos se mataron porque, para los patrones que se habían construido, sus vidas ya no tenían sentido. Como el divorcio, el suicidio es una confesión de fracaso. Y como el divorcio, la interminable trama de excusas y racionalizaciones que lo envuelve sólo oculta el hecho de que el sujeto ha abortado toda su energía, su pasión, sus ganas y su ambición. Los que sobreviven al suicidio, como los que se casan de nuevo, sobreviven en una forma transformada, con pautas, motivos y satisfacciones diferentes.
Se supone que la desdicha externa tiene relativamente poco que ver con el suicidio. Las cifras son más altas en los países ricos e industrializados que en los subdesarrollados, más altas entre los profesionales de clase media que entre los pobres; en los campos de concentración nazis fueron extraordinariamente bajas. Cierto que la privación puede ser un acicate. Recordemos el clásico caso de George Orwell, quien, tras haber dejado la policía de Birmania, rechazó deliberadamente toda ayuda y oportunidad y, eligiendo «vivir en la sequía en París y Londres», se convirtió en un artista serio. Más cerca de nosotros, el joven autor ruso Andrei Amalrik recibió sin quererlo un empujón similar del destino: lo desterraron a una remota granja colectiva en Siberia; allí, pese a tener el corazón débil, sobrevivió al demoledor trabajo físico y, con una esposa aún más joven, hizo su hogar en una casucha abandonada, subsistiendo a base de patatas y leche, encendiendo la estufa sólo tres veces al día, para cocinar, en un invierno siberiano tan frío que a las vacas se les helaban los terneros en el vientre. Lejos de doblegarse, Amalrik emergió de esa ordalía con más deseos de lucha que al ser sentenciado, y hasta entonces ha producido dos libros excelentes sobre la experiencia, que, por cierto, le costaron una pena de prisión adicional. Pero, en resumen, para cierto temperamento la adversidad afila el ánimo y, como por una suerte de obstinación, fortalece las ganas de sobrevivir.E
A quien lo ve desde afuera, en comparación, a menudo el suicidio le parece una perversidad incomparablemente inmotivada que se lleva a cabo, como se quejó Montesquieu, «del modo más inexplicable… en el seno mismo de la felicidad», o por razones triviales o aun imperceptibles. Así, Pavese se mató en el cenit de la potencia creativa y el éxito público, utilizando como excusa un romance desdichado con una pálida actricita estadounidense que sólo había tratado brevemente. Al enterarse de su muerte, el único comentario que hizo ella fue: «No sabía que fuera tan famoso». Existe incluso el caso de un caballero dieciochesco que se ahorcó por puro aburrimiento y buen gusto, para evitar el constante trastorno de ponerse y quitarse la ropa. En otras palabras, las excusas para el suicidio son mayormente superfluas. En el mejor de los casos lavan la culpa de los deudos, tranquilizan a los metódicos y alientan a los sociólogos en la búsqueda infinita de categorías e hipótesis convincentes. Son como un incidente fronterizo menor que desata una guerra descomunal. Los motivos reales para que alguien se quite la vida están en otro lado; pertenecen al mundo interior, tortuoso, contradictorio, laberíntico y en su mayor parte invisible.
Por extraño que parezca, no obstante, cuesta encontrar una teoría psicoanalítica del suicidio. De hecho, tan reticentes son los especialistas con el tema que uno de ellos ha señalado: «El problema científico importante es éste: ¿es el tabú del suicidio tan intenso que hasta los psicoanalistas evitan exponer sus apuntes sobre los casos y sus experiencias personales?»47 Uno de los motivos para la cautela es obvio: el paciente que logra matarse representa para el analista un fracaso inequívoco, ya que el fin último del tratamiento es hacer la vida vivible pese al paciente mismo, pese a la misma vida.F
En abril de 1910, la Sociedad Psicoanalítica de Viena —la institución creada por Freud— llevó a cabo un simposio sobre el suicidio.48 La mayor parte de la teorización corrió por cuenta de Adler y Stekel, que pronto iban a alejarse de Freud para seguir caminos revisionistas. Ambos utilizaron el tema para ilustrar preocupaciones propias. Adler se explayó sobre la inferioridad, la venganza y la agresión antisocial; Stekel relacionó el acto con la masturbación y las culpas correspondientes. También enunció el famoso principio en el cual se basarían tantas teorías posteriores: «No se mata nadie que no haya querido matar a otro, o al menos haya deseado que otro muriese». Históricamente, todo esto era un gran cambio respecto del determinismo social prevaleciente desde que trece años antes Durkheim publicara su obra maestra. Pero como explicación sólo ofrecía un mecanismo bastante simple que el propio Freud no estaba dispuesto a aceptar. De modo que se contuvo hasta el final de la discusión, y entonces sugirió que no se comprendería el suicidio hasta que no se supiera más sobre el intrincado proceso del duelo y de la melancolía.
Pero, como demuestra el doctor Litman, Freud sabía sobre el fenómenos más de lo que estaba diciendo. Bajo una u otra manifestación había aparecido en todos sus casos tempranos, salvo en el de Juanito, un niño de cinco años. Su dificultad era teórica: ¿cómo reconciliar el impulso de autodestrucción con el principio de placer? Si las fuerzas instintivas básicas eran la libido y la autoconservación, el suicidio era tan incomprensible como antinatural:
Tan inmenso es el amor del yo por sí mismo, amor que hemos de reconocer como estado primario del cual procede la vida instintiva, y tan vasta es la cantidad de libido narcisista que vemos liberada en el temor que surge ante una amenaza de la vida, que no logramos concebir cómo puede el yo consentir su propia destrucción. Sabemos desde hace mucho, es cierto, que ningún neurótico alberga pensamientos suicidas que no sean impulsos asesinos contra otros que ha vuelto sobre sí, pero nunca hemos podido explicar a través de qué juego de fuerzas llega a ejecutarse tal propósito. Ahora, el análisis de la melancolía muestra que el yo sólo puede matarse si, debido al retorno de la catexis de objeto, está en condiciones de tratarse como tal; si es capaz de dirigir contra sí la hostilidad que se refiere a un objeto y representa la reacción original del yo a los objetos del mundo externo. Así, en la regresión a la elección de objeto narcisista, es verdad, se ha llegado a prescindir del objeto, pero de todos modos éste se ha mostrado más poderoso que el propio yo. En las dos situaciones más adversas entre sí, estar intensamente enamorado y querer suicidarse, el yo se ve abrumado por el objeto, aunque de modos por completo diferentes.50
El pasaje pertenece al seminal ensayo que, con el título de «Duelo y melancolía», Freud había escrito cinco años antes del simposio, pero no publicaría sino en 1917. A menudo se lo cita para dar la bendición del maestro a la idea de que el suicidio es simplemente hostilidad desplazada. Pero como sugiere el doctor Litman, es el primer esbozo del dibujo muchísimo más complejo que paulatinamente haría Freud del mundo interior.
La esencia del genio de Freud radicaba en la capacidad de percibir con una claridad sobrenatural las consecuencias teóricas de cada prueba, y de seguirlas sin contemplar la santidad de las posiciones que ya había establecido. En el ensayo citado, este proceso siempre sagaz, constantemente escéptico se expresaba en dos temas: uno concernía a la estructura de la psique; el otro al problema del sadismo y el masoquismo, y conducía al concepto de lo que más tarde Freud iba a llamar instinto de muerte. Primero, pues, mostró que en el duelo y su equivalente patológico, la melancolía, el yo intenta devolver a la vida aquello que ha perdido mediante la identificación, y luego incorporando —o introyectando— el objeto perdido. De modo que el doliente instala el objeto en su propio yo, donde vive como parte de éste. Puede que el empleo que hace Freud de este concepto sea nuevo, como aplicación técnica que le da, pero la idea en sí es al menos tan antigua como John Donne, quien en sus poemas de separación y duelo vuelve continuamente, como a un viejo tópico consolador, al tema de que todo amante lleva en sí el alma y la imagen de la amada:
Nútrete de esta lisonja,
que los amantes ausentes están uno en el otro.
En el duelo normal, el doloroso, lento proceso de aceptar que realmente el objeto amado ya no existe en el mundo, se compensa poco a poco con su establecimiento en el yo como cosa amada, amante y fortalecedora. Así, los poemas tardíos de Thomas Hardy están poblados por fantasmas de mujeres que en un tiempo el poeta amó desastrosamente, y que ahora regresan tiernas y comprensivas.
En la melancolía, por otro lado, al sufriente lo abruman la culpa y la hostilidad. Es como si el melancólico creyese que lo que ha perdido, por muerte, separación o rechazo, en cierto modo fue asesinado por él. Por lo tanto, retorna como perseguidor interno en busca de castigo, venganza y expiación. Sylvia Plath lo expresó claramente y sin vueltas en el poema sobre la muerte de su padre, «Papi»:
He matado un hombre, he matado dos;
el vampiro que se hacía pasar por ti
y durante un año me desangró,
siete años, a decir verdad.
Papi, ya puedes reclinarte y descansar.
Tienes una estaca en el gordo, negro corazón.
Ella es tanto la mujer culpable que ha cometido asesinato como la víctima inocente que fue alimento de vampiros. He aquí el círculo vicioso de la melancolía, en el cual una persona puede quitarse la vida en parte para aliviar las fantasías culpables por la muerte de un ser amado, en parte porque siente que el muerto vive dentro de ella, reclamando venganza como el padre de Hamlet.
Mas tarde, en El yo y el ello, Freud desarrollaría el concepto de superyó, una fuerza censora, crítica, que actúa en un nivel mucho más profundo e inconsciente que el de la conciencia ordinaria que nos hace a todos cobardes. Freud pensaba que el superyó se forma a partir de la identificación del niño con las figuras paternas —o más bien con las fantasías que tiene de ellas—, las cuales, introyectadas, se convierten en parte de su identidad. La voz de la conciencia —estaba sugiriendo— era en realidad la voz inflexible pero distorsionada del padre y la madre resonando en las fantasías infantiles. Después de Freud otros analistas, en particular Melanie Klein, han llevado esta teoría bastante más lejos. Para la señora Klein, el superyó inconsciente se desarrolla mucho antes que para Freud, no a los dos o tres años sino en los meses previos a que el bebé reconozca que los objetos del mundo existen separadamente de él. La experiencia más primitiva que el niño tiene de la realidad, pues, es de unos «objetos parciales» que son fuente tanto de placer como de dolor, de satisfacción como de frustración, de amor como de ira, de lo bueno como de lo malo. Dicho con la mayor sencillez posible, el niño se defiende de lo «malo» separándolo de sí y proyectándolo en objetos parciales externos; al mismo tiempo se defiende identificándose con lo «bueno» y asimilándolo. Lo que aquí importa es que del complejo mecanismo defensivo de proyección e introyección, escisión, negación e identificación surge una imagen de la psique compleja: no un huevo claramente dividido en conciencia e inconsciente, ni siquiera un pastel de tres capas visibles (yo, ello, superyó), sino, desde los primeros días, una comarca de fallas y suturas como una zona sísmica. En cuanto a la mecánica del suicidio, esto significa que el simple modelo dual de la agresión vuelta desde una figura exterior hacia el sujeto no será nunca del todo adecuado.
El analista freudiano Karl Menninger ha dicho que el suicidio consta de tres elementos: el deseo de matar, el deseo de ser matado y el deseo de morir. La teoría kleiniana sugeriría que cada uno de estos tres procesos es altamente complejo, ambiguo y pocas veces separable de los demás. Puede que una persona, por ejemplo, quiera matar sólo a cierto aspecto de ella bajo la ilusión de que esa muerte liberará otro aspecto. En parte desea matar, en parte desea ser matada. Pero en cierto modo la muerte misma no cuenta; no cuenta el autoasesinato sino un acto extremo de apaciguamiento que restaurará la salud de una parte herida del sujeto y le permitirá florecer: «Si tu ojo te ofende, arráncatelo». Pero para el suicida, abrumado por un oscuro y oscurecedor sentido de caos interior y falta de mérito, el «ojo», la parte, es su vida tal como la está viviendo. Tira su vida para poder vivir bien.
Esta duplicidad psíquica se da aun en los que parecen casos de agresión más toscos. El niño enfadado que les dice a sus padres «Verán cuánto van a lamentarlo», no está buscando mera venganza. También está proyectando la culpa y la ira que lo poseen en aquellos que le controlan la vida. En otras palabras, se está defendiendo de su propia hostilidad mediante el mecanismo de la identificación proyectiva; él pasa a ser la víctima, ellos perseguidores. Parecidamente, pero en un plano más elaborado, alguien puede quitarse la vida porque siente que ya no soporta los elementos destructivos que lleva dentro; de modo que se despoja de ellos al costo de la culpa y la confesión de sus deudos. Pero lo que queda, espera, es una imagen suya purificada, idealizada, perdurable como el recuerdo de los nobles romanos que se lanzaban ecuánimemente sobre la espada por el bien de los principios, la reputación y el buen nombre en la historia. Sin estos altos ideales romanos, el suicidio es simplemente la forma más extrema y brutal de cerciorarse de que a uno no lo olvidarán fácilmente. Se trata de una especie de renacimiento póstumo en la memoria de los demás, semejante al imaginado por los guerreros primitivos que creían que sólo los muertos con violencia tenían entrada al Paraíso; entonces se destruían para evitar una degradante muerte natural, por enfermedad o vejez, que los alejaría eternamente del mejor ultramundo posible.
Pero ¿de los sobrevivientes qué? Sobre la base de cincuenta intentos de suicidio, dos psiquiatras neoyorquinos hicieron un descubrimiento interesante: en el 95 por ciento de los casos había habido «muerte o perdida, en circunstancias dramáticas y a menudo trágicas, de individuos estrechamente relacionado con el paciente; en general, padres, hijos o compañeros». En el 75 por ciento, la muerte había ocurrido «antes de que el paciente hubiera completado la adolescencia».51 A esta pauta la denominan «tendencia a la muerte»; afortunadamente, sólo extraen conclusiones muy estrictas:
Si se acepta que las fantasías suicidas son formas posibles de reaccionar a conflictos interiores intensos y en cierto modo representan una conducta resolutiva, de nuestro estudio cabe concluir que la presencia de la «tendencia a la muerte» en el bagaje del paciente lo predispondrá a activar las preocupaciones autodestructivas. Esto podría ayudar a explicar por qué ciertos individuos con fantasías suicidas reaccionan a ellas intentando suicidarse en tanto que otros, con fantasías similares e iguales tensiones emocionales, no lo hacen.
Lo cual, al parecer, sólo significa que cada suicidio alienta otro, un poco como el primer atleta que rompió la barrera de los cuatro minutos en la milla facilitó el desempeño de los posteriores. Pero éste ha sido siempre el síntoma detectado en las extrañas y periódicas epidemias de suicidio que irrumpen de tanto en tanto: por ejemplo, entre las doncellas de Mileto, que según Plutarco se entregaron masivamente a ahorcarse hasta que un anciano venerable de la ciudad sugirió agravar los cadáveres paseándolos por el mercado —a lo cual, si no la cordura, prevaleció la vanidad—; o entre los quince soldados heridos del hospital parisino de Los Inválidos, que en 1772 se ahorcaron colgándose del mismo gancho (la epidemia cesó cuando el gancho fue quitado); o entre los miles de campesinos rusos que en el siglo xvii se prendieron fuego convencidos de que estaba a punto de llegar el Anticristo; o entre los cientos de japoneses que se arrojaron al cráter del Mihara-Yama desde 1933 hasta que en 1935 se cerró el acceso a la montaña; o entre los habitantes de Chicago que saltaban del «puente de los suicidas» hasta que las desesperadas autoridades derribaron la obra entera. En todos los casos, un ejemplo dramático bastó para propulsar la demencial reacción en cadena.
Pero la idea de una «tendencia a la muerte» también parece apuntar a algo más sutil y menos extravagante. El proceso de duelo, pensaba Freud, concluía cuando, por la razón que fuese, lo perdido era restaurado a la vida en el yo del doliente. Pero cuando la pérdida se sufre a una edad especialmente vulnerable, el lento proceso de introyección se vuelve no sólo más difícil sino también más azaroso. El niño que pierde a un padre, o algún ser amado con igual pasión e impotencia, debe arreglárselas lo mejor posible con una mezcla de confusión, ira y exasperada sensación de abandono; como en su inocencia no puede comprender qué le ocurre, el dolor natural se le hace doblemente doloroso. Para aliviarse de una hostilidad en apariencia gratuita e inapropiada se desprende de ella proyectándola en la figura perdida. Como resultado, es posible que cuando al fin tiene lugar la fantasía identificatoria, la figura esté investida en todos los horrores imaginables. En adelante, oculto en un cerrado armario de la mente, llevará dentro la asesina criatura muerta, un Doppelgänger sin reposo, imposible de aplacar, que clama ser oído y se apresta a emerger en cada crisis.
Acaso, entonces, en la «tendencia a la muerte» aparezca más avanzada la vida en forma de la curiosa impermeabilidad que se advierte en tantos suicidas, su inmunidad al solaz. Como la de los sonámbulos o la del que una vez se creyó poseído por demonios, su vida está en otra parte, los movimientos se controlan desde un centro oscuro e inadvertido. Es como si sólo tuvieran un propósito verdadero: encontrar una excusa apropiada para matarse. Por eso, por convincentes que sean las causas, las recompensas imaginarias y las ciegas provocaciones del suicidio final, cumplido o no el acto será fundamentalmente un intento de exorcismo.
Por cierto, da la impresión de que la «tendencia a la muerte» obró efecto en una buena cantidad de escritores. El padre de Thomas Chatterton, el primero y más famoso de los suicidas literarios ingleses, había muerto antes de que Thomas naciera. En nuestro tiempo, Hemingway, Mayakovski, Pavese y Plath habían perdido a sus padres en la infancia. De hecho, el padre de Hemingway se había pegado un tiro, como el hijo haría más tarde. Lo mismo el padre de John Berryman, en cuya madurez poética el duelo fue un tema capital, y se mató en 1972.
La teoría psicoanalítica, pues, no ofrece una explicación simple a la mecánica del suicidio. Al contrario, cuanto más se acerca a los datos de cada caso, más compleja se vuelve y menos explica el acto. A lo máximo que llega es a iluminar la ambigüedad profunda de los motivos, aún allí donde parecen más evidentes. Por ejemplo, cuando Sylvia Plath escribe:
Bien papi, por fin estoy lista.
El teléfono cortado de raíz,
Las voces ya no se pueden colar
Se refiere, me parece, a algo más que la soledad total que es condición previa de la depresión suicida. Quiero decir que esas voces no son simplemente de extraños prendidos a la red telefónica de Londres; también pueden ser internas, voces de aquellas partes de sí misma que la quisieron y la apoyaron. Pero ahora, escindidas, se han vuelto distantes, inaudibles.
El concepto de escisión quizá ayude a explicar la rara tenacidad con que la gente sobrevive a los atentados más devastadores contra su vida. Cierta muchacha, por ejemplo, quería tanto morir que se tragó cincuenta barbitúricos. Cuando por fin la encontraron, en coma profundo, en el hospital no respondió a ningún tratamiento. Por último, los médicos la dieron por muerta. Pero el corazón le seguía latiendo, en algún momento del coma tuvo una extraña visión espacial: miraba a su marido desde arriba, como desde otro plano. Aunque aparentemente él estaba muy cerca, la brecha era insalvable, como si habitaran dimensiones diferentes. Al observarlo, ella sentía una necesidad repentina, absoluta —aguda y presente como un convulsión física— de alargarse hacia él y explicarle por qué había hecho aquello. Pero no podía. Por fuerte que lo llamara, él no podía o no quería oírla. De modo que pesadamente, a desgana, ella decidió volver. De todo el episodio la muchacha sólo recordaba esto. Conscientemente haber sobrevivido la decepcionaba, ya que ni su vida ni su actitud habían cambiado mucho. Con todo, bajo la desesperación, alguna parte escindida de ella seguía apasionada, tenazmente viva y se negaba a rendirse.
La constante impureza de los motivos, el conflicto entre fuerzas opuestas de la psique, fue la preocupación de la segunda mitad de la carrera de Freud. Antes dije que paulatinamente desarrolló dos temas del ensayo «Duelo y melancolía». El primero se relaciona con una visión más compleja de la psique. El otro es lo que se llamaría «instinto de muerte». Como ocurre con muchas de las teorías de Freud, el primer atisbo aparece en la iluminación astuta y algo mundana de la conducta del ser humano:
Debería asombrarnos que al fin y al cabo el melancólico no se comporte exactamente igual que una persona agobiada por remordimientos y autorreproches del mismo estilo. El sentimiento de vergüenza ante los demás que caracteriza el estado de esta última no aparece en el melancólico, o al menos no es prominente. Uno resaltaría en él un rasgo casi opuesto: una comunicatividad insistente que busca satisfacerse en la autoexposición.52
O sea, que el dolor de la melancolía puede ser una fuente de placer. Con esta observación perspicaz, Freud avanza hacia lo que más tarde llamaría «el problema económico del masoquismo», un rasgo que declararía no subsidiario del sadismo, como había pensado antes, sino impulso primario. Pero también había a mano otra prueba, más apremiante. Para decirlo con la mayor sencillez: en la base de La interpretación de los sueños, su gran obra temprana, está la creencia de que los sueños son las realizaciones de deseos; de que a sus variadas y sinuosas maneras gratifican impulsos eróticos instintivos. De ahí la teoría de la libido, el ubicuo principio del placer y la autoconservación que subyace incluso a las fantasías más implausiblemente retorcidas. Pero todo esto quedó refutado por el subsiguiente estudio de la llamada «compulsión a la repetición», que Freud advirtió en ciertos juegos infantiles y —más poderosamente— en las pesadillas de soldados heridos por bombas. En ambos casos, los sueños o fantasías del paciente parecían obligarlo a sufrir de nuevo, con plena angustia y sin ninguna distorsión ni desplazamiento onírico, la situación donde había empezado la desgracia; no de otro modo la sonámbula Lady Macbeth vuelve obsesivamente a la escena del crimen. Resumiendo: en ciertos tipos de neurosis obraba una fuerza absolutamente opuesta a cualquier principio de placer. Nada de realización de deseos; ninguna gratificación, por perversa que fuera. El propósito de la compulsión repetitiva, en cambio, era tratar de contener un abrumador principio de displacer, un instinto de muerte. El paciente —pensó Freud— intentaba controlar el trauma mediante su reiteración obsesiva. Se ha sugerido que quizá similarmente, cuando alguien a punto de ahogarse ve pasar toda la vida en un relámpago, es porque el inconsciente está «exprimiendo el cerebro» en busca de una solución a la terrible crisis.
Con estas hebras diversas, Freud urdió la teoría del instinto de muerte, una «agresión primaria» no erótica, presente desde el comienzo mismo de la vida, que, pugnando por deshacer conexiones, destruir, devolver lo vivo a un estado nulo pero apacible, obraba tan constantemente como el Eros —el principio del placer— buscaba unir, renovar, conservar, perturbar. El instinto de muerte es un bajo continuo contra el cual se pautan las intrincadas inquietudes del deseo:
Más allá de todo esto el deseo de estar solo:
por mucho que el cielo se oscurezca de invitaciones
por mucho que sigamos las impresas órdenes del sexo
por mucho que la familia se retrate bajo el mástil;
más allá de todo esto, el deseo de estar solo.
Por debajo de todo, el deseo de olvido:
pese a las mañosas tensiones del calendario,
el seguro de vida, los ritos de fertilidad programados,
el costoso desviar la mirada de la muerte;
por debajo de todo, el deseo de olvido.
Son versos de Philip Larkin, un poeta cuyo tema constante es el de no sucumbir al principio del placer, evitar las confusiones, las demandas y el estrépito de la vida para mantener cierta inviolabilidad austera, por acechada y escuálida que sea, y a cualquier precio.
En cuanto al suicidio, Freud creía que el instinto de muerte tomaba el control en la melancolía como una especie de enfermedad del superyó. Cuanto más virulento el mal, más suicida se volvía el paciente.
[En la melancolía] encontramos que el superyó, excesivamente fuerte que ha pasado a dominar la consciencia, ataca al yo con despiadada violencia, como si se hubiera apoderado de todo el sadismo disponible en la persona en cuestión. Siguiendo nuestro enfoque del sadismo, diríamos que el componente destructivo, atrincherado en el superyó, se ha vuelto contra el yo. Lo que prevalece ahora en el superyó es, por así decir, una pura cultura del instinto de muerte; y de hecho a menudo consigue impulsarlo al suicidio…53
Por otra parte, cuanto más frágil sea el ego —por las complicadas razones históricas que sean— más vulnerable será a la furia del superyó: «El miedo a la muerte en la melancolía sólo admite una explicación: que el yo se rinde, pues, en vez de amado, se siente odiado y perseguido por el superyó. Para el yo, por lo tanto, vivir equivale a ser amado; amado por el superyó…»54
Los kleinianos, que al contrario de muchas escuelas psicoanalíticas aceptan el instinto de muerte como concepto clínico básico, lo interpretan con menos limpieza estructural. Para ellos, el niño deriva su noción primitiva de la muerte de los periodos en que le fallan las defensas contra «lo malo» y lo abruman el dolor y la ira destructiva. Así percibe su mundo interior fragmentado, mortífero y desolado. En contraste, la noción de la vida como algo positivo, placentero y deseable sobreviene cuando ese intolerable caos interior da paso a un sentimiento de integración, de contención de todo un mundo sustentador y sustentado. Una imagen es la del bebé que llora de hambre y frustración; la otra, la del bebé alimentándose apaciblemente. El adulto lleva huellas de estas experiencias primitivas, enterradas como vestigios de un asentamiento prehistórico muy por debajo de una ciudad moderna, pero capaces de emerger cuando una explosión psíquica destroza la compleja superestructura. Por eso una meta del tratamiento psicoanalítico, según yo lo entiendo, es que el paciente llegue a un acuerdo con la fuerza destructiva —el instinto de muerte— que trabaja en él sin cesar.
No me corresponde ocuparme aquí —no estoy calificado— de los aspectos técnicos de la teoría de Freud ni las discusiones entre freudianos y kleinianos. Lo que importa son las consecuencias para nuestro asunto de todo un concepto de la personalidad humana. Freud esbozó la teoría del instinto de muerte en Más allá del principio de placer, ensayo que empezó en 1919 y acabó en 1920. Detrás de los ejemplos clínicos y de las hoy rebatidas hipótesis biológicas había evidencias de tipo más amplio e innegable: la vasta, absurda destrucción sembrada por la Primera Guerra Mundial, a la cual Freud, que más tarde se definiría como pacifista, había reaccionado con horror y desesperación. Así pues, quizá el instinto de muerte no era una simple cuestión de «agresión primaria»; también entrañaba el pesimismo primario de un hombre supremamente civilizado que había mirado con pasmo cómo se hacía añicos la civilización en la cual él creía apasionadamente.
Mucho más tarde, en 1937, cuando el cáncer ya lo carcomía como una encarnación del instinto de muerte, escribió un artículo, «Análisis terminable e interminable», en el cual cuestionaba la eficacia del método terapéutico a cuyo desarrollo había consagrado la vida. En parte culpaba al instinto de muerte de la obstinación con que el paciente se aferra a la enfermedad, de la reticencia con que enfrenta la posibilidad de curarse. Si antes la innata fuerza destructiva había socavado la estructura de su obra temprana, ahora la veía poner en duda toda una vida de trabajo. Quizá por esto los freudianos «clásicos» sigan sin aceptar el instinto de muerte, que contrariamente es una piedra basal para los kleinianos, con su compleja visión de los mecanismos psíquicos, su constante acento en la presencia del Tánatos en la envidia y la destructividad y, agreguemos, su aceptación de que un análisis pueda ser, si no interminable, al menos extraordinariamente largo. Para el inquieto, escéptico genio de Freud, una disciplina que había empezado en la sólida sociedad vienesa de la vuelta de siglo con el tratamiento de histéricas pudientes, casi amables, en 1937 ya no resultaba adecuada para una cultura rota por una guerra mundial y casi al borde de otra, una cultura que soportaba una depresión económica masiva y el ascenso del nazismo. En semejantes circunstancias, ninguna noción de la perfectibilidad del hombre —por el psicoanálisis o cualquier panacea— parecía demasiado pertinente. Se necesitaba una respuesta más sombría, más trágica.
Desde entonces, la teoría del instinto de muerte como fuerza incesante de deterioro y destrucción ha ganado poder considerable en tanto especie de metáfora histórica. Tras setenta y tantos años de genocidio y guerra intermitente entre potencias —que, como el superyó enfermo de Freud, se han vuelto cada vez más inclementes, represivas y totalitarias—, han dado a las modificadas gratificaciones de la civilización un aspecto particularmente frágil. La respuesta del arte ha sido reducir el principio del placer a sus formas más arcaicas: maníacas, desnudas, más allá de la cultura. La nueva estrategia de la sofisticación estética es el primitivismo: ritmos tribales en todas las radios, ritos de fertilidad en el escenario, costumbres —reales o televisadas— de Costa Dorada en la sala de estar, poetas concretos gruñendo y graznando más allá del lenguaje y de la expresión, músicos de vanguardia explorando las posibilidades del ruido aleatorio, pintores inmortalizando los desperdicios industriales, políticos radicales inspirando su conducta en los bufones de las saturnales romanas y una cultura juvenil entregada al suicidio crónico y paulatino de la drogadicción. En la misma medida en que el principio del placer se vuelve menos placentero y más maniaco, más poderoso y ubicuo parece el instinto de muerte: todas las perspectivas se cierran con la posibilidad del suicidio mundial por guerra atómica. Es como si los descontentos de la civilización hubieran alcanzado el punto extremo de melancolía suicida que Freud describió con tanta elocuencia: «Lo que prevalece ahora en el superyó es, por así decir, una pura cultura del instinto de muerte; y de hecho, a menudo consigue impulsarlo al suicidio, si el yo no defenestra al tirano a tiempo mediante un rodeo a través de la manía».
También Shakespeare describió este proceso, claro que de forma menos técnica:
Así como el hartazgo es padre del ayuno,
toda posibilidad, por uso inmoderado,
se vuelve compostura. Como una rata que se lanza
sobre su propia ruina, nuestra naturaleza persigue
un mal sediento; y al beber morimos.
En ambos lenguajes, el enfoque es tenebroso. «Al mundo tal como existe», escribió Theodor Adorno, «nunca se le puede tener bastante miedo».